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El cántico místico de Ernesto Cardenal. Luce López-Baralt

1 diciembre, 2012

“La crítica”, dice Luce López-Baralt, “suele pasar por alto la dimensión estrictamente mística de Ernesto Cardenal…Pero lo cierto es que estamos ante el fundador de la literatura mística hispanoamericana moderna y ante uno de los místicos cristianos más originales de los siglos XX y XXI”.

No es frecuente saber qué día empezó el resto de tu vida. En el caso de Cardenal, su conversión, su aventura místico-poética y vivencial tiene una fecha señalada, el 2 de junio de 1956. Y lo expresa en estos versos:

“Cuando aquel mediodía del 2 de junio, un sábado,
Somoza García pasó como rayo por la Avenida Roosevelt
sonando todas las bocinas para espantar el tráfico,
en ese mismo instante,…”

Pero dejemos un momento de suspense. ¿Qué le ocurrió a Cardenal aquel día? Independientemente del relato en verso que nos hará en su obra, hay un problema, y es que la respuesta a esta pregunta pertenece a la esfera de lo que no puede decirse (Wittgenstein).

Para acercarnos a una posible explicación, deberíamos remontarnos al siglo XVI. Después de haber recorrido a pie muchas leguas entre Castilla y Andalucía, de convento en convento, san Juan de la Cruz solicita permiso para emprender el que con toda probabilidad tendría que ser su último viaje: fundar el primer convento descalzo en México.

Ya está muy fatigado, enfermo a causa de una infección, y aturdido por las intrigas  de los carmelitas. Uno de aquellos, fray Diego Evangelista, tiene la encomienda de recoger testimonios (aunque sean falsos) de religiosas que declaren haber sido presas de las insinuaciones y caricias del padre Juan a través de las celosías, en la intimidad de las confesiones. Los escritos del poeta habían superado la criba de la Inquisición, a pesar de la ambigüedad de algunos términos en los que describía la búsqueda y unión de los amantes (alma y Dios). Pero su obstinada reforma ha suscitado demasiadas inquinas entre sus propios hermanos carmelitas, calzados y descalzos. Los primeros le encarcelaron durante largos meses en Toledo. Estuvo a punto de morir en aquel olvido  que hubiera aceptado de buen grado. Pero San Juan de la Cruz era un poeta, y sólo se atrevió a escapar cuando empezó a componer el Cántico espiritual y supo que necesitaba más vida y papel para terminar de escribirlo.

Tanto las investigaciones en su contra como el viaje a América se vieron interrumpidos bruscamente. Una dolorosa agonía tumbó a san Juan de la Cruz en su celda de Úbeda donde acabó reivindicándose en lo que durante toda su vida había experimentado y cantado: la unión erótica con Dios. A punto de expirar, le pide a sus hermanos de última hora que dejen de rezar por su alma y a cambio, “le lean de los cantares”. (El cantar de los cantares). A sabiendas de todos los problemas que había traído el epitalamio bíblico, por su fuerte contenido sensual, a quienes lo leyeron y tradujeron en la lengua de Castilla (fray Luis de León, por ejemplo), sus hermanos le conceden ese último deseo. Aquella lectura debió de resonar en la celda como una especie de victoria y provocación. Pero no imagino palabras más apropiadas en el umbral de su muerte que estas de los primeros versos del Cantar: “Que me bese con los besos de su boca”.

La influencia de San Juan de la Cruz en la literatura contemporánea aún requiere de estudios que sigan alumbrando su presencia en obras tan influyentes como las de T. S. Eliot, P. Valery, J. R. Jiménez, J. A. Valente, J. Hierro, J. Goytisolo, entre otros. Esa huella se ha multiplicado de tal modo que podríamos decir sin miedo a equivocarnos que, de entre todos nuestros clásicos de los siglos de oro, San Juan de la Cruz es el poeta más influyente, con diferencia, en la literatura de nuestro tiempo. Pero quizá sea Ernesto Cardenal quien encarna las dos naturalezas del carmelita de manera integral: la de poeta, y la de religioso y místico. Y también la de enamorado, y la de sensual, y la de perseguido político-religioso.

San Juan de la Cruz no llegó a tocar nunca tierra americana. Sin embargo, hoy contamos con la obra de este discípulo aventajado, compatriota de Darío, su “paisano inevitable”, como lo definió Coronel Urtecho. El reciente galardón del premio Reina Sofía de poesía iberoamericana a Ernesto Cardenal coincide con la publicación de un estudio de Luce López-Baralt sobre la dimensión mística de la obra del poeta nicaragüense. Ella, especialista en literatura mística, ha sido clave para Cardenal, no sólo como interlocutora, al estilo de las religiosas y seglares con las que san Juan de la Cruz dialogaba y a las que dedicaba sus versos más encendidos (como el mismo Cardenal refiere casi parodiándolo), sino porque López-Baralt le descubrió la enorme influencia de la mística sufí y de las lenguas semíticas en San Juan de la Cruz, como apuntó Asín Palacios. Entonces fue como si acabase de comprenderlo.  

Esta vertiente mística del poeta nicaragüense, mucho menos investigada que la de su compromiso literario, religioso y revolucionario, resulta excitante e intensa como las imágenes de un encuentro erótico con Dios. Ello lo convierte en el primer místico de Hispanoamérica y lo dota de las virtudes duraderas de los clásicos.

Es de sobra conocido el aporte de Cardenal a la poesía española y nicaragüense (un caso excepcional de vanguardia) mediante la adaptación del Exteriorismo y la lectura de Ezra Pound, para quien en el poema cabe y se contiene todo, y escribir es como armar un puzzle (Cardenal aún escribe a máquina en estrechas tiras de papel, que luego va juntando). Es aún más conocida la interconexión entre la vida del poeta y su obra: su conversión al sacerdocio; el experimento comunitario de la isla de Solentiname, que fue víctima de la dictadura de Somoza; su paso por el ministerio de Cultura en plena revolución; la legendaria bronca de Juan Pablo II en el aeropuerto de Managua frente a las cámaras, cuando lo tuvo delante, el único ministro sandinista arrodillado, la cabeza descubierta, con su sempiterna boina en las manos, aceptando sumiso la admonición, como hicieron los místicos tantas otras veces, para al final seguir su camino obstinado. También son célebres sus talleres de poesía (en Nicaragua se dice que todo el mundo es poeta, o hijo de poeta). Salman Rushdie escribió que Cardenal había nacionalizado la poesía. Y aún hoy, a sus ochenta y muchos años, se empeña en hacerle descubrir a los niños con cáncer (muchos con pocas esperanzas de vida) en el hospital La Mascota, de Managua, que ellos son poetas. 

Pero me temo que será su obra mística, esa constante evocación de lo que ocurrió aquel 2 de junio de 1956 (a diferencia de otros místicos, Cardenal sólo reconoce haber experimentado el éxtasis una sola vez en su vida), la que pasará el filtro del olvido:

“… en ese mismo instante, igual que su triunfal caravana
así triunfal tú también entraste de pronto dentro de mí
y mi almita indefensa queriendo tapar sus vergüenzas.
Fue casi violación,
pero consentida,

Tanto placer que produce tanto dolor.
Como una especie de penetración.”

Antes de ese 2 de junio, en el Cardenal de los epigramas y de sus antiguas amadas, Ana María, Claudia, Sylvia, Myriam, en el poeta de “al dejarme tú a mí, tú y yo hemos perdido”, aún se vislumbraban las influencias de Neruda, Lorca, Alberti y Salinas, o el magisterio del poeta y cura español Ángel Martínez, que le dio clases en la Granada nica. Todavía era el Cardenal de las noches de alcohol en Madrid, México o Managua. Pero tras la lectura de norteamericanos como Pound o William Carlos Williams, que le dotan de nuevas herramientas poéticas, será Teilhard de Chardin, el magisterio espiritual de Thomas Merton, cuando ingresa en la Trapa, así como las relecturas de San Juan de la Cruz y de Meister Eckhart, o las de Lao Tzé y Rumí, entre otros, las que encaminan sus versos hacia una altura que aún no tiene límites. López-Baralt, como siempre apoyándose en una amplia bibliografía y en el privilegio de sus conversaciones personales y por medio de correo electrónico con el poeta, revisa todas estas influencias.

El corpus de la obra mística de Cardenal, según detalla Luce López-Baralt, aunque tiene presencia en casi todos sus escritos, se empieza a anunciar en Gethsemani, Ky., y en Salmos, pero se concentra principalmente en Vida en el amor (libro de fragmentos de tipo ensayístico tras su paso por el monasterio trapense de Merton); se eleva más tarde en su monumental Cántico Cósmico (en particular en sus últimas cántigas); y es esencialmente en Telescopio de la noche oscura (que iba a ser parte del Cántico, pero se publicó independientemente) donde Cardenal describe en versos su relación erótica con Dios, la que empezó aquel día de junio. En Versos del pluriverso y en El origen de las especies se prolonga su canto místico y su diálogo permanente con los descubrimientos científicos. El interés por la ciencia (que también le vincula a los místicos), a diferencia de Higgs, para él supone una magia añadida al misterio del Dios del bosón y de los astros (“Juntos el infinito y yo, yo/ sin sentir lo más mínimo./ Igualito que si Dios no existiera./ Simplemente nada. ¿Cabe con respecto al infinito/ intimidad mayor?”). Y también al Dios de las células o el sexo: “«Poeta, Dios está en el coño de las mujeres»”./ Está en todas partes dice el catecismo./ Pero no está lo mismo en todas partes.”

Por decirlo de un modo que quizá resulte demasiado simplista y burdo (siempre fracasaremos al tratar de decir lo indecible), después de aquel 2 de junio de 1956, Cardenal pasa de hacer el amor con las mujeres a hacerlo con Dios. “Yo tuve una cosa con Él, y no es un concepto”, reclama. “Si oyeran lo que digo a veces/ se escandalizarían. Que qué blasfemias/ Pero vos entendés mis razones. / Y además bromeo./ Y son cosas que los que se aman se dicen en la cama.”  Ese amor, excluyente e incluyente al mismo tiempo, a veces le resulta agónico por el peso de las renuncias (el “Adónde te escondiste, Amado” de San Juan de la Cruz).  

Quien lea solamente Telescopio de la noche oscura sabrá que a Cardenal le sucederá algo similar a lo que pasó con Neruda, que quería ser el poeta del compromiso, el del pueblo, y terminó siendo el del amor. Cardenal, quería ser el del amor (el de los epigramas y las muchachas), pero se hizo famoso por ser el poeta revolucionario, y terminará siendo el del amor trascendido, el autor fundacional de la poesía mística de América Latina, el que una vez hizo el amor con Dios, y el que le dijo esas cosas que sólo los amantes se dicen en la cama. San Juan de la Cruz, tras un largo viaje de siglos, finalmente, gritando ¡tierra!

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Nacido en Andalucía, tiene la doble nacionalidad hispano-nicaragüense, países en los que ha trabajado en el mundo de la docencia, la cultura, el periodismo y la cooperación. Licenciado en Filología, y master en Periodismo y Derecho Internacional. Es consultor de comunicación y cooperación. Escritor, docente y colaborador en varios medios en España (como El País) y Latinoamérica (Gatopardo, La prensa, Confidencial, Etiqueta Negra, etc.) sobre temas literarios y de actualidad internacional, crisis, cooperación y desarrollo. Ha publicado, entre otros libros de antologías y colaboraciones, ensayos y relatos (Las cien Novelas para siempre del siglo XX y Si estuvieras aquí, de la editorial Icaria). Fundó con Sergio Ramírez la revista cultural Carátula www.caratula.net , de la que fue editor. Ha sido profesor de Comunicación y Humanidades, traductor y responsable de información de Médicos sin Fronteras. Ha conocido de primera mano numerosos conflictos y crisis humanitarias. Fue coordinador de la Campaña de Acceso a Medicamentos en América Latina. También ha coordinado proyectos que unen el mundo humanitario y el desarrollo con la Literatura como la serie Testigos del olvido de El País Semanal.