El Cántico Místico de Ernesto Cardenal
1 agosto, 2023
Palabras de aceptación del Premio Ernesto Cardenal–Casa de América, Madrid, 12 de mayo de 2023.
Esto creo no lo acabará de comprender
San Juan de la Cruz
el que no lo hubiere experimentado
Es como explicarle a un ciego el color azul
Ernesto Cardenal
Es muy difícil expresar la dimensión de mi gratitud al recibir el Premio Ernesto Cardenal. Mi relación con el poeta, antiguo cómplice de confidencias místicas e inmenso amigo, fue tan honda que me cuesta compaginarla con la dignidad de una premiación internacional. Este Premio implica que ya Ernesto no está conmigo. Pese a su ausencia física, sé que está trascendido y que posiblemente todo lo que teníamos que hablar de espiritualidad en esta vida ya está hablado. Asumo pues este Premio como una clausura jubilosa de lo vivido. Y siento que es Ernesto mismo quien me lo entrega. Por eso mismo me voy a referir justamente a lo que más nos unía: la experiencia del Dios vivo.
Cardenal suele ser leído como un poeta revolucionario precursor de la teología de la liberación que se compromete con los pobres de su tierra. Yo, por mi parte, conozco más de cerca al poeta místico, que se hizo revolucionario por amor al Reino tras experimentar la unión teopática. Entiendo que las actividades del poeta —su ingreso en la Trapa, su politización en Solentiname, sus versos y su arte escultórico, su compromiso con el primer sandinismo, su Ministerio de Cultura, su tutoría poética a los niños con cáncer, su misa final en el lecho de muerte— son la manifestación de una vivencia espiritual que lo marcó para siempre.
Cuando Ernesto vino por primera vez a Puerto Rico en 1974 me armé de valor y le pregunté si él era el protagonista de un pasaje inequívocamente místico, inserto en su Vida en el amor, donde dice que aquella experiencia de Dios le había ocurrido “a un alma”. También quise saber si podíamos hablar de ella. Cardenal bajó los ojos, y murmuró un tímido “sí”. A partir de ahí comenzó un intercambio de confidencias místicas que sólo terminó con la muerte del poeta. Mucho de esta conversación está contenida en la correspondencia que intercambiamos, primero por carta, luego por Fax y más tarde por correo electrónico[i]. Espero publicar nuestro epistolario, porque ayudará a entender mejor la obra de Ernesto.
Ya he dedicado numerosos estudios a la arriesgada tarea de reubicar la escritura de Cardenal dentro de unas nuevas coordenadas contemplativas. Ello, sin ignorar el reiterado compromiso social del poeta, pues su vivencia espiritual potenció su entrega al prójimo. Pero, como bien señala Arianna Fabbri: la de Cardenal es “una mística no de separación del mundo, sino de compenetración de la historia”] (Fabbri 2007: 19).
Desde que conocí a Ernesto le insistí que volviera a escribir sobre su experiencia fruitiva de Dios, pues sabía bien que era el centro de su vida. No me fue fácil “sacar del clóset” al poeta, pero lentamente, casi malgré lui, se fue animando a referirse a ello. Comenzó a hablar sobre su condición de místico en entrevistas con Aurora Camacho de Schmidt, Hermann Schultz, Mario Benedetti, Teófilo Cabestrero, Raquel Fernández y Ana Nadal Quirós, entre otros. Siempre guardó modestia extrema: “no me gusta hablar de mi oración. Es algo demasiado íntimo y personal, un asunto entre esposos, se podría decir”[ii]. Aún así, admite a Paul Borgeson que “la clase de misticismo que yo he practicado es la misma de san Juan y Teresa”[iii]. Como ellos, quedó afásico: “Sabes bien que no [lo] puedo describir. Es como explicar a un ciego el color azul” […]; “como si un nuevo órgano de percepción te naciera para percibir a Dios a niveles infinitos de conciencia”[iv]. En carta desde Managua (1984) me dio su mejor lección: “Las experiencias místicas las pueden tener aún los que no son santos. Son caprichos de Dios, y las da a quien quiere, no porque se merezcan. […] puede darlas a los más débiles para ayudarles, porque personas más fuertes no las necesitan”.
El poeta pensó que a nadie más que a mí me habría de interesar el tema: “ese tema místico te interesa a vos por ser tan tuyo pero para otros ha pasado desapercibido…” (carta desde Managua del 10 de marzo de 1991). Creo, sin embargo, que el tema realmente es tan “suyo” que si no lo tomamos en cuenta, leeríamos su escritura fuera de foco. Así también lo han visto otros estudiosos que se van interesado en la dimensión mística de la obra cardenaliana: Arianna Fabbri, Ana María Nadal y Sylma García. Sus trabajos me permiten sospechar que las generaciones futuras verán al poeta como el fundador de la literatura mística latinoamericana moderna, y como uno de los místicos más originales de la tradición cristiana. Lo recordaremos como poeta místico más que como poeta de compromiso social. O de compromiso social por místico, que acaso sea más adecuado. Thomas Merton, su mentor en la Trapa de Kentucky, lo vislumbró desde temprano: “Ernesto Cardenal dejó Getsemaní por mala salud. Pero yo ahora puedo ver que también había otra razón: no tenía sentido que continuara aquí como novicio […], cuando en realidad él ya era un maestro” (Merton 1970: 21).
El proceso de introspección contemplativa comienza para el poeta en el monasterio trapense de Gethsemany, en el que ingresa en 1957 después de una conversión espiritual que pone fin a una vida que él mismo describe como disipada[v]. Admite que los poemas que escribió allí constituyen “un testimonio de la poesía indecible de aquellos días, que fueron los más felices de mi vida”[vi]. Más tarde fundaría la comunidad contemplativa de Nuestra Señora de Solentiname, donde abole el monacato tradicional[vii]: es un espacio abierto para artistas y parejas casadas donde establece talleres de escultura y pintura. Cortázar contribuye a la inmortalización artística de la comunidad en su “Apocalipsis en Solentiname”. En el precioso archipiélago se vivía un cristianismo simple: el vestido que adopta el poeta —cotona blanca, blue jeans, sandalias[viii]— es el atuendo del campesino nicaragüense que usa como hábito religioso, en imitación de los monjes del medioevo, que se vestían como los pobres de su tierra[ix]. Aquí comienza la radicalización política de Cardenal, pero tiene un fondo evangélico: “la mística es la que me ha dado a mí la radicalización política. Yo he llegado a la revolución por el Evangelio. No fue la lectura de Marx, sino por Cristo”[x].
Ernesto se inicia de lleno en la literatura mística con Vida en el amor. Es su libro más gozoso, y en él, siguiendo a Teilhard de Chardin, intuye que todo evoluciona hacia el Amor, que constituye el “cemento que une el universo” (p. 42). De ahí que el cosmos se encuentre en oración perpetua: el coyote solitario cuando aúlla en la noche, el ternerito llamando a su madre, Romeo silbando bajo el balcón de Julieta. Incluso el cuerpo formula una acción de gracias cuando recibe, sediento, un vaso de agua, y aun la simple sensación de alegría podría constituir la oración perfecta. Son “salmos en otra lengua” (p. 117). Podemos ver a Dios no sólo en las aguas diáfanas del Caribe sino en el esputo de un tuberculoso y en las pupilas de los cerdos. La materia prima del cosmos nos hermana: el calcio y el fósforo no sólo constituyen nuestro cuerpo, sino los cuerpos planetarios: “Así que estamos hechos de estrella, o, mejor dicho, todo el cosmos está hecho de nuestra propia carne” (p. 183)[xi].
Aunque las criaturas son santas[xii], no pueden satisfacernos, pues somos “ánforas rotas” (p. 93) que no nos podemos contentar con una perfección que tenga límites. De ahí la dulzura dolorosa de las cosas bellas: apegarnos a ellas acarrea frustración, ya que sólo podemos poseer totalmente a Dios (p. 94). Pero la renuncia a las criaturas resulta atroz:
Me he entregado a ti con la misma pasión con que antes me entregué a la belleza de las muchachas. Y sé que encontraré en Ti los rasgos […] de todos los rostros bellos que yo he amado en mi vida […] ha quedado […] un hambre de amor que es casi cósmica, un ansia insaciable […] Ten compasión de mi corazón vacío (p. 71).
Estamos ante el primer místico cristiano que acepta su pasión erótica sin eufemismos. Recurre a los poetas del amor humano para imaginar un cielo donde habrá de recuperar sus amores perdidos: “como dice César Vallejo: ‘serán dados los besos que no pudisteis dar’” (p. 172).
Cada místico aborda el éxtasis desde sus propias coordenadas culturales y desde su temperamento más íntimo, y el de Cardenal es decididamente amoroso cuando afirma que se ha unido “al inventor de las caricias, de la voluptuosidad y de la poesía” (p. 102)[xiii]. Advierte, eso sí, que “sólo el místico vive experiencialmente este amor” (p. 71):
[El alma] ahora en agonía, ahogada en un océano de deleite insoportable […] exclama: ¡Basta! ¡Basta ya!, ¡no me hagas gozar más [..] que me muero! Penetrada de una dulzura tan intensa que se vuele dolor, un dolor indecible, como algo agridulce pero que fuera infinitamente amargo e infinitamente dulce […] pero cuando ese segundo ha pasado […] encuentra que todos los gozos de la tierra han quedado desvanecidos, son “como estiércol” (skybala,
“mierda”, como dice San Pablo) y ya no podrá jamás gozar en nada que no sea eso […] porque […] está loca de amor y de nostalgia por lo que ha probado […] (pp. 185 y ss.).
Tras esta vivencia, tal es el orden unificante que el poeta advierte en el universo, que sospecho que Cardenal escribe Vida en el amor desde la séptima morada interior[xiv], como llamó santa Teresa a la vía unitiva.
Treinta años después, en 1989, y tras abandonar el Ministerio de Cultura, el poeta nicaragüense retoma su discurso místico con su Cántico cósmico. Los cambios históricos se han sucedido vertiginosamente y el poeta pasa de la denuncia anti-somocista del Oráculo sobre Managua hasta la celebración del triunfo del sandinismo en los Vuelos de victoria. Y forja ahora un Cántico que forma escuela no sólo con el de San Juan sino con los Cantos de Pound, el Canto general de Neruda y la Divina Comedia. En esta “épica astrofísica” el poeta pretende “proclamar que el universo tiene sentido”[xv]. Pero nuestro contemplativo admite que “El propósito de mi cántico es dar consuelo./ También para mí ese consuelo./ Tal vez más” (p. 388). El tono acusa más al poeta conflictivo que al optimista a ultranza de la Vida en el amor. Dios se canta ahora con los métodos del Tao: “Oculto y ambivalente. / Ni personal ni no personal./ Es infinito pero no sólo eso” (p. 385). Cardenal sabe que el éxtasis obliga a la afasia: “Luz de luz, dijo Plotino, cualquier cosa que sea lo que quiso decir” (p. 393). En sus cantigas barrocas conviven Cleantes y Anaxágoras junto a San Agustín, San Jerónimo, Meister Eckhart y el Pseudo Dionisio. No faltan místicos orientales como Al-Hallach, Ibn al-Farid, Chuang-Chon y Confucio, sin hacer caso omiso del Popol Vuh y de las liturgias pigmeas, siberianas, bantúes, polinesias, esquimales y egipcias. Este derroche de sabiduría mística no es simple name dropping, pues estos contemplativos se hermanan con el poeta en un mismo balbuceo místico.
Pero Cardenal no se queda en el balbuceo, y nos persuade de su vivencia experiencial de Dios: “Yo tuve una cosa con él y no es un concepto” (p. 385). Y canta la “deificación” del alma junto a sufíes embriagados de amor: “En Bagdad, o tal vez en Damasco, aquel: / ¡Oh Tú, que eres yo! /Y también lo que Al-Hallach exclama: / Si lo ves a Él, nos ves a los dos” (pp. 385 y ss.). El poeta privilegia lo más extremo de sus fuentes literarias: “Meister Eckhart decía; / se postran y hacen genuflexión sin saber a quién: / ¿Para qué genuflexión si está dentro de uno? / perseguido por la Inquisición, Gestapo de su tiempo” (pp. 390 y ss.).
Su Cántico es decididamente erótico. El “hidrógeno enamorado” hace, literalmente, el amor con Dios, en una puesta al día de aquel “gocémonos, Amado” sanjuanístico: “cierro los ojos / y te acercás más / qué bien conozco tu sabor / y vos el mío, / […] caricia callada / en la noche oscura de la nada” (p. 390). Pero aquel contemplador de las estrellas mira el firmamento —el de mi patria puertorriqueña, por cierto— y advierte su desolación: “Abro la ventana opaca de mi hotel y miro las estrellas / piso 20 del Caribe Hilton. / Estoy solo en tu universo” (p. 388). El consuelo del triunfo político no ha sido suficiente[xvi], y por primera vez un sacerdote denuncia los tormentos del celibato:
“Estamos crucificados en el sexo”, dijo Lawrence (D.H.)
no sé en qué contexto. Yo tengo el mío.
San Agustín pasó noches llorando
por lo que no volvería a gozar más.
Jerónimo anciano: las bailarinas romanas
que vio en su juventud. Por lo que
se puso a traducir los libros de la Biblia como loco.
El de Ruth en una noche (p. 107).
El monje pre-Vaticano II que se queja de que “Pío XII fue para mí lo que Stalin para Neruda” (ibid.) reclama a Neruda para evocar el amor perdido para siempre. Su “canción desesperada” también comienza en una noche estrellada: “Ese cielo estrellado, luz antigua en sollozos, / una noche hubo lo que yo llamé la aparición de Hamburgo. / 1,000 personas oyendo mi poesía / y 300 en la calle por no caber en el local/ […] pero ya en la luz, muy cerca de mí,/ casi en el estrado, compartiendo conmigo la potente iluminación, / te vi/ […] la de ojos color de uva moscatel / o a veces color del océano en alta mar/ o tal vez entre verde y azul tierno / y era como si el cielo me mirara/ la misma boca aquella, / boca que en mi boca yo bebí, / muchacha de 18 años otra vez, / de la misma edad de 30 años antes, / pero alemana, yo supongo, esta vez, / pudiendo mirarla ahora sólo con disimulo, / ella junto a mí en mi órbita de luz / […] y así fue cómo entre 1,000 rostros / sólo el de ella vi” (pp. 296 y ss.). La muchacha alemana le recuerda a su último amor “mi lindo ex-querubín que yo besé tanto, pero no lo suficiente / […] a la cual yo cambié por Dios, / la vendí por Dios ¿salí perdiendo? / te cambié por tristeza” (p. 297). La renuncia ha sido excesiva: “Era como si otra vez te perdiera / como si otra vez se me diera y otra vez la entregara, / […] entre los aplausos de las sombras, / el dolor de que vos fueras ella otra vez / y a la vez, tal vez peor, el que no lo eras” (p. 298). La destinataria de estos versos sabrá reconocer que le pertenecen: “Muchacha alemana, supongo yo, que ignora todo esto / que lo sabe la otra que antes fuera como vos sos, / mi niña entonces de 18 años, / (ella sabe que estos versos son para ella) / […] la que admiraba mi pelo negro ¿te acordás?” (p. 298). Y el recital de poesía continúa entre planos superimpuestos—consignas, amenaza de bombas, colectas—indiferente al conflicto trágico que la “aparición de Hamburgo” ha desatado en el alma del poeta: “al tiempo que entre el público se hacía la colecta, / […] / y fueron como 15,000 marcos para el pueblo de Nicaragua esa noche” (p. 298). Cardenal ha escrito sus versos más tristes esa noche. Todo ha sido puesto en duda ante el amor humano: la entrega política a su pueblo, la renuncia del celibato eclesiástico. Ernesto rompe con dos milenios de silencio cristiano al respecto.
Pese a su certeza mística, las dudas lo asaltan. Oímos al mártir Víctor Jara cantando “sin guitarra y sin manos” en el estadio Chile: “Habló de vos a Dios”. Y le increpó la creación de un “mundo de tanto espanto”. […] En la Morgue sus ojos siguieron bien abiertos. / […] como mirando de frente a la muerte / o no: a Dios” (p. 204). También Cardenal mira cara a cara a ese Dios de quien “cada vez / he ido sabiendo menos” (p. 137). Fue la misma noche oscura que sufrieron Merton y santa Teresita de Lisieux cuando admitían sus dudas y su oscuridad frecuente.
Desde esa misma sequedad espiritual el poeta canta el Telescopio en la noche oscura, que redactó hacia 1993, pensando ampliar su Cántico cósmico. Pero los versos surgieron con fuerza independiente, y le sugerí que los publicara aparte con un prólogo explicatorio. “Ni ante un paredón de fusilamiento lo prologaría. Prológalo vos”, me reclamó el poeta, y así lo hice[xvii], porque pude decir las cosas que, por modestia, él no hubiera dicho acerca de su propio camino espiritual.
Ernesto me advierte la polivalencia del título de su libro en carta desde Managua (9 de julio de 1993). Contrapone a la tradicional noche oscura un instrumento moderno de exploración científica, pero añade: “También si el lector [..] tiene afición por las interpretaciones freudianas podría pensar que la noche oscura es una imagen […] femenina mientras el telescopio por su conformación física es un símbolo masculino, aunque el autor no ha pensado en esto conscientemente (en cuanto a su subconciencia dejémosla a Dios creador de la conciencia y de la subconciencia)”. Esta disquisición la dirige un “frailecillo” a “una monja descalza de Toledo”: Ernesto enmarca humorísticamente nuestra conversación como si fuéramos dos personajes conventuales que dirimen juntos un símil místico.
Aunque el poeta admite que “todavía chorrean sangre mis renuncias” (p. 66), afirma que se ha entregado a “un erotismo sin los sentidos, para muy pocos, en el que soy experto” (p. 40). Dialoga intimidades ultraterrenales con Dios: “me eriza pensar / cómo será que dices/ cuando dices mi nombre. Canta a su amor en términos humanos: “yo aparentemente solo en el barullo de los pasajeros: / estábamos sentados juntos como dos novios” (p. 63). Pero la transformación en uno aun va aun más allá: “No es lo mismo estar juntos que ser lo mismo” (p. 64).
Por primera vez Cardenal admite aquí que recibió la gracia mística un 2 de junio del año 1956. Nos da noticia de su radical indefensión ante el rapto extático: “Así triunfal tú también entraste de pronto dentro de mí / y mi almita indefensa queriendo tapar sus vergüenzas…” (p. 67). No hay místico que se sienta acreedor del éxtasis, y el poeta intuye, con humor, que es un don gratuito: “En la hamaca sentí que me decías / no te escogí porque fueras santo / o con madera de santo / santos he tenido demasiados / te escogí para variar” (p. 47).
Cardenal reitera sus meditaciones místicas en su autobiografía de 1999, la Vida perdida, cuyo título reescribe a Lucas (9:24): “el que pierda su vida por mí, la salvará”[xviii]. El místico confiesa en sus memorias que el móvil secreto de toda su vida es la sed de Dios que vio infinitamente colmada en 1956. Tenemos pues que interpretar la vida y la obra de Cardenal sub specie aeternitatis. Leí las memorias inéditas y las conservo con mis propias revisiones y comentarios.
Ahora el poeta nos hace saber las circunstancias específicas que detonaron su trance místico: su amada se casaba con otro y el dictador Somoza iría a la boda. Cuando suenan las sirenas de la caravana del dictador por la Avenida Roosevelt, suenan en los oídos Cardenal como clarines de triunfo. Pero no era Somoza, sino Dios, quien triunfaba sobre él. Rechazó al principio la presencia divina para no equivocarse con nada falso, pero la vivencia creció hasta niveles infinitos. Anonadado, el místico supo que todo cambió para él tras ese encuentro ultraterreno:
…debía contarlo todo […]; o no habría tenido sentido escribir memorias. Para mí lo importante era todo lo que me llevó a este encuentro, y todo lo ocurrido después a consecuencia de él. Tengo 72 años y quería dejar escrito esto antes de mi muerte.
Obra en mi poder otra versión muy anterior de la misma experiencia teopática, que Ernesto me entregó para hacerla pública a su muerte. Celebro que él mismo haya accedido a compartirla en vida, pues desde 1999 su testimonio es de todos.
Ya en 2003 Cardenal escribe “Somos polvo de estrella”, donde se hermana con Einstein, quien, al ser interrogado sobre el sentido del cosmos, se limitaba a señalar, silencioso, en dirección del cielo. Este deíctico señalando reverentemente hacia arriba culmina en los Versos del pluriverso (2005), donde el poeta hace escuela con los grandes cantores del universo estrellado: Boecio y su De consolatione Philosophiae; el hispanohebreo Ibn Gabirol, cuyo Keter Malkut o Corona real sigue de cerca Fray Luis de León; y Dante, que celebra l’amor che move il sole e l’altre stelle [“El amor que mueve el Sol y las demás estrellas”, Paraíso XXXIII,144]. Tampoco falta Neruda, que escribió sus versos más tristes una noche en la que tiritaban azules los astros, a lo lejos.
Estos poetas contemplan el firmamento con ojos desconsolados. Boecio, condenado a muerte, mira las constelaciones aquejado de lethargum o “amnesia depresiva”[xix], mientras Fray Luis comparte su melancolía de reo inquisitorial con amigos letrados como Francisco Salinas. Todos buscaron sosiego en las estrellas, intentando comprender la razón última de un universo cruel y desasosegado. Con esos mismos ojos henchidos de tristeza, Cardenal, que ha bebido hasta las heces la decepción política y la soledad amorosa[xx], interroga al cosmos. Como Ibn Gabirol, Cardenal posee una cultura astronómica sofisticadísima: el vate sefardita acusa las huellas de Platón, Ptolomeo, Proclo y Porfirio, mientras que el nicaragüense se hace eco de la astrofísica y de las leyes de la Termonidámica de Einstein, Bohm, Wheeler y Heisenberg, que puntea con las teorías evolucionistas de Darwin y de Teilhard de Chardin. Ernesto tampoco olvida a José Martí, que contempló las estrellas junto a un niño en alta mar. Pero mucho menos olvida los nombres que le fueron sagrados en el amor: Carmen, Myriam, Adelita.
Estremece su combinación explosiva del plano cósmico con el anecdótico. El poeta propone que las leyes de Universo culminan en la belleza de las muchachas: “generaciones […] de estrellas, / se necesitaron para que un día fueras bella” (p. 14). Si Boecio se quejaba de la veleidad de la Fortuna, ahora Cardenal explica la volubilidad de lo creado en términos de la entropía: “Entropía es el tiempo que se va / y no vuelve nunca para atrás […] todas las muchachas que yo amé / se las llevó la entropía” (p. 9).
El poeta evoca a su Carmen, por cuyo amor aún se interroga. Sólo que ahora lo hace en un contexto astrofísico alucinante:
Ex-estrellas que se comprimieron en neutrones
pesadísimos con liviana membrana de hierro,
o como a la estrella Cygnus X-1 la acompaña
una cosa invisible con la masa de cien soles
que parece que antes era estrella y hoy hoyo negro.
Existe la teoría de que me quisiste.
Mi prima Silvia la sostiene (p. 14).
Los antiguos amores del poeta le merecen pues un canto renovado: “Nunca se ha probado en un experimento que el tiempo pasa. / Que nosotros pasamos es otra cosa. Myriam, Adelita” (p. 12). Si todas las partículas del cosmos están unidas “como un solo cromosoma” (p. 44) misteriosamente reciclable, la resurrección de los muertos adquiere a su vez un sesgo novel: “¿Venceremos la segunda Ley de la Termodinámica?” / es el grito de todos los muertos de la tierra (p. 51). Pero al poeta le interesa el amor más que la teología: “Así entendemos mejor, aunque vagamente, Carmen, / el dulce dogma de la resurrección de tu carne” (p. 45).
El nuevo lenguaje de la astrofísica consuena con el de la mística por su esencial delirio. Afirma Niels Bohr en los versos de Cardenal: “Los que no se sobresaltan ante la física cuántica es que no la han entendido”. Las preguntas cósmicas de nuestro poeta también quedan sin respuesta: tampoco la tienen los astrónomos perplejos que el poeta hace suyos:
Había ido en tren de Nüremberg a Munich
donde leí del Cántico cósmico con citas de Bohm y todo
y el Instituto de Astrofísica me invitó a charlar con ellos
y hablamos de física y de mística; extraterrestres: uno
dijo que no hay; otro negó el Big Bang. Con café y galletas.
Otro, que no existe el tiempo, y otro:
por qué decir universo, como si fuera uno
y no pluriverso (p. 23).
Pero a pesar de que el lenguaje de la cuántica consuena con los dislates de los místicos, se trata de órdenes de conocimiento distintos. Al fundar la filosofía moderna, Descartes limitó las posibilidades cognoscitivas del ser humano al plano corpóreo de la realidad, dificultando a la filosofía y a la ciencia el reconocer la posibilidad de otro orden del conocimiento. Precisamente el de los místicos, que se unen con Dios desde un nivel alterado de conciencia. Por tanto, el simbólico telescopio cardenaliano que interpela los astros debe redirigirse hacia el cosmos más misterioso de todos: el del hondón del alma, allí donde único nos transformamos en el Dios que creó los soles, los átomos danzantes y las muchachas que el poeta tanto amara. No hay ciencia racional que pueda saciar el alma sedienta de infinito.
Cardenal continúa su diálogo con la astrofísica en textos como Este mundo y otro y “El origen de las especies”, salpicando los versos con su acostumbrado humor desacralizante[xxi]. Se anima a defender la figura de Jesús frente al mismísimo Dios Padre, que lo envió a redimir el caos del cosmos: «[es un] mundo peligroso / para enviar un hijo». También reflexiona sobre la ciencia moderna: «Paul Davies ha dicho: La ciencia es un camino hacia Dios más seguro que la religión. Yo así lo creo, porque las religiones dividen a los pueblos y la ciencia no»[xxii]. Hasta poco antes de morir Ernesto me seguía enviando poemas anhelantes como “Hijos de las estrellas”, del que me comentaba: «Este poema] ha sido un esfuerzo por darle sentido al universo. Y un sentido a la muerte . . . Es mi último escrito y creo que no tendría más que hacer porque sería repetirme»[xxiii].
Vida en el amor, Vida perdida y de nuevo vida ganada en el Amor: la danza del poeta con el Amor que mueve el Sol y las demás estrellas gira sobre sí misma como los neutrones de Richard Feynman o como los pasos de la más alta danza de Shiva. Vida salvada para siempre del tiempo merced a la palabra. Sé bien que la compasión de Cardenal con el prójimo lastimado, su verticalidad, sus renuncias, su telescopio dirigido a las estrellas y su diálogo con la astrofísica tienen su origen en lo sucedido aquel remoto 2 de junio de 1956, que ha sabido traducir en el amor a los demás. Pienso que con cada uno de sus libros nuestro poeta vuelve a cumplir el mandato supremo de amar al prójimo, porque no sólo de pan vive el hombre, y todos seguimos hambrientos de su palabra.
NOTAS
[i] Me extrañaba que el poeta hubiese aprendido a manejar el ciberespacio, que usamos largamente para nuestras disquisiciones místicas y para consultas espirituales que iban de ida y de vuelta. Pero un buen día Ernesto me confiesa que él no escribía esas cartas, se las dictaba a su ayudante y aliada vital Luz Marina Acosta. “¡De manera que Luz Marina sabe de todo lo que nos decimos!”, increpé al poeta, pues creía que esas conversaciones espirituales tan íntimas eran “secretas”. Y Ernesto me respondió, riendo: “No te preocupes, Luz Marina no va a entender de esas cosas”. Claro que mi querida Luz Marina entendía todo, y no me queda sino agradecerle que haya sido nuestra intermediaria fiel de tantos años. Sin su ayuda Ernesto y yo no habríamos podido escribirnos más.
[ii] T. Cabestrero, Ministers of God, Ministers of the People. New York: Orbis Books, Maryknoll, 1983, pp. 37-38.
[iii] Apud P.W. Borgeson, Hacia el hombre nuevo: poesía y pensamiento en Ernesto Cardenal. Tamesis Books, London, 1984, p. 123.
[iv] Conversación en San Juan de Puerto Rico, 1974.
[v] Oigamos directamente al poeta, que da fe de su vida de aquellos días de juventud que evocan los de un San Agustín, o un San Jerónimo, o aún un Thomas Merton. En México se dedica a “tragos, fiestas y borracheras” (Borgeson, op. cit. P. 49). Como estudiante en Madrid, otro tanto: era un estudiante becado que nunca asistía a la Universidad: “Cuando vine a Madrid, hace veintisiete años, era un poeta de vida bastante disipada. Un poeta que quería vivir la vida intensamente, aunque también equivocadamente, según lo descubrí después […]. Me dedicaba principalmente a beber con unos amigos en la calle Echegaray, en una taberna de la calle Válgame Dios y en otros lugares así. Algunas veces, en la mañana nos íbamos a tomar una cerveza para quitarnos “la goma”, como decimos en Nicaragua. Y después pasábamos a tomar algunos vinos y estábamos tomando vino hasta la noche. Era época de muchos enamoramientos, algunos muy profundos” (ibid., pp. 49-50).
[vi] Schmit, 1986, p. 118.
[vii] Para detalles de esta fundación monástica, véase el testimonio del poeta en La santidad de la revolución. Sígueme, Salamanca, 1976.
[viii] Roberto Fernández Retamar “Prólogo a Ernesto Cardenal, Casa de las Américas 134, (1983) p. 43) suma a este atuendo del poeta su boina negra, simbólica, sin duda, de su identificación con la revolución cubana. Añado de mi parte que Cardenal solía alternar su boina negra con una banda de cuentas indígenas que le rodeaba la frente. M. Randall, por su parte, dice haber visto a Cardenal en uniforme militar en 1981 “cuando la primera de las recientes ronda de maniobras militares norteamericanas amenazó a Nicaragua y miembros del FSLN se vistieron la camisa marrón y los pantalones verde oliva como señal de protesta y de que estaban preparados” (“Talking with Ernesto Cardenal”, Fiction International 16 (12) 91986) p. 48). Pero siempre, estos signos visibles del atuendo del poeta no son sino una manera de identificarse con el pobre y el oprimido, y de hacer su defensa solidaria de él.
[ix] Fue el propio Cardenal quien me dio esta explicación en Puerto Rico, hace ya muchos años (1974).
[x] Borgeson, op. cit., p. 20.
[xi] Cardenal ha insistido en su antigua metáfora cósmica en el Cántico cósmico y en su ensayo “Somos polvo de estrella”, leído en Casa de las Américas (La Habana, Cuba, 18 de noviembre de 2003).
[xii] La idea de la “santa materia” proviene, como se sabe, de Teilhard de Chardin.
[xiii] El poeta justifica cuidadosamente su lenguaje erótico: “El amor humano tomó el lenguaje del amor místico, como dice Bergson, y no fue el amor místico el que tomó el lenguaje del amor humano” (p. 167).
[xiv] Y lo digo excusándome con el poeta, que me ha admitido que no entiende bien esto de las vías místicas, ni siquiera las teresianas. Admite, como dejé dicho, que estas etapas o moradas espirituales se pueden vivir sin ningún orden fijo, incluso, en sentido inverso. Estoy de acuerdo con el poeta: muchos estudiosos modernos como Evelyn Underhill apuntan hacia el hecho de que estos mapas espirituales que constituyen las vías místicas no son sino un esfuerzo por parte de los contemplativos y sus estudiosos por imponer algún tipo de orden teórico o hipotético a sus vivencias espirituales, que son muy complejas y muy distintas entre sí.
[xv] Cito por la primera edición del Cántico cósmico (Managua: Nueva Nicaragua, 1989, p. 98).
[xvi] La soledad amorosa del poeta ha ido acentuándose cada vez más en los libros que siguen a la jubilosa Vida en el amor: aquel coyote que oraba a Dios con sus aullidos ululantes se identifica ahora con el autor de Los ovnis de oro (Poemas indios, Siglo XXI, México, 1988, p. 34) y se convierte metafóricamente en “Coyote hambriento sin muchacha en las noches / sin muchacha de dulce cuello de caucho”. Otro alter ego del poeta, Nezahualcóyotl, lanza su dramático suspiro por una mujer: “Y Azcalxochitzin era tan linda. / su olor como la flor de “pop-corn”. / con la pintura facial estilo azteca y la mini-falda de plumas / parecía un pajarito de las tierras del hule. / Miserere mei” (Ibid., p. 42). Ese estremecido miserere mei no puede no evocar el ‘ten compasión de mi corazón vacío” de Vida en el amor. Se trata de un recuerdo de David, “pues también él cometió lo mismo con Betsabé”, me aclara el propio Cardenal en carta del 23 de marzo de 1990, que le agradezco mucho.)
[xvii] El libro vio la luz en Trotta de Madrid (1993).
[xviii] Cito por la edición de Seix Barral, Barcelona, 1999.
[xix] La consolación de Filosofía. Ed. bilingüe latina y española de Juan S. Nadal Seib, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, 2003, p. 40/41. En adelante citaré por esta edición.
[xx] Los paralelos de Cardenal con las tribulaciones de Boecio son muy interesantes: “¿No debió avergonzarse la Fortuna, si no por un acusado inocente, al menos por la vileza de sus acusadores?” (op, cit., p. 49); “padezco las penas de un delito falso, en lugar de los premios de la verdadera virtud” (op. cit., p. 53), se queja el autor con Filosofía.
[xxi] Sylma García (op. cit) ha explorado el tema mejor que ningún otro estudioso.
[xxii] Luis Rocha Urtecho, Vida iluminada en el amor, Confidencial (confi- dencial.com.ni/vida-iluminada-en-el-amor/), 10 de noviembre 2018.
[xxiii] Correo electrónico del 14 de noviembre de 2018.
Publicado con la autorización de la Fundación Internacional Ernesto Cardenal.
puertorriqueña, doctora en literatura románica por la Universidad de Harvard, catedrática de literatura española y comparada en la Universidad de Puerto Rico, miembro de número y vicedirectora de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española. Ha sido finalista del Premio Cervantes. Ha dictado conferencias en Norte y Sur América, Europa, el Medio Oriente y Asia (India, Persia, Pakistán, Jordania, Israel, Egipto, etc.). Ha pasado largas temporadas de estudio en Europa y Oriente, que han culminado en numerosos estudios en el campo de la literatura española y árabe comparada, en la literatura aljamiado-morisca y en misticismo comparado. Es autora de 26 libros y más de doscientos artículos. Su obra ha sido traducida al inglés, árabe, persa, urdú, hebreo, alemán, italiano, holandés, portugués, francés y chino. Entre sus muchos libros figuran Asedios a lo Indecible. San Juan de la Cruz canta al éxtasis transformante (Trotta, Madrid, 1998), La literatura secreta de los últimos musulmanes de España (Trotta, Madrid, 2009) y El cántico místico de Ernesto Cardenal (Trotta, Madrid. 2012).