sergio ramirez

El cielo llora por mí. Fragmento.

1 diciembre, 2008

El escritor nicaragüense Sergio Ramírez dará a conocer el miércoles 17 de diciembre, en el auditorio “Doctor Justo Pastor Zamora” del Centro Financiero Lafise de Managua, a las 6:30 p.m., su más reciente obra literaria que lleva por nombre “El cielo llora por mí”, un acercamiento directo a la novela de acción o novela policíaca en donde aborda el intrincado mundo del narcotráfico. En esta edición de Carátula compartimos con nuestros lectores el capítulo número 5 del libro.


CAPÍTULO 5

Cuando el inspector Morales se presentó al hotel Lulú, la calle antes desierta se hallaba llena de curiosos que desbordaban las aceras, mantenidos a raya detrás del cordón de policías, y en las puertas de las viviendas que antes parecían clausuradas para siempre se arracimaban los vecinos. Sólo los mecánicos del taller automotriz seguían en su trabajo, como si nada hubiera ocurrido. Frente al portón cerrado del hotel, donde había una radiopatrulla atravesada, se hallaba un cardumen de reporteros policiales, fotógrafos y camarógrafos que apenas lo vieron se abalanzaron sobre él, atropellándose.

Los conocía a todos de cara, y a muchos de nombre. Cada vez había más mujeres, sobretodo jovencitas recién salidas de la escuela de periodismo de la UCA, entre aquella tribu mal pagada que en guardia permanente cubría pleitos a pedradas entre pandillas de adolescentes en los barrios más miserables de Managua, el hallazgo de fetos en los basureros y de cadáveres de ebrios consuetudinarios que arrastrados por la corriente de los cauces aparecían en los breñales del lago Xolotlán, denuncias contra maridos tormentosos que apaleaban a sus mujeres, padrastros que violaban a sus entenadas y nietos drogos que robaban hasta el catre y las cobijas a sus abuelas, robos a cuchillo en pulperías, asaltos a camiones repartidores de leche y bebidas gaseosas, aparatosos accidentes de tráfico en los que los choferes de los buses de las rutas urbanas eran sin falta los villanos, y a todo daban el mismo despliegue de catástrofe universal. Se los encontraba cuando había quiebres de alijos de droga en bodegas clandestinas o en furgones dotados de compartimentos secretos, o cuando se había concluido con éxito algún operativo en alguna de las playas desiertas del Pacífico para sorprender descargues de las llamadas cigarretas, unas lanchas tubulares capaces de transportar cinco toneladas de droga y mucho combustible; pero sobre todo, a la hora de las capturas de expendedores minoristas de polvo de quinta categoría mezclado con talco, piedras de crack y churros de marihuana, que vendían en sus domicilios o en los portones de las escuelas, y se hallaban asociados en los cartelitos de barriada. Hoy era día de fiesta porque contaban con un asesinato misterioso, pero habían fallado en llegar temprano y los policías les impedían pasar del portón.

Siempre estaban primero que las patrullas en el lugar de los hechos pues disponían de escáneres para interceptar las comunicaciones de radio de la policía, la Cruz Roja y el Cuerpo de Bomberos, y también contaban con informantes entre agentes y telefonistas en las mismas estaciones de distrito, y así podían entrevistar a su gusto a familiares y vecinos de los involucrados y a los testigos de los hechos, pero sobre todo a las víctimas, metiendo prácticamente el micrófono dentro de la boca de los apuñaleados en las cantinas, heridos de bala en los asaltos, quemados con aceite hirviente en las cocinas o atropellados en media calle, para pedirles detalles del suceso, o preguntarles si sentían alguna clase de dolor o molestia física.

El inspector Morales se vio de pronto estrechamente rodeado. ¿Por qué se hallaba allí? ¿Era un caso de drogas? ¿El muerto era traficante? ¿Era un ajuste de cuentas? Se libró rápidamente del acoso porque pudo convencerlos de que como recién llegado no sabía nada, y uno de los policías entreabrió el portón, lo suficiente para que pudiera pasar.
Avanzó por el patio asoleado donde seguía estacionada la Hilux, y subió las gradas frente al lobby, que otra vez parecía desierto. Traspuso la consabida cinta amarilla que cerraba el ala donde se hallaba el cuarto número 5, y el inspector Palacios vino a su encuentro con un aire risueño de complicidad, mostrándole de lejos, como si fuera un señuelo, el trozo de papel con el número del celular.

Los investigadores, todos calzados con guantes de látex, iban y venían en sus afanes dentro del cuarto. De rodillas en el piso, uno de los agentes trastejaba en la valija de materiales, y otro, también de rodillas, fotografiaba de cerca con una cámara digital miniatura, una y otra vez, el robusto cuerpo de Cassanova que yacía en la camilla, desnudo de la cintura para arriba, los orificios de entrada de las balas marcados con círculos de tinta violeta y la sangre reseca embadurnada sobre la piel.

Tuvo la impresión de que había entrado a ese cuarto no la misma mañana, sino muchos años atrás, y que la silueta dibujada con tiza en el piso ya estaba allí desde aquella fecha remota, y ahora iba borrándose de tan vieja.  La cama con el cobertor de tejido guatemalteco tenía de fuera la almohada, acuñada contra el espaldar, y supuso que cuando los asesinos llamaron a la puerta Cassanova se encontraba recostado, en espera de la hora en que debía salir para Chinandega. Quedó boca abajo, a medio camino entre la cama y la puerta, la mano derecha prensada bajo el peso del cuerpo, la otra extendida, como si llamara o suplicara, según insinuaba la silueta de tiza, y pudo comprobarlo en la secuencia de la cámara electrónica que se acercó a mostrarle el fotógrafo policial.

– Conseguíme una de estas cámaras —le dijo al inspector Palacios.
– Es de mi hijo, se la ganó en una promoción con cupones —respondió el inspector Palacios.
– No me queda más que buscar como tener un hijo —dijo el inspector Morales.
– Me debés una explicación completa sobre esto ¾dijo el inspector Palacios, mientras metía el trozo de papel con el número telefónico en la bolsa de plástico transparente donde habían puesto las pertenencias del difunto: la cartera con quinientos córdobas en billetes de cien, trescientos dólares en billetes de a veinte, y dos tarjetas de crédito, además de la licencia de manejar y la cédula de identidad; dos lapiceros Stabilo, el pañuelo impregnado de agua de colonia, y las llaves de un vehículo. Había otras dos bolsas en la mesa de noche, en una el sombrero de fieltro, en la otra la camisa ensangrentada.
El inspector Morales le quitó la bolsa de la mano, sacó el trozo de papel, y se lo guardó.
– Estuve aquí en la mañana con un compañero para averiguar sobre un asunto de los míos ¾dijo el inspector Morales¾. ¿Esas llaves son de la Hilux que está en el patio?
– Afirmativo – dijo el inspector Palacios -. Estaban sobre la mesa de noche, dentro de la copa del sombrero. Ya volteamos la camioneta de arriba abajo. Nada que valga la pena.
– ¿En el cuarto? ¿Ya buscaron? —volvió a preguntar el inspector Morales.
– El cuarto está barrido ¾dijo el inspector Palacios¾. Según el caballero dueño del hotel, un camión vino a cargar una mercancía como una hora antes de los balazos.
– Extraño que no esté el equipaje – dijo el inspector Morales.
– ¿Y quién te dice que andaba equipaje? – dijo el inspector Palacios.
– Yo te lo digo – dijo el inspector Morales -. Una valija Samsonite, y un maletín.
– Ni sombras — dijo el inspector Palacios.
– ¿Cuántos impactos? – preguntó el inspector Morales.
– Tres – dijo el inspector Palacios -. Una sola arma, un solo tirador. Nadie oyó ninguna detonación.
– ¿Qué tipo de arma? – preguntó el inspector Morales.
– A ver, balística! – llamó el inspector Palacios.
El técnico en balística se acercó. Abrió el puño y mostró cinco casquillos aplastados.
– Balas 9 por 18, una Makarov – dijo el oficial -. La distancia de tiro fue de dos metros.

El forense de turno ya había hecho el examen preliminar. Una de las balas había penetrado en el omoplato izquierdo, otra en la base del cuello, y una tercera debajo de la tetilla izquierda, como era visible por los orificios de entrada marcados en la piel con el plumón morado. Las tres tenían salida, y dos no dieron en el blanco.

– ¿Alguien vio a alguien? – preguntó el inspector Morales.
– Los mecánicos del taller – respondió el inspector Palacios.

Una Ford Runner, como recién salida de la fábrica, sin placas, se había parqueado frente al portón, y mientras el motor quedaba encendido, con el chofer en el timón, se bajó un hombre de raza negra, no mayor de treinta años. El chofer mantuvo alto el volumen de los parlantes con una música de regatón que inundaba toda la calle. Al poco rato el hombre de raza negra volvió tranquilo, se montó, y se fueron sin ningún apuro. Al chofer no pudieron distinguirlo porque les quedó de espaldas.

– ¿Y la hora? – preguntó el inspector Morales.
– El forense calcula que el deceso ocurrió cerca de las dos – dijo el inspector Palacios.

Eso quería decir que no pasó mucho tiempo desde que acordaron la cita en Chinandega, para que aparecieran los asesinos. El teléfono color beige, que se adivinaba tan nuevo y ligero al peso, descansaba con toda inocencia en la mesa de noche.

– ¿Saben los mecánicos si por casualidad ese hombre que vieron llevaba una gorra roja? – preguntó el inspector Morales.

El inspector Palacios revisó su libreta.

– ¿Gorra roja? Aquí está, llevaba gorra roja – dijo -. Camiseta blanca de nylon, sin mangas, pantalones tipo cargo, de tres cuartos, calcetines gruesos, también blancos, y zapatos Nike.
– Alto y forzudo – dijo el inspector Morales.
– Tal vez doscientas libras de peso, nada de grasa —dijo el inspector Palacios—. De todos modos, ya viene el dibujante para trabajar con los mecánicos en el identikit.
– Y el dueño del hotel, ¿vio algo o sabe algo? —preguntó el inspector Morales.
– Nada, dice que estaba ocupado adentro, haciendo cuentas en su oficina – respondió el inspector Palacios.
—¿Y los huéspedes de los demás cuartos? —preguntó el inspector Morales.
—Están vacíos —respondió el inspector Palacios—. Los últimos, unos cooperantes españoles, salieron antes del mediodía, ya lo comprobé en el registro.
—¿Quién halló el cadáver? —preguntó el inspector Morales.
—La muchacha que limpia los cuartos —respondió el inspector Palacios—.

Cuando se asomó a ver por qué estaba la puerta abierta, descubrió el cuerpo tendido y corrió a avisarle a su patrón. Eso fue como a las dos y media.

Salieron al corredor, y divisaron al propietario del hotel que ahora vigilaba los procedimientos desde la puerta de vidrio del lobby. Era un negro calvo, con anteojos oscuros de anchas patas triangulares como los de Ray Charles, y un arete de oro pendiente del lóbulo de una de las orejas. Las mangas de la camisa amarillo canario eran demasiado largas, y sólo dejaban visibles los dedos de las manos.

– Muy viejo para andar con esas mariconadas de aretes en la oreja – dijo el inspector Morales.
– También sus colmillos caninos son de oro, y hacen juego con el arete – dijo el inspector Palacios.
– Vamos, que quiero hablar con Ray Charles – dijo el inspector Morales.
– Andá vos y me contás, a mi me sobra chamba aquí – dijo el inspector Palacios—. Tengo que despachar el cadáver a Medicina Legal.

Ray Charles lo llevó a su oficina, un cubículo detrás del mostrador de las llaves, y encendió el aparato de aire acondicionado. Se sentía el fresco olor de la mezcla, y las paredes, sin ningún adorno, estaban aún húmedas tras el reciente repello. En la pared fronteriza con la recepción se abría una ventanilla corrediza. Una vez que reguló la temperatura fue a sentarse detrás del escritorio con sobre de vidrio en una silla giratoria, un vejestorio de resortes ruidosos y falto de equilibrio. El inspector Morales permaneció de pie, sin hacer caso de la silleta de junco que el otro le ofrecía con un gesto cordial de la mano.

– Quisiera brindarte una cerveza – dijo Ray Charles, y se apresuró en levantarse para abrir la minirefrigeradora que disputaba espacio con uno de los costados del escritorio.
– No te molestés, no bebo cuando estoy trabajando – respondió el inspector Morales.
—¿Has probado esta cerveza china, Tsingtao? —insistió Ray Charles—. Me mandó una caja de Los Ángeles mi hija, que vive allá, una sandinista, se fue después que perdieron ustedes las elecciones, lástima esa pérdida.

Su locuacidad denunciaba su nerviosismo, tan nervioso que el abridor resbaló de sus manos. Al no obtener más respuesta, fue a sentarse de nuevo, como si obedeciera una orden que no le habían dado. Ya de cerca, el arete le daba el aspecto de un pirata sin fortuna.

– Entonces, aunque sea agua, tengo botellines de agua purificada – dijo Ray Charles, e intentó ir de nuevo a la refrigeradora.

El inspector Morales alzó la mano de manera imperiosa para detenerlo.     —Quiero saber quién vino a ver a Cassanova antes de que lo mataran —dijo el inspector Morales.
– Después de vos y tu compañero, nadie – respondió Ray Charles, y esbozó una sonrisa complaciente que más bien pareció una mueca amarga.
– Entonces nos viste entrar – dijo el inspector Morales.
– Los vi pasar por aquí enfrente – dijo Ray Charles, y señaló hacia la ventanilla corrediza, y hacia el camino que ellos habían seguido, más allá de la puerta de vidrio del lobby.
– ¿Cassanova te puso a vigilar a los que se acercaban a la puerta de su cuarto? – preguntó el inspector Morales.
– No, hombre, nada de eso – dijo Ray Charles-. Pero me quedé al tanto de ustedes, porque si había venido la policía, algo jodido estaba pasando.
– ¿Sos adivino para saber que éramos policías? – preguntó el inspector Morales.
– En un túnel oscuro a medianoche reconocería a un policía – dijo Ray Charles.
– ¿Estás seguro de que después que nos fuimos no entró alguien más a ese cuarto? – preguntó el inspector Morales.
– Tal vez en una de las veces que me levanté para ir al servicio, tuve cólicos toda la mañana – dijo Ray Charles, tocándose con ambos manos el estómago.
– Bueno, ¿qué te parece si esta conversación la tenemos mejor en El Chipote, y así talvez te funciona la memoria? – dijo el inspector Morales acercándose al escritorio con intenciones de parecer decidido, pero siempre que ensayaba a sacar un paso firme la prótesis lo traicionaba.

El Chipote, el centro de detención preventiva de Auxilio Judicial en la loma de Tiscapa, donde habían funcionado las celdas de la Seguridad del Estado, resultaba siempre una buena amenaza.
– ¿Me vas a llevar preso? – preguntó Ray Charles-. ¿Por qué me vas a llevar preso si no he hecho nada?
– Preso no, pero allá hay mejor ambiente para platicar – dijo el inspector Morales-. Aquí me estás respondiendo muy esquivo.
– Te puedo jurar que no vi entrar a nadie – dijo Ray Charles-. ¿Qué más querés saber entonces?
– Quiero saber de dónde sacaste reales para remodelar esta pocilga, por ejemplo – dijo el inspector Morales.

El hombre se quitó los anteojos con parsimonia, y los puso sobre el escritorio. Sus ojos, demasiado pequeños, tenían un color bilioso y lo miraban no con temor, sino con curiosidad. De pronto, se había serenado.
– No hay ninguna dificultad en contestarte eso porque soy persona honrada – dijo Ray Charles-. Saqué un préstamo en el banco, con hipoteca de esta misma propiedad.
– Un Banco de Colombia, seguro – dijo el inspector Morales.
– Andás equivocado, teniente- dijo Ray Charles
—No soy teniente, soy inspector – dijo el inspector Morales.
– Pues, bueno, inspector, no me has preguntado lo principal – dijo Ray Charles.
– Vamos a ver entonces qué es para vos lo principal – dijo el inspector Morales, y se apoyó de manos en el escritorio, atribulado por la sensación de que algo había hecho mal, no sabía qué, y ahora iba pagarlo.
– No me has preguntado como me llamo – dijo Ray Charles.
– ¿Acaso no se lo dijiste ya al inspector Palacios? – dijo el inspector Morales, tragándose la turbación.
– Tampoco él me lo preguntó – dijo Ray Charles, y el diente de oro brilló cuando se rió con toda la boca.
– Pues ahora te lo pregunto yo – dijo el inspector Morales.
—Me llamo Sandy Cassanova – dijo Ray Charles.
– ¿Qué sos entonces del muerto? – preguntó el inspector Morales, y lo que había de fracaso en su voz, quiso transformarlo en desidia.
– Soy su hermano – respondió Ray Charles -. Hermano de padre.
– Entonces también sos hermano del que tenemos preso en Chinandega por contrabando – se apresuró a decir el inspector Morales, cambiando la desidia por el entusiasmo, como quien se goza en sacar parentescos imprevistos en una conversación entre amigos recién presentados.
—Francis es el menor de los tres nosotros —dijo Ray Charles—. Uno de los hermanos muerto, y ahora, según veo, los otros dos presos.
– No – dijo el inspector Morales -. A tu hermano, el que está preso en Chinandega voy a ver que lo saquen libre. Palabra es palabra.
– Tú sabrás que compromisos habrás hecho con Stanley – dijo Ray Charles.
– ¿Vos no sabías nada de sus asuntos? – preguntó el inspector Morales.
– De sus mercancías, sabía – dijo Ray Charles.
—¿Y las que tenía en el cuarto todavía en la mañana? —preguntó el inspector Morales.
—Vino a cargarla un transporte que él había contratado para llevarla al Rama, se lo dije al otro policía que ya me interrogó —dijo Ray Charles.
– ¿Del contrabando de tus hermanos, qué sacabas vos? ¿También eras socio? – preguntó el inspector Morales.

Desde el patio se oyó la sirena entrecortada de la ambulancia de Medicina Legal que llegaba por el cadáver.
– No ha habido ninguna sociedad de contrabando entre mis hermanos – dijo Ray Charles -. Eso de Francis fue un mal paso de muchacho, y nada más.
– ¿Stanley y vos se tenían confianza? – preguntó el inspector Morales.
– ¿Confianza como para qué? – preguntó a su vez Ray Charles.
– Como para haberte dado a guardar su equipaje – dijo el inspector Morales.
– Claro que me lo dio a guardar  – dijo Ray Charles.
– Por confesar lo del equipaje hubiéramos empezado – dijo el inspector Morales.
– Tú haces las preguntas, inspector – dijo Ray Charles-. Pero a veces se te olvidan algunas, yo lo entiendo. Andar averiguando cansa.
– ¿Cuándo quedó tu hermano Stanley de regresar por el equipaje? —preguntó el inspector Morales.
– Hoy mismo en la noche – dijo Ray Charles.
– Bueno, quiero ver ese equipaje – dijo el inspector Morales.
—Lo tengo en mi cuarto —dijo Ray Charles.

Volvió a ponerse los anteojos y lo condujo a un patio de servicio en la culata de la construcción, donde las sábanas y toallas sucias se acumulaban sobre las pilas de una batería de lavaderos de cemento, mientras otras se secaban colgadas de alambres agobiados por el peso.
– ¿Lulú se llama tu esposa, o alguna hija tuya? – preguntó el inspector Morales, mientras apartaba una de las sábanas húmedas para seguirlo.
– Soy soltero – dijo Ray Charles, sacando llave al candado de la puerta.
—¿Y el nombre del hotel entonces? —preguntó el inspector Morales.
—Me gustaban las historietas de la Pequeña Lulú y sus amigos —dijo Ray Charles—. Tobi, Anita, Fito.

El inspector Morales iba a decir que a él también, pero se calló en el último momento.

Ray Charles encendió la luz. Era un cuarto sin ventanas, como si una antigua bodega  de trastos inservibles hubiera sido convertida en dormitorio. No había aparato de aire acondicionado, ni abanico, de modo que la única manera de dormir allí era con la puerta abierta.

La valija Samsonite color perla estaba junto a la pared, al lado del maletín deportivo, y sin esperar instrucciones del inspector Morales, Ray Charles la puso encima del catre que enseñaba los resortes, el colchón enrollado con todo y sábanas en la cabecera. Trató de abrirla, pero se lo impidió la cerradura de combinación.
– No tengo ni idea de cuál será la combinación —dijo Ray Charles.

Salió, y poco después estaba de vuelta trayendo un mazo de cocina y un cuchillo de mesa. Al tercer golpe la cerradura cedió. El interior de la tapa tenía un forro de seda plisado, y el inspector Morales recibió de pronto la impresión de estar frente a un ataúd abierto. Adentro había un vestido de novia acomodado en un pliego de papel de seda. En otro pliego de papel de seda, el velo prendido a la corona de azahares artificiales.
—¿Alguien de tu familia va a casarse? —preguntó el inspector Morales.        
—Ninguna parienta mía iba a poder pagar el precio de ese vestido —dijo Ray Charles.
—Entonces es ajeno—dijo el inspector Morales.
—La valija también es ajena —dijo Ray Charles—. Nunca vi a Stanley que caminara con valijas así.

El inspector Morales sacó primero el velo, y luego, metiendo las manos debajo del vestido lo puso con cuidado sobre la cama. Buscó en el revés del cuello la etiqueta de fabricante pero no tenía ninguna. Había oído que los modelos exclusivos se distinguían por eso, porque no traen etiqueta. Cuando alzó el tenue velo de gasa sosteniendo la corona, tenue también en su peso, le pareció que de tan ligero era capaz de quedar suspendido en el aire si lo soltaba.

En el maletín lo que había era una camisa manga larga hecha de una seda verde que brillaba como espejo, un par de calzoncillos de media pierna, una camisola de punto sin mangas, un par de calcetines de nailon, un peine de barbería, un bote de talco, un pomo de Vaporub, una barra de desodorante y un frasco de esencia de azahares Cinco Coronas. No había duda que éstas sí eran pertenencias del muerto.

Volvió a la valija y palpó los forros. Sus manos se detuvieron en el forro de la tapa. Buscó el cuchillo de cocina, lo rasgó, y luego lo arrancó. Debajo, pegados con crucetas de cinta adhesiva, había varios envoltorios de plástico negro. Los fue sacando para acomodarlos sobre los resortes del catre. Eran diez envoltorios, y cada uno contenía un fajo de dólares con cintillos del Pierce Bank de Panamá. Según las marca de los cintillos, en cada fajo había diez mil dólares.  Ray Charles, que de nuevo se había quitado los anteojos, contemplaba pasmado la operación. Los billetes, todos de cien dólares, olían de lejos a nuevos.
– Cien mil verdes – dijo el inspector Morales¾. Mis salarios de aquí a la eternidad.

Acomodaba de nuevo las prendas de novia dentro de la valija, cuando entró el inspector Palacios, que había logrado dar con el cuarto, trayendo el identikit del hombre de la gorra roja.
– Apareció el equipaje, es ése que está allí ¾dijo el inspector Morales—. Y aquí está el tesoro que hallé debajo del forro de la valija. Voy a llamar a mi jefe para que venga a llevárselo.
—Lástima que no somos parte de la repartición —dijo el inspector Palacios, y fingió el suspiro de un amante despechado, al tiempo que le alcanzaba el identikit.

El botín confiscado a los narcotraficantes, cuando era en dinero efectivo, se depositaba en una cuenta bancaria, y luego de terminado el juicio se repartía por partes iguales entre la Fiscalía, la Corte Suprema, y la Dirección de Investigación de Drogas.

El inspector Morales examinó el identikit, y se lo pasó a Ray Charles.
– Es Benny – dijo Ray Charles, sin pestañear.
– ¿Benny qué? – preguntó el inspector Morales, recibiendo de vuelta el dibujo.
– Benny Morgan, uno que le dicen Black Bull. Es guardaespaldas de Giggo, y también le maneja su yate – dijo Ray Charles.
– ¿Y quién es Giggo? – preguntó el inspector Morales.
– El doctor Juan Bosco Cabistán, el abogado de la Caribean Fishing – dijo Ray Charles.
– ¿Y tu hermano conocía bien a este Black Bull? – preguntó el inspector Morales.
– En Bluefields todo el mundo lo conoce – dijo Ray Charles.
– ¿Qué hermano? – preguntó entonces el inspector Palacios.
– Este caballero es hermano del occiso, se te olvidó preguntarle si eran parientes —dijo el inspector Morales.
—No había empezado mi interrogatorio formal —se excusó el inspector Palacios.
—Ahora contame una de vaqueros —le dijo con sorna el inspector Morales, acercándose a su oído.
– Vamos a circular ya mismo este retrato – dijo el inspector Palacios, amoscado.
– ¿Nos recomendás algún lado para buscar a Black Bull? – preguntó el inspector Morales.
– ¿Ya no les dije que trabaja con Giggo? – respondió Ray Charles—. Empiecen por allí.
– Doctor Juan Bosco Cabistán, alias Giggo, – apuntó en su libreta el inspector Palacios -. Por el apellido, veo que vamos a necesitar orden judicial para entrar a su casa, y para hacerlo declarar.
—No, no me revolvás el agua —dijo el inspector Morales acercándose otra vez al oído del inspector Palacios—. Deja a ese Giggo de mi cuenta, que detrás de todo esto hay pasos de animal grande.
 – No me vayan a meter en esto, hagan de cuenta que yo no les he dicho nada – dijo Ray Charles.
– Se llevan en el alma a tu hermano, y todavía estás con mates – dijo el inspector Palacios.
– ¿Y el cadáver? ¿Cuándo van a entregármelo? —preguntó Ray Charles.
– Cuando terminen con él en la morgue – respondió el inspector Palacios-. ¿Dónde lo van a enterrar?
– En Bluefields – dijo Ray Charles-. Voy a llevármelo a Rama, y de allí en su barco hasta Bluefields. Quiero que haga su último viaje en la Golden Mermaid. Y quisiera que mi otro hermano me acompañe.

De pronto sus ojos biliosos estaban llenos de lágrimas que se enjugó con el dorso de la mano.
– Ya te lo prometí, mañana mismo sale libre – dijo el inspector Morales.

El inspector Palacios se había acercado mientras tanto a revisar el contenido de la valija.
– ¿Y este vestido? – preguntó.
– Eso es lo que tenemos que averiguar – dijo el inspector Morales-. Quién es la novia.

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Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.