El escultor Ernesto Cardenal

1 junio, 2012

El autor ofrece un análisis de la obra escultórica de quien conocemos principalmente como poeta, Ernesto Cardenal, presentándolo como un escultor representativo, que ha desarrollado las temáticas de la religiosidad, la fauna y la flora de América, permitiendo que confluyan en él las culturas primitivas y el arte moderno. Afirma Valle-Castillo que el trabajo de Cardenal  ha llevado  la escultura a una expresión de lo esencial, a partir de la contemplación, de la conciencia y de un estudio largo y profundo de los modelos.


El poeta Ernesto Cardenal (1925) es un escultor figurativo, mejor dicho, representativo –en la doble acepción– de una realidad, de un mundo con cuyos elementos mantiene una ligazón íntima, afectiva, sensorial, táctil y ese mundo es el nuevo mundo, América. Escultura representativa de la religiosidad,  de   la   fauna  y  de   la   flora  de   América;  escultura  americana,  más  precisamente, mesoamericana. Y por americana y americano su autor, una obra mestiza, en diálogo con Europa, producida al frote tanto de la imaginaría religiosa colonial y del barroco popular, como de Brancusi, Giacometti  y Henry  Moore.  Quizá  por  eso  su  escultura  siempre  está  asistida  y  lanzada  por una experiencia muy compleja; y de aquí, por la conciencia y hasta por la clarividencia del medio y de sus modelos, y sobre sus modelos. Su obra documenta, refiere su vida, su vivencia, y bien puede dividirse en tres grandes grupos: figuras humanas y «a lo divino», por religiosas o mitológicas; figuras de animales concretos, no zoomorfas y, recientemente, figuras de la flora, plantas. El primer grupo recoge quizá su aprendizaje en los años cincuenta, los modelos académicos, torsos, bustos o cabezas y cuerpos enteros desnudos, incluso, tópicos clásicos, que son mitológico-religiosos también, como «Las tres Gracias» que trabajará en los setenta muy a lo Moore, lo cual le facilitó su expresión religiosa de monje, sacerdote y hasta de patriota para representar al santoral católico y civil; de aquí las «Virgen», cinco variantes; dos «Santa Teresita», una de cuerpo entero y otra de medio cuerpo; los «Cristo», todos, en sus siete variantes, crucificados; los «Monjes», tres versiones: legos, novicios y profesos; «San Benito», «San Martín de Porres»; un conjunto: «El Nacimiento», y una pieza monumental: «La sombra de Sandino», adviértase bien, no un retrato escultórico, si no la sombra –nunca la lámina metálica ha alcanzado tanta levedad–, el fantasma de las malas conciencias rondando y alzándose sobre el lugar del crimen, el mito; porque allí estuvo el palacio del dictador que asesinó a Sandino.

El segundo grupo recrea la fauna nicaragüense en general: aves, peces, reptiles, anfibios, mamíferos, observando en algunas la connotación religiosa. Antes de residir en las islas de Solentiname ya los había trabajado; claro está que los animales de sus dos exposiciones: 1975 y 1977, principalmente sus «Garzas», ya típicas, superan en medidas y libre interpretación, las piezas bidimensionales, y tridimensionales de la década del cincuenta. La presencia de animales desde antes de la convivencia con ellos en las islas ya referidas, constituye toda una constante y acusa el origen popular, indígena, americano,  que  en  él  es  primitivo.  En  Cardenal  lo  popular,  indígena,  americano  y  primitivo  son sinónimos. Los pájaros de sus esculturas son los mismos que sobrevuelan su vida y cantan en su canto. Estas aves son la que cruzan, las que atraviesan en sus Epigramas, en su «Hora Cero» o en su extenso poema «Canto Nacional» de 1971.

Y el tercer grupo que data de finales de los ochenta y de la década de los noventa, recrea la flora mexicana, más bien, mesoamericana: cactus, pencas, agaves, nopales, arriesgándose por la multiformidad, por las líneas mixtas, contorsionadas, lo que resulta contradictorio y, a su vez, novedoso en una obra de trazos simples, nada complicados en apariencia. Estos sus tópicos son obsesionantes, o constantes, denotadores sólo de un universo artístico particular, constituyentes de su código. El mismo retorne, variantes o versiones de sus monjes y Cristos, que se vieron en las exposiciones del 75 y 77, ratifica e ilustra esta afirmación. Obra vivencial, pues, escultura en comunión y expresión de su comunidad, ligada a su entorno natural, brotada de su mundo interior, espiritual.

Aunque deliberadamente marginado del abstraccionismo, Cardenal no reproduce sus modelos de manera verista: no es servil con ellos, si no que, como y por representativo, los reduce a lo esencial. Sus modelos sufren un proceso de desnudamiento, que es tanto como de purificación; aparecen ya desnudas de toda complejidad, y, máxime, de todo lo superfluo, para quedar simples, escuetas; pero con las huellas necesarias que permiten la inmediata identificación. Sin embargo, no pierden su similitud ni los datos referenciales concretos con sus modelos y que permiten la diferenciación entre un pez-espada, un tiburón y un oso melero y un culumuco, un perro y un cadejo. Su “Maternidad” es eso, maternidad, una mujer cargando un niño: las madonas renacentistas han sido desvestidas o reducidas a una masa ovoide, a un huevo genésico. A través de rayas incisas o pintadas y de un modelado en el volumen, Cardenal deja las señas de identidad: zarpas, dedos de pies y manos y algunos rasgos fisonómicos; aprovecha las vetas y jaspes de la madera pulida para producir efectos de piel, de pelo o de pluma; obtiene los ojos con bajorrelieves circulares, que evoca la técnica indígena del pastillaje en la cerámica, o taladra y saca un vacío circular u ovalado en la cabeza de la garza, cuando la masa alargada va a tornarse pico agudo y allí tenemos el ojo; y emplea la pintura para las manchas que terminan de hacer reconocible al tigre.

La expresividad de su escultura estriba en su autonomía y a su vez en su similitud con el modelo. Entre la similitud y la autonomía está la independencia, y ésta Cardenal la logra a través de la reducción del modelo a lo esencial, como apuntamos. Tal reducción se opera por medio de la contemplación, de la conciencia, de un estudio largo y profundo de los modelos, de la meditación, hasta alcanzar ante el modelo mismo ese instante de “Visión”, de “Representación”, de clarividencia, de su esencia. “Visión”, “Revelación” de esencia que, a merced del oficio y de la voluntad del artista, adquiere forma y queda plasmada, sujeta en la materia. De aquí, y no por sus Cristos, Vírgenes y Monjes, que Cardenal recupere ciertas funciones objetivas originales que tuvo la escultura, la simbólica: atrapar la visión, la revelación de la esencia de sus modelos y convertir ya las obras en símbolos. Muchas veces nos hemos preguntado ¿cuántos  “Cristo”  simbolizarán  esos  pescados  de  Cardenal?  Recordemos  que  para  los  cristianos primitivos el pez era símbolo de Cristo, de su fe. Quizás en sus pescados haya más presencia de “Cristo” que en sus “Cristo” propiamente dichos.

¿Cuánto autorretrato del Cardenal místico y cuánta ars escultórica de Cardenal habrá igualmente en esa escultura suya titulada «Monje» (novicio), aunque carezca de fisonomía?   ¿No será acaso su símbolo y el símbolo de su escultura?

Ese instante de revelación, Cardenal lo trasmite al espectador de sus obras, enfrentándolo con las formas y volúmenes: cilindros, esferas, conos o masas ovoides en profundo reposo, que se incorporan de súbito desde uno de su extremos y la  masa se adelgaza y se aguadiza,s y con la energía y la luminosidad de un relámpago, se queda convertida en el cuello de una garza. El cilindro se torna introspectivo, se llena de contenido cuando en el extremo superior advertimos una cabeza encapuchada de monje en el canto de maitines. El cono pierde su condición y adquiere insospechados significantes: la interpretación –escultura a partir de la escultura– de una virgen de la imaginería española: con aureola de plata y manto bordado de oro sobre blanco, y aún el espacio que ocupa el cono: una peaña y un rectángulo, respaldar de madera, terminan de configurar el más sobrio –valga la paradoja– de los retablos barrocos que se nos ha dado conocer. Esta escultura, pues, esa autonomía es hija de la contemplación; no en vano Thomas Merton decía que Cardenal «fue una de las raras vocaciones (…) que han combinado en una forma clara y segura los dones del contemplativo y del artista».

Si bien es cierto que la captación de lo esencial se logra a través de la contemplación, propia de los místicos, formalmente se traduce en la simplificación, no en la estilización, propia del arte primitivo y de algunos artistas modernos, cuyos ideales estéticos se basan en las artes primitivas. Y Cardenal es uno de esos artistas. Ya se ha hablado de sus «ingeniosas simplificaciones». La simplificación en él es modernidad,  y  a  su  vez,  la  simplificación  es  primitivismo.  Primitivo  por  moderno.  Moderno  por primitivo. Infantil por primitivo; moderno por infantil; poeta y religioso por primitivo («Así como se puede decir que todo primitivo es poeta, también se puede decir que todo primitivo es religioso», dice el propio Cardenal). Popular por primitivo y revolucionario por popular.

En Cardenal confluyen las corrientes, ya artísticas, ya antropológicas que lo hacen respecto a las culturas primitivas y al arte moderno. La corriente de Picasso, Matisse y Breton que incorpora a la excéntrica órbita del arte occidental moderno el arte negro de los africanos; del ritual y los símbolos aztecas al surrealismo; una corriente, pues, circunscrita sólo al arte, en procura de los rasgos y de la fuerza primitiva de la modernidad, y de la modernidad con fuerza y rasgos primitivos. Y la otra corriente, aquella que rescatando las culturas primitivas, nada inferiores y sí superiores en muchos aspectos, las compara y confronta con la cultura occidental, colonialista y neocolonialista a veces, casi siempre opresoras de estas culturas marginales. La segunda corriente no pretende recuperar estas culturas para occidente, sino para las propias culturas marginales, para su patrimonio, para su arte y su liberación. Por eso lo «primitivo» –vocablo con connotaciones colonialistas– equivale a popular, tal y como prefiere usarlo  Cardenal,  en  correspondencia con  su  ideología.  Arte  «primitivo»,  «naif’,  «ingenuo» es  arte «popular», que vuelve por la cultura que expresa y de la cual es producto.

Las esculturas de Cardenal pueden asociarse libremente con la cerámica y esculturas de  las distintas tribus del mundo. Cardenal está más cerca de la cerámica mestiza, que de la estatuaria prehispánica. Igualmente muchas de sus figuras de la Trapa nos remiten de inmediato a esos dichosos juegos de niños después de la lluvia: muñecos y tortillitas hechas en las aceras con el lodo de los charcos. Una escultura con no sé qué y mucho sí sé qué de infantil y en esto reside parte de su gracia y de su modernidad. Al margen de los temas ya señalados, la recreación de un ejemplar de la imaginaría peninsular y la incorporación del color a sus esculturas, enriquece su índole de escultor popular. En las muestras de 75 y 77 se vio cómo Cardenal pasó de la monocromía (casi todas sus piezas iniciales son blancas) a la policromía, llevó el color, el esmalte a la escultura como muchos de los escultores modernos y como el artesano que, con anilina amarilla, roja  azul y verde, decora sus artesanías: caballitos de palo, canastas y carretillas. Además a través del color brillante o mate también se dio apariencia de otro material a sus esculturas de madera, como si se tratara de hierro, metal niquelado o porcelana.

Es muy decidor que la escultura de Cardenal hasta finales de los setenta, no haya sido ni estatuaria ni monumental –recuérdese que Cardenal derribó un monumento y una estatua, de aquí que todo este tiempo no haya salido a la calle, a los parques o a las plazas públicas; a lo sumo llegó para quedarse en el bosque de un convento, a la capilla de los novicios y al altar de la ermita de Solentiname: lugares comunitarios, pero exclaustrados. Pero en 1990, con el fin de la Revolución, se plantó en la loma de Tiscapa, Managua, para perpetuar en 18 mts, «La sombra de Sandino» sobre la patria. Como la cerámica utilitaria y junto al hombre, ha ocupado muy humildemente el espacio –porque es un arte fundamentalmente de espacio– destinado a los utensilios de barro: tinajas, porongas, maceteras o pitos, ocarinas. Recogió elementos del paisaje campesino y lacustre, como son los animales y las plantas y los trajo, los integró al paisaje doméstico, casero. Acordó sus piezas –acordó en el sentido cordial, de corazón– con un espacio intimo, remanso, recodo familiar o patio para los cactus y las pencas. Cardenal es el primer intento y el primer logro moderno de  convocar las vertientes de  nuestra fragmentada tradición escultórica. Y esa ha sido una labor consciente. El mismo Cardenal ha hecho un esquema definitorio tanto de su poesía como de su escultura, donde están muy claramente consignadas sus fuentes. El esquema es el siguiente:

Mí escultura y poesía, ambas con estos 3 elementos
Lo moderno
Lo indígena
Lo popular

También: ambas son simples y sencillas.
También: ambas realistas y comprensibles.

Consideración personal mía: mi poesía y mi escultura son fáciles.

El arte de Cardenal tiene la modestia y el encanto de la artesanía; es una  escultura hecha entre artesanos y en un taller de artesanía. La aplicación de su colorido y el uso de materiales brillantes, refulgentes, como láminas de aluminio, acusan una sensibilidad popular, más precisamente, indígena. La misma que lo condujo a la recreación de los cactus, paradigmáticos de la naturaleza mexicana. Sus formas vienen de los centros de la alfarería nacional: San Juan de Oriente, conocido como San Juan de los Platos, porque allí se moldean los platos, la vajilla del pueblo, y La Paz Centro, en occidente, donde se hacen las alcancías zoomorfas, las ollas y las macetas para las plantas y las flores. Como escultor, Cardenal es un cruce entre el alfarero aborigen y el imaginero mestizo, un «Santero» como los llama la gente. Su obra tiene la poesía de la alfarería, de esas formas redondas acariciabas de las alcancías  –un «Chancho-de- monte» y un «Tapir» suyos me parecen verdaderas alcancías–, sus animalitos cándidos de la primera época tienen algo de la dulcería de almidón de los pueblos de Santa Teresa, La Concha y Masatepe; otras figuras suyas parecen aquellas enharinadas botellitas de azúcar y anilinas verdes, rojas, amarillas o azules de la infancia plenas de sirope. Muchas veces admirando sus “Cristos” blancos hemos evocado los “Cristos” de la melcocha envueltos en papel celofán de colores y expuestos en bateas a la entrada de los mercados o de las puertas mayores y atrios de las iglesias en las fiestas patronales. No es gratuito que los pájaros que actualmente hacen los artesanos de Solentiname y las garzas que esculpen en piedra los artesanos de San Juan de Limay, Estelí, se parezcan a sus pájaros, a sus garzas, a sus aves. Lo que aquí ha sucedido es algo extraordinario: Los artistas “cultos” siempre han recurrido a las fuentes populares para aprovechar sus temas y recursos, para nutrir su obra; ahora son los artistas populares, los mal llamados artesanos, quienes se procuran las fuentes, se aprovechan y nutren de un artista culto, que a través del tiempo modela su mismo barro, talla su madera, esculpe su piedra, decide su historia, aplica sus colores y pule hasta el fulgor de espejos y baratijas sus artesanías. Un arte que proviene del pueblo, pasa por las manos de Cardenal y torna a su pueblo.

Publicado por POLIS, Revista de la Universidad Bolivariana, Santiago de Chile 2007.

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Masaya, Nicaragua, 1952.
Poeta, ensayista y crítico de artes plásticas y literatura. Hizo estudios de Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México y se licenció en Artes y Letras en la Universidad Centroamericana de los jesuitas de Managua. Es miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Lengua. Entre sus numerosas publicaciones, ha reunido su poesía en Con sus pasos cantados (Centro Nicaragüense de Escritores 1998); Balada del campanero ciego (Premio Internacional de Poesía Pablo Antonio Cuadra, 2012). Autor de la novela Réquiem en Castilla del oro (1997). Fue director del Área de Literatura y Publicaciones del Ministerio de Cultura y miembro del Consejo Editorial de Nuevo Amanecer Cultural.