El espacio entre las cosas

2 diciembre, 2024

Les corro detrás a las horas del día. Es de mañana. La noche fue terrible, pero pasó. Soy funcional durante unos momentos. Floto por encima de la hierba, alrededor de la carpa, como un personaje que no es el ser abatido que despertó tras empujar las horas de la noche. Ahora les corro detrás porque se diluyen y no alcanzan, las horas. No son suficientes para mis movimientos lentos. Ayer caminamos más horas de las que dormí. Y esto que digo se queda corto. Caminamos desde las siete de la mañana hasta que se hizo de noche. Las mañanas son mi única tregua desde hace días. Son nuestros días de viaje. Nuestros días de movimiento. Mi compañero no quería que salga de la carpa esta mañana, pero la sensación de arrancar las raíces del suelo es lo que me mantiene vivo, o cuerdo. Aunque de eso ya no sé.

Las horas se frenan de golpe. No recuerdo qué hice exactamente, en qué ocupé la mañana, pero ahora ya no corro detrás del día. No me alcanzaron esas primeras horas para hacerme consciente de qué pasaba. No sé si vine solo o si me trajo él. ¿Quién es él? En la piel pegada a la lona del suelo siento el movimiento de los árboles de afuera. Los árboles que me habitarán en las próximas horas. La carpa deforma la luz, la contrae, la hace pálida, después la hace naranja y la expande. El tiempo deja de escurrirse, no se diluye porque ahora es espeso. Otra vez esa sensación de empujar las horas. Empujar un líquido denso que no corre. Las horas de estos días son deportistas mal entrenados que vacían su tanque en los primeros quinientos metros de una carrera interminable. Siento en la piel los árboles de fuera. Vienen a mi encuentro como seres desconocidos. La transpiración brota de mi cabeza, se queda atrapada entre mis pelos. La angustia me estanca. La transpiración cae en ríos cuando se acumula lo suficiente. Riega las raíces del árbol que otra vez soy y no quiero ser. El porvenir es una aparición que flota en su propia oscuridad y a pesar de la luz que hay en la carpa. Un área en el espacio donde no llega ninguna luz. Empujo y no llego. El porvenir está en mi cabeza, mi cabeza se mueve como un árbol. Mi piel siente mi cabeza. La transpiración se encharca en la lona del suelo. Pierdo todo cuando dejo de distinguir el espacio entre las cosas. El espacio entre las cosas. El palo en el centro de la carpa corta todo el espacio entre todas las cosas. Las hojas que se mueven, la tela que deforma la luz, el porvenir que flota, mi transpiración que se encharca, la angustia sin rostro. La angustia sigue el movimiento de la brisa. Estoy árbol. Las cosas siguen existiendo, pero sin el espacio entre ellas todo es olvidable. Todo es confundible. Proyecto el porvenir, empujo el líquido. Los árboles juegan a tocar un bandoneón. Afuera. Adentro. Me llega el sonido o creo el sonido. Le creo al sonido. Si grito tal vez me escuche, pero otra vez el porvenir me flota delante. Oscuro sobre naranja. Recuerdo haber estado cargando con un bandoneón entre todo el equipaje. Si el porvenir es oscuro, los recuerdos son transparentes. Intento mirar hacia atrás, pero detrás solo hay lona y transpiración. Charca. Suelo duro donde mis raíces perforan tierra seca. Como hurgar con un dedo en el cemento. Suave sigue la música. Suave se mueven mis hojas tan alto. Es un bandoneón. La luz naranja se vuelve roja. La oscuridad del porvenir se vuelve gris. El espacio entre las cosas pone a prueba mi noción. La angustia llena los espacios, de una manera gris todo es menos extraño. Dura poco. Lo mismo que tardaron mis raíces en beber mi transpiración. Tirito en la oscuridad. Todo es oscuridad, el porvenir, el espacio entre las cosas. Cierro y abro los ojos. No hay diferencia. Cierro y abro las hojas. No hay diferencia en la oscuridad. Todo flota sin rostro frente a mí. No hay rostros a esta hora de la tarde. La tarde sin rostro me habita como una presencia que caminó hasta meterse en mi pecho. Meterse en mi tronco. Tiemblan las hojas. Tiritan las raíces. Siento la punta de mis nervios. Ya no se oye el bandoneón. Los árboles susurran y ponen una hoja lánguida sobre mi frente. Se me escapa un gimoteo de los pulmones. Cae lluvia en mi frente. Como una manta me cubren todas las cosas y el espacio entre ellas. Cuál es la diferencia. Me cubre la angustia. Me cubre lo que hay entre la angustia y el porvenir. Me cubre lo que flota delante de mí. Oscuro, oscuro. Ya no hay naranja. La luz se fue como succionada por el agujerito que es el porvenir. El agujerito en el techo, ahí por donde pasa el palo que sostiene la carpa.

La mañana no me despierta. Se va corriendo con sus horas, y yo que tengo los músculos cansados: lastimados de cansancio. El sudor seco en la piel me da claridad. Sensación extraña. Esperaba despertarme otra vez en una charca salada y nadar el comienzo del día. Mi compañero me dice que fue la peor noche. Que grité, que giré y me enredé, que gimoteé, que clavé los dedos en el suelo. Que su música me calmó, pero solo por un momento. Hay que caminar, me dice. Desarmamos la carpa. Cargamos con todo. Cargamos su bandoneón. Caminamos por horas sobre césped amarillo, quemado por el sol. No hace calor. Pero tengo calor. Cada paso me retumba en la cabeza y me recuerda el empuje de las tardes anteriores. Cómo vuela la mañana. Cómo se arrastra la tarde. Estar acompañado no significa mucho cuando viene la tarde y me habita. ¿Estoy acompañado? No importa. No importa cuando me quedo quieto como un árbol. Cuando tiemblo como un árbol. Al caminar distingo el espacio de cada cosa. Un paso, siete pasos, ocho pasos. Me convenzo de que ciertas cosas son ciertas. Me agoto. Siento a los demonios de la tarde sentados sobre el día que empujo. Mueven la cola y ríen con la maldad de unos diablitos traviesos que saben que el tiempo se me cansa estrepitosamente, como un corredor mal entrenado. Empujo. Presiento la oscuridad. Cambio los pies de lugar porque caminar acorta el día. Aunque me aterra la cortedad. Quisiera ser menos perceptivo al habitar la tarde. Todo se junta. Árbol, bandoneón, césped, personajes que no soy. Mi compañero se esconde al encontrar mi mirada vidriosa. Me escondo. Paso tras paso. No digo nada. Camino. Ayer cometimos la locura de no caminar. La noche es como la tarde si no duermo. El insomnio es dar vueltas. Es seguir empujando. Es cansarse. Es que el porvenir baile en la charca salada con los sin rostro. Es la oscuridad, la angustia, la luz diáfana y cambiante. Es que las raíces se abran paso entre la tierra seca, hasta dormirme o desvanecerme. Todo empieza cuando aparezco dentro de la carpa. Nunca recuerdo cómo entro, si me entra mi compañero, si caigo desmayado sobre el camino y me arrastra. O si me arrastro y caigo entre transpiraciones. Pero siempre recuerdo las gotas de sudor brotando de mi cráneo. Las siento en el momento y las recuerdo a la mañana. Las recuerdo ahora mientras camino. Cómo se acumulan y terminan derramándose hasta formar la charca donde se bañan los árboles con sus ramas. Como sauces sin ser sauces. Se deforman, se chorrean. La charca donde chapotean y donde bailan todas las cosas y los espacios entre ellas. Y entonces me olvido. Y entonces me confundo.

Me levanto de tarde, caminamos de tarde, aparezco en la carpa de tarde, duermo —no duermo— de tarde. Las mañanas desaparecieron. Las noches desaparecieron. Cada hora es de tarde. Cada hora es tarde. El tiempo se arrastra. Caminamos y mi compañero ya no sabe cómo ayudarme a empujar las tardes tan largas. Mis ramas de sauce remojadas tantas veces en la charca salada, marchitas ya no empujan. Las raíces resecas rasguñan el camino, se parten. Los demonios ríen. Mi compañero rehúye de mis ojos febriles. Veo mis ojos, mi fiebre. Mis hojas brillantes de remojarse en transpiración. Nunca llegamos. La fiebre es no llegar. El espacio tan pequeño que hay entre las cosas, y nosotros que no llegamos. Naranja, oscuridad sin rostro.

Despierto y es de mañana. El sudor se me enfría con las horas tempranas. Las horas rápidas. Ya no me queda nada, soy una hora agitada del día cuando la sorprende la tarde. Solo atino a flotar sobre el césped que rodea la carpa. Me siento en un banco de concreto. Estoy al borde de un abismo. Hurgo en el hormigón con los dedos. Mis raíces están rotas, no logran ir profundo.

—¿Seguís cuerdo?

—Más cuerdo que nunca —contesto por inercia.

Un torbellino parece detenerse. Las hojas se quedan quietas en el aire. Reparo en que alguien se sentó a mi lado.

—Tu nieta te extraña, ¿sabés? —dice Soledad y mira las manos lastimadas de su padre. Blancas de apretar el banco, parecen parte del hormigón.

Entonces él no dice nada. Hubo un levísimo asentimiento, pero quizás fue porque había cazado otro pensamiento que caminaba por la plaza en aquel mediodía frío. Soledad desliza el pulgar por la correa del bolso para volverlo a su lugar. Dos meses habían pasado ya, y todavía no se lo había cruzado ni una sola vez por la ciudad. No pasaba nunca por esta plaza.

Soledad le mira la ropa sucia y se pregunta cuántas veces le había robado esa camperita deportiva, o cualquier otra de las que tenía, en alguna tarde de domingo cuando refrescaba y prendían la parrilla después de merendar.

—¿Seguís cuerdo, papá? —vuelve a preguntar Soledad mientras acaricia el teléfono en el bolsillo de su abrigo. Resiste el impulso de sacarlo y tomar una foto para enviarla al grupo familiar.

—Me di cuenta de algunas cosas. O más bien lo opuesto, estoy aprendiendo a ver el espacio que hay entre ellas, entre las cosas, digo. Aunque todavía lo concreto demanda mucha atención. Esos dos árboles de ahí, por ejemplo. Creo que el espacio que los separa dice más de ellos que sus troncos, sus ramas, sus cortezas, sus hojas.

Soledad mira lo que su padre le señala. Saca el atado de cigarrillos rubios y enciende uno que después le servirá para encender el siguiente. Él no parecía acordarse de tener una nieta. No le preguntó por la nena, no le preguntó cómo estaba la casa, no le preguntó si ella también extrañaba a su madre tras su muerte.

—¿Y dónde dormís? ¿qué comés?

—Voy y vengo, ya sabés, camino, empujo. Empujo sobre todo. No duermo mucho, no. Encontré esa carpa, mirá. Y el bandoneón no lo perdí, aunque sí la correa y varios botones.

—¿Se supone que eso es una analogía?

—No creo tener la energía para pensar en analogías.

—Volvé, por favor. ¿Hace cuánto no salís de esta plaza? Creo que hasta puedo adivinar el surco que estás dejando en el césped. Ese ocho torcido, mirá. Te la pasás dando vueltas en el mismo lugar, ¿no?

—¿En la plaza decís? Puede ser, sí. No sé. No miro mucho hacia afuera cuando camino. Hay tanto dentro… En casa no tengo lugar para caminar.

—Volvé, no sabés cuánto te extraña tu nieta. Ya encontraste tu locura, ya pudiste reaccionar. Aunque haya costado. A todos nos llegó, no sos el único. Vos perdiste a tu esposa, pero yo a mi madre y los nenes a su abuela. No seas egoísta.

—Ahora que no está, ¿quién cuida el jardín? Debe haber yuyos por todos lados. No hay lugar para caminar. Yo tengo que correr, empujar. Ya sabés. Las tardes son pesadas. Sabés cómo son mis tardes.

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La Plata, Argentina, 1998. Es escritor y corrector profesional. Es editor de la revista Casapaís. En la actualidad cursa el Grado en Lengua y Literatura española en la UNED. Ha escrito la novela Barrio debacle, aún inédita. En 2022 su relato La maldita presión social ha sido publicado en una antología de relatos cortos a cargo de la librería El Ático. Su cuento Mendilasi salió en el cuarto número de Casapaís.