Ficción: El exilio de los asesinos

3 febrero, 2025

En la cama del hospital, su cuerpito oscuro resollaba como un chivo esperando el cuchillo del carnicero, pacientemente, tranquilamente. Lo veía venir y no encontraba fuerzas tan siquiera para chillar y retorcerse. Así de cansado estaba aquel cuerpito. Yo lo recuerdo de 160 libras una vez y la boca se me llena del distante sabor a una leche aguachosa y salada. Ahora el cuerpito no pesa ni 90 libras.

Se volvió a cagar encima. Yo le levanto las piernas que ya son dos palillitos y suerte a Dios que alguien se inventó los pañales desechables para adultos, porque si no, esto sería una hecatombe de mierda en la camilla. Yo la limpio como si limpiara a un bebé. Ya estoy entrenada, pienso, por si algún día recupero fuerzas y me lanzo a tener un hijo. Le suelto los adhesivos del pañal, la viro de un lado y luego de otro para poder quitárselo. Es demasiado grande como para levantarla por las dos patitas. Mi bebé.

Busco las toallitas desechables y le limpio su caca blanda, amarilla, que se le ha pegado de las nalgas temblorosas, lo que le queda de nalgas. Con todo el cuidado del mundo, mojo otra toallita en agua de jabón y le voy limpiando los pelos de la pubis canosa, le abro los labios, vigilando que la caca no se le haya metido allí. A estas alturas, lo único que le falta es desarrollar otra infección. Busco talco, busco agua de florida. Le pongo otro pañal y la veo encogerse en la cama como un feto, con los ojos perdidos, y las manos temblorosas, llenas de venas, como si la sangre estuviera fajándose sin poder seguir su tránsito hacia abajo, dentro de aquel amasijo de membranas y mierda en que se ha convertido mi madre.

Cae otra noche más. Ya van dos años. No hace Iván más que irse y ella que cae en cama; como si lo único que la mantuviera sana, cuerda, fuera vigilar que llegara de noche, hacerle la comida, sacarle las manchas a su ropa, arrullarle las pesadillas , limpiárselas también de tanta mancha. Cuento los resuellos, uno , dos… uno, dos. Ya no existe otra cosa que los resuellos de mi madre. Me paso el día y la noche y cada rato que no duermo y cada rato que logro pegar los ojos contando los resuellos de mi madre en este maldito hospital. Ya en casa no queda nada. Las plantas se marchitaron por falta de agua, el pasto ha crecido y los matojos se meten por las ventanas. Los armarios de ropa están deshauciados. Regalé todo. Total. Yo parezco una aparecida y a mami hasta los panties le quedan bailando. El techo es un mapa de manchas de humedad y la cocina un nido de cucarachas. Los muebles los he vendido poco a poco para costear los gastos de esta enfermedad, la nuestra. Suero de vitaminas, renta del cuarto de hospital, terapias respiratorias, medicamentos… De lo único de lo que no salgo es de un sofá cama gris, que queda justo en frente de la televisión que ahora me acompaña. Ah, el televisor… Mami se pasaba horas muertas frente a él, cuando no estaba pendiente al portón, a las chilladas de gomas de los carros, cuando Iván todavía vivía en casa. El televisor la acompañaba. Me mudé con ella cuando los vecinos me llamaron a la oficina porque mami estaba con el camisón roto; las tetas secas por fuera gritando en medio de la calle. Llamaba a Iván, diciéndole que se escondiera. Los vecinos trataron de calmarla, pero sin éxito. Ella se escapaba de sus manos, daba patadas, mordiscos, se retorcía como una bestia para correr detrás de los carros y esconderse. Cuando llegué, la encontré debajo del Nova de Don Felipe, toda manchada de aceite que se mezclaba con la sangre que le brotaba de los rasguños que se había hecho en los pechos.

Tuve que dejar el trabajo, cuidarla en pleno. Un tipo con quien empezaba a salir desapareció en un humentín de excusas cuando se enteró de que ahora era la guardiana de mi mamá. Mi vida se convirtió en esto. Uno, dos resuellos, mami es hora de tomarte la Xanax, dos, tres resuellos, ahora te toca la Paxil, tres, cuatro…. No se quedaba quieta; todo el día caminaba para arriba y para abajo en el pasillo. Entraba y salía de los cuartos con un mapo, una escoba, un cubo, la mirada perdida hacia el portón. Chancleteaba por toda la casa con el oído siempre pendiente de la calle. A medianoche me la encontraba metida en los armarios, poniéndolo todo en bolsas plásticas, en cajas; o cuando no, viendo la televisión. A veces me despertaba a tirones con los ojos desorbitados, – “¿Tú no oyes Nydia? Hay alguien en la casa. ¿Para qué te quedaste dormida? Están buscándolo. No te puedes quedar dormida. Ya te lo dije, te lo dije bien claro.” Yo trataba de calmarla, pero ella vociferaba – “No sirves para nada. ¿Dónde está tu hermano? ¿Dónde está Iván?” Otra noche sin sueño. Me levantaba a buscarle una pastilla, a pelear con ella hasta que se la tomara, a prenderle el televisor, para que se quedara tranquila. El televisor era lo único que la aquietaba.

Iván llamaba por teléfono de vez en cuando. Se quejaba de la comida del centro de desintoxicación. Se quejaba de los consejeros que querían convertirlo a la fe de Cristo. Se quejaba de los psicólogos que querían entrometerse en sus asuntos. Yo lo escuchaba (puños, palos, escobazos, su cara desgarrada entre mis manos). Le decía que todo andaba bien, Iván, que se mejorara pronto. La adicción es una enfermedad que con tesón se cura.

Nosotras lo necesitábamos acá. “Pónme a mami” me decía al poco rato, sin hacerle mucho caso a mis consejos. Yo se la ponía al auricular y me quedaba vigilando. La cara de mi madre se transformaba en un rostro beatífico, iluminado, como si por el auricular, el Espíritu Santo bajara a traerle buenas nuevas. Su hijo estaba a salvo. La esclava que la mortificaba con pastillas iba a desaparecer dentro de poco. Iván regresaría pronto, y entonces todo volvería a la normalidad.

Yo (puños, patadas, una bala reventándole el estómago, una mano apretándole el cuello hasta asfixiarlo) volvía a mi cuarto, intentaba leer, intentaba hacerme de un retazo de mi vida de antes.

A la otra semana, Iván volvía a llamar. No quería oírle las quejas, ni la voz. Cada vez me costaba más trabajo, cada vez era mayor el esfuerzo de aguantar (puño, patadas, una bala) el recuento de sus desgracias y las palabras de aliento encajadas en mi garganta, que no quieren salir, no quieren formarse en mi boca- no te preocupes, Mami va mejorando, acaba con el programa, nosotras te necesitamos. Y otra semana… otra, hasta el día en que me preguntó por una bolsa marrón metida en una caja donde guardaba unas cartas viejas. Allí estaba una cosa que él necesitaba, algo que debíamos guardar muy bien. Yo le pregunté qué era. “Un revólver.” Me quedé fría.

“Olvídate de eso, Iván. Yo no voy a buscar nada ni voy a guardarte ningún arma. A la verdad que tienes unos cojones bien grandes, negro.”

“Pónme a mami” – ordenó

“¿Para qué? ¿Para qué le pidas que te guarde el revólver?”

“Ponme a Mami.”

Enganché el teléfono por toda contestación.

Uno, dos resuellos, tres resuellos. Yo, la que limpia los platos rotos, la que cuenta los respiros, uno, dos, recordando horarios de pastillas, tres, velando la muerte lenta que se apodera de una piltrafa de mujer que una vez tuvo dos pies y dos manos, cuatro,

cinco, dos hijos y que ahora… Ahora, no tiene ninguno. Ya no me quedan fuerzas para contar. Se forma un correycorre de enfermeras, de doctores, máquinas eléctricas, tratando de empujarle la vida de nuevo al pecho de mi madre, dos tres. Me echan a un lado y yo sonrío. Al fin sonrío. La muerte anda cerca. Me quedo callada porque sé que todo va a ser en vano. Los fantasmas que mi hermano trajo a casa le secaron los pechos a mi mamá. Dos, tres, a mí, cuatro. Ella lo permitió. No midió fronteras, hasta allí su furia de madre loba, tirándole zarpazos a las sombras para proteger a su lobezno. Ella fue una fiera, una bestia cómplice, asesina. ¿Y yo? A mí, que me lleve el diablo con mi pena y mis manos rotas, cansadas de recoger desperdicios; el desperdicio de su amor por los servicios prestados. ¿Si yo hubiera sido la asesina, esta muerte sería para mí, sería por mí? ¿Habría merecido tanto amor?

Entre los tereques de la muerta encontré el revólver. Estaba bajo el sofá cama gris, dentro de una bolsa de papel de estraza. Muchas noches la ví rebuscando en ella. Cuando me acercaba, me miraba como una lunática. Casi me enseñaba los colmillos para que no la tocara. Yo que tanto busqué ese revolver para botarlo. Y estaba allí, bajo mis narices, protegido hasta la muerte por mi madre. Ahora sí podré darle su ansiada sepultura.

A Iván que se lo lleve el diablo. Y que no se atreva a llamar, porque juro que con su mismo revólver, lo mato.

Comparte en:

Es escritora. Estudió Literatura en la Universidad de Puerto Rico y ha sido invitada como profesora, escritora y editora residente por múltiples universidades prestigiosas de Estados Unidos, Latinoamérica y Europa. Ha obtenido varios premios internacionales, entre los que destacan el Letras de Oro en 1994 y el Juan Rulfo en 1996, ambos en el género de cuento. Muchas de sus obras han sido traducidas al francés, inglés, alemán e italiano. Entre sus publicaciones en poesía cabe mencionar Anamú y manigua (1991), El orden escapado (1991), Mal (h)ablar: Antología de nueva literatura puertorriqueña (1997) y Tercer Mundo (1999). Ha publicado los libros de cuentos Pez de vidrio (1995), Pez de vidrio y otros cuentos (1996) y El cuerpo correcto (1997) y las novelasSirena Selena vestida de pena (2000) y Cualquier miércoles soy tuya (2003).