El goce de lo anormal en Guadalupe Nettel

5 agosto, 2022

La obra de la escritora mexicana Guadalupe Nettel explora un tipo de estética alternativa: la belleza de lo anormal, ajena a las formas comúnmente establecidas y aceptadas. Como otros escritores mexicanos de su generación –en su caso haciendo alarde de cosmopolitismo, con historias ambientadas en lugares como Japón o París–, Nettel se complace en lo defectuoso y desechable, en lo dispar como inspiración y vehículo del goce estético. Lo dice la propia autora: “Me gusta señalar las cosas que la gente quisiera no mirar. En esos lugares pongo el reflector y encuentro la materia prima de mi literatura, es una especie de regocijo” (Nettel, No creo que sea). Lejos del ideal clásico de la simetría, prófuga de la vulgar normalidad, Nettel propone una extraña estética del placer como el eje sobre el que gira su libro de cuentos Pétalos y otras historias incómodas (2008).

El placer y el sufrimiento, la belleza y la fealdad, quedan expuestos en los cuentos de Nettel como términos relativos. Lo que es feo para unos puede ser de una belleza exquisita para otros. Para los personajes nettelianos los goces son peculiares, transitando desde imágenes a primera vista grotescas, como un rostro con un párpado caído, hasta el placer voyerista de observar a un extraño mientras se masturba, pasando por las aventuras olfativos de un hombre que goza analizando los efluvios intestinales en los retretes, con una maestría digna del protagonista de El perfume de Süskind.

Cabe preguntarse si la marginalidad de los personajes de Nettel es una forma de cavar trincheras para defenderse de un mundo que los lastima. En una realidad en la que la violencia se manifiesta de manera abierta e innegable, Nettel opta por abordarla tangencialmente. Este tratamiento oblicuo de la violencia es, sin embargo, de una gran profundidad. Los personajes de Pétalos y otras historias incómodas parecen seres violentados de distintas maneras, solitarios que limitan sus interacciones con el mundo exterior a observarlo desde los márgenes. Esta marginalidad (¿anormalidad?) de los personajes de Nettel les otorga una percepción distinta, que les hace sentirse atraídos por cosas que a la mayoría de las personas les parecerían repugnantes o, por lo menos, grotescas: unos párpados deformes, un desconocido masturbándose, el olor de los excusados públicos.

Ya en 1853, el filósofo alemán Karl Rosenkranz en su obra Estética de lo feo, establecía que la belleza y la fealdad son conceptos que se contienen el uno al otro, que son más una cuestión de grado que de fondo: “lo feo es inseparable del concepto de lo bello, pues éste último lo contiene constantemente en el extravío en el que puede caer con frecuencia por un pequeño exceso o por un gran defecto” (24). Es precisamente una cuestión de milímetros sobrantes de piel la que da vida al primer cuento del libro de Nettel.

Ptosis, la palabra que da título al cuento, se refiere a la caída de un órgano o de una parte de un órgano. Como sucede con otros textos de Nettel, en “Ptosis” es posible encontrar un fondo autobiográfico, dado que la autora nació casi ciega del ojo derecho. Según Nettel, esta anomalía visual, que le traería burlas de sus compañeros de escuela, contribuyó a un sentimiento de extranjería en su niñez que la marcaría profundamente (Nettel, La clave)

El argumento de Ptosis gira alrededor de un fotógrafo médico de mediana edad especializado en oftalmología, que ha desarrollado una marcada atracción por los párpados caídos, es decir, con la condición médica llamada ptosis. En la historia no se explica el motivo de esta atracción, pero al protagonista, que empezó a retratar párpados con fines médicos en el estudio fotográfico de su padre cuando tenía quince años, le despiertan un profundo placer: “Esa parte del cuerpo que he visto desde la infancia, y por la que jamás he sentido ni atisbo de hartazgo, me resulta fascinante” (Nettel, Pétalos 15). El protagonista parece haber desarrollado un fetichismo por los párpados caídos y asimétricos. En El fetichismo del amor, el psicólogo francés Alfred Binet afirma que la fijación de un fetiche como objeto de deseo tiene su origen en una interacción con el objeto mientras se experimenta placer sexual, generalmente durante la infancia (ctd. en Cano 157). El protagonista sin nombre de “Ptosis” es entonces un fetichista de párpados, cuya filia parece haberse desarrollado a partir de los quince años, cuando comenzó a trabajar en el estudio de su padre.

Independientemente del origen de la filia del protagonista de Nettel, su mirada percibe la belleza de lo diferente. Una vez que los párpados caídos han regresado a la normalidad por obra del cirujano, su belleza desaparece, convirtiendo a sus poseedores en una “tribu de mutantes” (20), tal como el protagonista llama a los pacientes exitosamente operados por el Dr. Ruellan. Para los pacientes de éste, los párpados asimétricos constituyen un problema de estética que se debe corregir. En el cuento de Nettel se hace, sin embargo, una clara distinción entre los párpados que se operan por simple vanidad y los párpados realmente desfigurados:

…las cirugías de los párpados son muy frecuentes y sus razones innumerables, comenzando por los estragos de la edad, la vanidad de la gente que no soporta las marcas de la vejez en el rostro; pero también los accidentes de coche, que a menudo desfiguran a los pasajeros, las explosiones, los incendios y otra serie de imprevistos…” (14)

Tapia Vázquez, en su ensayo crítico “El imperio de la mirada”, busca relacionar la percepción de la belleza del protagonista de Ptosis con la estética comúnmente aceptada de lo que se considera un cuerpo sano: “El título del cuento remite al ámbito corporal signado por una deformación, una alteración de lo armónico, natural y normal que caracteriza un cuerpo sano”. Desde la percepción del protagonista nettteliano, sin embargo, la belleza no surge de unos párpados realmente desfigurados, sino de un sobrante de piel milimétrico que no compromete la funcionalidad del órgano. Esta distinción es primordial, ya que otorga a los individuos afectados la libertad de elección, la posibilidad de no corregir esa pequeña anomalía que les confiere su singularidad, la sutil belleza de lo anormal.

Un día, aparece en el estudio fotográfico una joven con un párpado más cerrado que el otro, lo que despierta un vivo interés en el protagonista:

Su párpado izquierdo estaba unos tres milímetros más cerrado que el derecho. Ambos tenían una mirada soñadora, pero el izquierdo mostraba una sensualidad anormal, parecía pesarle. Al mirarla me embargó una sensación curiosa, una suerte de inferioridad placentera que suelo experimentar frente a las mujeres excesivamente bellas. (Nettel, Pétalos 18)

La atracción que le despierta la joven, sustentada en su párpado caído, es inmediata para el protagonista. Sin embargo, es presa de la desesperación al pensar que su belleza quedará destruida por el Dr. Ruellan. Piensa en tratar de disuadir a la joven para que no se opere, aunque finalmente desiste. Resignado, se limita a tomar una gran cantidad de fotografías de los párpados de la joven, en lo que parece un intento por rescatar la imagen de la belleza perecedera, condenada a ser destruida por el cirujano. Varios días después, el protagonista encuentra a la mujer paseando por las calles de París, sin haberse sometido todavía al bisturí del Dr. Ruellan. El fotógrafo y la mujer pasan la noche juntos, siendo para él la cumbre del acto erótico besar hasta el cansancio los párpados anómalos de la mujer.

A la mañana siguiente, la joven debe ir finalmente a operarse los párpados. El protagonista la acompaña al hospital, pero no desea verla después de eso. Su interés desaparece una vez que la pequeña desproporción del párpado ha terminado por desvanecerse y se ha mimetizado con los millones de párpados iguales. Es importante notar que la belleza, aunque anómala, sigue siendo superficial, sostenida únicamente por la apariencia de un párpado caído. Todo lo demás, incluyendo la posibilidad de una relación romántica más duradera, carece de interés una vez que la seductora imperfección ha desaparecido.

En el cuento corto “Transpersiana”, Nettel nos lleva a un tipo de pulsión diferente, invitándonos a un paseo que va desde un raro fetiche como objeto del deseo al disfrute de observar desde las sombras. Aunque el tema del voyerista ha sido tratado hasta el cansancio en la novela y el cine –con una de sus manifestaciones más notables en La ventana indiscreta de Woolrich y Hitchcock–, Nettel nos demuestra, otra vez, su capacidad para encontrar ángulos incómodos.

El término voyerista, derivado de la voz francesa voyeur, ha tenido varios significados a través del tiempo. La RAE lo define como “persona que disfruta contemplando actitudes íntimas o eróticas de otras personas”. La mujer sin nombre que es el personaje principal de “Transpersiana”encaja con la definición, como una voyerista que llega al extremo de contemplar el acto cumbre del erotismo solitario: la masturbación.

En “Transpersiana” encontramos a una mujer que goza de observar, amparada en la oscuridad de su departamento, al vecino del edificio de enfrente. Una noche el vecino llega acompañado de una mujer. Aunque el lenguaje corporal de la visitante la muestra receptiva a la posibilidad de sostener un encuentro amoroso con el hombre, él en cambio parece brusco y distante. Después de un rato, el hombre se dirige a la cocina de su apartamento, fuera de la mirada de su invitada, pero a la vista de la voyerista de la ventana de enfrente. El hombre se masturba junto a su ventana sin saber que es observado mientras la voyerista se excita atestiguando el acto de su vecino. Una vez satisfecho, el hombre regresa a la sala con su invitada, mientras ella lo espera con las piernas ahora firmemente cruzadas, en una actitud entre frustrada y confundida por haber sido abandonada en medio de la cita, alejada ya la posibilidad de sostener un encuentro sexual.

El lector de Transpersiana, convertido en un voyerista más gracias a la mirada del narrador, contempla un juego de espejos con distintas facetas. Tenemos aquí a una voyerista y a un onanista, ambos buscando satisfacción en la mirada y la imaginación, en lugar de embarcarse en un acto sexual real. En este juego de mirar sin ser mirado el observador hace de la distancia su fortaleza, desde la cual evade la mirada del Otro mientras lo posee, lo vulnera y lo hibridiza a través, primero, de la mirada y después de la memoria. El ser que observa desde el borde se convierte en victimario, el observado en víctima. La mirada se convierte en arma: “…cuando oigo crujir las ramas tras de mí no es que hay alguien, sino que soy vulnerable, que tengo un cuerpo susceptible de ser herido, que ocupo un lugar y que no puedo en ningún caso evadirme del espacio en el que estoy sin defensa; en suma, que soy visto”.  (Sartre, 335)

Como en el caso del protagonista de “Ptosis”, quien a través de la fotografía procura atrapar su ideal de belleza en una imagen, la voyerista ejercita en la mirada un acto de lejana pero certera posesión. Mirar sin ser visto se convierte en acechanza transmutada en deseo, convirtiendo la satisfacción del deseo con base en la sola idea del cuerpo en una pulsión tal como es descrita por Freud. En efecto, el voyerista no mira por instinto, que conlleva la necesidad de satisfacer una necesidad biológica (ctd. en Tornos 58-59), sino por obedecer a una pulsión, en este caso a un deseo de apropiación. El término pulsión, posteriormente ampliado por Lacan en Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, es alejado en definitiva del positivismo biológico que lo relacionaba con la satisfacción de una necesidad orgánica.

En línea con el concepto de pulsión explicado por Lacan, en los personajes de Nettel se observa una búsqueda de satisfacción de una pulsión, no de una necesidad. No buscan la obtención de un objeto real, físico, como el agua o la comida, para satisfacer el hambre o la sed, sino la visión y apropiación psíquica de un objeto-símbolo: la cosificación con la mirada o la imaginación del cuerpo del Otro, concebido como un lejano, y por lo tanto seguro, satisfactor del impulso sexual.

En efecto, el hombre que es observado a través de la ventana prefiere la masturbación, es decir, la simulación del coito a la satisfacción de su líbido a través del cuerpo real de una mujer, lo que se subraya por la aparente buena disposición de su invitada para entablar una relación sexual. La mujer que lo observa masturbarse desde el departamento de enfrente experimenta placer basado en la mirada y probablemente en la imaginación: “Empecé a sentir humedad en los muslos, una humedad urgente como tus movimientos” (Nettel,  Pétalos 30 ). Por un instante, aún con la imposibilidad del contacto directo por la distancia que los separa, la mujer intenta establecer una relación más cercana, deseando que la erección que contempla estuviera relacionada con ella: “sin pensarlo abrí un poco la cortina para que me vieras, como en un intento vano por robarme tu último jadeo” (Nettel, Pétalos 30).

En un deshabitado triángulo amoroso, la mujer que espera en la sala piensa en el hombre que la ha dejado sola en medio de una cita romántica, mientras el hombre parece usarla a la distancia y apropiarse de su imagen para satisfacerse, en tanto la voyerista del edificio de enfrente se adueña con la mirada de un placer que ella no ha propiciado. Los personajes se limitan a observar y a imaginar, incapaces o demasiado reticentes para salir de las oscuridades solitarias de su espera y sus placeres. Quedan solos, suspendidos, atrapados en su propia mirada ahora autocontenida, ladrona de imágenes que después enroscan alrededor de ellos mismos.

El cuento que da título al libro, “Pétalos”, es una historia contada –como en la mayoría de las obras de Nettel– en primera persona. El protagonista hace referencia a sí mismo durante su juventud, cuando se dedicaba (¿se dedica?) a olfatear los retretes de los baños de mujeres en los restaurantes:

Quizá por timidez o porque ya desde entonces tenía la vocación olfateadora que aún rige mi vida, en lugar de pasar las tardes buscando una fiesta o desabrochando faldas en las incómodas butacas de algún cine, prefería descubrir a las mujeres en el único lugar donde no se sienten observadas: los excusados. (87)

El rastro olfativo de una débil mancha de orina en un excusado llama su atención. Algo que encuentra en la mancha le hace temer que La Flor, como llama a su productora, pronto desaparezca. Para evitarlo, la persigue a través de su olor en los retretes de los restaurantes. Finalmente, después de varios días, logra encontrarla, apenas a tiempo para poder evitar su suicidio. Por alguna razón, en el último instante decide no intervenir. La Flor se arroja desde lo alto de un puente: “…apenas me estremecí, con esa compasión distante que provoca la desgracia de cualquier desconocido, cuando su balanceo se convirtió en esos últimos rastros, pétalos sobre el pavimento, que los autos no se atrevieron a pisar” (99)

Si en “Ptosis”y “Transpersiana” los protagonistas aparentan ser funcionales y gozar de un espacio de aceptación social, en “Pétalos” el protagonista se define desde un principio como un ser marginal: no es lo mismo contemplar la fotografía de una mujer de párpados caídos que se tiene en el escritorio o espiar sin ser visto detrás de una persiana, que ser pillado con la cabeza metida dentro de un retrete en el baño de mujeres.  

El olfateador establece de inmediato su afinidad con los vagabundos que buscan comida en los botes de basura de los restaurantes: “Aunque nunca hablaba con ellos les tenía una especie de cariño cómplice. Admiraba que supieran convertir cualquier parte del barrio un espacio íntimo…”  (86).  Esta marginalidad se ve acentuada por el estilo de vida del protagonista, que vive en lo que llama una “ratonera”. Es también un voyerista, que disfruta de atisbar desde los arbustos a las jóvenes que encuentra en los parques, sin atreverse a entablar contacto con ellas.

La historia de “Pétalos” es engañosa. Al principio, su protagonista parece un ser humano compasivo, preocupado por el bienestar de la mujer a quien ha le dado el nombre de La Flor. Pero su interés, como en el caso de “Ptosis”, desaparece al final de la historia. Una vez que ha seguido exitosamente el rastro olfativo de la productora de esa orina disminuida a punto de extinguirse, se termina la urgencia de detener el desenlace previsto, es decir, la muerte de La Flor. Pero a diferencia del fotógrafo de “Ptosis” y de la voyerista de “Transpersiana”, en “Pétalos”la imagen codiciada no es visual, sino olfativa. El protagonista no busca retener una prosaica figura bidimensional, sino algo más rico y complejo: la esencia misma del Otro, expresada a través de sus secreciones internas y sus efluvios íntimos, mucho más profundos que una simple imagen visual. Si la belleza está en los ojos de quien la mira, la verdadera esencia del ser está en el olor de las entrañas, detectado por un marginado que busca desde las sombras algo digno de poseerse. La satisfacción de la pulsión del marginado de “Pétalos” obedece a una tensión psíquica, cuya resolución es necesaria para mantenerlo en un estado de equilibrio, por lo que puede igualarse con lo que Lacan llama el zielgehemmt: “…esa forma que puede tomar la pulsión, de alcanzar su satisfacción sin alcanzar su fin”. (143) Para satisfacerse, el personaje recurre a un simple truco de metonimia para adueñarse del todo por la parte. Le basta con poseer la huella psíquica del olor, un significante que no tiene por qué relacionarse con su significado, es decir, con la persona real que el protagonista de “Pétalos” deja morir.

Para el personaje de Nettel la belleza, aún proviniendo del interior, sigue siendo superficial: aunque va por debajo de la dermis sigue siendo una compuesto de la carne, no del alma. El personaje se niega a establecer un contacto humano más allá del olor, convertido en objeto de la posesión unívoca, profunda pero vana, de una huella psíquica olfativa que tiene significado solamente dentro del mundo reducido de los retretes, espacio propicio para el goce de un voyerista olfativo.

En los tres cuentos de Nettel aquí comentados, la percepción de la belleza y las pulsiones que definen a sus personajes nos obligan a asomarnos a otras perspectivas posibles del mundo. Pero sobre todo, a plantearnos la posibilidad inquietante de que las extrañas apetencias que salen a la luz puedan morar dentro de nosotros, como figuras grotescas apenas vislumbradas tras el manto de falsa normalidad que nos separa de las verdades incómodas. Cabe preguntarnos si las realidades ocultas son en verdad sinónimo de fealdad, o por el contrario, como dice Nettel, el fundamento de nuestra belleza, “…eso que nos hace únicos e irrepetibles, …esas cosas que nos asustan” (Nettel, La clave)


Bibliografía

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México. Se tituló de Contador Público en la Universidad Iberoamericana en Torreón, Coahuila. Obtuvo una maestría en Administración de Empresas en el Tecnológico de Monterrey, Campus Laguna. Es maestro en Literatura y Lingüística en español por la universidad New Mexico State University en Las Cruces, Nuevo México.