
Ficción: El Gran Hotel
1 abril, 2025
¿Pero es de verdad terrible el peso y maravillosa la levedad?
Sólo una cosa es segura, la contradicción entre peso y levedad
es la más misteriosa y equívoca de todas las contradicciones.Milan Kudera, La insoportable levedad del ser.
Entre ruinas de opulencia y la cruda herida del pasado, este texto de Carol Zardetto desmantela la memoria familiar, donde cada objeto y palabra desvela la transformación inevitable del tiempo.
Decidimos juntarnos en un bar de moda en el Centro Histórico. Como todos los barrios en la ciudad, éste tiene una implicación: es resistencia social hecha barrio. Estar aquí significa no estar en las zonas en las que se sienten cómodos los más ricos y el alivio de estar alejada de su circuito de lugares comunes. Guatemala ha sido siempre una sociedad de castas y de guetos. Atravesar los territorios que definen estas claras distinciones no es usual.
Nos conocimos semanas atrás en una galería de arte. Veinte años menor que yo, hallamos un curioso hilo de conexión: ella vive ahora en un hotel que hace mucho tiempo fue de mi padre y que ahora se ha convertido en un alicaído edificio de apartamentos. Que ella mencionara aquel hotel me hizo sentir incómoda, como si un extraño me desnudara una parte íntima.
Los años habían caído encima de las cosas y, con un éxito relativo, yo había conseguido construir mi vida apartada de aquel tema. Nuria no lo sabía, pero aquel tema era para mí un pomo cerrado. Fue destaparlo y un perfume rancio salió de allí. Me hizo sentir la textura tosca de esa imponente pared que es el olvido.
Le comenté que ese hotel había sido de mi padre. Reconocí en mi tono un escondido dolor que sabía vivo. Escapó de mi garganta con el sabor trágico de los momentos inimaginables. Sí, porque en la experiencia humana existen momentos cargados de estupefacción. Por ejemplo, el momento obtuso cuando hay que reconocer en la morgue el cadáver de un ser que se amó. Ella no percibió mi turbación. Al menos, eso me pareció.
A continuación, me invitó a que nos juntáramos “un día de estos” a conversar del hotel; de aquel que yo conocí, o de ese que ella experimenta ahora. En otras palabras, quería que conversáramos del agua. Porque el tiempo es como el agua, desgasta y deforma lo que toca. La imparable transformación de lo que fluye.
Acordamos una cita que, intencionalmente, pensé en cancelar a última hora. Pero en la medida en que se acercaba el día, la oportunidad de poner otra vez en palabras aquella historia del pasado ejerció sobre mí su desviado poder de atracción. Fui a la cita y ofrecí ser yo quien pagara la cuenta en un gesto de peculiar agradecimiento por la invitación a abrir mis heridas.
Pedimos una botella de vino. Su mirada es clara, casi transparente. No logro encontrar allí ningún lugar dónde poner pie. Quizá se trata de la diferencia generacional. No reconozco en Nuria las cicatrices que llevo encima. Cada generación tiene las suyas, especialmente en un país que sabe marcar con el hierro su historia.
Tomamos un poco de vino y caminamos sobre la delgada costra de la conversación superficial. Nuria vuelve a pedirme que le entregue mis recuerdos del hotel. No sabe lo que pide. ¿Cómo podría? Siento renovada reticencia en abrir la caja de la memoria donde anidan los recuerdos de mi padre. Y me pregunto, otra vez, si me conviene condescender. Mi padre está atado al momento frágil de mi infancia. Quizá debí atender la razón y no la pulsión. No venir era sabio, pero ya es tarde.
Un muchacho alto y hermoso se acerca a saludar a Nuria. Empiezo a notar eso en la gente con la que me encuentro: la belleza que está implícita en la juventud. Ahora los jóvenes me parecen todos hermosos, simplemente por su frescura, por la piel sin mácula, por la suave manera en que parecen salir de la tierra como nuevos y brillantes brotes vegetales.
Ella se sonroja y se amilana cuando él le habla al oído. Resulta obvio que le causa ansiedad. Balbucea que necesita salir a fumar un cigarrillo.
La imagen de mi padre me visita ahora con la amplia libertad que me ofrece estar sentada sola, en el rincón de un bar. Me parece un dato extraño que, cuando lo recuerdo, siempre aparece congelado en una fotografía. La borrosa ampliación de un recorte de la sección de sociales publicada en uno de los diarios más poderosos del país. Está vestido con fino esmoquin, la copa de champagne y los arreglos de gladiolas blancas al fondo. Tenía una contundente razón para celebrar esa noche: se inauguraba su recién estrenado hotel.
Situado frente al Club Guatemala, centro social de las élites económicas cafetaleras, el moderno emprendimiento encarnaba su gran triunfo. Se inauguró en el 54, funesto año de la intervención norteamericana que derrocó al presidente Árbenz. Los autos desfilaban por la séptima avenida entregando en la puerta a los invitados especiales. Aquella noche de gloria, ¡qué lejano se vería su penoso pasado de hijo empobrecido de un inmigrante!
Mi padre nunca hablaba de eso. Pero, a lo largo de los años, la gente me fue relatando recortes de su historia. Si la gente fuera discreta, nunca conoceríamos el relato verdadero de esa construcción ficticia que conocemos como “nuestra vida”. A través de aquellos fragmentos descubrí que el hombre rico y poderoso que conocí fue un adolescente que andaba descalzo.
Supe también que mi abuelo era un hombre bohemio, enamorado de las mujeres y de la ópera. Una vana ilusión lo arrastró desde la ciudad de Verona hasta América: multiplicar la herencia que le había sacado a su madre casi a la fuerza. El rompimiento con su familia, los extremos del trópico, las dificultades reales de forjar una mítica finca, habían dejado exhausto a aquel hombre deshabituado al trabajo. Afectado por la inquebrantable melancolía, metido en la cama, aferrado a la enfermedad que debilitaba sus piernas, aterrado, se percató con horror de que el dinero se había acabado.
Mi abuela era pianista y pudo emplearse para ensayar con cantantes y bailarines. Había sido hermosa, más no lo suficiente para agotar los afanes pasionales de mi abuelo. Como no pudo afrontar la intensa rabia de los celos, cayó en el sedante recurso del alcoholismo.
Aquella pareja de europeos, exiliados en el trópico, escaparon juntos de muchas cosas. Pero, su éxito más logrado fue convertirse, por separado y en solitario, en fugitivos de la realidad.
Estoy segura de que mi padre nunca quiso ser como el suyo, al igual que yo jamás quise ser como el mío. La mediocridad se convirtió en su fantasma y la debilidad en su enemigo. Aquella debilidad aplastante de su padre, lo había hecho sentir que estaba solo en el mundo, que tendría que salvarse. Lo empujó a ser quien era: un hombre fuerte.
La solidez que a él lo salvó del naufragio, a mí me hizo detestarlo. Fue a partir de mi rechazo a su portentosa fortaleza que desarrollé fascinación por los hombres débiles y vulnerables. Por aquellos sin disciplina, ni rigor. Hombres sin una columna que los sostuviera; que se desarmaban y deshacián ante el primer embate de los vientos y salían volando, desperdigados, como un puñado de cenizas.
A los trece años, mi padre había ya iniciado su pequeña empresa: vendía aguas gaseosas en una carreta de mulas que le alquilaban por día. Tenía las maneras dulces de su padre. Era su principal recurso y él aprendió a usarlo. Siempre vio lejos… Nada podría detenerlo.
El tiempo confirmó aquella visión: en la sección de sociales, mi padre apareció impecable en la inauguración del Gran Hotel. Esa noche, su vozarrón fue capaz de imponerse sobre las conversaciones de los cientos de invitados, alimentadas ya por varios tragos, llenando el recién estrenado edificio con palabras jubilosas. Tan visionario en los negocios, no pudo presentir que esa ocasión triunfal ocurría justamente en el umbral de un gran infortunio. Apenas unos años después, inició la guerra civil en Guatemala.
Nuria vuelve a la mesa y no menciona nada de su encuentro. Imagino que serán amantes. O, mejor aún: examantes. Se mira descompuesta, llama al mesero y pide un tequila. Le pregunto, pero ella dice que no vale la pena perder el tiempo hablando de “ese idiota”. Para cambiar de tema, le comento mis divagaciones. Hablo de la foto, de mi recuerdo de aquella noche, la inauguración del hotel.
Pero no menciono a mi padre. Hablo, más bien, de objetos: de aquella lámpara de almendrones de cristal que repartía destellos en el salón, de la escalinata de mármol que descendía desde segundo piso como seda blanca. Quizá los objetos puedan construir esos puentes para nuestra comunicación; establecer los linderos de un territorio que cada una de nosotras habitó en tiempos dispares. Lo dificultad estriba en eso: en nuestras experiencias dispares.
Ella se ríe de aquellos los objetos grandilocuentes. La dichosa lámpara desapareció del edificio. Hoy, el amplio pasillo de entrada y aquel magnífico vestíbulo se han llenado de pequeños comercios que sobreviven apenas. Un mínimo salón de belleza preferido por los travestís; una sala de videojuegos que visitan los pegamenteros, ventas de ropa de coreanos y una tienda libros evangélicos. La vieja fastuosidad se arrellanó en la atmósfera popular que florece en el Centro Histórico y se hizo acompañar de olores a orín y a humedad.
Me parece irónico pensar en los elementos en la fotografía que nos ocupa y de cómo desaparecieron: las representaciones del lujo y el rostro iluminado de mi padre con sus ojos que destellan melancolía. Su presencia también fue removida como un objeto desechable más. Lo hizo el tiempo, esa categoría incomprensible, salvo cuando hacemos recuento de los acontecimientos que trajo. El tiempo hizo de aquella fotografía algo falaz e irrepetible. Falaz porque toda aquella opulencia hoy parece mentira; irrepetible porque mi padre desapareció de aquel edificio tan suyo… y también del planeta Tierra.
Apenas veinte años después de la gloriosa inauguración del hotel, una noche cualquiera, despidió temprano a su chofer y se encaminó solo en su automóvil a la carretera que conduce a la Antigua. En un recodo del camino, estacionó con cuidado y se pegó un balazo.
La noticia de su muerte apareció en los diarios. “Prominente industrial”, así llamaron a mi padre. El acontecimiento tuvo tanta notoriedad como la inauguración del hotel y también salió publicado en la portada del diario.
Parece que se me irá la noche repasando fotografías. En ésta no aparece mi padre, solamente un objeto reconocible: su auto. Me enteré de la muerte de mi padre por la fotografía de aquel objeto suyo, tan personal, abandonado de forma insólita. Cuando la vi publicada en el diario el acontecimiento me pareció irreal, sacado de una narrativa de ficción.
No me parece justo mencionar a Nuria este pasaje de mi vida. No se trata de convertir la noche en un recuento de bajas. Ella resuelve la situación, porque siente curiosidad por saber más acerca de la inauguración del hotel. A pesar de mis mejores intenciones, aquella pregunta me lleva de vuelta al lugar de donde quería apartarme. Es la muerte que saca su cabeza en medio de las dos, como alguien que, sumergido en el agua, no aguanta un segundo más sin tomar aire.
Le cuento a Nuria que aquella foto donde aparece la araña de almendrones y la escalinata de mármol blanco, me la entregaron mis hermanos mayores días después del funeral de mi padre, hecho que resultaba por demás lógico, porque cuando fue tomada yo todavía no había nacido y, de hecho, nunca la había visto. Quizá pensaron que sería bueno que una niña de trece años pudiera guardar su retrato más perfecto. Quizá temieron que, a falta de aquella formalidad, yo pudiera olvidarlo.
Me la entregaron, debidamente enmarcada, con solemnidad de hermanos mayores. Fue en aquellos días cuando todo giraba alrededor de las obligaciones implícitas en el hecho de una muerte que se planta, ineludible, a medias de la casa. Cuando alguien tan cercano muere, saltan todas las culpas, los vacíos. Los deudos dispuestos a prometer un recuerdo perpetuo, honrar la memoria, mantener vivo aquel cadáver que, indiferente a nuestros ánimos reparadores, duerme dentro de la ostentosa caja vestido de fiesta. Ellos querían que yo, la hermanita menor, me uniera no solamente a los rituales del momento, sino también a aquel coro de promesas.
Yo era alta y flaca transitando ese escabroso pasaje de niña a mujer. Mi padre me había traído con precipitación, un par de semanas atrás, de aquel repudiable exilio de un colegio de monjas. No comprendí el gesto súbito después de que me había asegurado de que no volvería a Guatemala por muchos años. Estaba enojada por eso.
Mi padre aguardaba en su oficina, demacrado, con las carnes del rostro caídas y los ojos sin brillo. Pero se le alumbraron en un auténtico destello de felicidad cuando me vio. Me preguntó con entusiasmo si me había gustado la experiencia del colegio. Él me había enviado lejos de lo que yo consideraba “mi casa” y lo había hecho en contra de mi voluntad. Por esas dolorosas querellas donde yo siempre salía perdiendo, sus preguntas me parecieron una afrenta. Respondí con parquedad. Nos despedimos pronto. Él afirmó que yo estaría cansada del viaje y que, seguramente mi madre estaría ansiosa por verme. Me invitó para celebrar su cumpleaños la semana próxima. Le dije que sí, por compromiso. Imaginé que sería una de aquellas fiestas familiares que recordaba como un calvario.
El chofer llegó a recogerme. Tuvo que volver con el auto vacío. Ejecuté lo que imaginé que sería la primera de un rosario de rebeliones que marcarían la resistencia contra su poder. El problema con aquel plan liberador fue que nunca volví a ver a mi padre. La siguiente noticia que tuve, fue la fotografía de aquel auto suyo extraviado de su curso.
Su muerte me golpeó de mala manera. El tiempo se detuvo entre nosotros. Como en ese juego donde la música suena y todos rondan unas sillas que no son suficientes. Cuando la música para, alguien sale del juego. Sin considerar los reclamos pendientes, la necesidad de dilucidar las cosas, estaba fuera del juego. No había ya con quién pelear.
Vuelvo a Nuria. ¿Será que se arrepintió de la absurda decisión de salir esta noche conmigo? Me creerá una mujer taciturna. ¡Ella es tan joven! Pienso en agradarla. Hablar del hotel que imagino que le interesa. Se hospedaron allí grandes figuras: María Félix, la Tongolele, Cantinflas, hasta Ronald Reagan, en sus años de actor de segunda. Era el hotel de cinco estrellas de la ciudad. Nuria no parece interesada en esas nimias historias. Va directo a la yugular y pregunta: ¿cómo empezó la decadencia?
Quiero distraerla de ese lugar difícil. Comento sobre el menú del bar, mientras cavilo acerca de esa pregunta quemante. No puedo decirle que la decadencia de mi padre inició cuando la guerrilla secuestró a mi hermano y nunca lo devolvieron. Aquel dato funesto salta como un horrendo payaso impulsado con un resorte de una caja de sorpresas. No hablaré de eso esta noche. Le pregunto a Nuria por qué vive en ese lugar, queriendo en mi cabeza borrarla de allí como si tratara de un dibujo.
Ella pide una segunda botella. Mientras la bebemos habla del hotel, de las sombras que atraviesan por las noches sus pasillos, de la terraza donde se percibe la muerte impune y el miedo de la gente que asaltan en la calle. Me cuenta que sale a esa terraza en la madrugada cuando la asfixia la pequeñez de su cuarto, a fumar un cigarrillo tras otro. Yo bromeo con ella, le digo que quizá la ahoga la presencia fantasmal de mi padre, pero es a mí a quien ahoga recordar la agonía de su fracaso.
Ella pasa a otra cosa. Me cuenta que se vino a la capital hace un par de años. Ésta es una ciudad cruel, afirma. Le digo que no se engañe. Que todas son crueles. O, más bien, que las ciudades son crueles y benevolentes. Que quizá depende de a qué extremo de la cuerda se acerca cada uno. Nos quedamos un buen rato en silencio. La noche se desgastó de pronto, dejando frente a nosotros sus despojos: las botellas vacías, los restos de comida, los hilos deshechos de una conversación. Nuria quiere irse a dormir. Caminamos juntas hasta la puerta del viejo hotel que es ahora más suyo que mío. Quiero despedirme en la puerta.
Pero Nuria me toma del brazo, me lleva dentro. Nos tomaremos el último, invita. Entramos a su cuarto. No hay trago, pero enciende un cigarrillo de marihuana. Lee sus poemas para mí. Yo me dejo llevar, sin buscar el sentido de las palabras, como si recitara mantras. Luego, conversamos, a oscuras. Nuria quiere jugar a que este es el mismo cuarto donde vi a mi padre por última vez. Me pregunta ¿qué fue lo que nunca le dijiste? ¿Por qué asumes que hubo algo? Quiero escabullirme, pero ella es sabia. Responde que uno siempre deja algo importante sin decir hasta que se vuelve demasiado tarde.
Las palabras no me salen de la boca. Ella me entrega un papel: ponélo allí. Nadie tiene por qué leerlo. Escribo la palabra papá y el corazón da un vuelco. Luego la palabra perdón y tiemblo. A partir de allí, las palabras se derraman. Le explico a mi padre que guardo en mi cabeza la infantil fantasía de que, si no hubiera abierto la puerta aquella tarde, si no hubiera permitido entrar a los secuestradores de mi hermano, todo el horror jamás habría acontecido. Todos los sucesos futuros y funestos estuvieron atados a ese precario instante que yo eché a andar con descuido.
Yo podría haber crecido junto a mi madre, en lugar de ser desterrada a un colegio extranjero. Él podría haber seguido con su vida de hombre joven, hermoso y triunfante. Si yo no hubiera abierto esa puerta, la historia del país no nos hubiera tocado. Es una fantasía, es infantil, pero también es la verdad de mi memoria. Le confieso también que su muerte me pesa, que no hallo cómo olvidarla, que, de una manera confusa, lo quise tanto.
Nuria toca mi brazo. Dejálo ya. No se trata de que te engolosinés con una perorata masoquista. Vamos a incendiarla. Primero prendió fuego la palabra papá y, en fluida sucesión, la palabra perdón y la palabra jamás. El papel completo sucumbió a la belleza de las llamas. El relato recién nacido, se volvió cenizas.
Amaneció y era hora de irme. Quería desaparecer antes de que terminara la sensación que tenía adentro. Había destronado un mal recuerdo. Agradecí la liviandad que eso trajo, la gocé por un rato.
Pero al salir, cuando el viento de la mañana me golpea, solo quiero una cosa: recuperar el peso de aquella memoria. Sí, quiero la deformidad de la cicatriz. Ese dolor incómodo y enterrado, tan entrañable, me une a mi padre.
La séptima avenida es una línea gris y solitaria. Me parece ver de nuevo los enormes automóviles de los años cincuenta dejando en la puerta a los invitados de un hombre que celebra. Yo me siento, con renovado fervor, la niña que ese hombre tomaba de la mano para atravesar la calle.
Escritora guatemalteca. De profesión abogada. Fue viceministra de Educación y Cónsul General de Guatemala en Vancouver, Canadá. Es autora de cuentos y ensayos literarios y políticos. También ha escrito teatro y crítica teatral. Fue columnista de El Periódico y actualmente trabaja como editora en Plaza Pública, periódico digital de Guatemala. Ha escrito los guiones para varios documentales. Su cortometraje “La Flor del Café” fue nominada a mejor corto documental en el Festival Ícaro de Cine del año 2010. Con Pasión Absoluta, su primera novela, fue galardonada en el año 2004 con el Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo. El discurso del Loco, cuentos del Tarot, (2009), es una colección de cuentos. En el año 2011 elaboró el libreto para la ópera guatemalteca denominada Tatuana. La ciudad de los minotauros (Alfaguara, 2016) y Cuando los Rolling Stones llegaron a La Habana (Alfaguara, 2019), son sus últimas novelas. Ha sido invitada a participar con cuentos de su autoría en varias antologías, incluyendo algunas publicadas en italiano, francés e inglés.