El infinito en la palma de la mano de Gioconda Belli: el Hombre ante el Bien y el Mal

1 junio, 2009

Se suele decir que la suerte acompaña a los audaces: en su última novela, El infinito en la palma de la mano, doblemente galardonada en 2008 con el quincuagésimo Premio Biblioteca Breve Seix Barral y el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, Gioconda Belli “se permite” releer —sin duda en nombre de los derechos imprescriptibles de la imaginación por los que abogaba Luis Aragón— nada menos que la historia de Adán y Eva, desde el despertar de la primera conciencia humana hasta el principio sangriento de la Humanidad con el crimen perpetrado por Caín.

Ese “viaje a la semilla”, para hablar como Alejo Carpentier, ese regreso al comienzo del mundo por el que Gioconda Belli siempre ha confesado su fascinación, no sorprenderá a sus más fieles lectores que volverán a encontrar los temas de predilección de la autora, entre los cuales el problema de los orígenes y la búsqueda del paraíso aunque sea un sueño inasequible. Al respecto, el segundo epígrafe que es una cita de Thomas Stearns Eliot ya presente en el paratexto de Sofía de los presagios, reza: «Y el final de todas nuestras exploraciones será llegar al lugar donde comenzamos y conocerlo por primera vez».

La historia de Eva y Adán, cuyo nombre significa en hebreo «hombre» o «humanidad», le interesa a la escritora en tanto que reflejo de la historia del hombre en sí como podemos leer en las últimas líneas de la «Nota de la autora»: «Es, en su asombro y desconcierto, la historia de cada uno de nosotros» (13). Con la reescritura novelesca de ese gran mito fundador que es el Génesis, se plantea un cuestionamiento sobre el hombre, presa de sus contradicciones o de preguntas hondas, y que sigue hallándose hoy ante la disyuntiva del Bien y del Mal. En este sentido, estamos ante una novela “humanista”, que trata de la condición humana y revisita el inicio de la humanidad para conocer mejor, y sin complacencia, al hombre de hogaño, comprender por qué resulta tan complejo establecer un mundo más “humano”, y quizá también cómo lograrlo a pesar de todo. En efecto, veremos que la libertad de conocer el Bien y el Mal no sólo lleva a aceptar que el Mal forma parte integrante del saber y de la realidad, sino también a buscar sin descanso cómo puede triunfar el Bien.

1) La libertad de conocer el Bien y el Mal

En el Jardín, Adán y Eva «poseen la libertad de decidir lo que quieren. Son libres de comer o no comer [del] árbol» (28). El hombre es libre porque puede escoger, puede usar su libre albedrío. Si se cree al existencialista Jean-Paul Sartre en El ser y la nada o en El existencialismo es un humanismo, estamos condenados a ser libres, puesto que si el hombre es una libertad que elige, no elige el ser libre. Por lo demás, esa libertad de escoger es también obligación de escoger. La angustia nace de esa total libertad que se experimenta a través de la duda, de ese sentimiento vertiginoso de las múltiples posibilidades, como un estremecimiento de la conciencia ante el vacío inherente a la existencia. Lo ilustran perfectamente las vacilaciones de Eva, entre tentación e interdicción. Y frente a una inmensa responsabilidad.
El hombre se halla solo ante sí mismo, ante la vida, y responsable de todo excepto de su misma responsabilidad, llevando sobre sus hombros el peso del mundo porque al elegir compromete a la humanidad entera. ¿En qué consiste la libertad de Adán y Eva? En escoger entre el saber y la eternidad, un saber que convierte al hombre en un ser mortal pero que paradójicamente lo perpetúa mediante la humanidad, la Historia. Un saber que «causa inquietud, inconformidad. Uno cesa de aceptar las cosas como son y trata de cambiarlas» (27), un saber causa y efecto de la angustia de la libertad.

Ahora bien, el precursor del existencialismo, Sören Kierkegaard, afirma en El concepto de angustia, que es precisamente la prohibición la que despierta en el hombre la angustia frente a la libertad: en este sentido, el hombre de la Caída sería un hombre tentado por sí mismo, por su propia posibilidad de ser. Por tanto, la transgresión no sería sino la consecuencia obligada de la interdicción. Pero ¿no será válido también lo inverso? porque podríamos contestar con Freud en Tótem y tabú que es el riesgo de un delito preciso el que orienta la ley (143): ésta sólo prohibe lo que los hombres serían capaces de hacer bajo la presión de sus instintos, por inclinación natural.  ¿Dios intuye o influye en ese fallo, creando una predisposición?

Si consideramos las reflexiones de la primera mujer o las palabras de la Serpiente, hubo una forma de “programación”, como si Adán y Eva hubiesen sido determinados a la vez que libres: decidieron obedeciendo —a pesar suyo— una orden superior. El discurso hace patente esa fatalidad por medio del uso recurrente de para (que): «Harían la Historia para la que habían sido creados […]. Los había hecho a su imagen y semejanza para que tomaran la creación en sus manos» (39); «Así tenía que suceder. […] Para eso fueron creados, para el conocimiento del Bien y del Mal» (56); «Él quería que yo comiera la fruta. Eso me hizo sentir. Quiere saber qué resultará de nosotros. Para eso nos hizo libres» (60); «Él espera que yo coma. Por eso me hizo libre» (41).

En esta novela, el comer la fruta no responde al pecado de orgullo que se le suele imputar al hombre ansioso de ser como Dios, sino que aparece como una necesidad irrevocable por voluntad del mismo Elokim que incita a Eva mediante una libertad “premeditada”, concedida con la perspectiva de la transgresión. Ante esa falta del hombre que no es sino un designio divino, Gioconda Belli, con la impertinencia que le conocemos, no culpa a la primera mujer o a la Serpiente sino al mismo Creador que esperaba desresponsabilizarse: «La Historia […]. Elokim quería que ella decidiese si existiría o no todo aquello. Él no quería hacerse responsable. Quería que fuese ella quien asumiera la responsabilidad» (35).

La escritora bosqueja, mediante los pensamientos de Eva o las réplicas de la Serpiente, el retrato audaz y antropomorfista de un Dios a imagen del hombre: ese Creador tan curioso como cobarde teme que coman el Árbol de Vida porque tiene miedo a saber qué harán los hombres con la Historia (42) y, prisionero de sus propios dilemas, no se atreve a darles más libertad que la de conocer sus propios límites porque es también un Dios orgulloso que quiere tener sobre el hombre el poder de la eternidad (128 y 56), de ahí esos mandatos incomprensibles, esas órdenes imposibles, esa creación incoherente (208, 224, 110), que concibe la tentación y al mismo tiempo un castigo terrible, desproporcionado, con el abandono de su propia criatura, condenada a ser huérfana, como ya lo denunciaba Waslala [1]: cuántas veces se subraya la crueldad de ese Dios egoísta e iracundo que, después de imaginar sus propios desafíos, sus propios espejismos, se encuentra solo en su poder, esperando quizá que sea el mismo hombre quien lo libere, como lo barrunta la Serpiente: «Si tu especie encuentra la armonía, Elokim se marchará. Pienso que secretamente desea que le concedan el don del olvido y lo liberen de la soledad de su poder» (235).

Ante ese Dios todopoderoso y paradójicamente medroso, “se alza” la mujer, de ésas que se afirman diciendo no, una mujer que quiere ser —¿mientras el hombre se contenta con vivir?, una mujer que se atreve a saber, a diferencia del hombre que prefiere respetar la ley divina. Ella quiere comprender, pregunta, busca, no se contenta con lo que tiene sino que focaliza en lo que falta, necesita “otra cosa”, ¿como si ya en el Paraíso se sintiese incompleta? Mientras Adán está satisfecho con el conocimiento, ella parece preferir el pensamiento, la inteligencia, de ahí esa agitación constante, esa vivacidad e indocilidad intrínseca, esa tentación.

Animada de una «intención» según Adán (22), Eva se enfrenta al hombre dándole la orden de la transgresión, y a Dios desobedeciendo, haciéndole incluso unos reproches sin rodeos —«Eres cruel. […] No me digas que no lo planeaste»— o conminándolo a que le devuelva la luz (72-73). Ya en sus precedentes novelas, Gioconda Belli ponía en escena a mujeres valerosas, mitad hombres, mujeres “fálicas” en ese sentido —aunque «de pechos en pecho» y bendiciendo su sexo (1997: 19 y 1992: 17)—, determinadas e irreductibles, con un temperamento de fuego, y perseguidas o dominadas por ser más poderosas en definitiva que los hombres.

            Y no sorprende que vuelva a hablar de la primera mujer la que publicaba en 1987 el poemario de título subversivo «De la costilla de Eva», y utilizaba el seudónimo Eva Salvatierra cuando escribía en La Prensa artículos de opinión en los cualescriticaba el estado del país con el tono de la primera Eva (2001: 113). Por lo demás, en su estudio sobre la obra de Gioconda Belli, Mónica García Irles observa, en un apartado titulado «La decisión de Eva», que la autora utiliza los mitos bíblicos y, a semejanza de otras poetas de su generación, subvierte diversos referentes cristianos para defender la liberación de la mujer en los ámbitos político, social, familiar, amoroso, así como para reivindicar la igualdad de la mujer (2001: 77 y 92) —cuando no celebra a la Eva tentadora, ya no símbolo de pecado sino de una sensualidad sin complejos de culpa (88). Pero en esa nueva novela, parece que se solidariza con Eva ante todo por su anhelo de saber, es decir por una tentación existencial más que sensual.

2) El Mal, parte integrante del saber

El saber que consiguen Adán y Eva al comer la fruta vedada, radica en el descubrimiento de la sexualidad y de la muerte [2] pero ésta viene compensada por la eternidad del género humano, puesto que la “pro-creación” les permite a los mortales proseguir la Creación, escribir la Historia. Siendo inseparables el saber y el sufrir, la fruta del Árbol es también revelación del Mal. Este último forma parte integrante del conocimiento como comprenden Adán y Eva cuando descubren que la vida puede alimentarse de la muerte, que “hay que” matar para nutrirse.

No obstante, como les explica la Serpiente, «podrán recrear [la tierra], definir el Bien y el Mal como les parezca», y construir por sí solos una manera de vivir que les consuele de la muerte (128 y 202). Si lo logran… porque el hombre parece tan propenso a la construcción como a la destrucción, a juzgar por los inicios de la humanidad en los que se va a producir otra transgresión, el peor Mal, con el primer asesino y revelador de la muerte del hombre: Caín, el malquisto, que mata a Abel. ¿Hay que considerar aquel acto como una derrota del hombre, un efecto perverso de esa libertad concedida por Dios como un regalo envenenado? puesto que se suele decir que en cada hombre dormita un Caín. 

El saber no sólo es algo que se da de manera inmediata por medio de la fruta prohibida, es también un largo proceso, una lenta revelación favorecida por la observación de la naturaleza y por las intuiciones del cuerpo. Gioconda Belli permanece fiel a su concepción romántica del universo, a ese “antropocosmomorfismo” que asoma en la solidaridad casi carnal o la ósmosis entre lo humano y lo terrestre, como bien ilustran en sus varios escritos esas metáforas que revelan una geografía del cuerpo —descrito con términos propios del paisaje—, y el cuerpo de la geografía, recorrida con semas anatómicos.

Adán y Eva mantienen una relación sensual, íntima, con la naturaleza, por lo menos en el Jardín, antes de la Caída a un mundo inhóspito al que habrá que adaptarse.  Los elementos naturales les enseñan lo esencial: en el Paraíso, el agua —ya espejo del hombre en otras novelas— le proporciona a Eva la visión de la Historia como una incitación divina solapada a comer la fruta (34); y es un árbol el que les da a conocer el Bien y el Mal. No se ha de olvidar la ayuda de los animales, empezando por la Serpiente, a la que Gioconda Belli rehabilita en cierta manera. Ésta puede representar simbólicamente la conciencia, la interrogación del ser sobre sí mismo, y de hecho no deja de acompañar a Eva presa de dudas que metaforizan el diálogo del hombre consigo mismo, su debate interior ante cuestiones ontológicas. Además les regalará esa misma Serpiente el fuego que les permitirá sobrevivir después de ser despedidos del Paraíso.

También aprenderán de los animales: cómo cazar, cómo comer carne, lo que es el embarazo, el parto —que dará lugar a una gran reconciliación entre hombres y animales como en el Jardín—, cómo amamantar, en una palabra cómo vivir.
El propio cuerpo es asimismo un instrumento de percepción y de conocimiento del mundo: el saber pasa por el cuerpo —“se incorpora” por así decirlo. Éste viene relacionado dos veces con la transgresión, ya sea la que permite descubrir la sexualidad con Adán y Eva, ya sea la que hace incurrir en el incesto con Caín y Luluwa. Observamos que a diferencia de escritos anteriores donde se sacralizaba más bien el cuerpo, aquí la autora no vacila en presentarlo con sus aspectos más asquerosos, dolorosos, falibles, con pulsiones de muerte o deseos desviados, un cuerpo “humano” en suma, tan imperfecto como el ser.

Al revelar profundos antagonismos entre el hombre y la mujer en la manera como perciben el mundo y lo quieren construir, el cuerpo está vinculado con la problemática del Bien y del Mal. Ella, conectada a la tierra como un árbol sin raíces, trata de descifrar sus mensajes en una aprehensión sensitiva del mundo, busca lo que se podría transformar para serles útil, siembra frutas, es decir que quiere estar en armonía con la naturaleza, tomar el tiempo de comprenderla. Él, en cambio, más impaciente, está en la inmediatez, le interesa lo que produce recompensas y le proporciona la satisfacción de dominar, como la caza (178). Y es aquí donde estriba la más profunda y terminante dicotomía entre el hombre y la mujer según Eva, que asocia a ésta con la vida y a aquél con la muerte —no sin cierto maniqueísmo, puesto que hace falta un hombre para dar vida, y que la que comió primero la fruta “de la muerte” fue ella:

—Yo di vida, Adán. Él que empezó a matar fuiste tú.
—Para sobrevivir.
—No te culpo pero una vez que aceptamos que había que matar para sobrevivir permitimos que la necesidad dominara nuestra conciencia, admitimos la crueldad (224).

¿Necesidad versus ideal? En una suerte de duelo verbal, la obligación expresa, con una notable simetría, esa discrepancia: «Tendremos que matar» afirma Adán, a lo que contesta Eva: «No debes matar. Me lo dice todo el cuerpo». Pero el deber para Adán consiste en la supervivencia antes que en la ética defendida por Eva, cualquiera que sea el precio: «Sé que debemos comer» (109-112). Como observa Eva, quizá empiece así el Mal, cuando el hombre asume que tiene el derecho a matar para vivir en vez de hacer de la muerte una prohibición absoluta. Pero el Mal, consustancial al Bien, forma parte de la realidad humana. Y del mismo hombre. Lo que no excluye la posibilidad del Bien, lo que no impide buscar ese Bien que siempre parece estar más allá de la realidad, ese Bien que falta y, precisamente por eso, inducirá a la búsqueda.

3) Pese a la realidad del Mal… la búsqueda del Bien

La aspiración al Bien es tener en cuenta al otro, un otro al que cada uno necesita. El dolor de la incompletud favorece deseo, amor y solidaridad. El hombre de la Caída es un ser solo, que siente la falta de algo, es carencia de otro y por consiguiente llamada del otro. «Algo ganamos al perder la eternidad del Jardín. Amor, lo llamamos», les explica Eva a sus hijas (193). En El Laberinto de la soledad, Octavio Paz bien muestra cómo «La soledad es el fondo último de la condición humana. El hombre es el único ser que se siente solo y el único que es búsqueda de otro. Su naturaleza […] consiste en un aspirar a realizarse en otro» (Paz 1988: 175). La mujer alberga el deseo de sentir al hombre dentro de ella, y éste no quiere otro paraíso que estar con ella, leemos cuando Eva está embarazada (140), como si la mujer fuese el Jardín del hombre, su plenitud recobrada. Sentimiento amoroso y penetración sexual expresan ese deseo de simbiosis que experimenta la criatura desterrada del Paraíso, y que les permite «retornar a ser un solo cuerpo» (51), olvidar por un momento la soledad, vencerla o por lo menos compensarla.

Esa resurgencia del mito del Andrógino no es nueva en la obra de Gioconda Belli, en la que los personajes buscan una unidad con el otro, tanto a nivel individual como social. Octavio Paz, otra vez: «El sentimiento de soledad, nostalgia de un cuerpo del que fuimos arrancados, es nostalgia de espacio. […] ese espacio no es otro que el centro del mundo, el “ombligo” del universo» (187). La obra de Gioconda Belli alude a esa búsqueda de un centro sagrado del que fuimos expulsados, con personajes deseosos de encontrar o de construir la utopía, siendo Waslala el mejor ejemplo.
El infinito en la palma de la mano entrega cierto mensaje de esperanza. Si bien se ha perdido la felicidad plácida del paraíso, el hombre mortal tiene a su alcance otra felicidad, más angustiada: la búsqueda, los desafíos, como se lo explica la Serpiente a Eva. La nostalgia del Paraíso será un formidable incentivo para tratar de recobrarlo, para volver al origen. La Serpiente invita a Eva a no perder la confianza en sus dones humanos para encontrar el camino:

El Mal, el Bien, todo lo que es y será en este planeta se origina aquí mismo: en ti, en tus hijos, en las generaciones que vendrán. El conocimiento y la libertad son dones que tú, Eva, usaste por primera vez y que tus descendientes tendrán que aprender a utilizar por sí mismos. […] La memoria del Paraíso nadará en su sangre y si logran comprender el juego de Elokim y no caer en las trampas que él mismo les tenderá, cerrarán los círculos del tiempo y reconocerán que el principio puede llegar a ser también el final. Para llegar allí nada tendrán sino la libertad y el conocimiento (201).

En las últimas líneas de la novela, Eva instiga a Aklia, gemela de Abel, a que recupere el Paraíso mientras ésta, muda después de la muerte de su hermano, involuciona hacia una forma de inocencia reuniéndose con simios para vivir con ellos —será ella la madre de la humanidad. La novela se cierra con la lluvia ¿como un símbolo de fertilidad porque la vida sigue? ¿o una lluvia que lo purifica todo antes de dar a luz un “nuevo mundo”?
¿Pero qué mundo es capaz de crear el hombre? Gioconda Belli, que dedica su libro a las víctimas de Irak, ha explicado ampliamente que cuando escribía esta novela leía las noticias de esa zonageográfica que la Biblia designa como la cuna del género humano pero que el hombre ha transformado en un mundo apocalíptico y, «cargada de ira y pena, luego había de imaginar el paraíso. Era una metáfora de la aspiración del sueño de la humanidad que nunca alcanzamos» (página web oficial).

Pese a tan amargas observaciones y aunque los últimos escritos revelan el desencanto de Gioconda Belli —pensamos en el poemario Fuego soy, apartado y espada puesta lejos (2007)—, podemos suponer que para ella permanece el reto, un rechazo heroico a la abdicación, ilustrado en Waslala por los versos del poeta británico lord Alfred Tennyson : «To strive, to seek, to find and not to yield. Luchar, buscar, encontrar y nunca cejar» (1996: 136). Aspirar a, creer en, ir en pos de, esforzarse por, tratar de…, tantas fórmulas de la no capitulación, cualquiera que sea el desenlace. Porque la voluntad supera al resultado como lo muestran, en Apogeo, los últimos versos de «Nieve y fuego con T.S. Eliot»:

El valor de la intención.
La lucha por recuperar lo que se ha perdido
lo que se perderá una y otra vez,
sin que, tal vez, se pierda o se gane.
La voluntad es lo que cuenta.
Lo demás no es asunto nuestro (1997: 65).

Cierto es que Gioconda Belli escribió esas palabras optimistas hace ya varios años, cuando estaba menos desilusionada, pero el solo hecho de proponernos hoy esta novela y de darle este título que proviene del primer cuarteto del poema de William Blake, «Augurios de Inocencia», ya parece en sí una señal de que la fe no se ha extinguido, de que sigue existiendo cierta confianza:

Para ver el mundo en un grano de arena
Y el cielo en una flor silvestre
Guarda el infinito en la palma de tu mano
Y la eternidad en una hora.

En esta fábula mítica, muy poética y “realista”, el hombre sobre el que reflexiona Gioconda Belli, no se sitúa “más allá del Bien y del Mal”, como hubiera dicho Nietszche, sino constantemente entre esas dos nociones, ante ese dilema que tiene que resolver. Mal que bien. Si Gioconda Belli admite y deplora la progresión del Mal, sigue anhelando el Bien, contra viento y marea. Porque el ser humano, supremo valor —y en este sentido, Bien en sí—, merece todos los combates, aunque perdidos de antemano; merece, pese a todos los fracasos, todas las esperanzas. Merece que cada uno use su libertad para que el Bien siempre procure triunfar del Mal.

Strasbourg II-Francia


Notas :

[1] En la tercera novela de Gioconda Belli, historia de una utopía, leemos en efecto : «Es común a toda nuestra especie. Alguien nos creó y nos abandonó en este Universo. Todos somos seres sin padre ni madre. Viajeros hacia quién sabe dónde» (301).
           
[2] Gioconda Belli —que se inspira en versiones arcaicas donde aparecen también Luluwa y Aklia, hermanas gemelas de Caín y Abel respectivamente— narra otra desobediencia vinculada con el sexo: la relación incestuosa entre los dos primeros mellizos debida a la atracción del primer sacrificador por su gemela, que hace que no puedan aceptar el mandamiento de Dios según el cual Luluwa tiene que procrear con Abel.


Bibliographie :

BELLI, Gioconda (2008), El infinito en la palma de la mano, Editorial Seix Barral, Barcelona.
BELLI, Gioconda (2007), Fuego soy, apartado y espada puesta lejos, Ediciones Visor Libros, Madrid. XXVIII Premio Ciudad de Melilla 2006.
BELLI, Gioconda (2001), El país bajo mi piel. Memorias de amor y guerra, Plaza & Janés Editores, Barcelona.
BELLI, Gioconda (1997), Apogeo, Anamá Ediciones Centroamericanas, Managua.
BELLI, Gioconda (1996), Waslala, Emecé Editores, Barcelona.
BELLI, Gioconda (1992), El Ojo de la Mujer, Prólogo de José Coronel Urtecho, Volumen CCXCI de la Colección Visor de Poesía, Ediciones Visor Libros, Madrid (6a ed. 2001).
BELLI, Gioconda (1991), Sofía de los presagios, Txalaparta, Tafalla (6a ed. 1996).
BELLI, Gioconda, Página web oficial:
http://www.giocondabelli.com/
GARCÍA IRLES, Mónica (2001), Recuperación mítica y mestizaje cultural en la obra de Gioconda Belli, Cuadernos de América sin nombre n°5, Universidad de Alicante.
FREUD, Sigmund (1999), Tótem y tabú, Alianza Editorial, Madrid.
KIERKEGAARD, Sören (2007), El concepto de angustia, Alianza Editorial, Madrid.
PAZ, Octavio (1988), El Laberinto de la soledad, Colección Popular n° 107, Fondo de Cultura Económica, Madrid.
SARTRE, Jean-Paul (2005), El ser y la nada, Editorial Losada, Buenos Aires.
SARTRE, Jean-Paul (2007), El existencialismo es un humanismo, Editorial Edhasa, Barcelona.

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Francia, 1970. Es profesora titular de la Universidad de Estrasburgo. Sus investigaciones versan sobre la literatura latinoamericana, más precisamente las novelas nicaragüenses. Ha coordinado varias monografías y publicó Les romans nicaraguayens : entre désillusion et éthique (1990-2014) (L’Harmattan, 2018), un estudio de un centenar de novelas nicaragüenses, y Las formas de la pesadilla. Poder, ética y sentido en 24 novelas nicaragüenses (1998-2019) (Pergamino, 2023) con un prólogo de Erick Aguirre.