El Leproso
1 febrero, 2007
“Quiere más látigo
Daddy Yankee
te lo doy rápido
a encontrar el veneno de mi ácido”
I
Chávez estacionó el carro blanco frente a la tienda en donde de muchacho aprendió a fumar como chimenea con los amigos, todos sentados en la grada de concreto gris, porfiando en loterías que nunca les tocó. Los asistentes al coro pararon las orejas y se fijaron en el tipo, blanco fácil para desbaratarlo. Buena camisa, buen pantalón, e hizo el teatro de meter los brazos en las mangas holgadas de la chumpa abombada para estirarse como gato negro de panadería, luego se sacudió el polvo de las patas y aguardó a que los jóvenes desocupados hilvanaran los cabos sueltos y lo reconocieran por el físico, porque en otros tiempos había sido estrella del baloncesto escolar y era rubio, de piel clara, con el remolino aplacado en la mollera (su talón de Aquiles) y bien alimentado, porque llevaba años cocinándose los huevos fritos en aceite sin colesterol, y todavía tenía las manos más grandes de toda la colonia. Cabal para agarrar la pelota de un solo, pensaba el cura español que llegó joven al país, creyendo en Dios y en el deporte, costumbres que luego perdió cuando se volvió un viejo cascarrabias, sin sotana y olvidado de los votos originales. El pelo se le había oscurecido y el cuerpo estirado, y del cincho salía la prominente barriga de cerveza, porque ya no hacía ejercicio, pero no había perdido la mirada torva de todos los que nacimos en el asentamiento, ni el dejo de tristeza que es nuestra cicatriz, la que no se borra con detergente en polvo ni con la muerte, porque la llevamos atragantada en la piel desde el bautismo, porque en ninguna parte del mundo, ni en la clínica más avezada en revolver genealogías modificando narices y protuberancias, podrían matarnos la identidad.
El Canche Chávez dejó el carro sin llave, con las maletas a la vista en la cajuela, para que todos se fijaran que no tenía miedo ni eran necesarias las precauciones, y fue directo a saludar a la dueña de la tienda, para hacerle entrega formal de una cucharita dorada, de esas que venden los coreanos en cualquier tienda de recuerdos en Los Ángeles.
—Para que siempre me recuerde, Doña Mary —dijo como despidiéndose.
A la mujer casi se le salen las lágrimas de alegría por el regalo inesperado y al reconocer detrás de la piel nueva, al mismo muchacho de antes. Al canchito que en los mejores tiempos acostumbraba pasar todas las tardes por allí, gastando o pidiendo fiado.
—¡Estás más bello que nunca!
Chávez fue a darle un abrazo pero se lo impidió la reja, y entonces deslizó los brazos entre los barrotes, imitándola a ella. Ambos sintieron la rigidez del hierro frío entre sus cuerpos. El sentimiento era bueno, pero no tanto como para descuidar la venta de chicles, aguas gaseosas y pan dulce, porque quitar el candado le hubiera llevado tiempo, amén de quedarse por un instante a expensas de los mañosos.
—Porque la vida en La Bethania ya no es como en tus tiempos, Canchito , hoy día quien se descuida un ratito resulta embarazada.
Se rió mostrando los dientes con la corona de oro que se hizo gracias a la argolla del marido difunto, que mandó a fundir cuando don Chepe se rindió en la penitenciaría ante una infección que no pudieron controlar los antibióticos.
—Pareciera que ahora es usted quien está en la cárcel, Doña Mary.
—Todos lo estamos, muchacho.
Eso ya hacía una primera gran diferencia con la ciudad que Chávez abandonó diez años atrás, cuando entre todos protegían su propiedad. Luego llegaron desterrados los cheros de Soyapango, hordas de salvadoreños con el lujo de las lágrimas tatuadas en las mejillas, que buscaron acomodo en las colonias de la zona 7, aprendieron a pronunciar el idioma chapín y tras algunas semanas todo se hizo una revolución. Ahora el robo ya no tiene límites, y los vecinos estaban envueltos en guerra contra la gente de las demás colonias. Hasta Doña Mary vivía entre rejas y pagaba todas las semanas el impuesto de protección a un radiopatrullero uniformado de la Policía Nacional, de bigote y kepis, porque ya sólo quien paga puntual puede sentirse seguro en los negocios.
—Aquí ya se rumoraba que te habías olvidado de nosotros y que andabas con el pelo lacio destilando agua oxigenada. ¡Pero qué me alegra verte tan igual!
Y con un movimiento de mano y un chasquido, la reina brindó cigarrillos a la concurrencia.
—Porque yo ya no tomo —le explicó.
Brindaron prendiéndole fuego al tabaco, luego de distribuir entre jóvenes y adultos las unidades sueltas, revueltos los Casino mentolados, con los Payasos sin filtro y los Plaza De Luxe. Rápido se agrupó un reguero de niños desnutridos y feos, cuidadores de carros y corredores de electrizado, con los rastros indelebles en las facciones de los barrancos, saltadores de ríos de drenaje a flor de tierra y hábiles para encaramarse en los pocos palos vivos que se yerguen en los alrededores.
—Conozcan a Chávez —anunció la tiendera como en el circo, sacando provecho publicitario, porque frente a ellos estaba de pie, en carne y hueso, la leyenda viviente haciéndole la visita.
Los muchachos sabían de quién se trataba, porque las campanas ya habían repicado fuerte. El Canche Chávez fue uno de los pocos que se atrevieron a marcharse en el momento justo, dejó a sus mujeres sin importarle porque él tenía derecho a algo mejor, pero nunca las olvidó y les fue construyendo la casa de dos pisos, con balcón a la calle para lanzar cómodamente las cáscaras de banano y los pañales desechables, y mes a mes envió sin falta el giro postal más codiciado de la cuadra. Una bendición, decía la madre persignándose cada vez que regresaba del correo, pero triste porque nunca había cartas ni postales ni fotos para mostrarlo encaramado en un yate, por ejemplo. Una década después, los allí presentes estaban presenciando su retorno en carro, vestido con ropa delicada, lleno de regalos en el equipaje. El ejemplo, sí señor, y ya todos los jóvenes querían irse y todos los viejos esperaban que los suyos hicieran lo mismo. Los cuidacarros se ofrecieron para cargar las dos valijas que pesaban una tonelada, y las fueron arrastrando detrás suyo. Otros se quedaron lustrando el autito, para que brillara como un espejo, pensando que ahora ya tendrían taxi para ir los domingos a ver los animales al zoológico La Aurora, a notar cómo se ponen de inquietos los elefantes cuando se elevan los aviones ruidosos que parten a cada rato hacia el Norte.
—Algún día yo también seré como usted —fue a decirle un chiquito, con la convicción de que cualquiera puede tocar las estrellas si logra empinarse a tiempo.
El cortejo alegre se multiplicó en el camino, tres cuadras en subida, con gradas en las vueltas, y media cuadra a la derecha. Allí estaba reluciendo la casa de dos niveles, con la fachada cubierta de cerámica de colores, en la parte de abajo el diseño era de trébol verde sobre fondo gris, y a partir de donde se les terminó el saldo adquirido siguieron con los bocadillos anaranjados. Una manera hábil para no tener que gastar en pintura todos los años, y alegre, para diferenciarse del color gris del block desnudo que empleaban los pobres. El Canche quería sorprender a las mujeres explicándoles luego, en privado, que a partir de ese momento el hijo varón estaba de vuelta en el hogar, de manera permanente, y ahora sí tendrían quien viera por ellas. Fue recibido como héroe. Pero al estar muy cerca mejor midió su propio entusiasmo, se ablandó por el remordimiento, los intestinos se le revolvieron al recordar las palabras recriminadoras de la madre diez años atrás, cuando él le avisó que se marchaba para toda la vida. «Ahora sí nos vas a hacer un daño irreparable», le había escupido ella enfadada, sin perder el control ni rogarle que reconsiderara su decisión, porque la debilidad mata de hambre. No lo acompañaron al aeropuerto ni le quisieron decir adiós en persona, porque sentían como si él les estuviera echando tierra encima con las patas traseras, enterrándolas prematuramente. Fueron los amigos los que llegaron a traerlo, el Doctor Sócrates a la cabeza, y lo ayudaron con el maletín, se montaron en un microbús que los llevó al Centro y en un bus para la zona trece, a la Terminal aérea La Aurora, donde lo miraron pasar ya bastante inquieto entre los agentes de migración, aguantándose el arrebato, despidiéndose a lo lejos, agitando la mano, antes de saltar al muelle y meterse en el barco. Cuando el avión se elevó y pasó por encima de la ciudad tronando, los amigos volvieron muy tristes a La Bethania, como cuando se regresa de un funeral donde el muerto es el vivo, y ellos, los melancólicos, los que habían perdido. Porque esa despedida por aire no estaba en el destino de los demás, como sí los esperaba a todos la calavera. El único que desde ese instante empezó a planear su partida fue el Doctor Sócrates, quien al abrazar al amigo para despedirlo le dijo al oído, bajito para que no escucharan los demás, que no se fuera a olvidar de él, que apenas pudiera le tirara la punta de una soga con un boleto amarrado. Y Chávez le había jurado en voz alta que por supuesto, que no tuviera duda, porque ellos no eran amigos sino hermanos.
Al llegar a la vivienda de los azulejos media colonia ya estaba aglomerada en la banqueta, mientras que los de más confianza se habían apretado en la cocina para poner en antecedentes a las dos mujeres. Ellas no parecían comprender ni creían nada al vocerío desordenado. La madre se asomó a la puerta de calle secándose las palmas de las manos en el delantal, sin demostrar emoción alguna, con el aliento normal y la carraspera constante de gato que siempre la caracterizó, con ese ronroneo de garganta que le descomponía el sueño a Chávez. Se le aproximó al extraño ya informada y lo olfateó como perro, luego de una pausa lo abrazó por si las dudas pero con desconfianza, porque todavía no estaba muy convencida.
—Bienvenido seas —le dijo frente a la concurrencia, pero dudando de su identidad y del parentesco.
La concurrencia estaba conmovida, siendo testigos de cómo aquella mujer envejecida a costa de subir y bajar las gradas de la colonia al Periférico, le palpó los brazos y la cara, lentamente, como si fuera ciega, no para acariciarlo sino para identificarlo. La turba la obligó a retroceder, porque todos querían abrazar al Canche , porque era de ellas como de ellos, el muchacho era el ejemplo del vecindario, los hizo felices cuando encestaba desde la media cancha del Palacio de los Deportes, y luego mandando a arreglar la casa más bella de los alrededores, y admiraban la puntualidad de sus envíos de remesas, más puntual que el Gobierno en el pago de los sueldos a los maestros.
La mujer se dio la vuelta y fue a alertar a Nelly, la hija, hablándole al oído, para que tuviera cuidado con el intruso, porque aunque se parecía tanto al Canche , también podría ser otro, porque estaba muy cambiado. Las mujeres mayores se vuelven desconfiadas con el tiempo, porque Guatemala ya no es la de antes, hoy mandas el reloj antiguo que vale una fortuna a reparar y te devuelven uno nuevo, barnizado y nítido, que vale menos. Los mecánicos cambian las piezas buenas del carro por otras ya usadas. No se puede enviar a lavado las sábanas porque regresan encogidas y de calidad inferior el hilo. En los bancos les cambian en segundos la libreta de ahorro por otra donde hay menos dinero. Y de la misma manera, puede llegar un día un extraño a cualquier casa fingiendo ser de la familia, el hijo que un día se esfumó, y en la noche degüella a las mujeres y niños, quizá para robar o por la necesidad del morbo.
—Sí es él, madre —afirmó en voz alta la joven hermana ilusionada, para que fuera feliz y no frenara el júbilo.
Les hicieron espacio para que se reencontraran y guardaron silencio mientras a unos metros de distancia los vecinos prendieron una ametralladora de cohetes que explotaron como en día de Corpus Christi. Chávez quiso aclararle a la madre que su aparente diferencia física se debía a la edad, al tiempo perdido, a los devaneos de la vida. Pero en público no hay que repartir miserias y los invitados no tenían por qué participar de la infamia, aunque es bien sabido que las mujeres luego de cierta edad se vuelven locas de remate. Dejaron aplazada la sinceridad para el rato íntimo, para el momento de las justificaciones, para cuando se desnudara y les abriera el corazón y les explicara su derrota. Porque había decidido que ya no soportaba la vida sin el ruido de los carros que pasan por el Periférico, porque le hacía falta el murmullo de su calle, saludar a tanta gente conocida, andar pululando en montones por todas partes, encaramarse en buses y atropellar los cuerpos livianos de mujeres indefensas, aprovecharse en el apretacanuto de las tres filas para frotar su cuerpo con el de bellas desconocidas, y, por supuesto, tenía sed por todos los viernes y sábados que se había perdido en las abarroterías y cantinas, y ahora que estaba de regreso quería vivir según su destino, entre los suyos y en la misma cuadra donde le tocó nacer. Se imaginó a las dos mujeres escuchando atentas, con la boca abierta. Les confesaría la verdad de lo que había sido su vida en Los Ángeles, con la marca indeleble a pesar del pelo rubio, vigilado de noche y de día, entre una multitud que se comunicaba en un lenguaje distinto. Llevaba planeado arrodillarse frente a las dos, la madre encogida y la hermana que ya no era la niñita de las fotos, sino una mujer chiquita y de piel morena, orgullosa y presumida en la colonia por su culpa.
—Aquí les traigo un regalo para que se alegren —les dijo muy seguro de su éxito y sin equivocarse.
En la caja pelada iba el mini DVD, para ver películas pirata con los audífonos puestos sin molestar a nadie. La joven hermana recibió encantada el aparato, sin hacer caso a los gruñidos de la madre rumiando que ese aparato no les serviría de mucho, pensando en el consumo de la electricidad, y porque era sabia y lo que un día es fiesta al siguiente es motivo de envidia para los vecinos.
—Es lo más útil del mundo —dijo la hermana abrazada al pequeño aparato platinado, encantada con el obsequio.
Los espectadores estaban anonadados, sin intervenir ni dejarse ver. Unos de acuerdo, otros que no comprendían para qué servía el aparato. La madre aguantó la bulla hasta cuando el hijo mostró el vestido verde de tirantes que le había escogido de regalo, porque a ella le disgustaba que todos vieran sus cosas, y se retiró hacia la cocina. Ella supuso que con tanta exhibición de cosas se estaban ganando el odio.
—Ese vestido me queda mejor a mí —dijo la hermana apropiándose del obsequio.
El retorno intempestivo de Chávez les acarrearía desgracias, pensó la mujer, quien para detener la Navidad fue a buscar al recién nacido, y lo sacó a la puerta de calle para poner al tanto a Chávez de los acontecimientos. El Canche se quedó tieso, sin habla, y no se atrevió a extender los brazos para cargar a la criatura.
Los espectadores comprendieron que había llegado el momento oportuno para servir los frijoles colados en el plato plástico, el vaso de horchata o la taza de café ralo al lado, y las tortillas para arrastrar el alimento y chuparse los dedos cada quien en su respectivo hogar. Doña Mary mandó a regalar cuatro onzas de queso duro y una bolsa de crema, para que Chávez espolvoreara el banquete y bañara el pan con crema. Se despidieron con las lágrimas contenidas y calabaza, calabaza. Algunos recordaron la tarde no tan lejana cuando el Doctor Sócrates regresó a contar que el avión había despegado sin problemas, y que el Canche le había prometido llevárselo con él apenas pudiera. La madre no quiso ponerle tanta atención y lo despidió tajante, porque ya iba de salida, y se llevó a la criatura al cine Lido para alegrarla, porque aunque ellas querían a Chávez más que a nadie en el mundo, él las había tirado y dejado a su suerte, porque se estaba yendo el único hombre de la casa, como se van todos los hombres.
—El rencor se pasa poco a poco, como se traga el migajón del pan —le dijo la joven hermana para calmarlo.
Nelly sí estaba feliz, prendida a las prendas nuevas como chinche, esperando que se le pasara a la piel un tanto de ese raro y delicioso perfume venido del extranjero, antes de que se esfumara de gastado. El niño en la cuna no se parecía a nadie conocido. Nelly entraba por un lado y lo atraía, salía, de paso se le quedaba mirando a los ojos y le decía que estaban muy felices de tenerlo de vuelta.
—Aquí todos hablan de ti y nos envidian.
Chávez agachó la cabeza y se miró los zapatos tenis albos, sin lavar, jamás antes les había tenido que aplicar la pasta blanqueadora con el signo del león de cuatro patas, alas y que echa fuego por la boca. La casa olía a cocina, a chocolate hirviendo, a pan dulce. Los ojos de la madre de piedra sonriendo en una esquina. En la calle ya estarían esperándolo los amigos para celebrar el acontecimiento. El suelo de cemento gris, no como en sus tiempos, cuando era pura tierra machucada. Bajó la mirada y se fijó nuevamente en sus zapatos limpios y cómodos, un lujo de tela que pronto se tornarían de color café. «Es la patria», pensó. Respiró profundo y fue a buscar a los amigos, porque esa tarde los necesitaba como agua de mayo.