El más noble de los reproches

1 agosto, 2010

«Teniendo en cuenta que los cambios sociales requieren tiempo, y que las influencias liberadoras sólo fermentan en la conciencia de cada individuo, y que los mejores logros se transmiten por herencia, no imagino mejor tarea que ponerse a preparar con tiempo la celebración del tercer centenario de las independencias americanas», invita el editor y periodista español Basilio Baltazar (1955), en este texto presentado en el Encuentro sobre los Bicentenarios, organizado por la Cátedra Julio Cortázar en Casa de América, Madrid, y en el que comparte un borrador de «guía para los nuevos perplejos», para que así «los españoles tengan algo que decir en el futuro, para que exista la posibilidad del proyecto americano, para que integrados en un impulso común podamos compartir la sensación de que sabemos a dónde vamos».


Es curioso comprobar cómo se consolida la tendencia cultural y política más destacada de nuestro tiempo: cuánto más atrás dejamos una época, más urgente nos parece solventar la injusticia y más intolerable la indulgencia que pudimos tolerar.

El desarrollo de la ciencia jurídica y la nueva legislación internacional de los Derechos Humanos pertenecen a ese movimiento universal de empatía que da forma a nuestro mundo. Cuando contemplamos el modo en que la generación de nuestros padres olvidaba lo que no quería recordar (el Holocausto, la Guerra de Argelia, la deportación de huérfanos ingleses a Australia…), cuando constatamos la frialdad con que se sobornaba al amargo complejo de culpa, más asombroso nos resulta el ímpetu de nuestra época.

Da la impresión de que nos pareciera urgente cancelar todas las deudas y resolver la retribución pendiente antes de agotarse un plazo que, por lo demás, nos resulta desconocido.

La historia de los agravios es una historia interminable y la huella de los españoles en América, una corriente literaria inevitablemente barroca. Pues lo que no puede ser dicho, quiere ser contado. Y lo que ha sido olvidado, anhela ser proclamado. Y lo que pasó desapercibido, reclama ser ensalzado. Y lo que fue despreciado, espera ser admirado.

Ha llegado, pues, la hora de saberlo todo. La hora de decir lo que prefería no ser dicho y la hora de contar lo que no podía ser contado. Es la hora de interrogarnos, de emplazarnos. Y la concelebración de los bicentenarios parece una buena oportunidad para recordar la verdad de las cosas que pasaron cuando nosotros no estábamos aquí.

Lo primero que debemos constatar es que la insurrección americana coincide con el comienzo de la guerra civil española. Unos tuvieron el Siglo de las Luces, nosotros, el largo Siglo de las Balas. Desde 1808 hasta hace muy poco, como quién dice, no hemos hecho otra cosa. Carlistas, golpistas, curas trabucaires, motines y revueltas… Exentos del trabajo que lleva gobernar a las colonias, los españoles se vieron con las manos libres para liarse a guantazos. Nada les gusta más.

En 1808 las tropas francesas de Napoleón, que llevaban en la alforja de sus caballos el equipaje de la Modernidad, se encontraron con el único levantamiento europeo popular anti moderno. Y esta rebelión pasa a la historia como una hazaña épica nacional reiteradamente festejada.

En 1823, apenas 15 años después, las tropas francesas de la Santa Alianza, los llamados Cien Mil Hijos de San Luis, entran en España para derrotar al gobierno liberal y restaurar el absolutismo de Fernando VII. Nadie lo recuerda.

En estos dos episodios queda resumido el sentido de nuestra pugna histórica: el arraigo popular de la reacción anti moderna y la airada hostilidad anti liberal. Los patriotas no se levantan contra las tropas extranjeras sino contra el bagaje que transportan sus soldados. El pueblo español rechaza las ideas de la Ilustración y se reconforta con las ideas del absolutismo.

Agitados por la desconocida fuerza que nos perturba, azuzados por el insaciable enojo con nosotros mismos, airados y furiosos a causa del perpetuo pleito español, nada sabemos hacer mejor: perpetuar el conflicto que nos enemista con la Edad de la Razón.

Pero ahí está América: para recordarnos quiénes somos. O mejor aún: para recordarnos quiénes no hemos conseguido ser.

La crónica de los excesos cometidos en América puede leerse como el inventario de un pasado extinguido, como una deuda siempre a punto de cancelarse, como la causa de un discurso carente de mejores causas. La literatura organiza el proteico yo americano de los españoles y relata la efervescente dispersión con que todo sucede en ese siglo sin tiempo que es la torturada ansiedad española. Bartolomé de las Casas y la inquisición, Bolívar y Miranda, el cura Hidalgo y los cristeros, Fidel Castro y Allende, los sandinistas y los zapatistas, los tupamaros y los montoneros, los guerrilleros y los militares, Evo, Chaves y Calderón, la coca y los narcos, Santa Evita y Guadalupe, la plata de Potosí y el oro del Dorado, reverberan en nuestra conciencia como el testimonio de lo que no supimos hacer en América.

Sea cual sea el motivo de agravio que un rencoroso pudiera atesorar contra España, que lo sepa ahora: no es nada comparado con el más noble de los reproches. El más justo, el más severo, el único reproche cuya verdadera razón de ser permanece inalterable.

Lo que merece ser reprochado no es lo que España hizo en América, sino precisamente lo que España no supo hacer en América.

¿Y qué terrible afrenta vale la pena recordar hoy? Los ilustrados americanos esperaban que España se convirtiera en la puerta abierta de la Modernidad, que España supiera dar forma al luminoso espíritu del Renacimiento, a la revuelta protestante, al genio filosófico, al espíritu de la Ilustración, al insurgente afán de la ciencia, al ingenio industrial, a la reforma de las leyes, al anhelo por refundar una y otra vez las dimensiones del mundo, a liberar el talento individual, a diseminar el germen de la empecinada creatividad histórica. América esperaba que España consumara los episodios de una Historia insurgente, urgente, decisiva para afrontar el futuro.

Los ilustrados americanos esperaban que de las Cortes de Cádiz brotara esa potencia fundadora que nos había hablado a través de Tomás Moro, Erasmo, Descartes, Spinoza, Diderot, Voltaire, Kant…

Pero en vez de proclamar la mayoría de edad del hombre que aprende a pensar por cuenta propia, en lugar de fundar y consolidar las instituciones de la Razón, las Cortes de Cádiz declararon en el preámbulo de su Constitución que «España es y será perpetuamente católica».

Podrían haberse forjado en aquél momento las herramientas de la modernidad, pero el simulacro español se deslizó hacia la más triste de las derrotas.

Lo pasado, pasado está. Y bien está que los muertos entierren a sus muertos. Pero recordemos que sigue vigente la más justa de las reclamaciones: la que se dedica a España, echándole en cara no lo que hizo, sino lo que no sabe hacer.

Lo revelador de nuestro fracaso en América es que a pesar del tiempo transcurrido, la decepción está viva a ambos lados del Atlántico: no sabemos manejar la Modernidad y esta falta de destreza nos despoja del único instrumento cultural, político, económico, institucional y religioso necesario para administrar el presente y encarar el futuro.

Un país que ha dejado pasar de largo las grandes citas de la Historia ¿cómo podrá dar consejos a los demás? Para hacernos una idea del errático destino español en América, les propongo un escueto ejercicio de imaginación:

¿Qué haría Francia si en América Latina se hablara francés?

¿Cómo serían los museos etnográficos abiertos en Paris con las colecciones de los tule, los tikuna, los tumaco, los huicholes? Y las colecciones de arte olmeca ¿en qué espléndido boulevard se mostrarían al público? Por no hablar de la puesta en valor que harían los arqueólogos con sus descubrimientos. ¿Y el aimará y el quechua? ¿Cuántos antropólogos y lingüistas no habrían adquirido fama mundial investigando el tesoro de las lenguas americanas? Y las universidades ¿a cuántos expertos americanos no licenciarían cada año? Y las élites ¿cuántas condecoraciones no se habrían dispensado para fortificar la alianza política, económica y militar?

Debemos hacer este ejercicio de imaginación si queremos entender los museos que no existen en Madrid.

Por incómodo que pueda resultar este balance, no queda más remedio que mirar de frente a la verdad de las cosas que ocurrieron cuando nosotros no estábamos aquí. ¿Para qué vamos a engañarnos? ¿Para qué enredar más nuestra confusa retórica? ¿Para qué buscar en el desván esencias imaginarias o fórmulas magistrales que no sirven de nada desde hace mucho tiempo?

En el caso de que América siguiera interesada en España, lo único que podría servirle de algo es una España moderna. Una España que haya asumido la tarea pendiente, tantas veces postergada, de encontrarse y fundirse con la Modernidad. Sólo una España alumbrada por la invención europea, una España reinventada, tendrá, finalmente, algo que decir. Y mucho que hacer.

Teniendo en cuenta que los cambios sociales requieren tiempo, y que las influencias liberadoras sólo fermentan en la conciencia de cada individuo, y que los mejores logros se transmiten por herencia, no imagino mejor tarea que ponerse a preparar con tiempo la celebración del tercer centenario de las independencias americanas.

Como no podemos exigir a los americanos que hagan lo que no supimos hacer nosotros, y desde luego no podemos esperar que lo hagan por nosotros, la posibilidad de nuestra alianza política, económica y cultural igualitaria, dependerá de que los españoles sepamos convertirnos.

Lo digo así, conversión, en lugar de transformación, pues no de otra cosa se trata. Es una conversión lo que debemos consumar si queremos liberarnos de nuestro pasado anti moderno.

Las instituciones ilustradas –El Estado de los tres poderes y todo lo que conlleva- son entidades inservibles cuando están en las manos incorrectas. No sirven de nada y de ningún modo podrán cumplir la misión para la que fueron inventadas.

Estamos viviendo perturbaciones tan profundas que debemos remontarnos a los orígenes del pensamiento moderno si queremos superar la oscura confrontación que se avecina. Sin la fuerza espiritual que surge del corazón del individuo libre y responsable, no habrá modo de afrontar el cambio de paradigma al que nos vemos abocados. La inteligencia, determinación, aliento y certidumbre que exigen estos tiempos no tiene nada que ver con la ignorancia y altanería de los furiosos. Todo ese mal genio chulesco del que tan orgullosos se muestran algunos, no servirá de nada.

Para que los españoles tengan algo que decir en el futuro, para que exista la posibilidad del proyecto americano, para que integrados en un impulso común podamos compartir la sensación de que sabemos a dónde vamos, nos hace falta un decálogo urgente, una guía para los nuevos perplejos, un zohar de meditaciones más profundas.

  1. En primer lugar, ser un hugonote del siglo XXI: cobijar la certeza de llevar en el alma la única razón de ser. Repudiar el corporativismo tribal y sus consuelos.
  2. Ejercitarse con Montaigne en el escepticismo pirrónico y disolver las pasiones doctrinales.
  3. Imitar la ironía volteriana y remontarse hasta Sócrates para adquirir la maestría de una sonrisa demoledora.
  4. Adquirir algo de la flema británica y emular su elipsis narrativa. Evitar la ansiedad del decir y sustituirla por la habilidad del mostrar.
  5. Elaborar una y otra vez el librepensamiento kantiano y olvidar el sermón de los predicadores.
  6. Practicar la esgrima de la controversia sin la pretensión de vencer.
  7. Propiciar con alegría la disidencia y obligarse a impugnar el hábito de la obediencia.
  8. Renunciar a cambiar el mundo y a cambio asumir la responsabilidad de administrarlo.
  9. Restaurar el prestigio del dinero y dejar sin efecto el prejuicio católico.
  10. Mostrarse dispuesto a admirar ante todo una cosa: la aristocracia de la inteligencia.

La práctica de este decálogo orientará a los perplejos, convencerá a los incrédulos, sosegará a los inquietos, regocijará a los enfadados, hará sonreír a los malhumorados, animará a los perezosos, avergonzará a los prepotentes, dará reposo a los cansados, hará llorar a los arrogantes… en suma: convertirá… a los españoles.

Madrid, Casa de América, 20 de mayo 2010.

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Palma de Mallorca, España, 1955.
Es editor y periodista. En 1986 fundó la revista literaria Bitzoc y la revista de arte y arquitectura Gala. Fue director editorial de Seix Barral desde dónde reanudó la convocatoria del Premio Biblioteca Breve. En el año 2000 creó el Premio a la Crítica Literaria.

Entre 1989 y 1996 dirigió un programa de exposiciones y ediciones dedicado al arte de las sociedades sin escritura (Cultures del Món. Art i antropología). Fue patrono fundador de la fundación musical Área de Creación Acústica, patrono en la Fundación Pilar y Joan Miró, director de la Fundación Bartolomé March, vicepresidente de la Fundación Yannick y Ben Jakober. Dirigió el periódico El Día del Mundo.

Es editor de El Boomeran(g). Entre 2005 y 2008 ha sido Director de Relaciones Institucionales del Grupo Prisa y director de La Oficina del Autor. En la actualidad es director de la Fundación Santillana.

Este texto fue presentado por el autor en el Encuentro sobre los Bicentenarios, organizado por la Cátedra Julio Cortázar en Casa de América, Madrid, en mayo del presente año.