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El mejor safari

1 agosto, 2014

La escritora Nadine Gordimer falleció el pasado 13 de julio a los 90 años de edad. La gran autora sudafricana será recordada por haber luchado durante toda su vida contra el régimen del apartheid, el régimen de segregación racial vigente en su país durante 44 años, además de ser una defensora de la tolerancia y un ejemplo de la literatura comprometida que ella pedía a sus colegas. En 1991 se convirtió en la séptima mujer en ganar el Premio Nobel de literatura. Con este cuento que publicamos, Carátula recuerda a esta ejemplar escritora.


Aquella noche nuestra madre fue a la tienda y no regresó. Nunca. ¿Qué había pasado? No lo sé. También mi padre se había marchado un día para nunca regresar; pero es que él fue a la guerra. Donde nosotros estábamos también había guerra, pero éramos pequeños y, al igual que la abuela y el abuelo, no teníamos armas. Aquellos contra quienes mi padre luchaba -los bandidos, los llama nuestro gobierno- irrumpían en el lugar donde vivíamos y nosotros huíamos de ellos como gallinas perseguidas por perros. No sabíamos adónde ir. Nuestra madre fue a la tienda porque decían que se podía comprar aceite para cocinar. Nos alegró porque hacía mucho que no probábamos el aceite. Puede que comprase aceite y que alguien la atacase en la oscuridad y le quitase aquel aceite. Puede que se topase con los bandidos. Si te encuentras con ellos, te matan. En dos ocasiones entraron en nuestro pueblo y corrimos a ocultarnos en el bosque, y cuando se hubieron marchado regresamos y descubrimos que se lo habían llevado todo. Pero la tercera vez que vinieron no quedaba nada que pudieran llevarse, ni aceite ni comida, así que le prendieron fuego a la paja y los techos de nuestras casas se hundieron. Mi madre encontró unas chapas de hojalata y las pusimos para cubrir parte de la casa. La esperamos allí la noche que no regresó.

Nos daba pánico salir, incluso para hacer nuestras cosas, porque sí que habían llegado los bandidos; no a nuestra casa -sin techo debía de parecer que no había nadie, que todos se habían ido-, pero sí al pueblo. Oíamos que la gente gritaba y corría. Nos daba miedo incluso correr, sin que nuestra madre nos dijese hacia dónde. Yo soy la segunda, la chica, y mi hermanito se agarraba a mi estómago, rodeándome el cuello con los brazos y la cintura con las piernas, igual que un monito a su madre. Mi hermano mayor se pasó toda la noche con un trozo de madera astillada en la mano, parte de uno de los palos que sostenían la casa y se habían quemado; era para defenderse si los bandidos lo encontraban.

Nos quedamos allí todo el día. Aguardándola. No sé que día era; en nuestro pueblo ya no había escuela ni iglesia, así que no sabíamos si era domingo o lunes.

Al ponerse el sol, llegaron la abuela y el abuelo. Alguien del pueblo les había dicho que los niños estábamos solos; nuestra madre no había regresado. Digo «abuela» antes que «abuelo» porque es así: nuestra abuela es alta y fuerte, y aún no es vieja, y nuestro abuelo es bajito, apenas se le ve en sus holgados pantalones, sonríe pero no ha oído lo que le dices, y lleva el pelo que parece lleno de restos de jabón, La abuela nos llevó -a mí, al chiquitín, a mi hermano mayor y al abuelo- a su casa y todos teníamos miedo (salvo el chiquitín, que iba dormido en la espalda de la abuela) de encontrarnos a los bandidos por el camino. Estuvimos esperando mucho tiempo en casa de la abuela. Puede que un mes. Teníamos hambre. Nuestra madre nunca regresó. Durante el tiempo que estuvimos esperando que viniese a buscarnos, la abuela no pudo darnos comida, no tenía comida para el abuelo ni para ella. Una mujer que tenía leche en los pechos nos dio un poco para mi hermanito, aunque él en casa comía gachas, igual que nosotros. La abuela nos llevó a buscar espinacas silvestres, pero toda la gente del pueblo hacía lo mismo y no quedaba ni una hoja.

El abuelo, aunque se quedaba un poquito atrás, salió a pie con unos jóvenes a buscar a nuestra madre, pero no la encontró. Nuestra abuela lloró con otras mujeres y yo canté los himnos con ellas. Trajeron un poco de comida -alubias- pero al cabo de dos días nos quedamos otra vez sin nada. El abuelo tuvo tres ovejas y una vaca y un huerto, pero ya hacía mucho tiempo que los bandidos le habían quitado las ovejas y la vaca, porque ellos también pasaban hambre; y al llegar la época de la siembra el abuelo se había quedado sin semillas que sembrar.

Así que decidieron -nuestra abuela, porque el abuelo hizo unos ruiditos, balanceándose, pero ella no le prestó atención- que nos marchásemos. Mis hermanos y yo nos alegramos. Queríamos irnos de allí donde ya no estaba nuestra madre y donde pasábamos hambre. Queríamos ir a donde no hubiese bandidos y hubiese comida. Era estupendo pensar que tenía que haber un lugar semejante lejos de allí.

La abuela dio su ropa de ir a la iglesia a una persona a cambio de maíz seco, que hirvió y envolvió en un trapo. Nos llevamos el maíz al marcharnos y ella creyó que podríamos encontrar agua en algún río, pero no dimos con ningún río y pasamos tanta sed que tuvimos que regresar. No hasta casa de los abuelos, sino hasta un pueblo donde había bomba de agua. Ella destapó la cesta donde llevaba ropa y el maíz y vendió sus zapatos para comprar un bidón grande agua. Yo dije: Gogo, ¿cómo vas a ir a la iglesia ahora si no llevas siquiera zapatos?, pero ella dijo que el viaje era largo y llevábamos demasiado peso. En aquel pueblo encontramos a otra gente que también se marchaba. Nos unimos a ellos porque parecían saber mejor que nosotros dónde estaba aquello.

Para llegar allí teníamos que cruzar el Parque Kruger. Habíamos oído hablar del Parque Kruger como de un país entero lleno de animales: elefantes, leones chacales, hienas, hipopótamos, cocodrilos, toda clase de animales. En nuestro país teníamos algunos iguales, antes de la guerra (la abuela lo recuerda, mis hermanos y yo no habíamos nacido), pero los bandidos matan a los elefantes y venden los colmillos, y los bandidos y nuestros soldados se han comido toda la caza. En nuestro pueblo había un hombre sin piernas: un cocodrilo se las arrancó en nuestro río; pero a pesar de ello nuestro país es un país de personas y no de animales. Habíamos oído hablar del Parque Kruger porque algunos de nuestros hombres iban a trabajar allí, a unos sitios donde acudían los blancos de visita y para ver los animales.

Así que reemprendimos el viaje. Había mujeres, y otras niñas como yo que tenían que llevar a los pequeños a cuestas cuando las mujeres se cansaban. Un hombre nos guió hasta el Parque Kruger. Es que aún no llegamos, es que aún no llegamos, no paraba yo de preguntarle a la abuela. Todavía no, decía el hombre, cuando ella se lo preguntaba por mí. Él nos explicó que tendríamos que dar un gran rodeo siguiendo la cerca, que nos mataría, nos dijo, achicharrándonos la piel en cuanto la tocásemos, igual que los cables de lo alto de los postes que llevan la luz eléctrica a nuestras ciudades. Yo ya he visto ese dibujo de una cabeza sin ojos ni piel ni pelo, en una caja de hierro del hospital de la Misión que teníamos antes de que lo volasen.

Al preguntar otra vez, dijeron que llevábamos una hora caminando por el Parque Kruger. Pero tenía el mismo aspecto que el chaparral por donde caminamos todo el día, y no habíamos visto más animales que monos y pájaros como los que hay donde vivimos, y una tortuga que, como es natural, no pudo escapar de nosotros. Mi hermano mayor y los otros chicos se la trajeron al hombre para matarla, guisarla y comérnosla. El hombre la dejó libre porque dijo que no podíamos encender fuego; que mientras estuviésemos en el Parque no deberíamos encender fuego porque el humo indicaría que estábamos allí. La policía y los guardas vendrían y nos obligarían a volver por donde habíamos venido. Dijo que teníamos que ir de un lado a otro como los animales entre animales, lejos de las carreteras, lejos de los campamentos de los blancos. Y justo en aquel momento oí, estoy segura de que fui la primera en oírlo, un crujir de ramas y el sonido de algo que se abría paso entre la hierba, y casi chillé porque creí que era la policía, los guardas (con quienes él nos dijo que tuviésemos cuidado) que habían dado con nosotros. Y era un elefante, y otro elefante, y más elefantes, grandes manchas oscuras que se movían por dondequiera que mirases entre los árboles. Arrollaban la trompa en las hojas rojas de los árboles de mopane y se las embutían en la boca. Los elefantitos se pegaban a sus madres. Los que ya eran un poco mayores peleaban entre sí igual que mi hermano mayor con sus amigos, pero con la trompa en lugar de con los brazos. Yo los observaba con tal interés que me olvidé de que tenía miedo. El hombre nos dijo que permaneciésemos quietos y en silencio mientras los elefantes pasaban. Pasaron muy lentamente, porque los elefantes son demasiado grandes para necesitar huir de nadie.

Los gamos corrían ante nosotros. Saltaban tan alto que parecían volar. Los facóqueros se paraban en seco al oírnos, y se alejaban zigzagueando como solía hacerlo un chico de nuestro pueblo con la bicicleta que su padre trajo de las minas. Seguimos a los animales hasta donde bebían. Cuando se marchaban íbamos a sus pozas. Nunca pasábamos sed porque encontrábamos agua, pero los animales comían, comían constantemente. Siempre que los veías estaban comiendo hierba, árboles, raíces. Y no había nada para nosotros. El maíz se nos había terminado. Lo único que podíamos comer era lo que comían los babuinos, pequeños higos resecos llenos de hormigas, que crecen en las ramas de los árboles junto a los ríos. Era duro ser como animales.

Cuando hacía mucho calor, durante el día encontrábamos leones echados y durmiendo. Eran del color de la hierba y no los descubríamos a primera vista, aunque el hombre sí, y nos hacía retroceder y dar un largo rodeo para no pasar por donde dormían. Yo quería echarme como los leones. Mi hermanito estaba adelgazando pero pesaba mucho. Cuando la abuela me buscaba, para cargármelo a la espalda, yo intentaba escabullirme. Mi hermano mayor dejó de hablar; y cuando descansábamos tenían que zarandearle para que se volviese a levantar, como si ahora fuese igual que el abuelo, que no oía. Vi que la abuela tenía la cara llena de moscas y que no se las espantaba; me asusté. Cogí una hoja de palmera y se las quité.

Caminábamos de día y de noche. Veíamos los fuegos donde los blancos cocinaban en los campamentos y olíamos el humo y la comida. Mirábamos las hienas, que iban agachadas como si sintiesen vergüenza, deslizarse por el chaparral siguiendo aquel olor. Si una de ellas volvía la cabeza, le veías unos ojos grandes y brillantes, como los nuestros cuando nos mirábamos unos a otros en la oscuridad. El viento traía voces en nuestra lengua desde los cercados donde viven quienes trabajan en los campamentos. Una de las mujeres que iba con nosotros quería ir a verlos por la noche y pedirles que nos ayudasen. Pueden darnos la comida de los cubos de basura, dijo, y empezó a lamentarse y la abuela tuvo que agarrarla y taparle la boca con la mano. El hombre que nos guiaba nos había dicho que debíamos rehuir a aquellos de los nuestros que trabajaban en el Parque Kruger; si nos ayudaban, perderían su trabajo. Si nos veían, todo lo que podían hacer era fingir que no éramos nosotros, que lo que habían visto eran animales.

A veces nos deteníamos a dormir un poco durante la noche. Dormíamos muy juntos. No sé que noche fue (porque caminábamos y caminábamos siempre y a todas horas) pero una vez oímos que los leones estaban muy cerca. Sus rugidos no eran como los que se oían desde lejos. Jadeaban como nosotros al correr, aunque es un jadeo diferente: se nota que no corren, que acechan por allí cerca. Nos apretábamos unos contra otros, unos encima de otros, y los de los lados intentaban refugiarse en el centro, donde estaba yo. Me aplastaron contra una mujer que olía mal porque tenía miedo, pero me alegré de poder agarrarme fuertemente a ella. Rogué a Dios que hiciera que los leones cogieran a alguien de los lados y se marcharan. Cerré los ojos para no ver el árbol desde donde cualquier león podía saltar y caerme justo encima. En lugar del león saltó el hombre que nos guiaba; puesto en pie, comenzó a golpear el árbol con una rama seca. Nos había enseñado a no hacer nunca ruido, pero él gritaba. Gritaba a los leones como solía hacerlo un borracho de nuestro pueblo, que le gritaba al aire. Los leones se retiraron. Los oímos rugir, devolviéndole los gritos desde lejos.

Estábamos cansados, cansadísimos. Mi hermano mayor y el hombre tenían que aupar al abuelo y pasarlo de piedra en piedra allí donde encontrábamos vados para cruzar los ríos. La abuela es fuerte, pero le sangraban los pies. Ya no podíamos seguir llevando las cestas en la cabeza, no podíamos cargar con nada, excepto mi hermanito. Dejamos nuestras cosas bajo un arbusto. Con tirar de nuestros cuerpos hasta allí ya será mucho, dijo la abuela. Luego comimos frutos silvestres que en el pueblo no conocíamos y tuvimos retortijones. Estábamos entre la hierba que llaman elefante porque es casi tan alta como un elefante, aquel día que nos dieron los dolores, y el abuelo no podía agacharse allí delante de todos como mi hermanito, y se fue un poco más allá para hacerlo a solas. Nosotros teníamos que seguir, no paraba de decirnos el hombre que nos guiaba, no podíamos retrasarnos, pero le pedimos que aguardase al abuelo.

Así que todos aguardaron a que el abuelo nos alcanzase. Pero no nos alcanzó. Era en pleno día; los insectos zumbaban en nuestros oídos y no lo oímos moverse entre la hierba. No podíamos verle porque la hierba era muy alta y él muy bajito. Pero debía de andar por allí, metido en sus holgados pantalones y en la camisa rasgada que la abuela no le pudo coser porque no tenía hilo. Sabíamos que no podía estar lejos porque era débil y lento. Fuimos todos a buscarle, pero en grupos, no fuese que también nosotros nos perdiésemos de vista entre la hierba. Esta se nos metía en los ojos y en la nariz. Continuábamos llamando al abuelo, pero el zumbido de los insectos debió de llenar el pequeño espacio que le quedaba para oír en las orejas. Miramos y miramos, pero no dábamos con él. Estuvimos entre aquella hierba tan alta toda la noche. En sueños, me lo encontré acurrucado en un espacio que había apisonado con los pies, igual que hacen los antílopes para ocultar sus crías.

Al despertarme seguía sin aparecer. Así que continuamos buscando, y para entonces vimos senderos que habíamos abierto de tanto pasar entre la hierba, y sería fácil para él encontrarnos si nosotros no le encontrábamos. Todo aquel día no hicimos más que quedarnos sentados y aguardar. Todo está muy tranquilo cuando tienes el sol encima de la cabeza, dentro de la cabeza, aunque te acuestes como los animales, bajo los árboles. Yo me tendí boca arriba y vi esos feos pájaros de pico ganchudo y cuello desnudo volando en círculo por encima de nosotros. Habíamos pasado muchas veces por delante de ellos mientras descarnaban huesos de animales muertos, de los que no quedaba nada que pudiésemos comer también nosotros. Ronda tras ronda, elevándose y descendiendo y de nuevo elevándose. Veía sus cabezas asomar por todos lados. Volando en círculo sin parar. Noté que la abuela, quieta allí sentada con mi hermanito en su regazo, también los veía.

Por la tarde, el hombre que nos guiaba se acercó a la abuela y le dijo que los demás debían continuar. Le dijo que si sus hijos no comían, morirían pronto.

La abuela no dijo nada.

Le traeré agua antes de marcharnos, dijo él.

La abuela nos miró, a mí, a mi hermano mayor y a mi hermanito, que estaba en su regazo. Nosotros observábamos cómo los demás se levantaban para marcharse. Yo no podía creer que la hierba se vaciaría en todo el derredor, donde ellos habían estado. Que nos quedaríamos solos en aquel lugar, el Parque Kruger: la policía o los animales darían con nosotros. Me saltaron lágrimas de los ojos y de la nariz y me cayeron en las manos, pero la abuela no hizo caso. Se levantó, con los pies separados tal como los pone para izar un haz de leña, allá en casa, en nuestro pueblo; se colgó a mi hermanito a la espalda y lo ató con su vestido (la parte de arriba se le había desgarrado y llevaba sus grandes pechos al aire, pero no había nada en ellos para él). Y dijo entonces: Vamos.

Así que dejamos el lugar de la hierba alta. Lo dejamos atrás. Fuimos con los demás y con el hombre que nos guiaba. Emprendimos la marcha, otra vez.

Hay una tienda muy grande, más grande que una iglesia o una escuela, sujeta al suelo. No podía imaginar que aquello fuese lo que era, al llegar allá lejos. Vi una cosa parecida la vez que nuestra madre nos llevó a la ciudad porque se enteró de que nuestros soldados estaban allí y quería preguntarles si sabían donde estaba nuestro padre. En aquella tienda la gente cantaba y rezaba. Esta es azul y blanca como aquella pero no es para rezar y cantar; vivimos en ella con muchos otros que han llegado de nuestra tierra. La hermana de la clínica dice que somos doscientos sin contar los bebés; han nacido algunos por el camino a través del Parque Kruger.

Dentro, está oscuro incluso cuando luce el sol, y es como una especie de pueblo. En lugar de casas, cada familia tiene unos espacios separados por sacos o cartones de cajas -lo que encontremos- para que las demás familias sepan que es tu espacio y que no deben entrar aunque no haya puerta ni ventanas ni techumbres, de manera que si estás de pie y no eres una niña pequeña puedes ver el interior de la casa de todo el mundo. Algunos incluso han hecho pintura con piedras del suelo y han dibujado cosas en los sacos.

Pero sí que hay un techo de verdad: la tienda es el techo, alto, muy alto. Como el cielo. Como una montaña, y nosotros estamos dentro de ella; por las grietas bajan caminos de polvo, tan prietos que parece que se pudiera trepar por ellos. La tienda no deja entrar el agua por arriba, pero entra por los lados y por las callecitas que separan nuestros espacios (solo puede pasar por ellas una persona cada vez) y los pequeños como mi hermanito juegan con el barro. Hay que saltar por encima de ellos para pasar. Mi hermanito no juega. La abuela lo lleva a la clínica cuando viene el médico el lunes. La hermana dice que le pasa algo en la cabeza, y cree que es porque no teníamos bastante comida en casa. Por la guerra. Porque nuestro padre no estaba. Y porque luego había pasado mucha hambre en el Parque Kruger. Solo quiere estar todo el día encima de la abuela, en su regazo o pegado a ella, y no hace más que mirarnos y mirarnos. Quiere pedir algo pero se nota que no puede. Si le hago cosquillas solo sonríe un poquito. En la clínica nos dan un polvo especial para hacerle gachas y puede que un día se ponga bien.

Cuando llegamos estábamos con él, mi hermano mayor y yo. Casi no me acuerdo. Los vecinos del pueblo que está cerca de la tienda nos llevaron a la clínica, donde tienes que firmar que has llegado, desde muy lejos, por el Parque Kruger. Nos sentamos en la hierba y todo estaba embarrado. Había una hermana muy guapa con el pelo muy estirado y unos bonitos zapatos de tacón alto, que nos trajo el polvo especial. Nos dijo que teníamos que mezclarlo con agua y beberlo despacio. Nosotros rasgamos los paquetes con los dientes y lamimos todo el polvo; a mí se me quedó pegado en la boca y me chupé los labios y los dedos. Otros niños que hicieron el viaje con nosotros vomitaron. Pero yo solo notaba que todo se removía dentro de mi estómago, y que lo que me había tragado bajaba y se me arrollaba como una serpiente, y me dio un hipo muy fuerte. Otra hermana nos dijo que nos pusiésemos en fila en el porche de la clínica pero no pudimos. Nos quedamos todos por allí sentados, cayendo unos sobre otros; las hermanas nos ayudaron a todos a levantarnos cogiéndonos del brazo y luego nos clavaron una aguja. Con otras agujas nos sacaron la sangre y la metieron en unas botellitas. Era contra la enfermedad, pero yo no lo comprendía, y cada vez que cerraba los ojos me figuraba que aún caminaba, y que la hierba era alta, y veía a los elefantes, y no sabía que estábamos allá lejos.

Pero la abuela aún era fuerte, todavía podía tenerse en pie, y como sabe escribir firmó por nosotros. La abuela nos consiguió este espacio en la tienda junto a uno de los lados; es el mejor sitio porque, aunque entre agua cuando llueve, podemos levantar la lona cuando hace buen tiempo y nos da el sol, y se van los olores de la tienda. La abuela conoce aquí a una mujer que le enseñó dónde hay buena hierba para hacer esteras para dormir, y la abuela nos las hizo. Una vez al mes llega a la clínica el camión de la comida. La abuela va con una de las tarjetas que firmó y cuando le hacen el agujero nos dan un saco de maíz. Hay carretillas para llevarlo a la tienda; mi hermano mayor lo carga por ella, y luego él y los otros chicos hacen carreras con las carretillas vacías hasta la clínica. A veces tiene suerte y un hombre que ha comprado cerveza en el pueblo le da dinero para que la transporte; aunque esto no está permitido, porque hay que devolver las carretillas enseguida a las hermanas. Él se compra un refresco y me da un trago si le pillo. Otra vez al mes, la iglesia deja un montón de ropa vieja en el patio de la clínica. La abuela tiene otra tarjeta para que le hagan el agujero, y entonces podemos elegir algo: yo tengo dos vestidos, dos pantalones y un suéter, así que puedo ir a la escuela.

Los del pueblo nos dejan ir a su escuela. Me sorprendió que hablasen nuestra lengua. La abuela me dijo: Por eso nos dejan estar en su tienda. Hace mucho tiempo, en tiempos de nuestros padres, no había la cerca que mata, no estaba el Parque Kruger entre ellos y nosotros, y éramos todos un solo pueblo bajo nuestro propio rey, desde el hogar de donde nos marchamos hasta este sitio adonde hemos llegado.

Llevamos ya mucho tiempo en la tienda (yo he cumplido once años y mi hermanito tiene casi tres, aunque es muy pequeño, solo tiene grande la cabeza, y aún no está del todo bien) y han cavado por todo el derredor y han plantado alubias y trigo y berzas. Los ancianos entretejen ramas para vallar sus jardines. No está permitido que nadie vaya a buscar trabajo en las ciudades, pero algunas mujeres lo han encontrado en el pueblo y pueden comprar cosas. La abuela, como todavía está fuerte, consigue trabajo donde la gente construye casas; porque en este lugar la gente construye bonitas casas con ladrillos y cemento, y no con barro como las que teníamos en nuestro pueblo. La abuela acarrea ladrillos para ellos y cestas de piedra en la cabeza. Así que tiene dinero para comprar azúcar y té y leche y jabón. El almacén le ha regalado un calendario que ella ha colgado en la lona de nuestra tienda. Voy muy bien en la escuela, y ella guardó los papeles de los anuncios que la gente tira al salir de comprar en el almacén y me forró los libros. A mi hermano mayor y a mí nos manda hacer los deberes todas las tardes antes de que oscurezca, porque no hay sitio más que para estar echados, muy juntos, como hacíamos en el Parque Kruger, aquí en nuestro espacio de la tienda, y las velas son caras. La abuela todavía no ha podido comprarse un par de zapatos para ir a la iglesia, pero nos ha comprado zapatos negros de colegiales y betún para lustrarlos a mi hermano mayo y a mí. Todas las mañanas, al levantarnos, los chiquitines lloran, la gente se empuja frente a los grifos de afuera y algunos niños ya rebañan los restos de gachas pegados en las ollas de las que comimos por la noche y mi hermano mayor y yo nos lustramos los zapatos. La abuela nos hace sentar en las esteras con las piernas estiradas para ver bien los zapatos y asegurarse de que los hemos hecho como es debido. Nadie más en la tienda tiene auténticos zapatos de colegial. Al mirar a los demás es como si estuviésemos otra vez en una verdadera casa, sin guerra, y no aquí lejos.

Llegaron unos blancos a tomarnos fotografías a los que vivimos en la tienda; dijeron que estaban haciendo una película, que es algo que nunca he visto pero sé lo que es. Una mujer blanca se metió en nuestro espacio y le hizo a la abuela unas preguntas que uno que entiende la lengua de la mujer blanca nos dijo en la nuestra.

¿Cuánto tiempo llevan viviendo de este modo?

¿Quiere decir aquí?, dijo la abuela. En esta tienda, dos años y un mes.

¿Y qué espera del futuro?

Nada. Estoy aquí.

¿Y para sus pequeños?

Quiero que aprendan para que puedan conseguir buenos empleos y dinero.

¿Confían en regresar a Mozambique, a su país?

No volveré.

¿Pero cuando termine la guerra… y no puedan quedarse aquí? ¿No desea volver a su hogar?

No me pareció que la abuela quisiera seguir hablando. No me pareció que fuese a contestar a la mujer blanca. La mujer blanca ladeó la cabeza y nos sonrió.

La abuela apartó la mirada de la mujer blanca y dijo: Ya no hay nada. No hay hogar.

¿Por qué dirá esto la abuela? ¿Por qué? Yo volveré. Yo volveré a través del Parque Kruger. Después de la guerra, cuando ya no queden más bandidos, quizá nuestra madre nos estará esperando. Y puede que cuando dejamos al abuelo solo se rezagase, que acabase por encontrar el camino, y fuese poquito a poco, a través del Parque Kruger, y esté también allí. Estarán en casa, y yo los recordaré.

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Springs, 1923 - Johannesburgo, 2014.
Narradora y ensayista sudafricana en lengua inglesa; fue la primera mujer africana que recibió el premio Nobel de Literatura, en 1991. Era hija de padres judíos, sionistas ambos, de origen ruso el padre e inglés la madre. Después de un período de aprendizaje autodidacta (causado por una misteriosa enfermedad que luego se reveló inexistente) y nutrido de copiosas lecturas, entre las que destacaban Chejov y Proust, estudió en la Universidad Witwatersrand de Johannesburgo, donde vivió siempre porque, como la propia Gordimer afirmaba, "en nuestra época son pocos los que pueden mantener el valor absoluto de un escritor sin referirse a un contexto de responsabilidad. El exilio como modalidad del genio ya no existe".

Por su obra literaria, que comprende numerosas novelas y colecciones de relatos, Nadine Gordimer es considerada, junto con J. M. Coetzee, la principal representante de la literatura sudafricana del siglo XX. Su presencia intelectual se repartió por igual entre su producción narrativa y su defensa incontestable de la libertad de la población negra, en abierta y beligerante oposición al régimen racista del apartheid. Esta situación fue en la obra de Gordimer materia narrativa.

Precisamente por este motivo varias obras suyas fueron prohibidas por las autoridades sudafricanas, como por ejemplo Ocasión de amar (1963) o El último burgués (1966). Su primera obra fue The Soft Voice of the Serpent (1953), una colección de relatos con la que iniciaba una andadura estética explicitada en estas palabras: "la poesía, la narrativa, la pintura, no provienen de los acontecimientos, sino de los ecos que suscitan".

Del mismo año data su primera novela, The Lying Days, de corte autobiográfico, aunque escrita en tercera persona; puede considerarse esta obra como un Bildungsroman, en donde la autora nos relata la historia de una muchacha que, crecida en una pequeña ciudad minera del Transvaal, se libera poco a poco de su entorno familiar para trasladarse a Johannesburgo, donde entra en contacto con el ambiente intelectual y liberal.

Siguieron a esta obra el volumen de relatos Six Feet of the Country (1956) y, en 1958, la novela A World of Strangers, que tiene por protagonista a una joven inglesa, Toby, que a su llegada a Sudáfrica descubre la desgarrada sociedad del apartheid. Toby conoce a un importante personaje de la comunidad negra, gracias al cual explora el universo de los negros. En 1960 Gordimer publicó el libro de relatos Friday's Footprint y la novela Ocasión de amar, historia de un amor imposible entre un pintor negro y una joven blanca; la narración nos llega filtrada a través de la conciencia de una mujer madura.

En 1965 vieron la luz los relatos de Not for Publication, y en 1966 la novela El último mundo burgués, en la que una mujer, Liz, después de recibir un telegrama en el que se le notifica el suicidio de su ex marido, narra, con la objetividad que la larga separación le ha proporcionado, fragmentos de aquella tortuosa relación condicionada por los acontecimientos políticos que sacuden la vida del país y que arrastran a las personas por sendas que no pueden elegir libremente. De una gran calidad estilística, esta novela es un acertado retrato de los conflictos raciales en el seno de la sociedad sudafricana a través de una trágica historia de amor.

De 1970 data A Guest of Honour, novela ambientada fuera de Sudáfrica y sin personajes sudafricanos. Nos cuenta las vicisitudes de un inglés que regresa, después de su liberación, a un país africano ex colonial; por esta obra Gordimer obtuvo el premio James Tait Black Memorial en 1971. En 1972 publicó un nuevo libro de cuentos, Livingstone's Companions, y un año después un conjunto de ensayos sobre la literatura escrita por sudafricanos negros, The black Interpreters.

Al año siguiente, 1974, publicó una de sus más importantes novelas ambientadas en Sudáfrica, con un protagonista afrikaaner, El conservador (The Conservationist), una historia árida que supone un paso adelante en el análisis de la decadencia y la muerte en la que se halla sumida la sociedad blanca; por esta novela recibió Gordimer el premio Booker británico. Vinieron después Some Monday for Sure (1976), libro de relatos; La hija de Burger (Burger's Daughter, 1979), extensa novela situada en el mundo de la ideología y la política, que articula la estructura del Bildungsroman con la temática civil; y A Soldier's Embrace (1980), antología de los más bellos cuentos escritos por Gordimer, caracterizados por su poder evocativo.

A medida que iba deteriorándose la situación en Sudáfrica, la literatura de Gordimer se hizo cada vez más comprometida y punzante. Producto de esta situación fue La gente de July (1981): Maureen y Bam Smales, contrarios al racismo y conscientes de la injusticia de sus privilegios, se han esforzado siempre por tratar con amabilidad a July, el criado negro que les sirve desde hace quince años. Cuando estallan las revueltas, los Smales se refugian en la aldea de July, dejando de ser sus amos para convertirse en sus huéspedes, o quizá, en sus prisioneros. En esta matizada novela no valen los estereotipos, ni los maniqueísmos; por esta obra Gordimer recibió el premio Grinzane Cavour.

Otra novela de esta misma época, Un capricho de la naturaleza (1987), está planteada con un cierto tono de relato picaresco contemporáneo. Su heroína es Hillela, hija de judíos; dotada de una particular moral forjada a partir de su experiencia en el movimiento de liberación sudafricano, asombra a los lectores como uno de los personajes más logrados de la narrativa de esta gran escritora.

A los últimos años de su producción pertenecen las novelas La historia de mi hijo (My Son's Story, 1990), que en parte supone un alejamiento de los rasgos más característicos de su obra, y Nadie que me acompañe (None to Accompany Me, 1994); los relatos de las colecciones publicadas en 1991, año en que fue galardonada con el Premio Nobel, Crimes of Conscience y Jump and Other Stories; y, por último, los libros The Essential Gesture: Writing, Politics and Places (1988) y Escribir y ser (Writing and Being, 1995). Cabe destacar también el volumen Conversations with Nadine Gordimer (1990), editado por Nancy Topping Bazin y Marilyn Dallman Seymour.