Ficción: El Miniaturista

1 abril, 2023

Escuchaba las gotas de lluvia bailando sobre el machimbrado. Esperaba a verlas caer por la cornisa. Caían en tiempo de tres cuartos. Formaban una red lumínica, una constelación en medio del anochecer que comenzaba a rayar.  La oscuridad vino como una premonición.

El sonido de un rayo hizo estremecer las paredes de madera, de donde pendían un centenar de filas y una infinidad de repisas. Ante los fenómenos meteorológicos de la misma categoría, las más perjudicadas tienden a ser viviendas como esta. Por su naturaleza sumamente volátil a los cambios de temperatura y las cargas eléctricas.

En el medio de dos colinas, donde se juntan el norte y el este, se levantan las paredes de la cabaña. Formando un rectángulo exacto de diez por seis metros. Allí, el miniaturista, inmune a cualquier otro tiempo verbal que no fuese el de la representación, había pasado sus últimos cuarenta y cinco años. 

Por fuera, las paredes eran del color de la madera, en el interior estaban recubiertas con papel tapiz de fondo turquesa oscuro y un estampado de estilo victoriano en color dorado que apenas se distinguía ante el resultado de los más desacreditados caprichos que la fragilidad de las miniaturas requiere. 

La vibración de las paredes hacía temblar las repisas. Sintió un sobresalto que pudo haber hecho estallar el corazón que hace años había sobrepasado el límite de lo obsesivo-compulsivo, y el de la cavidad torácica. 

Al volver la mirada se encontró con Napoleón rodando sobre el suelo.  El estrépito venido con la lluvia debió hacerle perder el equilibrio, tropezar y rodar hasta llegar allí. 

Su indignación fue más bien la de un padre culpable. Había un raspón blanco sobre el rostro, y al caerse había perdido la nariz. 

Observándolo detalladamente tomó consciencia, de la ridiculez que había sido pensar que estaría más seguro por fuera de la bóveda. Como si no fuese suficiente con haber vivido la devastación de su imperio y compartir la vitrina (un rectángulo de dos por cuatro centímetros y paredes de cristal que dejaban a plena vista el interior) con la santa madre Teresa de Calcuta, durante los cuatro años siguientes a su creación. Ahora, también se sumaba la mutilación a la lista de sus desgracias. 

Estaba seguro de que habría de buscar un lugar más seguro para él, luego de reparar la fisura. Así le costase modelar nuevamente el rostro, o el cráneo completo. 

Respiro con pesadez, dejó la figurilla en el taller y de regreso se dirigió hacia la cocina. Al cruzar el umbral de la puerta perdió la noción de lo que había venido a hacer. No pudo evitar pensar en Napoleón, y mirando su colección de vajillas de porcelana, se preguntaba, aún manipulado por la culpa, ¿por qué no habría podido quebrarse una de estas? 

A nadie le gusta un juego de té incompleto, y una taza agrietada es un detalle que no puede pasar desapercibido. Pero el accidente de Napoleón le indignaba profundamente. 

Tenía una fijación fatal por sus hombrecillos, como si al crearlos dejara grabados retazos de su ser.

Era un trabajo impecable, que podría llevarle semanas enteras, meses e incluso años. En ocasiones, los dejaba en el taller desnudos y desprovistos como el hombre al haber sido creado por los dioses en el momento en que se habían agotado todos los dones.

Empleaba la cerámica, el fuego y una utilería que ni las manos de un niño podría manipular con sutileza. 

En otra instancia empleó también madera, mármol o grava liquida. Pero la madurez artística se consolidaba con la serie de la que hacía parte Napoleón. Había descubierto la formula. 

Lo dejó reposar en el taller. Dejó el agua sobre la estufa (había venido a preparar café) y desfiló entre la orgía de repisas mientras analizaba el mejor lugar para resguardarlo una vez que terminara de trabajar sobre él. 

En la segunda fila más cercana al techo, adyacente a la entrada había un conjunto de viviendas amobladas a la medida de las necesidades y los excesos del más trivial de los agentes de bienes raíces. 

De inmediato, recordó, con la misma melancolía que le había dejado el accidente, un episodio de otra ocasión. Arrebatado por la misericordia quiso habitarlas con los personajes de un pueblo pobre. Pero descubrió que no estaban hechos con las mismas dimensiones. 

Ninguna de las cabañas, casas de campo o de los suburbios estaban hechas para ser habitadas. Eran replicas pequeñísimas pero acomodadas con toda la exquisitez que pudiese imaginarse. Si acaso podría introducir en alguna de ellas un niño solo. Pero sería un crimen contra la humanidad, que de momento no estaba dispuesto a cometer. 

Mientras tanto, en la cocina el agua hierve: seis centímetros cúbicos de agua hierven a una velocidad exorbitante a unos noventa y ocho grados de temperatura en una cacerola resultante de una aleación de metales que por el acabado parecería más bien de porcelana.

Napoleón aguardaba en el taller junto con los encabezados de los diarios de esta ultima semana que amenazaban con poner fin a todo antes de tiempo. Para esta fecha, al mismo tiempo en que oscurece, llueve a mares, el agua en la estufa comienza a evaporar y Napoleón demanda una reconstrucción, en la capital se levantan con un virtuosismo desapegado y critico las paredes de lo que, para la parte restante de la población va a representar una salvación de la actividad turística y financiera: El museo nacional de las miniaturas.

El miniaturista alberga un repertorio de diecisiete mil seiscientas cuarenta y tres réplicas mínimas de objetos convencionales, excluyendo a Napoleón. Tanto entre las fabricadas con su sangre, sudor y lágrimas como las traídas de los lugares más recónditos del mundo, que de no haber sido por las miniaturas ni se habría molestado en visitar. 

Si bien, ha sido un artista del silencio, del camuflaje, del bajo perfil. Para nadie es un secreto que el Estado que se ha encargado de llevar la modernidad hipotética a esta ciudad que hasta hace nada era una pradera, ha interrumpido hasta los límites de la vida privada. 

Desde antes de que la noticia empezara a circular en los diarios (su única oportunidad de contacto con el exterior) le habían puesto el radar encima. Nadie inicia un proyecto de estas dimensiones hasta tener seguro el material que se va a exhibir.

Una vez que el café esté listo, habrá de servirlo en el respectivo juego de porcelana para la ocasión, que para bien o para mal (lo terrible que nunca o casi nunca es para bien), conservaría todas sus piezas.

***

La casa de las miniaturas inició unos veinte o treinta años atrás. En una pequeña residencia que tenía lugar en una colonia de Barbados. Para la fecha contaba con unos dos mil ejemplares; figurillas humanas, en su mayoría. Pero también se encontraba uno que otro cachorro, o corderitos, criaturas sumamente domesticadas. 

Las figurillas estaban organizadas en unas ocho estanterías. Dispuestas estratégicamente y no con la continuidad casi invasiva que fueron adquiriendo conforme incrementaban en número. 

Todas las que formaban parte de la exhibición privada eran el intento de un coleccionista desesperado de reunir una obra. Sin embargo, el principal riesgo que corren los profesionales en libre ejercicio es esa pieza que está más allá de su alcance. 

Para ese primer repertorio, no había aparecido Napoleón. Pero la atención estaba dirigida a un pescador que aguardaba sobre el extremo vertiginoso de la repisa. Sentado en su barquito. Era de una estatura milimétrica, pero por el acabado del esculpido se podía diferenciar a la perfección los pliegues de color azul grave del traje, las solapas de la camisa, el gorrito, la expresión en el rostro. Para satisfacción de los curiosos, incluso se podía contar el número de vellos que componían las cejas y el bigote a cada lado. 

De la caña de pescar pendía un hilito dorado, que se desdibujaba a la altura de unas dos o tres repisas antes del suelo, decorado con unas pepitas de oro insertadas alrededor.

Pese al riesgo que representaba la ubicación poco estratégica del marinerito, no corrió con la misma suerte de Napoleón. Dio lo mejor de sí, cada día, desplazándose sin oponer resistencia con cada nuevo cargamento. Incluso cuando los anteriores fueron cediendo el turno al trabajo manual. 

Quizá Napoleón representaba la pieza imposible del miniaturista, la que veía quebrarse antes de haber alcanzado su fin. 

Las miniaturas humanas eran más que representaciones, o personajes icónicos. Se trataba de pequeños seres, recogidos en viajes y en importaciones. Sin embargo, estaban diseñados conforme a las labores indispensables al momento de mantener en pie una sociedad. 

Como el caso del circo, compuesto por un estimado de veinte personajes: entre hombres, mujeres y enanos, que fueron apareciendo de uno en uno, o en algunas ocasiones en triada. Aunque, con el paso del tiempo demandaron también de sus elefantes: uno de cada género, y de los leones. El miniaturista no pudo hacer otra cosa que complacerlos. 

Este grupo permanecía en fila frente a la carpa del circo, de acuerdo a su función, abriéndose a cada lado del maestro de ceremonias, el más pequeño de todos. Vestían trajes rojos en su mayoría. Los domadores de los leones llevaban camisa a rayas, en sentido vertical. Siguiendo este patrón de color, los trapecistas, llevaban traje completo desde la punta de los pies hasta el cuello. El único que salía de la serie era Risoretto, el payaso, que vestía una braga extravagante formada por retazos, minuciosamente trabajados en los enlaces de las costuras.

Con el paso del tiempo, sus personajes fueron volviéndose más osados, conformaban comunidades, ciudadanías. 

Los del sur nunca aprendieron a llevarse bien con los del norte, siempre fue necesario ubicarlos en polos distantes del aposento. Fueron creciendo en número, hasta llegar el momento en que la casa empezaba a quedarles pequeña. No quedaba otra opción que no fuese mudarse. Puede que la cabaña que encontraron entonces no fuese más grande, en cuando al área, en metros cuadrados. Pero formaba un rectángulo perfecto. 

Era la indicada para disponer las repisas sin interrupciones. Siempre pasaba, al momento de amoblar la vivienda de alguien como sala de miniaturas, que la repartición de las áreas internas, dejaba espacios irregulares que acababan desperdiciándose. La nueva cabaña no incluía habitaciones ni cuartos de estudio, ni baños que restaran espacios al área que requerían para la exposición. 

Más adelante habría que construir un taller, un área para la cocina, etc. Pero desde la primera vez que la vio, el miniaturista supo que era el lugar indicado.

Conforme los días fueron pasando y la colección fue creciendo, llegó a tomar consciencia de la ubicación que en primera estancia le pareció atractiva por el frío en invierno y por la irradiación solar en determinados momentos del día. En otros términos, representaba todas las ventajas del mundo. Era su guarida secreta. Sin ojos, sin curiosos, sin agentes gubernamentales. 

Digamos que el miniaturista llevaba los años de experiencia en el miniaturismo también como experto en el trato con ciertos agentes, amantes de lo desconocido. Y que, dicho sea de paso, desconocen de casi todo.

***

La lluvia no cesó ni un instante, y el miniaturista pasó la noche en vela, angustiado por la idea del museo de las miniaturas que empezaban a levantar en la ciudad. 

La angustia no era cuestión de que le robaran la clientela. Ya de por sí, nunca se permitió recibir visitas. Pero pensaba en que, en cualquier momento podrían sentirse tentados a echarle mano a sus miniaturas. 

Finalmente, por la mañana decidió ponerle fin. Iría a visitarlos, aunque todavía no fuese fecha para la apertura. 

***

 A las ocho treinta de la mañana consecutiva a una noche de insomnio, el miniaturista dejó sus cosas en orden. La cabaña estaba lista, tras un arranque matutino de limpieza, propio de los coleccionistas, y del afán por escapar del polvo, del deterioro, y en lo más profundo de los instintos, o de los impulsos que reinaban en su consciencia, también buscaba escapar de todo lo que le recordara a la vejez. 

Napoleón quedó en el paral, sobre su escritorio, con la nariz desfigurada. La llave del gas quedó cerrada, al igual que la de paso para el agua.  El pluviómetro indicaba que la humedad no sería un problema por el que habría de preocuparse en el transcurso del día. Las celosías quedaron a medio descubrir, y las ventanas apenas abiertas, para que adentro siguiera ventilándose, con el pasar de las horas. Serían por lo menos cuatro, antes de estar de vuelta, considerando las de camino, de ida y de vuelta, con sus paradas y sus imprevisibles. 

El miniaturista tomó sus cosas antes de salir. Empacó las escrituras de la cabaña en un maletín de cuerina color melaza, junto con la copia de la documentación del seguro para la cabaña y su patrimonio. Llevaba dinero apenas suficiente para los dos trenes y bocadillos en el camino. Pidiendo al cielo que el museo no hubiese declarado la entrada al publico y que no cobraran aranceles por la entrada. 

Antes de salir por la puerta principal, se detuvo, dirigió la vista hacia atrás, ensimismado con la obra que habría construido tras años y años de colección y de arte manual. Era un verdadero jardín, pensó. No se había alejado lo suficiente y desde allí, las figurillas se sumían en la densidad de la marea colectiva. 

Tuvo que hacer un sobreesfuerzo para aclarar la vista, se fijó las gafas de lectura, y aún así, la infinidad de figurillas se confundían entre luz, sombra, y color. Como una bola de plastilina en estado líquido, derramándose por las repisas. No supo que decir al despedirse. Ajustó la puerta y caminó hacia la estación de tren. Era una mañana amena, tranquila. El color del paisaje era algo totalmente distinto. El verde había recobrado toda la vivacidad de la primavera tras la tormenta de la noche anterior. 

Los caminos, sin asfaltar, habían quedado del todo limpios. Respiró profundo. Le tomó entre quince y veinticinco minutos de camino a pie llegar a la estación de tren. No la separaba una distancia significativa. Pero el cuerpo entumecido no hizo parecer las cosas tan sencillas como deberían haber sido. Tomaba demasiadas pausas, se cansaba. Parecía que sus ojos quedaron deslumbrados, y le costaba ajustarse a los cambios de luz. 

Habían pasado más de cuatro años desde la última vez que se había dirigido a la ciudad. Le atormentaba todo ese esfuerzo de ciudad modernizada por automatismo del que se hablaba en los diarios. Aún más, le desagradaba. Como el efecto que produce un plaguicida frente a una polilla atormentada por la luz. 

No demoró mucho en tomar el tren. Las vías y los vagones habían sido remodelados. Dejándole un sentido de extrañeza, de completo desconocimiento frente a lo desconocido. 

Parecía que la mejora había traspasado más allá de lo aparente. Invadiendo también hasta la maquinaria, o recortando el camino. En menos de media hora había llegado a su destino, estaba en el centro de la ciudad, y la campaña publicitaria que se expandía desde antes de llegar, resultó ser de gran ayuda para orientarse. 

Fueron otras cinco cuadras, de camino a pie, interrumpidas por la misma torpeza que había demorado el paseo de esta mañana. Había señales, luces de paso peatonal, un estacionamiento de al menos un kilómetro de diámetro ocupado apenas por unas diez grúas y máquinas de carga pesada. La acera había sido reconstruida por completa, y reemplazada por unas baldosas de una suerte de concreto tan blanquecino, tan pulido que a la distancia parecía mármol. 

Al traspasar la valla de entrada se encontró con un jardín tan genérico como era posible. Conformado por arbustos pequeños de buganvillas mutiladas hasta crear el efecto de jardín de conjunto residencial para pensionados o de centro comercial. 

Desde el centro se levantaba la edificación, inmensa, imponente. Inamovible. Tenía forma de veleta y al menos tres cuartas partes de cada pared estaba esculpida en vidrio transparente. Pero cromado con suma ligereza. La estructura de concreto era de color blanco. Y todavía no levantaban el cartel. Era el museo nacional de miniaturas. Una completa ironía. 

Buscó adentrarse desde una de las dos puertas frontales. Le prohibieron la entrada. 

El guardia de seguridad, con el trato diplomático más impostado, le pidió por favor acercarse a partir del próximo sábado, cuando sería la inauguración. 

La terquedad del miniaturista no hizo que fuese trabajo fácil. Exclamaba que le estaban confundiendo con un turista. Se quedó plantado en la entrada, esperando una respuesta que compensara el esfuerzo que le había tomado llegar hasta allí. 

En última instancia, el guardia de seguridad llamó a su supervisor. Se negó a venir a la primera vez alegando que ese era un trabajo del que habría podido encargarse en cuestión de segundos recurriendo a la fuerza bruta. Al llegar, se acercó al miniaturista, sin preguntarle ni quién era ni a qué venía. Le habló de la exposición que sería inaugurada de manera permanente en una semana. Para la fecha, no habían terminado de organizar una sección de máquinas de coser traídas desde Bogotá, era parte de una colección completa valiosa como el oro de El Dorado. 

El supervisor terminó enseñando los dientes con sutileza al miniaturista y le pidió por favor, volver el siguiente sábado. Lo estarían esperando. 

El miniaturista rodeó la edificación antes de volver a la estación de tren. No encargó ni café ni bocadillos. Seguía aturdido, no sabía qué pensar después de esto. 

O tal vez sí. Esto era obra de los inversionistas, envilecidos con todo el poder de corrupción que el dinero podía comprar. No tenían idea del trabajo que llevaba cada una de las figurillas que requerían para instalar en ese lugar.

Su sola presencia les intimidaba. Por eso no se atrevieron a dejarlo entrar. Aunado a que no se tomó ni la molestia de contarles quién era, y cuál era el resultado de años y años dedicado a un trabajo auténtico.

El resultado, era lo único que les interesaba, el proceso quedaba desplazado por la compra y venta. 

Se sentía profundamente ridiculizado, porque unas horas atrás había empacado las escrituras de su cabaña en el maletín. Como si por su desacertada cabeza se le hubiese cruzado la idea de que visitaría un lugar mejor para dejarlas. 

Al cabo de otros cuarenta y cinco minutos de camino en sentido contrario, incluyendo los del recorrido a pie, llegó de vuelta a casa, a donde pertenecía, y de donde nunca debió de haber salido. 

Con toda la rabia y la indignación que guardaba, supo reconocer que solo sería cuestión de tiempo hasta que los del Estado enfocaran su radar sobre él. No habría valido de nada hacer las cosas a su modo. Y muy en el fondo, le contentaba que los oficiales de seguridad lo recordasen como un viejo cascarrabias, antes que, como un viajero, un coleccionista o un hacedor de miniaturas. 

Al volver a casa se encontró con todo tal y como lo había dejado antes de salir, incluso Napoleón al que desde hace dos días le hacía falta una reconstrucción facial. 

La raspadura de color blanco entorpecía la uniformidad del tono ocre pastel del rostro. 

El miniaturista dejó hervir más agua para café sobre la estufa. Volvió al taller. Se sentó sobre su escritorio. Ajustó la mirilla sobre el ojo izquierdo para amplificar la visión, tomó las pinzas, el papel de lija. Suspiró, no tenía caso. Hacía falta reconstruir por completo el rostro. 

Conectó la lijadora automática. Era tan pequeña que parecía uno de los instrumentos empleados en la manicura rusa. Trabajó sobre la superficie. El material residual se esparcía en el viento, los trozos más enteros iban a dar al suelo formando un pequeño charco de limadura de cerámica. Modeló de nuevo el rostro, sobre la pieza base para el cráneo. Fue el producto de al menos dos intentos, para que la prótesis coincidiera con naturalidad sobre la pieza ya trabajada. 

Llevó al menos ocho horas, luego de que el material saliera del horno, esperar a que se secara, y fuese hora de aplicar el sellador para posteriormente aplicar las capas de pintura. 

Mientras esperaba revisó una y otra vez los papeles sobre el escritorio. Como siempre, los mismos encabezados, ninguno de ellos despertaba su interés. Hasta que se dejó vencer, quedándose dormido sobre su escritorio. 

Durante todo este tiempo la minúscula dosis de agua para el café seguía hirviendo sobre la estufa. Afuera, el sol desplegaba sus rayos sin piedad sobre la arboleda. 

Una vez que el agua había terminado de evaporarse, el fuego comenzó a fundir la aleación de metales de la cacerola, deformándola sin tregua hasta ahuecarla en el fondo. Cuando se encontró sin nada más para consumir, además de las brasas, buscó expandirse. Extendió sus brazos sobre la hornilla, la salida de oxígeno hasta llegar al mesón y al empotrado donde guardaba los juegos de vajilla. No le llevo mayor trabajo expandirse con la velocidad de un chisme mal intencionado, gracias a la dirección del viento y el grado de combustión de todos los materiales que encontraba a su paso. 

Gracias a la salida de oxígeno, la presión conseguía liberarse a medida que incendiaba todo lo que encontraba. En cuestión de minutos había desaparecido las estanterías traseras, sin deparar en el tiempo que había invertido el coleccionista en juntarlas. Pero sería solo cuestión de minutos hasta que el fuego remontara en sentido contrario, y conducido por la manguera llegara hasta el tanque de gas, produciendo un estallido capaz de borrar del mapa lo que para la fecha no había sido descubierto.

Antes de que el fuego tocara el taller, el miniaturista advirtió la oleada de calor, había una nube de humo negro sobre él, pero no había conseguido asfixiarlo. Tenía la vista nublada, los ojos llorosos y no conseguía respirar del todo. Estaba desconcertado, aún más que al regresar tras el episodio tan desagradable que había experimentado esta misma mañana en el museo. 

Antes de terminar de comprenderlo, habló el instinto de supervivencia. Abrió la ventana panorámica del taller, subió a una silla y en menos de un minuto estaba afuera. Había conseguido escapar. 

No dejaba de lamentarse, porque aun sin mayor idea de qué y cómo había empezado el infierno en el que la cabaña se había convertido, escapó, sin hacer siquiera el esfuerzo por salvar a sus miniaturas, a ninguna de ellas, ni a Napoleón, a quién aún le faltaba una o dos capas de pintura, además de los trazos finales sobre los párpados y el cabello. 

No encontró otra salida más que caminar, hasta alejarse. No apresuraba el paso. Era la única propiedad en kilómetros, y no sintió necesidad de alertar a nadie sobre lo sucedido. 

Caminó hasta el cansancio, y, finalmente, se sentó bajo la sombra de un árbol, desde allí contemplaba el espectáculo de las llamas devorando la cabaña, sin llegar a tocarlo. 

Observaba las llamas con el deseo tan profundo de que se expandieran por el camino que él había recorrido esta mañana, rodeando el juego de baraja china en el que habían convertido su ciudad, e instalándose, para finalizar el viaje en esa edificación, con explanada lo suficientemente grande como para hacer despegar un avión. 

Deseaba con el alma que las llamas acabaran también con ellos, reduciéndolos a cenizas junto con sus miniaturas sin alma, sin sentido del trabajo. No importaba si él tuviese que incinerarse también en el intento. 

Todo, todo se incendia y se reduce a cenizas. Algún día recobraremos las fuerzas para reconstruir una ciudad como la que había conocido, como la había soñado, sin espacio para él. 

Recobró el sentido cuando escuchó el estruendo de un relámpago, y después otro. Ya empezaba a oscurecer, esta vez, también, antes de la hora de costumbre. Cayó una gota de lluvia, y luego otra, otra, hasta que se juntaban en el mismo intervalo de tiempo, y era imposible contarlas. Al igual que las miniaturas. 

Se avecinaba una tormenta. Un completa extrañeza, para esta época del año. Lo único más fuerte que el fuego, que no se había extendido más allá de la parcela de la cabaña. 

El miniaturista se encogió bajo su árbol, escampándose de la lluvia, mientras se detenía a pensar dónde diablos pasaría la noche. 

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Nacida en la ciudad de Mérida-Venezuela. Ávida lectora y estudiante de Letras: mención Lengua y literatura hispanoamericana, en la Universidad de los Andes. Autora del relato La escapada que ha sido publicado en el sitio oficial del Papel Literario (2022), El Nacional. Así como del relato Por favor, manténgase en casa, publicado en la revista literaria Penúltima Pagina (2022). Forma parte del grupo Literario Tinta negra desde septiembre del 2019, junto a quienes ha publicado anteriormente el cuento A puerta cerrada en el sitio web proyecto Folio.