El Nica: unipersonal y universal

1 febrero, 2013

Mucho se ha dicho y estudiado sobre la discriminación y la xenofobia generada por el fenómeno de la inmigración desde el punto de vista de las ciencias sociales, pero también el arte dramático se ha hecho cargo en algunas ocasiones de mostrarnos ese mundo, con resultados, la más de las veces, sorprendentes en el ámbito de la denuncia sobre la violación de los Derechos Humanos. La puesta en escena de El Nica, obra teatral creada, dirigida y actuada por César Meléndez, señala con emotiva crítica detalles de dicho fenómeno, y que Jorge Ávalos puntual crítico comenta en este logrado texto El Nica. Unipersonal y universal, porque piensa, amén de la estética y profundidad del contenido, que las “idiosincrasias fusionadas del actor y del personaje se desempeñan como un lúcido espejo para un público ávido en reconocerse”.


El Nica es una experiencia chamanística más que teatral: es a la vez un exorcismo de estilo y de conciencia que sacude al público con una crítica social tan feroz como emotiva. Esa crítica está dirigida, principalmente, a Costa Rica, el país donde “el Nica” vive como uno de los 700 mil inmigrantes nicaragüenses que han cruzado la frontera en busca de oportunidades de trabajo. El inesperado éxito que la obra ha tenido en ese país, donde se han representado más de 450 funciones y ha sido vista por más de 150 mil costarricenses, tiene al menos dos explicaciones de fondo: por un lado, la experiencia del inmigrante en El Nica es como una potente luz angular sobre la identidad del “nativo”, que acentúa con gran fuerza los rasgos y el carácter nacionalista del costarricense; por otro lado, está la arrolladora personalidad escénica de César Meléndez. Estas dos explicaciones, entonces, convergen en una sola: identificación. Las idiosincrasias fusionadas del actor y del personaje se desempeñan como un lúcido espejo para un público ávido de saber más acerca de sí mismo.

El Nica es sobre la identidad compartida de dos pueblos, de dos historias paralelas que se unen en un solo personaje: José Mejía Espinoza, un inmigrante nicaragüense en Costa Rica que trabaja como obrero de construcción. La escenografía es minimalista pero su funcionalidad acentúa el realismo de la acción: en primer plano, una pequeña mesa de madera regida por un Cristo de yeso; al fondo, un lecho provisional preparado con una sábana sobre cajas y una almohada. Pero antes de afrontar al personaje en ese escenario vemos una proyección de fotografías de pintas xenofóbicas en las paredes de la ciudad, de reproducciones de obras maestras del arte occidental y de titulares de prensa que dan cuenta de las tensiones entre Nicaragua y Costa Rica. Un encabezado sobre violencia racial es contrastado con una sublime imagen renacentista; un “¡Nicas chumecos de mierda!” encuentra su contrapunto en un cuadro de Dalí. Ni los artistas, ni los medios, ni las expresiones espontáneas del vulgo han dado cabida a una imagen humana del inmigrante, mucho menos del inmigrante nicaragüense. José Mejía —o “Mejiya”, si oímos bien—, está a punto de cambiar esta tenaz denegación histórica.

¿Quién habría de escuchar a un inmigrante pobre contar la historia de sus tribulaciones y penas el día en que recibe su primer sueldo? Jesucristo. Esta respuesta es más que una metáfora, es también el juego formal que le otorga a El Nica tanto su fuerza simbólica como su matiz de ácido realismo. El simbolismo de la obra se desprende de la evidente asimetría del diálogo: el silencio del Cristo refleja, acaso, el abrumador vacío social que rodea al inmigrante. Pero al utilizar a un interlocutor, aunque éste sea una pequeña figura de yeso, el monólogo deja de ser un discurso unilateral y se torna en un diálogo. Es esta configuración dialógica de El Nica la que le abre un espacio de libertad a José y le permite ese toque de realismo costumbrista que le da una fuerte carga de humor a la obra: Jesucristo es su amigo, su igual y su compañero de cuarto. Con él —el personaje mudo sobre la mesa, pero también con Él, el Jesucristo de la fe de tantos— José se desahoga sin inhibición alguna.

La introducción explícita de una teología popular que distingue entre el hijo de Dios que ha sufrido como un ser humano y de un Dios padre impasible ante el sufrimiento —Jesucristo y su “tata” sentado a su “siniestra”— dan pie para el subtexto de la obra. Meléndez trabaja con este subtexto para explorar a fondo la naturaleza de la intolerancia y para matizar la sicología del “Nica”. De alguna manera, sugiere Meléndez, la discriminación y el racismo son posibles por una falta de conocimiento acerca del sufrimiento del inmigrante. Pero Meléndez no intenta suplir ese vacío con una lección de historia o de sociología sino con un ejemplo de empatía. La relación entre sus dos personajes, el “Nica” José Mejía y el silencioso Cristo de yeso, es de una igualdad que ilumina la humanidad de ambos. Cuando José le muestra a Jesucristo la herida que lleva en el costado, y le dice “ya nos estamos pareciendo”, la implicación no es que el inmigrante se convierte en un mártir o en un santo, sino todo lo contrario: el sufrimiento le hace tan humano como es el Cristo que se manifiesta en las palabras del “Nica”. Por esta misma razón es que José puede afirmar que el verdadero “Nica” es Cristo y obtiene una estruendosa reacción de carcajadas por parte del público cuando lo demuestra señalando su maniatada figura en la cruz: “¡No ve cómo lo dejaron!”.

Uno de los mecanismos del prejuicio nacionalista radica en atribuir culpa al inmigrante por los males económicos que se desatan en el país receptor de la migración. El subtexto dialógico de Meléndez le proporciona una herramienta discursiva para desarmar ese prejuicio. Dentro del marco de esa teología, ingenua más que blasfema, de El Nica, el personaje de la obra transfiere culpa por los males naturales e históricos que han azotado a toda la región centroamericana a la figura del Cristo sobre su mesa. He ahí el procedimiento chamanístico al que me referí antes. José, el “Nica”, establece la noción de que sólo Dios tiene el poder para haber desatado las erupciones volcánicas, las inundaciones, los terremotos, las sequías y las guerras, y para haber permitido, incluso, la formación de castas políticas que se han dedicado a saquear las arcas del Estado en lugar de cumplir las promesas de libertad y justicia que los llevó al poder. En esa letanía de miserias que está más allá del poder de un trabajador inmigrante se pueden encontrar las raíces históricas de la migración de las clases pobres.

La primera vez que José da cuenta de todas las cosas que lo empujaron a dejar su pueblo, la escena no está exenta de humor por la relación desigual entre un obrero que reclama y la pequeña figura de un dios. Cuando José perdona a Cristo con un “Vos sabés lo que hacés”, la reacción natural en el público es la risa. Pero cuando esa letanía reaparece más tarde, transformada por la palabra “perdón”, el efecto es profundamente conmovedor para el público. Recordemos esa escena: José está en un bar y está a punto de recibir una golpiza. En lugar de regresar los insultos que caen sobre él pide perdón por todo lo que Nicaragua representa; y pide perdón por su acento, por la poesía de Rubén Darío, por la forma de las tortillas, por las dictaduras y por los terremotos; también pide perdón por su pobreza y por la tragedia que ha marcado su vida, puesto que allí, en el río San Juan que traza entre los territorios de Costa Rica y Nicaragua una frontera natural, se ahogó su hija. La golpiza cae sobre él de cualquier manera, y Meléndez la recrea sobre el piso, contorsionando su cuerpo por cada golpe y cada patada que recibe de un grupo fantasmal de agresores. Los costarricenses airados y ebrios evocados en la narración de José no lo comprenden, pero el público sí, porque en ese momento, un momento de catarsis en la trayectoria emocional de la obra, el “Nica” ha dejado de ser un extraño.

Si el subtexto da pie para una caracterización convincente de José, el inmigrante, el texto hace de él algo más que un personaje. El “Nica” es también un arquetipo del nicaragüense. El peligro de caer en los estereotipos no está nunca muy lejos cuando se representan sobre la escena los prototipos nacionales. Es aquí donde esta puesta en escena extiende las fronteras de lo que concebiríamos como un drama para desbordar en el performance, porque el histrionismo de Meléndez —que maneja un amplio repertorio de acentos y de gestos— lo lleva por derroteros de comicidad que nos hace imposible separar al actor de talento del personaje. Personaje y actor no son la misma cosa, pero en este caso esa frontera desaparece. Quizás sea esta la más poderosa metáfora de El Nica, que nos señala un camino para borrar de nosotros la intolerancia, que es la frontera que divide nuestra conciencia de nuestra capacidad para comprender lo que hay de nosotros en los otros, lo que hay de nativo en el inmigrante o lo que hay de nómada en todos los que nos quedamos arraigados en nuestras tierras. Golpes inesperados de humor refuerzan esta noción paradójica: “No, señora”, explica José en un momento de candor, “usted no está en Nicaragua, soy yo el que no soy de aquí”.

El lenguaje coloquial del monólogo se torna redundante y discursivo en ocasiones y su carga emocional puede a veces transformarse en melodrama. Pero la focalización en las reacciones emocionales del personaje llega con la transgresión de la cuarta pared cuando José abre el espacio escénico para hacer una acusación directa a la indiferencia moral del público (en el sentido más exacto, ese “público” es el ciudadano costarricense, transformado en personaje por el punto de vista del narratario del monólogo). La diatriba de José es rotunda: “¡Esto no les interesa porque ustedes nunca han pasado hambre! ¡Por eso no les interesa! Porque ustedes nunca han sentido hambre. ¡Por eso no les importa! Ustedes no saben lo que significa tener un ardor en el estómago. Es más, estoy seguro de que muchos de ustedes ni siquiera se imaginan lo que significa tener en su propio estómago el ardor del estómago de sus hijos.” Mucho más conmovedor, y con resonancias más profundas, es el razonamiento ingenuo del “Nica” que arriba con naturalidad a los cuestionamientos políticos de fondo: “¡Hay estrellitas! Mirá, se parecen a las mismas que salen en Managua. ¡Ah, si son las mismas! Y si son las mismas, es el mismo cielo, pues. Y si es el mismo cielo, es la misma tierra, pues. Y entonces, si todo es lo mismo, ¿quién inventó las fronteras?”. Eso mismo quisiera saber yo.

El espectáculo unipersonal como género

La crónica de Rodrigo Soto, “Yo también soy nica”, publicada en el diario La Nación el 27 de octubre de 1997, fue el detonante creativo que llevó a César Meléndez a concebir y a escribir El Nica. Pero tanto la puesta en escena, como el texto original son obra de Meléndez, quien también interpreta al personaje José Mejía. Con música de Johnny Brenes, esta producción de Teatro La Polea, de Costa Rica, mantiene la atención del público durante 2 horas y 20 minutos. Mantener la concentración del espectador durante el tiempo de la función es un desafío que demuestra, en gran parte, el logro de Meléndez. El Nica, con una actuación visceral y con una estética despojada de ornamentos, es el mejor trabajo que se ha realizado en Centroamérica hasta la fecha en el género del teatro unipersonal. Creo que vale la pena distinguir los alcances y las limitaciones de este término con una definición.

Un espectáculo unipersonal es aquél cuya concepción, creación y ejecución corresponden a una sola persona. El uso del término indica una modalidad de producción que enfatiza la fusión armónica de la visión artística, la fuerza de voluntad y el talento de un intérprete. En ese sentido el trabajo unipersonal se diferencia del solo de danza, del monólogo o de la revista musical o teatral (one-woman o one-man show) porque aunque estos son espectáculos interpretados por una sola persona, podrían responder a la visión de otra, ya sea un productor, un coreógrafo, un director, un dramaturgo o un compositor. Se puede aseverar que el factor que define un espectáculo unipersonal no es la soledad de un intérprete sobre la escena, sino el poder simbólico que supone el encuentro del público con la visión personal e integral de un artista que asume todos los riesgos del proceso de creación y ejecución. Hay que señalar que el género unipersonal suele responder a una apremiante necesidad de expresión suscitada por un determinado contexto económico y político que arrincona al artista en el silencio o en una situación social en la que no se ve claramente reflejado.

Para citar un ejemplo basta con considerar el auge que tuvieron los espectáculos unipersonales en los Estados Unidos durante la década de 1980: por un lado, la producción unipersonal permitió que muchos artistas se mantuviesen vigentes a pesar de una grave contracción económica en el apoyo a las artes, que afectó drásticamente a los teatros; por otro lado, la presencia de un artista solitario sobre la escena agudizó el discurso político de los espectáculos, enfatizando la voz y el carácter individual del artista ante el estado de la sociedad o del poder político. En medio de estas circunstancias que propiciaron nuevas formas y desafíos estéticos, se dio el surgimiento de las narrativas autobiográficas y satíricas de Spalding Gray (Nadando a Camboya), Erick Bogosian (Sexo, drogas y rock and roll) y John Leguizamo (Fenómeno). Asimismo, cobró gran importancia el teatro documental de Anna Deveare Smith, que llevó a escena testimonios de las violentas revueltas en comunidades afro-americanas en su obra Ocaso en Los Ángeles; y el de Eve Ensler, que exploró con inusual franqueza la relación de las mujeres con su cuerpo y su sexualidad en Monólogos de la vagina.

Hay que notar que muchos espectáculos unipersonales niegan las estéticas tradicionales del teatro a favor de mecanismos de comunicación directa con el público. Gray, por ejemplo, sólo sitúa un escritorio sobre la escena y desde allí, le cuenta al público sus hilarantes aventuras. Aun cuando los actores interpretan numerosos personajes, en la mayoría de los casos la cuarta pared se borra y los personajes le hablan al público directamente. Este mecanismo, brechtiano y discursivo, hace al espectador consciente de su presencia en el teatro y lo convierte en un partícipe moral de la evolución del drama. Cuando los espectáculos unipersonales se configuran dentro de géneros tradicionales del teatro, como el monólogo, se distinguen porque introducen la variante de una concepción muy personal del arte escénico por parte del intérprete. Una pionera del espectáculo unipersonal moderno fue Isadora Duncan, cuya visión dejó una huella profunda en la historia de la danza y del teatro, no sólo por sus aportaciones estéticas, sino también por la manera en que, a partir de ella, se conciben la personalidad, el carácter o la reputación de un artista —por su singularidad y por su indiscutible mérito— como principales motivadores de atracción del público.

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San Salvador, El Salvador, 1964.
Poeta, narrador, artista visual, dramaturgo y periodista.
Residió en Estados Unidos de Norteamérica veinte años a partir de 1980. Obtuvo su Licenciatura en Artes, con una especialidad en Antropología Cultural y una subespecialidad en Economía, en la Universidad de Long Island en 1997. Fue becario de la Fundación para las Artes de New York y ha obtenido valiosos galardones, entre los que destacan el Premio del Consejo para las Artes de New York; Premio Nacional Fideicomiso para las Artes de New York (Young Scholar Award); Premio New Voices 2000 por la Academy for Educational Development: Premio Nacional del Medio Ambiente 2007; Premio de la Asociación de Periodistas de El Salvador, categoría Prensa Escrita. Ganó la tercera edición del Premio Centroamericano de Cuento Mario Monteforte Toledo 2011, con su obra El secreto del Ángel.

Ha publicado los poemarios Cuerpo vulnerado (1984); El coleccionista de almas (1996); y El espejo hechizado (2001); el libro de cuentos La ciudad del deseo (Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán 2004).

En teatro ha publicado Ángel de la guarda (2005), La canción de nuestros días (2008), Lo que no se dice (2009) y La balada de Jimmy Rosa (Premio Nacional de Teatro Ovación 2009).

Fue incluido en la antología de cuento centroamericano Puertos Abiertos, seleccionada por Sergio Ramírez y publicada por el Fondo de Cultura Económica, México.