El Ojo (Homenaje a Jorge Luis Borges)

5 agosto, 2022

Nació con un solo ojo, abierto y azul. Sobre la cuenca donde debería haberse alojado su gemelo, un párpado caprichoso que subía y bajaba sin permiso, a veces tan despacio que no podría predecirse si conseguiría cerrarse, y otras compulsivamente, como el que intenta expulsar una pestaña entrometida.

Si la naturaleza no le hubiera privado de la simetría que le regalaba a los demás, habría sido el bebé más hermoso que conociera la tierra, sano, regordete y sonrosado, con los labios carnosos y la cabeza repleta de rizos dorados, como los ángeles de los pintores barrocos. Un niño que habría arrancado los halagos de toda la vecindad. Pero la vida no le obsequió con el don de provocar admiración, sino con la condena del rechazo, de la mirada horrorizada hacia el hueco del ojo ausente –paradigma de la nada, de la negrura del vacío- y la pregunta que le perseguiría desde que el ojo impar vio la luz y la madre se llevó las manos a la boca para ahogar el primer llanto.

-¿Por qué?

Las vecinas consolaron a la recién parida con frases inútiles y convencionales, intentando ponerse en su lugar y, al mismo tiempo, agradeciéndole a Dios Todopoderoso el no ocuparlo. Las bienintencionadas rezaban en silencio por el medio ciego para que la suerte le fuera favorable, las otras le predecían un futuro oscuro y murmuraban sus malos augurios entre dientes.

-¡Tuerto nacido, hombre torcido!
-¡Ojo huero, ojo huero, dile que no me mire a tu compañero!
-¡Hombre tuerto, amigo incierto!
-¡Desconfía del que con un solo ojo mira!

A veces, el párpado sano se aliaba con el caprichoso para parpadear al unísono, en una especie de tic que resultaba inquietante y terminaba siempre en la misma posición: los dos abiertos como abismos, en una mirada -mitad vacía, mitad fija y penetrante- que ni siquiera la madre era capaz de mantener, y que expulsó para siempre de la casa familiar a un padre que no supo aceptar a la criatura ni responder a las preguntas repetidas de su esposa.

-¿Por qué? ¿Por qué?

Huraño desde muy niño, le bastaba su ojo impar para ver más allá de lo que cualquier mortal podía percibir con los dos y, con el fin de protegerse de la turbación que provocaba y de los llantos de su madre, pronto comenzó a construirse un mundo propio donde sentirse seguro, rodeado de muros defensivos.

No contó con que la vida suele ser impredecible. Que sus barreras no resultarían insalvables y su único ojo podría llenarse de telarañas y de nubes. Las primeras llegaron cuando empezó la Enseñanza Obligatoria. Nubarrones infantiles de los que supo protegerse para que la lluvia no le empapase. Desde entonces, decidió utilizar su condición de tuerto para aumentar las distancias entre su yo y el resto. El otro. El que no soporta las diferencias. El que juega a favor de la normalidad. El que la impone. El que la exige. El que no se desvía de las reglas que la dictan ni permite que las esquiven los demás.

A los seis años empezó a taparse con un parche que le daba un aire exótico que ya nunca abandonó. Así fue pasando de pirata bucanero a espía doble o a héroe libertador, para terminar con el aspecto de un joven inteligente, introvertido y solitario, trajeado como para asistir a una ceremonia oficial. Siempre detrás de su disfraz pero cada vez más observado, pues a medida que crecía, desde la cavidad tapada, parecía desbordarse una suerte de resplandor que, poco a poco, fue dibujando una aureola luminosa alrededor del parche, semejante al sol negro de un eclipse total.

A los diez años ya se había leído todos los volúmenes de la biblioteca familiar; a los quince, los de la municipal -incluidos diccionarios, enciclopedias y listines telefónicos-; a los veinte se había doctorado en la mejor universidad del país, donde estudió francés para leer a Flaubert, italiano para Dante, portugués para Pessoa, griego para Kavafis, alemán para Nietzsche, ruso para Dostoievski, polaco para Sienkiewicz, japonés para Kawabata, chino para Confucio y un largo etcétera de idiomas y dialectos con los que quería aprehender el alma que se dejaban los autores en sus textos.

Le bastaba con acercarse el libro a su cuenca vacía para que su mente compartiera la mirada sobre el mundo que caracterizaba a cada escritor, ya fuera poeta, ensayista, novelista, pensador o dramaturgo. Su ojo vano absorbía las teorías filosóficas, las tesis y las argumentaciones de los ensayos, las pasiones de los personajes de ficción, la fuerza de las descripciones, el discurrir de las tramas y sus desenlaces, la intensidad del poema, lo explícito y lo implícito, lo concreto y lo abstracto, las cuestiones a las que debía darles importancia y las que debía dejar pasar.

Al llegar a la treintena, contradiciendo los malos augurios que le predijeron sus vecinas, se había convertido en un conferenciante de éxito, distinguido y elegante, atractivo y –de habérselo propuesto- todo un seductor. Siempre rodeado de hombres que tendían a imitarle en sus ademanes y en su forma de vestir, de estudiosos ávidos de que compartiese con ellos sus conocimientos, y de mujeres de edades dispares que hubieran dado cualquier cosa por atraer la mirada de su ojo vidente y de la aureola resplandeciente que emanaba del parche.

Las mejores universidades del mundo porfiaban por concederle sus más prestigiosos doctorados honoríficos y le ofrecían auténticas fortunas para que dictara lecciones magistrales en sus aulas magnas.

Él seleccionaba sus intervenciones sin tener en cuenta los honorarios ni el renombre de la institución académica. Hacía tiempo que su bolsillo y su ego habían rebosado. No necesita más. Sólo buscaba un lugar en el que poder quedarse, mientras más pequeño mejor, donde la soledad no le pesara, donde nadie le pidiera ni le ofreciera nada, donde poder caminar sin prisas, sin horarios y sin ser observado.

Pero aún no había encontrado su refugio. Los periódicos anunciaban su presencia allá por donde iba, añadiendo adjetivos a su nombre que hubiese preferido no merecer. Insólito capricho de la naturaleza, que lo convirtió desde la cuna en exiliado, perseguido por su genio portentoso y las miradas morbosas. Peregrino impenitente, sin santuario al que encaminarse, sin bordón y sin pecado que expiar. Nómada en un desierto infinito, sin oasis ni pozos donde calmar la sed.

Cierto día, mientras paseaba por el campus de la última universidad que le había otorgado su doctorado honoris causa, sintió  a su espalda unos pasos que se acercaban taconeando y, unos instantes después, una mano enguantada en el hombro y una voz suave y dulce que le obligó a detenerse.

-Perdone mi atrevimiento. No quisiera molestarle, pero creo que tenemos algo en común.

Él se giró convencido de que sería una más de la que tendría que huir, una de tantas a las que jamás les devolvió las llamadas. Tarjetas de visita y servilletas con un número de habitación o de teléfono, que terminaban invariablemente en la basura.

Ella le sonrió.

Él no pudo reprimir su sorpresa, se llevó la mano al corazón y sintió su galope acelerado, al borde del colapso. Un caballo desbocado, a punto de saltar al precipicio.

Ella esperó a que se recompusiese.

Él comenzó a temblar. ¡No podía ser! Le sudaban las manos y la frente. Una marea de olas inmensas comenzó a zarandearle de un lado a otro. Inútil oponer resistencia. Se ahogaba entre el oleaje.

Ella continuó sonriendo.

Él no conseguía salir de su asombro. Le zumbaban los oídos. El viento empezó a soplar huracano, se enredó entre las copas de los árboles y luego empezó a girar a su alrededor, cual tornado que amenazaba con levantarle del suelo.

Ella siguió esperando a que se recuperase. Serena, hermosa, segura, capaz de amainar los océanos y aplacar los vendavales. Extraordinaria visión de la calma. Descanso para el camino. Absolución de las faltas. Sabiduría para el aprendiz. Pan y queso para el hambre. Abrigo para la desnudez. Alas para volar.

Él intentó decir algo.

Ella se llevó el dedo índice a la boca y lo cruzó con sus labios. No hacían falta palabras. No más disfraces. No más búsquedas. No más peregrinaciones. No más desiertos sin pozos.

Él se llevó la mano a su ojo ausente y se quitó el parche.

Ella ya se lo había quitado y había dejado a la vista el vacío infinito, el universo contraído, el resplandor de todos los cuerpos celestes, atraídos por un campo gravitatorio del que nada puede escapar.

Y los dos se acercaron poco a poco, despacio, reconociéndose, tranquilos, hasta que desaparecieron el uno en el otro, dejando en el suelo los parches de su ojo invisible.

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Zafra, Badajoz, España.
Es novelista, dramaturga y poeta. Finalista del Premio Planeta 2011 por Tiempo de arena, en la dramaturgia caben destacar Las Cervantas, escrita junto a José Ramón Fernández, y La Baltasara. Su última novela Los silencios de Hugo, ha cosechado un gran éxito de crítica y lectores.