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El oro de la libertad

1 diciembre, 2012

Discurso de contestación a Don Luis Rocha en el acto de su ingreso como Miembro de Número de la Academia Nicaragüense de la Lengua, dado en Managua el día 15 de noviembre pasado.


Quien primero me habló de Luis Rocha fue nuestro poeta bucólico Octavio Robleto, eterno estudiante de derecho en la Universidad de León. Corría el año de 1960 y Fernando Gordillo y yo habíamos publicado ya los primeros números de la revista Ventana, y cuando conocí a Luis en uno de mis viajes de fin de semana a Managua, empezamos a ser amigos de quedarme a dormir en casa de su padre, Octavio Rocha, en las vecindades de la vieja Nunciatura, un lugar para entonces bastante extramuros en aquella capital provinciana.

Octavio Rocha, uno de los fundadores y partícipes del grupo de Vanguardia en Granada, tal como Luis lo ha recordado en su discurso, veía ahora la poesía, y los desplantes de su adolescencia literaria, con silencioso desdén, y se había convertido en hombre de negocios establecido esquina opuesta a la Casa Liliam, dedicado a la distribución de películas de las que se exhibían en los cines de Nicaragua, y al comercio de todo lo que tenía que ver con aquello, proyectores, equipos de sonido, carbones voltaicos, carretes, devanadoras, y demás.

Yo le tenía tanto miedo como el que le tenía Luis, por su severidad siempre a punto del regaño, y lo eludía, hasta que una mañana en que él se preparaba para irse a su trabajo, mientras nosotros no dejábamos la cama, lo oí dar a la cocinera unas órdenes perentorias, en su mismo tono terminante de siempre, mientras le entregaba seguramente unos billetes: “tome, compre un lomo de dentro y todo lo demás que se necesite y me les hace a estos muchachos un buen almuerzo”.

Entonces entendí la naturaleza de aquella severidad, y el por qué, por fin, dejaría a Luis ir a correr su aventura literaria a Madrid, disfrazado de estudiante de medicina, para que hiciera de su vida lo que él no había hecho, y siguiera siendo aquel joven rebelde que él había dejado de ser, y que aún era cuando escribió su trilogía de los Cisnes.

El Cisne Aristocrático:
¡Zas! ¡Zas! Pomposamente
se sacude las alas
el cisne aristocrático;
es bello y blanco
pero muy orgulloso
Usa pañuelo de seda roja
bajo el albor del ala
y lo emplea cuando se moja
el pico.

El cisne burgués:
Bajo y obeso,
obeso y bajo,
así es, así es,
majo y sin seso
sin seso y majo,
¡cisne burgués!

El cisne de barrio:
Sucio y flaco el cisne de barrio
tiene frío.
Él puede ir al lago y a la fuente
donde no hay nada que comer.
Y en el campo no hay estufas
y en la ciudad sólo estafas.
Se busca, bajo el ala algún centavo
para comprarse tortillas y carbón,
pero sólo se encuentra su osamenta,
su osamenta y su dolor.

El Cisne de barrio, flaco y sucio
se está muriendo de hambre,
tan sucio, que parece
Cisne de barro; y tan flaco
como esos cisnes de gabinete
de historia natural.

       

José Coronel Urtecho, su compañero de extravagancias y experimentaciones literarias, y capitán del grupo de Vanguardia, dice sobre él: “fuera de sus más próximos familiares y amigos, deben ser pocos los que lo recuerden, puesto que él mismo, cuando empezaba apenas a darse a conocer como escritor y periodista literario, inesperadamente se empeñó en desaparecer de la literatura, que él más que nadie había contribuido a remover. Más todavía que a remover, a renovar”.

Qué buen poeta de tan rebeldía nos perdimos. Un poeta que desapareció de la poesía, para reaparecer en el hijo a quien hoy recibimos en esta Academia, en lo que nuestro Rubén llamaba metempsicosis, una reencarnación, una manera de prolongarse, y de sobrevivir. Y estas palabras iniciales sirvan como homenaje para el poeta que desapareció, callándose, pero sólo para darle la palabra a quien tan buen uso ha hecho de ella a lo largo de su vida.

Luis se fue a España en aquellos años sesenta en que Madrid era la meca literaria nicaragüense, como para otros latinoamericanos esa Meca era París. Por allí de julio de 1964 pasó por León Carlos Martínez Rivas, y el doctor Mariano Fiallos Gil me invitó a que fuéramos a la casa de Edgardo Buitrago para encontrarnos con aquel poeta ya para mi legendario, a quien me extrañó ver de saco y corbata. Se iba para Madrid como diplomático. De allá había vuelto Coronel Urtecho, otro extravagante diplomático, y también se irían Rolando Steiner, Horacio Peña, Jorge Eduardo Arellano, Francisco de Asís Fernández, Julio Cabrales, Beltrán Morales, subido a un barco de carga de la Mamenic Line: “Para serte franco, aquí sólo Franco es…”, dice Beltrán en uno de sus poemas de entonces, pasado por el agua regia.

En mis cartas a Luis, tiempos aquellos en que se usaba escribir cartas, y existían las estampillas, y los sobres y el papel aéreos, leves para que no pesaran tanto en la balanza postal, yo solía escribir su dirección, “Altamirano 8, 5º, extrema izquierda”, hasta que él, alarmado, me llamó la atención, era exterior izquierda, no extrema izquierda, mención aquella que podía costarle cárcel en la España franquista.

A finales de julio de 1964 lo visité en Madrid, mi primer viaje a Europa, y me recibió en el aeropuerto de Barajas junto con el poeta gaditano Fernando Quiñones. Esa noche hicimos una ronda de tascas acompañados de un cuarto personaje, Jesús Aguirre, que entonces vestía la sotana de sacerdote jesuita, y así, con sotana y todo, le dio el amanecer a nuestro lado en la Cueva de Luis Candelas, ante la admiración de los parroquianos de ver a un cura encendido de vino, jurando y vociferando, locuaz, ingenioso, irreverente, ya para entonces miembro en secreto del Frente de Liberación Popular. Luego que dejó la sotana, este profundo filósofo, doctorado en teología en Múnich, y compañero de banco del cardenal Ratzinger, se hizo editor, y fundó la editorial Taurus, y luego se casó con doña Cayetana Fitz-James Stuart, la mismísima duquesa de Alba, con lo que pasó a ser el Duque Consorte de Alba hasta su muerte; ella, aunque todavía lo llora, volvió a casarse, pasados los ochenta, con un novio de apenas 58. Qué personaje para don Ramón del Valle Inclán, éste que nos deparó aquella tan lejana noche madrileña.

Luis volvió a la sierra de Guadarrama junto con Fernando Quiñones, donde pasaban ambos las vacaciones de verano, y donde los esperaba Nadia, la esposa de Fernando, y Mercedes, quien pronto se casaría con Luis, y se trasplantaría para siempre a Nicaragua desde Badajoz, extremeña como es, y por eso mismo, la finca donde ahora viven en Masatepe, se llama Extremadura, a la que se llega, tal como alguna vez lo he contado, siguiendo la dirección que da Luis, y en la que unos borrachines consuetudinarios que siempre están en el camino sirven como referentes seguros, salvo que se cambien de lugar.

Hace poco, cuando acompañé al fotógrafo franco argentino Daniel Mordzinski, que quería hacerle a Luis unas fotos, Daniel comentó, en presencia de Mercedes, acerca de la grave responsabilidad que sobrellevaba Luis, hecho cargo de todos aquellos cultivos de cítricos, plátanos, aguacates, piñas, y el poeta Carlos Alemán Ocampo, miembro de número de esta augusta corporación, me ha comentado recientemente que piensa Luis, de manera temeraria, agregar un apiario de abejas africanas. Un poeta capaz de escribir un tratado de agricultura, como Horacio, insistió Mordzinski, y entonces Mercedes, ante aquella afirmación tan atrevida, sólo se rió, con una sonora y cortante carcajada que lo decía todo, como se hubiera reído doña María Kautz si alguien hubiese alabado las artes agrícolas de su esposo, el poeta José Coronel.

Mercedes, algo  callada, pero no tan sumisa como su esposo el poeta la pone, es la musa omnipresente de Domus Aurea, ese hermoso libro de poesía amatoria, de iluminada dimensión doméstica: domus, domesticus, el poeta domesticado en la casa de oro; el poeta  es el rustica conjunx, el cónyuge rural en el que se asumía Coronel, y Luis se asume en las palabras que, como en las Odas Elementales de Neruda, describen la experiencia cotidiana y sus elementos naturales que esas mismas palabras nombran, mesa, silla, plato, pan, lecho, cuna:

La mesa. La maravillosa y dócil
Única mesa de mi pequeño hogar
En donde a duras penas, ya, el amor alcanza
(aún cuando la casa fuera infinita)…

Pero no hay que equivocarse con la mansedumbre conyugal de este poeta, quien, cuando nos conocimos, venía ya de correr lances revolucionarias al lado de Carlos Fonseca y de Germán Gaitán, participante de la conspiración de Casa Colorada, cuando la lucha contra la dictadura se hallaba en sus albores, y quien, desde entonces, no separó a la palabra de su sustancia de compromiso con el arte, pero tampoco separó a quien escribe esas palabras de su compromiso con las verdades de la vida, y con la justicia, y con las consecuencias inevitables que trae luchar por la justicia, y por la equidad, y por la democracia.

Lo demostraría luego en su participación en la lucha por la libertad académica en  la UCA en los años setenta, desde el Sindicato de Escritores Cristianos, desde el semanario cristiano Testimonio, que editó junto con Tito Castillo, al lado de su fidelidad a la literatura, al lado de Pablo Antonio Cuadra, en La Prensa Literaria y El pez y la serpiente, y, más tarde, en El Nuevo Amanecer Cultural.  Las palabras encantadas, y decantadas, en esa alquimia en la que siempre es necesario dar a Dios lo que es de Dios, y quitar al César lo que nunca ha sido del César, porque lo ha usurpado.

Quien ingresa esta noche a nuestra Academia, y quien le recibe, nacieron el mismo año, nacimos, y sin apenas darnos cuenta hemos llegado ambos a lo alto de la cuesta desde la que es posible contemplar el paisaje que va quedando atrás. Es un paisaje a veces luminoso, y a veces desolado. Pero, atreviéndome a hablar por los dos, tanta amistad hay de por medio a lo largo de tantos años, diría que seguimos viendo a Nicaragua como empezamos a verla cuando entramos en la edad de la razón y de los sueños, y que aquello en lo que creímos entonces sigue intacto en lo hondo de esa lejanía brumosa, como el puñado de luces que señalan una ciudad lejana. La ciudad del sol, que no es otra cosa que la visión nunca engañosa de la libertad.

Por eso celebro que al ingresar a esta Academia, Luis dedica su discurso a la libertad. La libertad de la libertad, que es como colocar un espejo frente a otro, y obtener entonces una sucesión de planos infinitos que reflejan el tiempo vivido y el tiempo por venir, y nos reflejan, porque la libertad está colocada en el primer plano y también en el último. Existe la libertad mientras se penetra en esa galería sin término para buscarla, como quien va abriendo puertas transparentes, una tras otra.

Existe mientras se cree en ella, mientras se la busca, mientras uno no da por agotada esa persecución en la que nos va la vida, y sin la cual la vida perdería todo sentido. Nunca ceder nuestro derecho a pensar, ésa es la esencia de la libertad. Nunca aceptar que otros busquen la verdad en nuestro nombre, y que nos entreguen las verdades digeridas, masticadas. En nuestra identidad individual, dueños del universo, somos el todo. Y es una identidad que nunca deberemos ceder a ningún caudillo, a ningún partido, ni al estado, ni a ninguna ideología.

En mi generación tuvimos la suerte de disfrutar de un triple magisterio: José Coronel Urtecho, Pablo Antonio Cuadra, y Mariano Fiallos Gil. Hoy me asombro de esa coincidencia de astros en nuestro cielo juvenil. Luis los ha citado a los tres, cada uno en lo suyo, pero en los tres hubo siempre imaginación, rigor, sentido de la libertad.

Mariano Fiallos nos dio el mandato de  revisar siempre lo que otros han aceptado como verdad, porque la insistencia en la certeza es ya la caída en el error, las semillas del dogma generando la mentira. Toda verdad absoluta, sobre todo si se convierte en un sistema de ideas capaz de generar poder, ha conspirado siempre contra la integridad del hombre, única medida de todas las cosas, según Protágoras. La negación, pues, de la falsedad.

Saber nada más que no se sabe nada, como Sócrates, en ejercicio permanente de rigor con uno mismo; que nada de lo que es humano nos es ajeno, como Terencio en El verdugo de sí mismo. Y como Erasmo, que no hay humanismo sin tolerancia, y que son los intolerantes, dueños de la verdad absoluta, los que siempre acusan de herejes a quienes no piensan igual; así lo explica, entre risas sosegadas, en su Elogio de la Locura. Es lo que Luis ha venido a reafirmar esta noche delante de nosotros.

Los temores sobre la verdad absoluta, son hoy más modernos que nunca cuando todas las preguntas de la filosofía regresan a buscar el verdadero sentido del humanismo, que es el ser humano, soterrado antes bajo el culto del estado, y ahora bajo el culto del mercado, o del populismo, viejos dogmas en odres nuevos.

El pensamiento de Mariano Fiallos, tan contemporáneo, nos llama siempre a apropiarnos de la libertad crítica, y a rechazar todas las imposiciones que pesan sobre el ser humano, «entidades abstractas que se llaman sociedad, estado o clase, y peor aún, sacrificándolo a ideas absolutas denominadas la justicia, la verdad, la belleza o el bien», escribió.

Bienvenido, entonces, poeta, desde su casa de oro, su casa iluminada por el fulgor del hogar doméstico, a esta casa de la lengua, que es la casa de la palabra, y por eso mismo, de la libertad.

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Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.