El pequeño gran libro de Blas Coll
2 junio, 2021
Texto leído en la presentación de Papiros amorosos (Caracas, Fundación Bigott, 2003), de Eugenio Montejo
Mi papel esta noche tiene para mí viso de distinción inesperada, pues me toca presentar un libro de Eugenio Montejo, maestro de poesía, prosista irreprochable y autor de autores. Porque Eugenio ha creado un teatro de heterónimos, que son personajes a su vez creadores. Cada uno merecía un amplio comentario, pero no cabría en esta presentación, por lo que me referiré brevemente a ellos.
Blas Coll escribió un pequeño gran libro donde cuenta su quimérico empeño: modificar nuestra lengua, sobre todo acortando sus palabras, pero claro, no lo logra, antes bien los habitantes de Puerto Malo, el mítico lugar donde nació, notan que se encamina a un total enmudecimiento. Para darles una idea de su empresa les voy a leer una de sus breves notas:
… el día que nieve en Puerto Malo esta lengua de palabras tan largas podrá servirnos a todos, bien lo sabemos, para calentarnos con ella. Nadie desconoce el poder que sus erres y sus jotas tienen contra el frío. Los adverbios terminados en mente por su parte, constituyen casi una frazada. Pero mientras guardamos ese momento sufriendo la reverberación de la tórrida resolana, no veo nada más práctico que aceptar la poda idiomática que propongo.
Sergio Sandoval, por su parte, es un cultivador de la copla popular, practicante de la no violencia, místico que aplicaba a Venezuela la frase de Pound sobre España: “Mucho catolicismo, poca religión”. En sus sabios comentarios a las coplas se muestra un tanto taoísta. Recuerda esta frase de Lao Tse: “en el vacío reside el uso de las cosas”. Es un hombre en quien no se agota la sed amorosa. En la gaceta de Puerto Malo publicó su Decálogo sobre vida, que lo revela como cosmopolita, opuesto a la idea de patria, lengua, raza y a todo belicismo.
Tomás Linden, el sueco de Patanemo, autor de El hacha de seda, nos ofrece un libro de sonetos que se me antojan entre los mejores escritos en Venezuela. Me hubiera gustado leerles algunos, por ejemplo, El rayo o Pétalos en el sonetario de Quevedo. Es difícil escoger porque todos son impecables, pero no tenemos tiempo.
Hay otro que ya asoma la cabeza. Se llama Jorge Silvestre. Es alguien que desea irse y se queda, pero se va, presa de una constante oscilación. Tiene más afinidad con Sandoval que con Coll, por su toque de orientalismo. Oigan estos versos: “Al mar le debo mis preces taoístas/ y el nihilismo de la luz sin patria/ adiós, blanco velero donde viajo y no viajo”.
Toda esta singular dramaturgia que el autor llama “escritura oblicua” tiene por antecedente primordial al mismísimo Miguel de Cervantes.
Pero de quien yo deseo decirles unas pocas palabras, menos de las que merece, es de Eugenio, el principal heterónimo, la más honda de sus creaciones.
Sobre él se ha dicho y escrito mucho. Guillermo Sucre, Francisco Rivera, Miguel Gomes entre otros, en Venezuela, han estudiado su obra y señalado sus rasgos más salientes.
Sucre destaca su “pasión constructiva”, Rivera el sentido cósmico de su poesía, Miguel Gomes, “la primacía del sentimiento (…) que debe rescatar la lírica contemporánea”. Eugenio dice: “aprender a sentir: esta sola tentativa (…) formaría mejor al joven poeta que todo el aprendizaje perseguido a través del conocimiento literario, las reglas, las modas, etc.”. Fuera de Venezuela, Américo Ferrari afirma que el estilo de Eugenio es de “los más personales y homogéneos de Hispanoamérica” (citado por Miguel Gomes).
Lo que no se ha señalado es la excelencia de su límpida prosa de corte clásico, pero pasada por el tamiz de los grandes maestros como Machado, Reyes, Borges y tantos otros que integran el bagaje de Eugenio.
En cuanto a su poética, trasfondo de su hacer, se puede rastrear en sus ensayos sobre diversos autores, en los escritos heterónimos y en algunas entrevistas. Casi siempre es expresada indirectamente. Un hermoso ensayo suyo, El taller blanco, da título al libro que me permito recomendarles.
Pero vayamos a lo esencial.
Creo que la poesía se ha valido de Eugenio para plasmar creaciones perdurables.
Voy a tratar de darles mi impresión sobre su obra.
Es evidente la importancia que en ella tiene su relación con el entorno inmediato, que si bien se mira se extiende ilimitadamente pues sabemos que estamos en la tierra girando con ella en el cosmos, y Eugenio no pierde de vista esta suprema y diaria conexión. ¿Cómo se puede evadir la presencia del universo, ese desconocido, a pesar de los prodigiosos descubrimientos de la física, en el vivir de todos los días? Pues los más lo hacen, no sé cómo.
También está presente en esta poesía, con tremenda tensión, la impermanencia, el carácter transitorio de todo, el eterno fluir, lo que si el yo llega a aceptar es porque se ha trascendido a sí mismo, vale decir, ha dejado de ser el yo que conocemos.
Por eso en su poesía las cosas son y no son, pues están dejando de ser, pasan y a la vez se quedan, desaparecen y se transfiguran.
Se trata de un mundo en movimiento incesante de pérdida y memoria que parece, solo parece recuperar lo que no está, lo ausente. Allí nada es seguro.
En la silla vive de otra manera el “lejano árbol”, este habla por el pájaro, el tiempo no es lineal, en cualquier piedra titilan los astros, la nieve no cae y sin embargo se apila en su no caer, los amigos salen a comprar bastimentos y no regresan, “tardan y tardan”, el mar es móvil, inmóvil, el gorrión, “un minuto de plumas” que el cielo “ha vestido de saeta”, desaparece como todos pero al igual que el poeta “su vuelo siempre da en el blanco”, la cigarra se quema de música, se extingue “entre las llamas de su canto” pero “canta en nosotros desde su ceniza”, este es un vértigo sonoro que envuelve a quien se le acerca, y lo admirable es que el poeta no cesa de señalar lo transitorio, pero el canto prosigue, nada lo detiene ni lo apaga.
Los ojos del poeta burlan el tiempo, son antiguos y pueden otear lo que aún no existe siempre con asombro. Heráclito no está sólo en las alas del tordo sino en esta poesía que además, en medio de su torbellino, también rezuma mucha infancia, y ella es parte del fondo que la anima.
Todo está interconectado. La ciencia y los sentidos nos lo dicen, pero no poéticamente. Las cosas sufren un trastocamiento, el pasado puede estar delante, el futuro detrás ¿no es cierto? Cuando recordamos es como si estuviera ante nosotros, ante nuestros ojos lo recordado.
Todo este vendaval de palabras necesarias ocurre dentro de una constante unidad de tono y una métrica muy personal que sigue las palpitaciones anímicas mediante las variaciones que produce el número de sílabas. Eugenio combina alejandrinos, endecasílabos, eneasílabos evitando así la uniformidad; se mantiene, pues, dentro y fuera de la tradición.
Cuando tuve en mis manos este libro me dije: por fin poemas de amor, pues parece que ya no se usan, los poetas como que no quieren escribirlos acaso por considerarlos ajenos a la postmodenidad. El autor mismo sugiere antigüedad en el título. Entonces –pensé– hay alguien que no se avergüenza ante el tema, que se atreve a decir “déjame que te ame”, “dame tu mano, mi bella”, “amor mío”, pero Eugenio lo hace de tal modo que esas palabras recobran su peso.
Rilke consideraba que los poetas jóvenes no debían escribir poesía de tema amoroso por las dificultades que ofrece, pero ellos siempre lo desoyen. Incursionan –¿quién en su juventud no lo ha hecho?– en un territorio que según él está destinado a poetas con más años, más andadura y más experiencia, como Eugenio.
He estado varios días leyendo los Papiros en casa, en el autobús, pues soy hombre de autobús, en un pequeño parque, en todas partes a donde la vida me ha llevado –nuestros pasos en realidad los da ella–, a fin de tenerlo fresco para esta grata cita que nos permite, además de atisbar la rosa oculta, que todos llevamos, vernos, saludarnos, reencontrarnos en medio de la tormenta en la cual vivimos, que tiene no sé qué de artificial, pero también está llena de peligros y sin señas realmente claras de un alborear distinto. Tal vez porque somos de un país que, como dice un verso de Eugenio, “no termina de enterrar a Gómez”, una verdad que vivimos hoy.
Todo lo dicho también está presente en los Papiros. No podía ser de otra manera: sus poemas obedecen a la misma concepción del mundo que sustenta sus otros libros. Al leerlos me he imaginado parejas en trance de iniciar el eterno rito amoroso, diciéndolos y como entrando en otro mundo que no puede ser sino este mismo, pero a una luz diferente, la luz terrena redimida.
Debo terminar, pero no sin antes decirles que Eugenio está lejos del yoísmo, del odio, del fanatismo que se nos han impuesto. Su recato personal y literario, su carencia de énfasis, su devoción a la palabra sentida y verdadera constituyen un buen antídoto en estos días.
Léanlo, lean su poesía, oigan su música; es un ejercicio de depuración humana y del lenguaje.
Finalmente, yo creo y debo también decirlo; que Eugenio sí encontró a Manoa.
Venezuela, 1930.
Es poeta además de traductor, profesor universitario y ensayista, lo que le ha valido condecoraciones de todo tipo a lo largo de su fructífera carrera, entre las que se encuentran el Premio Federico García Lorca de Poesía en 2016, el Premio Nacional de Literatura de Venezuela en 1985, el Premio de Literatura en Lenguas Romances de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en 2009, y el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2018 entre otros. Su obra poética comprende los siguientes títulos: Cantos iniciales, Una isla, Los cuadernos del destierro, Amante y Sobre abierto, entre otras. Ha sido traducido al francés, italiano e inglés y ha hecho lecturas en Estados Unidos, España, Portugal, Italia, Francia, Inglaterra, Austria, Alemania, México, Santo Domingo, Costa Rica, Colombia y Argentina.