El poeta acribillado

1 octubre, 2009

La poeta nicaragüense Daisy Zamora incursiona por primera vez en la narrativa, a través de “La pérdida del reino”, una novela inédita aún en proceso de creación. Aquí publicamos un capítulo de la misma.


Una tarde de septiembre de 1956, Leopoldina irrumpió en la casa por uno de los zaguanes traseros.  Como una exhalación, pasó frente a los dormitorios del servicio, la despensa, los lavanderos y el cuarto de planchar.  Rodeó el tendedero y el traspatio embaldosado donde secaban al sol los sacos de frijol y de maíz, atravesó la cocina y el pantry, entró al comedor, y en cuanto divisó a mi padre, salió al corredor dando gritos: “Don Luciano, ya trajeron al muerto, viera qué horrible, está todito pasconeado”.
            La casona de dos pisos de mis abuelos atravesaba la manzana de un extremo al otro: el frente daba a la avenida José de San Martín, que nacía en la loma de Tiscapa y bajaba en una suave y prolongada pendiente hacia la cuenca del Lago Xolotlán (pero esta avenida ya no existe, y tampoco existe el Club Almendáres en la intersección con la calle Colón, ni el Chalet del Gallo contiguo a la casa de mis abuelos, ni el Club Juvenil que quedaba en la esquina frente al Chalet del Gallo, ni el Hospital General en la siguiente cuadra, porque un terremoto arrasó con todo, y lo que aquí describo no está en ninguna parte más que en mi memoria).  En su camino hacia el lago, la avenida pasaba por la Basílica de San Antonio y su diminuto parque: un óvalo verde, en cuyo centro, sobre un pedestal de mármol, se levantaba la estatua del Maestro Gabriel Morales circundado de laureles de la India que juntaban sus copas en una corona de sombra y frescor; y esbeltas adelfas agobiadas por racimos blancos, rojos y rosados, se mecían con la brisa, envolviendo con su aroma un kiosquito de madera que funcionaba como refresquería, cercano a las bancas adonde llegaban a instalarse algunos borrachines y mendigos que corrían a juntarse en el atrio de la iglesia a la salida de las misas, esperanzados en recibir alguna limosna de los feligreses.
            En la parte trasera de la casa, al otro lado de la manzana, dos anchos zaguanes daban al parque Once de Julio.  La cuadra de atrás era más larga de lo usual y rodeaba en semicírculo tres de los cuatro costados del parque.  A mano izquierda, el cementerio de San Pedro con su pequeña morgue ocupaba buena parte de esa cuadra interminable, y como una cuña entre la morgue y los zaguanes de la casa, estaba el restaurante Montmartre, propiedad de unos franceses.
            Leopoldina, y Feliciana que me carga en sus brazos porque no supo en dónde dejarme en ese momento, son casi las primeras en llegar.  Con ellas estoy mirando el cadáver del poeta Rigoberto López Pérez tendido en unas andas frente a la morgue:
            ─Tiene más de cincuenta balazos ─dijo Leopoldina, y se agachó un poco para examinar de cerca los estragos.  De un manotazo espantó las moscas que regresaban a posarse sobre el cadáver una y otra vez, y siguió espantándolas mientras señalaba con el índice los agujeros como haciendo las cuentas, para enseguida concluir sombríamente─: Está desbaratado.
            Las dos se quedaron en silencio, compungidas.  Pero en medio de su aflicción, Leopoldina parecía estar molesta también por otra cosa que nada tenía que ver con el muerto, porque de pronto exclamó: ─Yo no sé para qué la francesa del Montmartre vino a curiosear. . .  ¿Y ya viste lo que le pasó?, le entró la calambrina y se desmayó; decime vos Feliciana, para qué se salió a verlo si no iba a aguantar.
            ─Es que esto no lo aguanta cualquiera, Leopoldina ─le respondió Feliciana─.  Nosotros porque somos de aquí y ya estamos acostumbradas, pero acordate que ella es de otra parte y en el extranjero no se ven estas cosas; pobrecita, se puso deviaje berreja, berreja, antes de caer redondita.  Gracias a Dios ai nomás estaba su marido francés que la alzó y buscó cómo llevársela aunque fuera de arrastrada.
            Pronto se corre la voz por el vecindario: “Ya trajeron de León a Rigoberto López, el poeta que baleó a Somoza. . .  Allí está el poeta López Pérez, el que tiró a Tacho. . .”  Y venciendo el temor, la gente sale de sus casas, cruzan las calles, y se van arremolinando a su alrededor, y no hay quien no se horrorice al mirar el cadáver, porque le han vaciado los ojos, tiene el cráneo fracturado y la mandíbula desbaratada a patadas y culatazos.
            ─Qué barbaridad ─dice Leopoldina, y reconoce que “sí, tenés razón Feliciana, no hay quien no se espante; no hay madre que no piense en sus hijos al ver a este muchacho todo morateado y destripado”.  (Sí, Leopoldina, digo yo ahora, sí, Feliciana, no era para cualquiera y menos para mí, haber visto aquel amasijo de coágulos y moretones y huesos quebrados yaciendo en unas andas ensangrentadas.)  “Pero nos aguantamos”, prosigue Leopoldina, “porque no tenemos de otra, si ya se sabe que nacimos en este país donde se juntan todas las desgracias del mundo”.
            Afligida, Feliciana ya no le pone atención, y se vuelve conmigo a la casa porque estoy temblando.  Me lleva al pantry a beber agua, y en eso fue que entró volando Leopoldina que también se había regresado detrás de nosotras, y atravesando las estancias como una ráfaga, va y le grita a mi padre la noticia del muerto.  Corre mi padre hacia el zaguán y me desprendo de Feliciana para seguirlo, pero me quedo clavada en el portón cuando él sale a la calle y se encamina a la morgue.
            Momentos después, diviso a mi padre que, apartándose del grupo, regresa cabizbajo.  Su silueta alta y delgada está un poco encorvada, y viene negando con la cabeza el horror que acaba de presenciar.  Lo veo pálido, demudado, silente. . .  y me parece como que de pronto su cuerpo se ha adelgazado más.  Sí, se ha enflaquecido tanto, que de un momento a otro su traje de lino blanco le ondea sobre el cuerpo como una vela.  De repente, su delgadez extrema lo ha convertido en figura de El Greco.
            ─No lo vean, se van a enfermar ─les advierte a las tías Clemencia y Constanza que han salido de la casa y ya cruzan la calle; y al divisarme en la entrada del zaguán, echa hacia atrás la cabeza con ademán imperioso─: Para adentro inmediatamente, niña ─me ordena, sin sospechar siquiera que ya vi el cadáver; y al punto desaparezco como un conejo bajo un lavandero.
            Cuando esto sucedió, yo tenía cuatro años.  Qué se piensa a esa edad, no lo recuerdo bien, sólo sé que en la penumbra de esa cueva de cemento me sentía protegida de algo aterrador que carecía de forma definida, de una tiniebla impenetrable y poderosa que amenazaba con engullirnos; de algo inasible e inexplicable, pero tan maligno que me causaba desasosiego y pavor, que me erizaba la piel y me invadía las entrañas revolviéndome el estómago.  Mi padre se agacha a buscarme y me ve detrás de un balde de ropa en jabón.  Me ruega que salga, que me va a hacer daño la humedad, el moho, lo helado del cemento; me alarga su brazo: “Dame la mano hijita, salí de allí, no seas testaruda, nada te va a pasar”.  Pero estoy paralizada, no logro moverme y no puedo controlar los espasmos de mi estómago que salta como una ardilla, hasta que ya no resisto más y vomito todo el espanto que tenía anidado en las entrañas.  Horrorizada ante mi propio vómito, lloro de miedo y de asco al verme bañada en aquel líquido tibio y pestilente como leche cortada, y mis zapatos rojos de gamuza, mis favoritos que no quería quitármelos ni para dormir, hechos una ruina.  “Feliciana, Feliciana”, lloro desconsolada, y ella acude a sacarme, a rescatarme porque no dejo que nadie más me toque, sólo mi china Feliciana, mi nana que conoce todas mis desgracias personales, que a nadie le contó la vergüenza que pasé cuando me oriné del pánico porque la monja del Kinder, Madre Gaitanina, me castigó encerrándome en el cuarto oscuro con láminas de culebras y serpientes colgadas de las paredes, asegurándome que esos demonios me jalarían de las mechas para llevarme al Infierno, por inventar historias y mentir.
─Ya no tengás miedo, mi amor, vení, salite de allí.
─Quién es ese Somoza, Feliciana, decime.
─Un hombre malo que el poeta baleó.
─Pero por qué lo baleó, Feliciana.
─Para que saliéramos dél, mi niña.
─Entonces por qué mataron al poeta.
─ Unos bandidos groseros lo mataron.
─No te entiendo, Feliciana, decime qué es un poeta, qué es lo que hacen y por qué los matan. . .

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Managua, Nicaragua, 1950.
Es autora de siete poemarios en español; el más reciente, La violenta espuma (Visor, 2017). Ediciones bilingües de sus libros han sido publicadas en los Estados Unidos e Inglaterra. Es traductora de poesía y editora de una colección de ensayos y de varias antologías —entre ellas, la primera antología de mujeres poetas nicaragüenses publicada en su país—. Su poesía está incluida en el Oxford Book of Latin American Poetry y en numerosas antologías en treinta idiomas. Ha recibido el Premio Nacional de Poesía Mariano Fiallos Gil (1977) y la beca del California Arts Council en poesía (2002), entre otros. Actualmente da clases en la Universidad Estatal de San Francisco. Zamora fue combatiente del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). Fundadora del Centro Nicaragüense de Escritores (CNE), de la Asociación Nicaragüense de Escritoras (ANIDE) y de la Coalición de Mujeres en Nicaragua, Zamora es conocida por su lucha en defensa de los derechos de la mujer.