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El que nunca deja de crecer

1 octubre, 2014

Ya he contado otras veces que mi primer encuentro con Julio Cortázar ocurrió en  abril de 1976, en San José de Costa Rica. Llegaba él para dictar un ciclo de conferencias en la sala mayor del Teatro Nacional, invitado por el recién fundado Colegio de Costa Rica, una iniciativa de la entonces Ministra de Cultura Carmen Naranjo, y entonces, Ernesto Cardenal, que también se hallaba allá, lo invitó a visitar Solentiname, el archipiélago del Gran Lago de Nicaragua donde tenía su comunidad religiosa.


En su cuento “Apocalipsis en Solentiname” Julio relata ese viaje: “Sergio y Óscar y Ernesto y yo colmábamos la demasiado colmable capacidad de una avioneta Piper Aztec, cuyo nombre será siempre un enigma para mí pero que volaba entre hipos y borborigmos ominosos mientras el rubio piloto sintonizaba unos calipsos contrarrestantes y parecía por completo indiferente a mi noción de que el azteca nos llevaba derecho a la pirámide del sacrificio. No fue así, como puede verse, bajamos en Los Chiles y de ahí un yip igualmente tambaleante nos puso en la finca del poeta José Coronel Urtecho, a quién más gente haría bien en leer…”    

Oscar es el cineasta costarricense Oscar Castillo. En la pista aérea de Los Chiles nos recibió Coronel Urtecho, que vivía en retiro en la finca Las Brisas, junto al río San Juan, y de allí fuimos por lancha, navegando las aguas del lago, hasta Mancarrón, la mayor de las islas del archipiélago, donde estaba establecida la comunidad. Era un sábado. Fue un viaje clandestino, porque pasamos de lejos el control militar del puerto de San Carlos, un poblado en la confluencia del río San Juan con el lago. Nunca se enteró Somoza de aquella visita de Julio Cortázar a Nicaragua, en perpetuo estado de sitio.

Como eran tiempos ya de conspiraciones, Julio conoció ese rumor subterráneo de rebeldía que empezaba a crecer desde lo hondo del país, cansado ya de una dictadura dinástica de medio siglo, una rebeldía que tres años después barrería con esa dictadura y pondría en marcha una revolución, la última revolución triunfante del siglo XX en América Latina.

Al día siguiente, Ernesto celebró su misa dominical a la que acudían en bote los campesinos de todo el archipiélago. Era una misa dialogada. Después de la lectura del evangelio se abría un diálogo entre todos los asistentes para comentarlo. Ese domingo tocaba el prendimiento de Jesús en el huerto (Mateo 26, 36-56). La conversación está transcrita en el libro El evangelio de Solentiname, que reúne el registro de los diálogos de las misas a lo largo de varios años. Quienes tomaron la palabra esa mañana eran en su mayor parte muchachos que luego se hicieron guerrilleros, y cayeron en la lucha casi todos. Las construcciones de la comunidad, aún la iglesia, fueron más tarde incendiadas y arrasadas por el ejército de Somoza.

Cuando Ernesto lee el pasaje de las treinta monedas que recibe Judas por entregar a Jesús, Julio comenta: “el evangelista estaría usando una metáfora; como nosotros también la usamos cuando alguien se vende al enemigo, y decimos que se vendió por treinta monedas”. Luego de que doña Olivia, una  campesina, dice que el dinero es la sangre de los pobres, Ernesto agrega que Somoza es dueño de una compañía llamada Plasmaferesis S.A. que compra la sangre a los menesterosos para vender luego el plasma en el extranjero, y que a la compañía le quedan varios millones de ganancia cada año. “De ganancia líquida”, comenta Julio, “es un negocio vampiresco”.

Después viene el pasaje en que Pedro desenvaina su espada y corta la oreja a uno de los sicarios, y Jesús le dice que quienes pelean con la espada, morirán por la espada. Un mandamiento que resulta comprometido, en tiempos en que se gesta la rebelión contra Somoza. Yo digo entonces que Jesús ha elegido un método de lucha que es su propia muerte. No quiere que otros se interpongan impidiéndole convertir su muerte en un símbolo. Oscar Castillo opina que no tenía objeto pelear porque estaban de todos modos perdidos. Entonces dice Cortázar: “Sí, yo estoy de acuerdo con lo que dice Oscar, que fue una decisión táctica que había que tomar en ese momento para que sobrevivieran los discípulos, si no los hubieran matado a todos. Si los discípulos no han huido, hoy día no existiría esto”, y al decir “esto” recorre con la mirada la humilde iglesia rural de blancas paredes desnudas, piso de tierra y techo de teja.

A continuación lee Ernesto: “¿no sabes que podría pedirle a mi Padre, y él me enviaría ahora mismo más de doce legiones de ángeles? Pero en ese caso, ¿cómo se cumplirían las escrituras, que dicen que tiene que suceder así?”. Y Julio: “Es un pasaje  muy, muy oscuro, que habría que analizar en relación con el resto del evangelio. Pero es evidente que toda la vida de Jesús va cumpliendo una tras otra las profecías que se han hecho de él; digamos que él es fiel a las profecías, a un plan preconcebido; entonces no puede dejar de cumplir la última, que es su muerte. Sería un contrasentido de su parte pedir que vengan doce divisiones de ángeles, no lo puede hacer, no quiere hacerlo”.

Yo digo que Jesús está advirtiendo que no se puede confiar todo a los ángeles, que los ángeles no tienen nada que ver con las luchas terrenas, como la del pueblo de Nicaragua contra Somoza. Entonces dice Julio: “una interpretación sumamente tendenciosa, me parece”. Y yo: “ni él mismo creía que pudieran venir doce divisiones de ángeles a ayudarlo”.  Cortázar; “quién sabe, en aquella época los ángeles eran muy eficaces, porque intervienen frecuentemente en la Biblia”. Yo: “en el antiguo testamento, no en el nuevo”. Y Cortázar: “Del nuevo no estoy tan seguro, pero en el antiguo su eficacia está comprobada”.

En ese mismo cuento, “Apocalipsis de Solentiname”, Julio habla de las fotos que tomó a los cuadros primitivos pintados por los campesinos: las islas nutridas de verdura, las aguas azules del lago surcadas por barquitos.  Luego, haciendo ese sesgo peculiar de sus cuentos, donde la realidad cede de manera imprevista, y natural, el paso a lo extraordinario, cuenta que ya de regreso en París, cuando tras revelar los rollos proyecta una noche en su apartamento las diapositivas a colores, en la pantalla, en lugar de aquellos cuadros inocentes empiezan a aparecer escenas del horror diario de la América Latina,  el cono sur y Centroamérica igualados en barbarie, un coche que estalla, prisioneros encapuchados, torturados, cadáveres mutilados.

Pero hay algo aún más singular. Julio está entrando entonces por primera vez  a Nicaragua, y a Centroamérica. Y el horror narrado no queda, como pudiera esperarse de un cuento que al fin de cuentas tiene un sentido político, en denunciar nada más la represión brutal de las dictaduras militares, sino, y he aquí lo singular, denuncia, episodio principal de la trama, el asesinato del poeta salvadoreño Roque Dalton, ejecutado en la clandestinidad por sus propios compañeros de armas tras un juicio sumario, acusado de ser agente de la CIA. La acusación de ser agente de la CIA iba más allá de la ejecución física. Pretendía también la ejecución moral.

Éste es un punto crucial en lo que se refiere a la conducta de Julio frente a los nuevos movimientos revolucionarios en Centroamérica, que es el escenario del continente donde se libraba entonces la lucha armada. Comienza a ser una conducta de antemano crítica, y no está dispuesto a dejar pasar desapercibido un crimen que muchos años más tarde pretendió justificarse como un “error de juicio”.

Después, tras el triunfo de la revolución, sus visitas a Nicaragua, hasta antes de su muerte, fueron constantes. En su retiro del balneario de El Velero, en la costa del Pacífico, estaba con Carol Dunlop cuando recibieron los resultados de los exámenes médicos que marcaban la suerte irremediable de Carol. En la mesa de noche del hospital en París donde Julio murió, había un tomo de poesías de Rubén Darío, tal como lo atestiguó otro poeta salvadoreño, Roberto Armijo. Julio escribió todo un libro sobre su relación con Nicaragua, Nicaragua tan violentamente dulce, y Carol publicó un libro de fotos sobre Nicaragua, Llenos de niños los árboles.

Estuvimos juntos en el acto de nacionalización de las minas celebrado en Siuna en octubre de 1979, un acto histórico de proclamación de soberanía. Fue su primera visita pública. Le habían robado en Panamá los pasaportes, a él y a Carol, y entraron en Managua con pasaportes nicaragüenses en el avión que hasta hacía pocos meses había pertenecido a Somoza. Julio se sentó en el asiento que solía ocupar Somoza, un asiento que según sus recuerdos olía al cuero de que estaba forrado.

A Siuna fuimos en un avión militar de la desaparecida fuerza aérea de Somoza, un avión de bancas transversales y que parecía más bien un autobús destartalado. En un pedazo de una bolsa de mareo, entre los sobresaltos del vuelo de regreso, me escribió:
Sergio: nunca dejaré de agradecerte que me hayas permitido la oportunidad de volar en un avión con una escoba. Por si no lo creés, la escoba está junto al asiento de Carol.

Estuvieron ambos en la vigilia de Bismuna junto con otros escritores, una vigilia destinada a mostrar respaldo en contra de las amenazas de agresión militar que el gobierno de Reagan lanzaba todos los días.

Y fuimos juntos, también, a actos de entrega de títulos de reforma agraria en varias comarcas del departamento de Rivas, y a la inauguración de una microempresa. Eso fue en octubre de 1983. Julio lo recuerda en un “Minidiario” recogido en Papeles inesperados:

“Si al marqués de Sade le hubieran gustado las microempresas ─y esto se prestaría a muchos juegos de palabras─, merecería ser el dueño de la de Güiscoyol, porque han instalado la tribuna de frente al sol de las tres de la tarde, nos sientan en una fila de sillas como que fueran a fusilarnos (¿ustedes sabían que en alguno de nuestros países se tenía esta delicada atención para que el condenado estuviera más cómodo?) y ahora los discursos me parecen maratones, las obras completas de Balzac, las arengas de Fidel, con el sol empujándome la cara, juro que es cierto, moriré convencido que la teoría corpuscular de la luz es la única verdadera, qué ondas ni qué ocho cuartos, son piedras, hermano. Y otra vez tragos pero al sol, y yo agarro mi cerveza y encuentro un árbol  perdido por allí y le digo que es mi árbol, que lo amo apasionadamente, no sea cosa que se me vaya de golpe, puede pasar en este país de locos. Y la cerveza está caliente, para decirlo todo… cambio delicioso y merecido una hora más tarde: Sergio inspecciona una fábrica para procesamiento de langostinos y camarones, donde los enormes hangares tienen por lo menos el aire de ser frescos… vuelvo a subir al horrendo jeep un poco menos muerto que antes, pero el turco me espera con el palo encebado y mi único consuelo es Vlad V, el príncipe rumano que se vengó de los turcos empalando a diez mil de ellos y de pasó originó la leyenda de Drácula…”

Y fuera de Nicaragua, desde París, fue un defensor oficioso de la revolución en artículos de prensa, en comparecencias de televisión donde quiera que fuera necesario, en Barcelona, o en Londres. Tengo la impresión de que las causas se tomaban más en serio que ahora, o es que las causas han cambiado de naturaleza. Julio, como Carlos Fuentes, o como José Saramago, fueron defensores de causas muy a la manera de Voltaire, el primer defensor ciudadano de la historia. Y ya no quedan muchos de esa especie en extinción.

2

Para los escritores de mi generación en América Latina, la década de los sesenta abrió más de una perspectiva, porque fue una década de retos, desafíos e interrogantes como ninguna otra del siglo XX. Entrar en el universo de la escritura precisaba de héroes literarios, como siempre ha ocurrido, y de íconos envejecidos a los que destronar, como siempre ha ocurrido también. Pero más allá de ese ámbito de preferencias y rechazos en la literatura, campeaba la rebeldía frente al orden establecido y frente a los modos imperantes de vida, y el hecho de escribir no se separaba de la idea de acción para trastocar el mundo.

Es obvio que teníamos frente a nosotros la realidad de nuestros países marginados donde todo estaba por cambiar, pero aspirábamos no sólo a un cambio de la realidad, sino también de todos aquellos usos de conducta social e individual que eran parte de la realidad de miseria y atraso. Un solo frente de rebeldía.

Los años sesenta fueron vertiginosos. Los roaring twenties, esos años veinte que ensalzó José Coronel Urtecho, se le quedaron cortos. La muerte del Che Guevara en Bolivia en 1967 le dio un resplandor ético a la ansiedad por un mundo nuevo que debía levantarse sobre los escombros del otro que creíamos despedirnos, al que los Beatles habían puesto la primera carga de dinamita con su primer álbum en 1962.

Era a ese mismo mundo nuevo abierto en el horizonte al que Julio Cortázar venía a dar las reglas de juego con la publicación de Rayuela un año después, en 1963. Esas reglas consistían, antes que nada, en no aceptar ninguno de los preceptos de lo establecido, y poner al mundo patas arriba de la manera más irreverente posible, y sin ninguna clase de escrúpulos o concesiones.

Hablando con la nostalgia de toda edad pasada que siempre fue mejor, a menos que aceptemos la petición de principios de Alejandro Serrano, de que todo futuro fue mejor, diría que entonces las causas, aquellas por las que manifestarse y luchar eran reales,  podían tocarse con la mano. Se vivía en una atmósfera radical, en el mejor sentido de la palabra, un radicalismo implacable que compartían viejos como Bertrand Russell. Los principios eran entonces letra viva y no como hoy, reliquias a exhumar. La palabra causa tenía un aura sagrada.

En los sesenta estaba de por medio la lucha por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos, la guerra de Viet Nam, las dictaduras en Grecia, en América Latina, o en España y Portugal, la lucha por la descolonización en Asia y en África. Un solo gran concierto de rock como el de Woodstock podía interpretar todo esa rebeldía espiritual. Y aún el envejecimiento de las universidades, que se había vuelto momias crepusculares, era una causa por la cual salir a las calles.

Las jornadas de rebeldía en las calles de París en la primavera de 1968, y la masacre de estudiantes en la Plaza de Tlatelolco en México ese mismo año, tuvieron como detonante la obsolescencia académica, para transformarse después en reclamos por el cambio a fondo de la sociedad anquilosada y mentirosa.

El espíritu de Julio Cortázar flotaba sobre esas aguas revueltas de la historia que los cronopios querían tomar por asalto, porque los seres humanos quedaban implacablemente divididos en cronopios, esperanzas y famas.

La rebeldía juvenil se encarnizaba contra los modos de ser, y también contra los modos de andar por la vida, porque se trataba de un cuestionamiento a fondo, no de doble fondo. El mundo anterior no servía, se había agotado. Sistemas arcaicos, verdades inmutables. Patria, familia, orden, la buena conducta, los buenos modales, las maneras de vestir. En Rayuela, Cortázar seguía colocando cargas de dinamita a toda aquella armazón. Y no era solamente un asunto de melenas largas, alpargatas, y boinas de fieltro con una estrella solitaria. Todos queríamos ser cronopios, nos burlábamos de los esperanzas y repudiábamos a los famas.

Rayuela planteaba antes de nada la destrucción sistemática de todo el catálogo de valores de occidente, sin plantear propuestas. Se quedaba en una operación de demolición, y no aspiraba a más, porque en las respuestas estaba ya el error. Las propuestas políticas de Julio Cortázar vinieron después, frente a Cuba primero, luego frente a Nicaragua, y casi nunca estuvieron contenidas en sus escritos literarios, salvo en Libro de Manuel, o en los cuentos de Alguien que anda por ahí,  pero sí en su conducta ciudadana. La conducta, hoy tan extraña también, de un escritor con creencias, y capaz de defenderlas.

Y mucho tuvo Julio que enseñarnos sobre ese viaje en el filo de la navaja, cuando el escritor que se compromete no debe comprometer su propia escritura de invención. La libertad de escribir era como la de los pájaros que vuelan largas distancias en perfecta formación, dijo en Managua al recibir la Orden de la Independencia Cultural “Rubén Darío” que le otorgaba la revolución. Cambian de lugar constantemente en la formación, aunque son siempre los mismos pájaros. Un símil de la libertad del escritor.

A lo mejor, en los tiempos de Rayuela, su propuesta verdadera más valiosa se quedó siendo el terrorismo verbal, que conducía de la mano a la inconformidad perpetua, algo con lo que al fin no podían compadecerse las revoluciones una vez en el poder, porque de todas maneras terminan buscando un orden institucional que desde el primer día empieza, por ley inexorable, a conspirar contra la rebeldía que le dio vida a ese poder. Las utopías reglamentadas se vuelven siempre pesadillas. Un viaje desde los sueños a los malos sueños, y de allí a los pésimos sueños.

Viéndolo bien, la rebeldía perpetua del Che, huyendo de todo aparato de poder terrenal y buscando siempre un teatro nuevo de lucha, venía a parecerse mucho a la persecución que de sí mismo hace con todo virtuosismo Horacio Oliveira en Rayuela. La rebeldía inagotable como propuesta ontológica.

No en balde estos íconos de los años sesenta de que hablo se quedaron jóvenes en la memoria, como sucede siempre con los héroes verdaderos, que nunca envejecen. Jóvenes necesariamente según la más estricta de las reglas de canonización de los héroes, de Joseph Campbell. No hay héroes decrépitos. Los Beatles, ya se sabe que nunca envejecieron y siempre los veremos lo mismo en las carátulas de sus discos, sobre todo después del asesinato de John Lennon, que lo arrebató a esa categoría imperecedera del olimpo juvenil. Los dioses, que siempre mueren jóvenes. Y junto con los Beatles, el Che mirando en lontananza, el héroe al que el poder ya no puede nunca contaminar, ni disminuir.

Por eso Julio es también un joven que nunca envejece, como tampoco, según la leyenda, dejó nunca de crecer. Y es que, en realidad, no ha dejado nunca de crecer. Ni de hacerse más joven. Viene de atrás hacia delante, botando años por el camino hasta quedarse en una figura de adolescente que se va haciendo niño, como aquel personaje Isaac McCaslin de William Faulkner en la novela Desciende, Moisés.

3

Julio heredó a Nicaragua su biblioteca de autores latinoamericanos, la que su albacea y dueña de todos sus derechos de autor, su primera esposa Aurora Bernárdez, hizo llegar cumplidamente a Nicaragua; estos libros, donde quedaron sus huellas personales, fueron depositados en la Biblioteca Nacional. Son pocos quizás los que lo saben, pero nos legó una valiosa parte de su patrimonio personal.

Y también quedó su nombre ligado al museo latinoamericano “Julio Cortázar”, bautizado así bastantes años después de su muerte, una de las más importantes colecciones de artes plásticas que existen en nuestra América.

No creo que Julio haya imaginado nunca, cuando llegamos a Solentiname en 1976, que Ernesto Cardenal llegaría a ser el Ministro de Cultura de la revolución que entonces apenas se gestaba, y que en su condición de ministro tomaría la iniciativa de reunir las obras que formarían ese museo, cuya gestión confió a una chilena inolvidable, Carmen Waugh, quien vivió su exilio entre nosotros en compañía del poeta argentino, y universal, Juan Gelman. El mismo Ernesto recuerda la creación del museo de esta manera:

“En julio de 1980 para el primer aniversario del triunfo de la revolución sandinista se realizó en Roma un gran evento cultural organizado por latinoamericanos residentes en Europa, al que me tocó asistir. Allí pedí a los artistas presentes la fundación de un museo de solidaridad con Nicaragua, y Carmen Waugh, que antes había realizado el Museo de Solidaridad Salvador Allende, ofreció hacerse cargo de él. Y así se hizo. Inmediatamente ella se movilizó y empezó a reunir una gran cantidad de obras de arte de artistas latinoamericanos importantes residentes en Europa, muchos de ellos en el exilio. Se expusieron como 200 cuadros donados en un museo de París, y me tocó inaugurar esa exposición con el ministro de cultura de Francia Jack Lang, y acompañado también por Carmen Waugh que los había reunido. Pocos días después me tocó inaugurar con Rafael Alberti otra exposición de los pintores latinoamericanos residentes en España. El ministro Jack Lang se encargó del embalaje y el envío de esos cuadros de París a Nicaragua (un total de 300 cuadros). A partir de entonces Carmen se pasó a vivir en Nicaragua como directora del museo y trabajó conmigo estrechamente en el ministerio de cultura de Nicaragua. Fue un museo que hicimos sin dinero, sólo a base de solidaridad, pues no aceptamos ningún cuadro vendido, sino sólo donados en solidaridad con la revolución de Nicaragua. Tal vez éste ha sido el mejor museo de arte contemporáneo latinoamericano, y Julio Cortázar escribió que después de haber estado 30 ó 40 años en París difícilmente recordaba haber visto una muestra tan excelente de pintura latinoamericana. Y esto se debió sobre todo a Carmen Waugh. Nicaragua le está muy agradecida”.

Cuando Julio, en una de sus visitas a Nicaragua, se enteró de la fundación del museo, mostró su admiración por “Carmen Waugh, la compañera chilena que lo ha organizado” y que “me lleva al teatro Ruben Darío en cuyas galerías están expuestas provisionalmente gran parte de las obras,…” tal como lo escribe en el capítulo “Aquí, la dignidad y la belleza”, de su libro Nicaragua tan violentamente dulce.

4

Regreso a Rayuela. Esa novela que podía leerse de cualquier manera, era un manual de ética juvenil pues planteaba categorías que iban más allá de la patafísica que, sin pretenderlo, llegarían a tener consecuencias políticas. Cortázar el desterrado se volvió un autor que leían los revolucionarios clandestinos en las catacumbas, porque planteaba las maneras de no ser, frente a las descaradas manera de ser que ofrecían sociedades como las de América Latina donde no bastaría abolir las injusticias, sino buscar nuevas formas de conducta personal. Al fin y al cabo, se estaba en rebeldía no sólo en contra de la sociedad, sino en contra de uno mismo, o de lo que habían hecho de nosotros.

Cuando la policía de Somoza hacía el recuento de las pertenencias de los guerrilleros sandinistas asesinados tras el asalto a algunos de los refugios de la resistencia urbana en esos mismos años sesenta,  alguna vez se encontró entre esas pertenencias con un ejemplar manoseado de Rayuela. Y años después Salman Rushdie, en La sonrisa del jaguar, el relato de su visita a Nicaragua en el año de 1986, habla de su sorpresa porque en los mercados de Managua, el nombre de Cortázar, el autor de “la diabólicamente esotérica y complicada Rayuela” hubiera llegado a ser popular entre las gordas mujeres de delantal que servían la comida en las largas mesas comunales. Allí comió Julio alguna vez.

No es, por supuesto, que las mercaderas de Managua leyeran Rayuela, como si fueran personajes sacados de Paradiso de Lezama Lima, o como de verdad lo hacían los guerrilleros en la clandestinidad. Es que el nombre de Cortázar había llegado a sus oídos por razones políticas.  Desde luego, Cortázar era ese defensor fervoroso de la revolución que de alguna manera había ayudado a detonar con aquella novela todo un catálogo de ajustes de cuentas.

¿Por qué un guerrillero habría de leer Rayuela? Porque Rayuela, insisto, fue un libro para jóvenes, un libro de iniciación.  Para construir, ya se sabe, es necesario primero destruir, ir a fondo en el cuestionamiento, insistir en las preguntas. Incesantes preguntas.  La conducta, hoy tan extraña, de un escritor con creencias, y capaz de defenderlas, aún a riesgo de parecer ingenuo frente a la majestad no siempre benévola de los sistemas políticos, o frente a quienes prefieren atrincherarse en la neutralidad, a cubierta de todo riesgo.

Y en este punto quería desembocar. Alguien podrá preguntarse si Cortázar fue crítico de la frustrada revolución nicaragüense. Yo no diría que crítico, sino vigilante. Si durante la década de poder se acumularon errores, la verdad es que los pecados capitales fueron cometidos después de la derrota electoral de 1990, cuando todo el código de valores éticos fue malversado y el heroísmo de muchos se convirtió en rapiña.

Y de todas maneras, a Julio le tocó vivir los primeros años de la revolución, esos años en que los sueños aún no daban paso a las pesadillas. Pero si de algo estoy seguro, es que Julio encontró en Nicaragua en aquellos años primeros, la frescura y la libertad de conducta, la improvisación, el desenfado, la ausencia de formalidades, y las inspiraciones, que para entonces en Cuba ya no existían.

La revolución planteaba un modelo que no presuponía un partido único, ni medios de comunicación únicos, ni un pensamiento único. Ni una estética, ni un arte, ni una literatura únicos. Se ensayaba la diversidad, que poco a poco fue entrando en riesgo, en la medida que la guerra de agresión crecía con toda su brutalidad de muerte y ruina. Pero al fin y al cabo, el fin del período de los diez años de revolución fue marcado por unas elecciones libres y limpias, algo que Julio ya no vio.

Seguramente habría aplaudido esa decisión de respetar la voluntad popular. Pero no quiero especular sobre lo que Julio hubiera hecho o no hubiera hecho. Y no quisiera pensar en su decepción al ver lo que quedó de la revolución después de aquel sueño de cambio que acompañó desde el principio.

Pero si de algo estoy seguro es de que Nicaragua hubiera seguido siendo para él, violentamente dulce.

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Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.