Ficción: El rumor de la muerte acabó con la aurora

1 junio, 2022

Presentamos un adelanto de la nueva edición de La fuga, libro de cuentos del nicaragüense Berman Bans que apareció primero en 2013 bajo el sello de Leteo ediciones y que publica ahora la editorial Quiebraplata como parte de su primera colección. Más información sobre este y otros títulos de Quiebraplata puede ser encontrada en quiebraplata.com.


Llegamos a la casita de minifalda con los tres bolsones de pan tostado para acompañar a los Arriola en cumplida solidaridad. Doña Coco y sus tres hijas solteronas, sentadas en la sala, ya habían comenzado a rezar el rosario; desde el andén, por la ventana abierta, reclinadas bajo el derrame de luz amarillenta, podían verse sus cabezas dirigiendo en primera fila el murmullo monótono: sirenas anunciadoras que tan sólo de oírlas te metían en un horrendo letargo de ancestrales terrores balbucientes. De todos los velorios de ese año, es lo primero que me viene a la mente, ese murmullo como vaivén de olas incansables anunciando la muerte sin precisar nombres, ni estados de coma, ni ruidos de disparos.

Las sillas plegables de madera, que en ocasiones más triviales o felices eran alquiladas para piñatas infantiles, fiestas de quinceaños o mítines del CDS, ocupaban, en círculos desordenados, toda la calle de adoquines, cerrando el paso a los carros que se aventuraban por ese tramo, quizás buscando un atajo hacia la calle asfaltada de los moteles en la zona norte del barrio. 

La mayoría de los círculos, en la calle y los andenes, estaban conformados por los deudos más inverosímiles, desde los bolos empedernidos de la cantina Don Chago hasta los tahúres marihuaneros del mercado Periférico, pasando por Los Guachipilines, la pandilla de adolescentes que se mantenía, día y noche, en el callejón de tierra de al fondo, entre el taller de mecánica y los billares San Vicente. 

Tomando café negro y alejados de los jugadores de cartas o de tablero, compartiendo con sus caras solemnes esporádicos cuchicheos, estaban algunos parientes y vecinos cercanos a la familia doliente. 

En el congestionado andén frente al porche de la casa nos topamos con Sugey, la hija de doña Julita, la dueña del molino. Iba hacia la calle con una bandeja de plástico colmada de vasitos humeantes, el pelo largo amarrado en trenza, la sonrisa amplia como bandera al aire, las caderas en un compás increíble. La acompañaba por delante una señora delgada, enjuta, prematuramente marchita, que cargaba la bandeja de los panes untados con mantequilla, mientras con voz chillona pedía vía libre al pasar frente a nosotros. 

En la entrada de la casa nos encontramos al Chino Vílchez con el Chele Hueso, compinches inseparables de Memo Arriola. Tenían unas caras de agüevados que no eran para menos. Hedían a guaro, a sudor decrépito. Pasamos apenas saludando y seguimos directo a la cocina a través de un pasillo estrecho y húmedo formado entre el muro de los vecinos y la pared de la sala donde las mujeres, entre llantos y rezos, velaban el ataúd de madera color negro mate con la tapa levantada. 

Dejamos los bolsones de pan en la mesa de la cocina. Mi papá dio ahí mismo sus condolencias de parte de mi madre, a quien, como todos sabían, acababan de operar de la vesícula y no podía asistir porque le hacía daño el hielo del muerto. Mientras mi viejo trataba de consolar el llanto casi silencioso de la madre del Memo, Sugey entró, reduciendo aún más el espacio estrecho, congestionado de mujeres y niños, de la desordenada cocina. Venía con el rostro sudado, la bandeja ocupada por algunos vasos sucios, caídos o embrocados. Llevaba ese vestido verde lima ajustado a la cintura que había estrenado hacía un par de navidades, más o menos por la misma fecha en que llegó al barrio a sumarse a nuestros juegos de arriba, el cero escondido y mando mando con sus catorce abriles, su pelo castaño lacio, su atlético cuerpo espigado y su fuerte acento norteño. 

—¡Idiay, cipote! —me dijo con el tono cantadito de su voz afónica, inconfundible. Colocó la bandeja en la mesa donde la mama de Memo Arriola solía palmear tortillas, mientras doña Nidia, una de las tías del difunto, procedía a colocar los vasos plásticos recién lavados para colmarlos de café hirviente; todo por continuar con la repartidera interminable entre el desorden de vagos, vecinos curiosos e indiferentes jugadores dispuestos a compartir su insomnio en común con los deudos del Memo toda la madrugada. 

—Trajimos pan —le dije mirándole los labios carnosos. 

—¿Ah, sí? —respondió, dejando la boquita entreabierta por un par de segundos. Me parecía increíble que, apenas la noche anterior, esa misma boca me hubiera succionado la lengua y los labios mientras nos escondíamos abrazados detrás del quelite de don Armengol. Ella, como adivinando lo que yo estaba pensando, me ofreció una sonrisa cómplice que de pronto interrumpió para ponerse a abrir los difíciles nudos de las bolsas que habíamos llevado. Al final le ayudé a romperlas a la fuerza, porque la señora enjuta ya estaba ahí y nos miraba con un gesto de reproche, como si la estuviésemos atrasando. 

—… ‘ta bueno, es mejor el pan tostado. Es tequioso eso de estar poniéndole mantequilla a los bollos —dijo la señora, complacida—; además, así se los llevamos de un solo… 

—Mirá, si te piden, no me les des café a mis chavalos, que después no duermen nada y mañana tienen clases —dijo doña Nidia al terminar de chorrear con un pichel el café caliente en el último vaso que faltaba para colmar la bandeja. 

—Tarde me lo dijiste… si ya se zamparon un pocillo cada uno… y de repente nos piden otro… —dijo la señora del pan con mantequilla, mientras Sugey, cerrándome un ojo, se abotonaba el broche suelto del escote, ocultando así, con la premura de sus largos dedos, la íntima blancura de la piel que a la luz de la cocina destacaba sudorosa entre la firmeza de sus senos. 

—Cualquier cosa que necesite, usted sin pena me avisa —le oí decir a mi papá dirigiéndose a la madre de Memo Arriola, quien, en la entrada de la cocina, intentaba decir graciah, graciah entre recortados sollozos. Mi viejo insistía, haciendo llorar más a la pobre señora, en que su hijo nos había trabajado tantos años en el tramo del mercado, que eso de no sé cómo le vamos a pagar ahora era lo de menos. Un empleado ejemplar al que siempre recordaría por su alegría, su puntualidad y su incuestionable lealtad, mucho antes de esa enfermedad invencible… Quiso decir mucho antes del guaro, de la pega, de la cárcel, de la hepatitis y el cuadro cirrótico; mucho antes de las vagancias con el Chino Vílchez y el Chele Hueso por los callejones ingratos de los bajos fondos; no lo dijo, pero seguro lo pensó, pues era parte de su retahíla moralista entre nosotros cada vez que se enteraba de la última trastada del Memo Arriola, ahora sí lanzado a la calle de en medio sin ninguna esperanza de retorno. 

Salimos a la calle. Saludamos a don Guillermo, el sastre, y a don Miguel, el pulpero; dos viejos viudos, canosos y reumáticos que vivían en el barrio, al parecer, desde la época del primer Somoza. Sentados en sus respectivas sillas de madera plegable, degustaban con rápidos sorbos ruidosos el café negro en pocillos de plástico, rodeados por tres de mis primos, aficionados recurrentes de sus cuentos de aparecidos y crímenes supersticiosos. Pensando en mi negativa complaciente, hecha con señas de cabeza a la Sugey cuando, apenas moviendo los labios, ella me preguntó en la cocina si ya me iba, le dije a mi papá que me quedaría un rato con mis primos oyendo las loqueras de ese par de viejos ocurrentes. Me dijo que no llegara muy tarde a la casa y que no me fuera solo, y me recordó que a la mañana siguiente, tempranito, había que recibir el cargamento de útiles escolares, pues en quince días comenzaba la temporada de colegio que, después de la palmazón de enero, era el mejor tiempo para el negocio. Se despidió de los dos hombres canosos, luego celebró la derrota inesperada del León ante los Dantos, el equipo del Ejército, por paliza de 9 a 0, sólo para joder a mis primos leoneses con las hazañas del pícher Luis Cano y sus indescifrables curvas de fuego rápido. Y así se retiró, podría decirse que contento, balanceando su guayabera blanca entre las sillas atestadas de gente, respondiendo con falsa condescendencia los saludos expresivos de los bolos que jugaban al tablero.

Cuando Sugey salió con su bandeja tambaleante y me miró bostezando en la rueda exclusiva de los dos viejos cuenteros, me sonrió con una cara de triunfo iluminado que ahora es lo que mejor recuerdo de su rostro. No su tristeza de norteña metida en los calores de los barrios orientales, aguantando los espantosos días sudorosos sin apenas quejarse. O su gesto resignado de obrera sin salario metida en el molino de su madre casi todo el día. La derrota apoderada de su silencio y aposentada en su mirada de ojos verdosos cada vez que reprobaba la clase de física o de matemáticas. De seguir así, nunca iba a bachillerarse. O peor aún, aquel rostro lloroso como manzana marchitándose al desnudo cada vez que me contaba los maltratos de Mainor Loco, a quien, a saber por qué, el año anterior, y a escondidas de su madre, ella misma había aceptado como novio después de tanto insistirle que no y que no, hasta que al Mainor lo agarraron las patrullas de prevención en la Pink Panther durante un concurso de break dance, y fue a aparecer en Mulukukú tres semanas después para desconsuelo de su madre y alivio de nosotros, que debíamos soportar sus bromas pesadas, sus casquines y sus patadas cada vez que le venía en gana hacernos sentir la superioridad de su edad y de su fuerza. 

Creo que Sugey lo aceptó por lástima. Tal vez le dio pesar saber que ese boludo no aguantaría ni un mes metido en la montaña. A la larga se conmovió al pensarse a sí misma como la novia del soldado que se marcha a la batalla, o simplemente algo compasivo se le movió por dentro como para que lo aceptase. No creo que lo hiciera con la esperanza de que se muriese en la guerra y librarse de él de una buena vez. La Sugey no era así. No era como las otras mujeres. Pero ¿quién entiende a las chavalas? 

El problema empezó más o menos a los nueve meses de haber sido movilizado Mainor Loco, cuando en cada permiso que recibía se venía a verla reclamándole, al principio suplicante y luego exigente, que por qué ya no le escribía esas cartas tan bonitas… que si ya no lo quería… que si no sabía que esas cartas lo protegían del hambre, de la humillación y de la matancina más inminente… Y era que yo me había hartado de escribir por ella aquellas sartas de cursilerías para mantenerlo animado en las montañas de Jinotepe. También ella se había cansado de transcribirlas y de ponerse roja de la vergüenza cada vez que yo le corregía los errores múltiples de ortografía producto de su dislexia. 

Creo que fue desde la segunda carta, o quizá la tercera, que empezó a hablarme más de ella que de él. Y redactando me parece que la tercera o la cuarta, sin sospechar lo que estábamos provocando, empezó a interesarse más en mí que en él o en ella misma; preguntaba por mis gustos, indagaba por mis disgustos; se interesó en mis opiniones sobre la guerra y en mi arrechura contra la burocracia en las filas de racionamiento, cada mes más largas y caóticas, comparándolas con las comodidades de la Diplotienda a la que sólo algunos privilegiados seguían teniendo acceso. Ella me decía que le gustaba cómo decía esas cosas aunque no las entendiera mucho. 

Cuando me desahogaba con ella señalando las evidentes contradicciones del gobierno, ella me escuchaba atenta, diciéndome que a la larga yo era muy cipote para andarme preocupando por eso, y luego me acariciaba el pelo y yo me olvidaba de todo. La cosa es que para la quinta carta, según recuerdo, ya sólo se interesaba en mis pláticas o en nosotros, hasta el punto de que decidimos que ya las cartas no eran necesarias como pretexto para vernos. Nuestro centro ya éramos nosotros, más que ese fantasmal y oscuro destinatario cuyo nombre apenas si mencionábamos con la misma incertidumbre con que la gente hablaba, metida en pánico, de la próxima invasión gringa apoyada por Reagan y el congreso norteamericano. 

Además de estar cerca de ella, sé que escribir esas cartas también había sido una manera de desquitarme de ese mal parido indeseable cuyas humillaciones constantes solían mantenerme alejado de las calles y las esquinas del barrio. Por supuesto, no me percaté de la fosa que estábamos cavando. 

Al principio de sus visitas, él empezó a aparecer con reclamos por la ausencia repentina de las cartas. Luego empezaron los maltratos, verbales y psicológicos. No se atrevía a pegarle en la cara porque sabía que su mamá lo denunciaría. Y si lo denunciaba, sería como a un cachorro de Sandino recién reclutado y se acabarían los pases conseguidos por conecte con uno de sus tíos, al parecer miembro de contrainteligencia, y ahí sí lo joderían en su vida de movilizado. Nunca le pegó en la cara. Pero la amenazaba. Eso me lo decía ella, con una mirada de lástima despojada de todo miedo, liberada de todo odio. Luego le empezaron los celos. Qué me vas a decir, si a vos te andan hambre todos estos chavalos en este barrio mierdoso… Decime quién es el que me pone los cuernos para colarlo a plomazos… a mí nadie me juega la comida… que me des un beso te digo o ¿querés que te meta tu vergazo?

No, no era ese rostro de ángel desolado cuando me contaba de los moretones en los brazos el que ahora me sonreía llevando la bandeja de vasos sucios de regreso a la cocina. 

Quique, el menor de mis primos, me encendió el cigarrillo Alas, sin filtro, estilo cubano, mientras los viejos seguían con su cháchara incomprensible, de que la muerte se había equivocado en esta ronda al pasar por el barrio. 

—… Guillermo, vos sabés, la del chavalo ése no cuenta hasta que encuentren el cadáver… —decía don Miguel, sobándose con la mano derecha la barba mal afeitada. 

—Eso es lo que me extraña… pero si no la contamos, como debe ser, ¿cómo va a empezar con cirrosis? —respondió don Guillermo acomodándose los lentes de marco de carey en las orejas. 

—Eso es lo raro, jodido, ella siempre empieza sus rondas con una violenta. ¿Será que ésta la podemos tomar como un anuncio antes de medianoche? —preguntaba extrañado el pulpero, tal vez sin esperar realmente una respuesta lógica. 

—Ella es así, Miguelito… le dan unos caprichos que para qué agüevarnos —dijo don Guillermo sorbiendo del pocillo. Tenía el pelo canoso cortado en plancha a ras del cráneo—. Así fue en el ochenta y cinco, cuando la Panchita se estaba muriendo de aquella infección pulmonar, y ya casi se moría para empezar esa ronda que también se llevó a Beto Castillo y a Goyo Quintero, cuando en eso mataron frente al Marrely al hijo de la Concha Salinas. Cinco puñaladas le metieron saliendo del motel, delante de su querida. Dejó una viuda enferma y cinco chavalos tirados a la calle, esperando la caridad de las oficinas del gobierno. Y hasta media hora después se murió la Panchita. 

—Sí, claro que me acuerdo… Por eso me extraña, ¿ves?… empieza violenta y luego se lleva a unos siete como mínimo… pero ¿cirrosis? —insistió don Miguel como si estuviese hablando de alguna carta vencida en un juego de naipes donde se estuviesen apostando el hígado. 

—Tal vez hubiesen preferido que lo mataran en uno de sus asaltos y que le dieran matarile con su propio cuchillo —les dije a mis primos bostezando con pereza. 

—Pero si le hubiesen dado con su propio cuchillo no se muere de cirrosis, se muere de tétano ese jodido —dijo Luis, el Torombolo, el mayor de mis primos. Todos, menos los dos viejos, soltamos la carcajada.

Yo estaba feliz, pensando en acompañar a Sugey hasta su casa tal vez dentro de media hora, haciéndola pasar por la calle del quelite de don Armengol, donde casi todos, en esos días, prensaban a sus novias, o mejor llevarla despacito por la calle de las fritangas, ya convertida en una solitaria oscurana a esas horas. 

—Bueno, pero la señora puede romper sus reglas —dijo Torombolo—: para eso es la mera mera. 

—O a la larga y sí se envenenó en una de esas borracheras —afirmó Quique—. Ya de último andaba tomándose todo lo que encontraba, es lo que dicen sus hermanas. 

—Nada, chavalos… eso es que la pelona anda con retraso… o es que nos viene una buena tendalada a este jodido barrio —dijo irritado don Miguel escupiendo al suelo; entre sus zapatos blancos de enfermero, ya se formaba un charco de escupitajos espesos producto de su catarro crónico. En eso divisé, por encima de las cabezas de los jugadores de tablero, a Sugey de espaldas, la trenza castaña y vertical ondulando a sus anchas desde el cuello hasta el inicio de sus nalgas evidentes, definiéndose firmes debajo del vestido apretado. Andaba repartiendo café entre las mesas de unos jugadores de cartas taciturnos, medio borrachos, que al pasar le miraron el trasero con descaro, y el grupo de los Urbina, una familia de la otra manzana que ya se iba retirando. 

—Dicen que se murió a las seis —calculó don Miguel con la misma seriedad de un jugador de póker jugándose la última mano—. Pero aún no dan las doce —confirmó mirando su pequeño reloj de cuarzo, tamaño júnior, que a duras penas le abrochaba la gruesa muñeca de la mano enorme—. Bueno, Señora, todavía tiene tiempo de corregir sus errores —añadió con aire reconcentrado mirando al suelo, encerrado en sí mismo, como si de pronto fuese a entrar en un trance. 

En eso Sugey apareció detrás de las mesas de tablero y me hizo señas tocando con su dedo índice derecho la muñeca de su mano izquierda, como señalando un reloj invisible o algún tiempo secreto sólo sabido por nosotros. Le asentí con la cabeza y volvió a sonreír con la misma sonrisa de mujer liberada del energúmeno de su novio, desaparecido hacía meses en un operativo sin que nadie supiese dónde había ido a parar su cadáver después que una emboscada de la Contra destrozara su escuadra en una montaña de Somoto. Mientras ella entraba a la cocina, de seguro a despedirse de las señoras de la casa o tal vez a traer su bolso, decidí ir a orinar y doblé hacia la esquina a unas dos casas del velorio.

Empecé a orinar y noté que estaba nervioso. Me oriné los ruedos del pantalón y la punta de los zapatos pensando en el aliento cálido de Sugey, en la presión de sus senos apretados, en la húmeda suavidad de sus labios deliciosos. Sé que me dispersé fantaseando mientras orinaba largamente contra el muro de piedras canteras delante de un perro café, orejón y flaco, que escudriñaba en el andén unas bolsas de basura gimiendo de manera lastimosa. Pensé en las loqueras de don Miguel y en su fama de brujo, en el ridículo tamaño de su reloj de pulsera, pensé en Sugey y su reloj invisible albergando un tiempo alterno sólo para nosotros. Sé que oriné contra el muro de piedra cantera dibujando a chorros un camello oscuro de tres jorobas con la silueta de una ciudad al fondo. El perro se alejó, llevando en el hocico un pedazo de hueso invadido de hormigas. 

Al percatarme de los gritos parecía que el pleito tenía rato de haber empezado. Subiéndome la cremallera a toda prisa, pude escuchar los alaridos y las imprecaciones de algún borracho furioso, seguidos de los gritos y el alboroto de la gente; esa especie de murmullo anónimo, impotente y asustado que se perdía en la explosión del escándalo incipiente. Pensé en los jugadores de desmoche que estaban apostando en el andén frente a nosotros. Pensé en las pendencias entre las pandillas del barrio. No sería la primera ni la última vez que armasen pleito en medio de un velorio, interrumpiendo los rosarios con sus maldiciones. Me apresuré a regresar, pero me detuvieron los dos disparos. Alguien había detonado una pistola Makarov. Lo supe por ser un disparo con un sonido muy peculiar, seco, inolvidable. Tal vez tiraron al aire para calmar los ánimos. O a la larga el desmoche le había salido caro a alguien. 

Cuando di vuelta a la esquina, me encontré con el desorden. La gente frente al velorio se movía apresuradamente de sus sitios, huyendo de dos figuras vestidas con chaquetas militares en medio de la calle. Frente a ellos una figura delgada, ceñida por un vestido verde lima y de pelo suelto, liso y abundante, gritaba tratando de calmar al tipo de la pistola que ahora amenazaba a su propio compañero para que no se le acercase. Empujado por uno de mis primos, que me salió al paso, sólo pude escuchar la amenaza de Mainor Loco que aún, después de tantos años, no he podido olvidar: ¡O sos mía o no sos de nadie! No la vi desplomarse después de los dos disparos. Torombolo me sostenía contra la tierra boca abajo. Cuando logré zafarme, desde el suelo pude ver a Mainor Loco volándose los sesos ante los alaridos de las mujeres y la impotencia de su acompañante, que se agarraba la cabeza con las dos manos, moviéndose de un lado a otro como un animal enjaulado ante la quietud del cadáver. 

Sugey duró dos semanas en estado comatoso. Falleció una madrugada lluviosa. Su madre vendió el molino y al parecer regresó a Estelí. Nunca la volvimos a ver. 

Después de esa noche, durante tres meses fallecieron veintitrés personas más en todo el vecindario, incluyendo a don Miguel, el viejo pulpero originario de Diriomo. Mis primos, como era su macabra costumbre en cada ronda, anotaron los nombres de cada difunto y asistieron a todos los velorios. Pero al cuarto mes se aburrieron de anotar y luego perdieron la cuenta al empezar la operación Danto 88.

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Managua, Nicaragua, 1976.
Autor de los poemarios Bitácora de un naufragio (Centro Nicaragüense de Escritores, 2011), Huésped de tu sombra (Casasola, 2017) y Tiempo de catacumbas, con el que obtuvo en 2020 el Premio de Poesía Ernesto Cardenal In Memoriam, ha cultivado también la narrativa y la crítica literaria. La fuga (Leteo, 2013), su primer libro de cuentos, se reeditó en 2022 bajo el sello de la editorial Quiebraplata. Bans ha realizado estudios superiores en Filosofía y pertenece a la Orden de Hermanos Menores Capuchinos, ejerciendo el sacerdocio católico desde 2011. Es director de la revista electrónica Álastor (www.alastorliterario.com).