El salvadoreño del año
1 octubre, 2013
«»El salvadoreño del año» es el primer cuento que escribo. La idea original me la inspiró un cuento de Isaac Asimov, «Sufragio universal». Este nos describe un mundo utópico —o distópico, depende de cómo se le mire— en el que una supercomputadora elige al ciudadano único facultado para elegir al presidente de los Estados Unidos. Mi relato, «El salvadoreño del año» es el producto (literario) de mi retorno a El Salvador después de 20 años de ausencia, aunque también buscaba darle al relato un sesgo onírico. Uno de los resultados de este retorno es descubrir que el país rebosa de “cuentos” y que tengo que escribirlos.»
Cuando Geovanni recibió la noticia pegó un salto que casi le abolla la cabeza: lo habían seleccionado el Salvadoreño del Año. Le aguardaba una ceremonia de investidura, la entrega de premios, y para cerrar la velada, la participación de un grupo de danza (invariablemente el Ballet Folklórico Nacional, invariablemente interpretando El Carbonero). El escogido también recibe una estatuilla: el gecko azul cobalto que representa las virtudes de la salvadoreñidad. El año anterior el propio vicepresidente de la república hizo la entrega del gecko y previamente el cantante Piss of Mind, un rapero de origen salvadoreño de Orange County, California, también conocido como “Segunda Oportunidad” o “Second Chance”. Obviamente, el momento supremo ocurre al desvelarse la identidad del elegido, que es seleccionado por una supercomputadora del Ministerio de Gobernación (MINGOB) usando un programa desarrollado por ingenieros indios. Previamente a la selección, millones de salvadoreños son examinados y sus datos cotejados cuidadosamente. Practicamente no hay intervención humana en el proceso: se busca que este sea puro, sin tacha. La institución del Salvadoreño del Año o SDA, como también la llaman, sigue despertando expectativa aun con el paso del tiempo. Se ha comprobado que el uso de electricidad aumenta en todo el territorio durante los treinta minutos que dura la presentación, transmitida en 3D. También es un hecho comprobado que la delincuencia se reduce a casi cero durante las horas previas y siguientes a la transmisión, que es seguida en los lugares más insospechados. Un reportero del diario digital La Primicia enviado al penal de Zacatraz para describir cómo los reclusos se congregaban a mirar la entrega de la estatuilla, escribía el año pasado. “Un enorme televisor digital ha sido empotrado en una de las paredes del comedor principal del reclusorio —cortesía de una de los call-centers más importantes del país. Una felicidad contagiosa recorre el salón. Cada recluso ha recibido una hamburguesa junior y una soda, pagados con el fondo de actividades especiales de la Secretaría de Reconversión Social. Apenas arranca el acto y las tonadas de El Carbonero saturan las ondas hertzianas, un aire de fiesta se pasea por el sucio y caluroso recinto. Los internos han dejado de ser criminales desalmados, no quedan en ellos señales de truculencia. Sus risas resuenan bajo el techo de lamina”.
Un día antes de la ceremonia, una conocida empresa empacadora de pupusas organiza un festival de fuegos artificiales en el estadio Grupo Morsa, antes conocido como Mágico González. Todos los salvadoreños se sienten hermanados por la ocasión, algunos despliegan banderitas blanquiazules en sus carros y muchas empresas animan a sus trabajadores a vestir los colores patrios. También es frecuente ver a estudiantes festejando con batucadas a la salida de clases. Por precaución, el Gobierno declara la ley seca 24 horas antes de la ceremonia. El Salvadoreño del Año se celebra el tercer sábado de cada noviembre. Inicialmente, décadas después de la firma de los Acuerdos de Paz, la entrega del gecko tenía lugar el tercer domingo del mes. Pero ese día de la semana arrastra una fea carga de pesadumbre y depresión (el lunes fatal está a la vuelta, los estómagos se encabritan, la gente está del peor humor), así que el Ministerio de Gobernación optó por el sábado. Resultado: los ratings subieron e invaluables patrocinadores (la iniciativa privada se inmiscuye cada vez más) se montaron al barco. La ganadora anterior fue mujer, Yanci Pérez, una dependiente de farmacia de Sensuntepeque. Su predecesor fue el autor de poesía infantil Franklin Chinchilla.
En los días previos al estreno oficial del Salvadoreño del Año, este se convierte en uno de los temas mediáticos del país. Los columnistas más sesudos de los dos principales periódicos no hablan de otra cosa, el asunto se apodera de los espacios matutinos de las estaciones locales de televisión y se cuela en las conversaciones diarias. Abundan las especulaciones y rumores, e inevitablemente proliferan chistes groseros. En las oficinas, la peluquerías, las células de oración, las sesiones de la Academia de la Historia y el gym no se habla de otra cosa. Se dice también que en los países vecinos muchos sintonizan la ceremonia oficial del SDA. Providencialmente, en lo que va de la existencia de la institución nunca se han registrado terremotos, maremotos o tormentas que obliguen a aplazarla. En todo caso, el Ministerio de Gobernación tiene un plan de contingencia para casos de desasatre, y la ceremonía tendría lugar, si bien en formato de austeridad. Obviamente, en los días previos a la elección no faltan personas e intereses que buscan sacarle filo al asunto, especialmente los partidos políticos.
Después de la ceremonia, el Salvadoreño del Año pasa unas semanas de ensueño. Lo invitan a miríadas de eventos, y todo el que vale algo en este país —o aspira a serlo— hace lo posible e imposible por aparecer fotografiado junto a él o ella. El escogido se vuelve ubícuo. Es la sensación del Carnaval de San Miguel, se le invita a coronar a las reinas del Café y de la Panela, hace el obligado peregrinaje a Los Angeles, donde bulle la comunidad de salvadoreños más numerosa del planeta, y ahí recibe las llaves de la ciudad de manos del alcalde. Además, corta innumerables cintas simbólicas y los medios registran su presencia en un listado imposiblemente largo de fiestas rosas, onomásticos, mítines, bautizos y entierros, frecuentemente simultáneos, como si el hecho de ser escogido el número uno de la nación confiriera el poder de la ubicuidad. En un tiempo se hizo popular el ardid de las fotos trucadas, mediante las cuales el Salvadoreño del Año aparecía junto a figuras de la talla del Papa, el presidente de los Estados Unidos de América, el secretario general de Naciones Unidas, Miss Universo y el presidente de la FIFA, así como las que lo mostraban tomándose un trago con el jefe de algún cártel mexicano o besuqueándose con una actriz de telenovelas. Ser elegido el Salvadoreño del Año acarrea algunos compromisos. Los SDA suelen acompañar al Presidente en ocasión de los grandes discursos y en la inauguración de importantes obras públicas. Por otro lado, el elegido obtiene valiosos regalos. La ganadora del año pasado recibió un microbus de fabricación coreana, un televisor de 72 pulgadas y un pase de fin de semana para nueve personas en un hotel de moda de la Costa del Sol.
Sin embargo, un sondeo reciente daba a conocer que pocos recuerdan a los seleccionados de hace varios años. Esto ha llevado a algunos analistas a proponer que la elección del SDA se realice con menos frecuencia, por ejemplo, cada cinco años. Viene al caso una nota periodística difundida recientemente sobre el hallazgo de geckos azules en montepíos. Algunos salvadoreños del año, vale decirlo, han acabado mal, en la cuneta o en la cárcel. Según los sociólogos, la celebridad repentina es la culpable, por su efecto deformador de la sique.
Pero por el momento importa únicamente saber que Geovanni estaba intrigado, envanecido, asustado. Al principio, cuando le informaron que era el elegido, pensó que se trataba de una mala broma de los muchachos de la planta. Pero no, no había error, ni engaño. El, Geovanni Fuentes, era el escogido por la computadora del MINGOB entre 15 millones de salvadoreños en el mundo. No terminaba de dimensionar las obligaciones y posibles secuelas relacionadas con ese reconocimiento, cuando tocaron a su casa en la colonia San Bartolo No. 2. Un par de agentes de la División de Turismo de la Policía Nacional Civil, un hombre y una mujer, uniformes y botas flamantes, aparecieron frente a él. El pick-up en que llegaron también resplandecía. La mujer tenía una hermosa cabellera rubia —aparentemente con ayuda de colorantes—, era alta, blanca, de físico exuberante y muy seria. En ningún momento de la conversación que tuvo lugar a continuación pronunció palabra, ni se dignó mirarlo, como si le tuvieran prohibido dirigirse a extraños. Su compañero fue al grano. El y la agente Cabrera, explicó, estaban ahí para hacerse cargo de su seguridad personal y a partir de ese momento, y hasta que una limosina no lo recogiera para trasladarlo al lugar donde iba a recibir la investidura, no se despegarían de su lado bajo ninguna circunstancia. Geovanni se sintió protegido. Protegido e intimidado. El agente, que se identificó como el subinspector Pineda, portaba un radio de comunicación que no paraba de chiririar mensajes, algunos de ellos incomprensibles como “el Trotski se ha escapado de nuevo, unidades de Tutuni en alerta” o “Mojica dale y dale toda la tarde con la del bule-bule”. Pero el que más le llamó la atención fue este: “Sirena y Cacao se dieron la mano con el conejito azul”. Geovanni se preguntó si él era el conejito azul. En los próximos días, continuó el subinspector Pineda, todos los aspectos de su vida, incluso sus alimentos, serían supervisados por el Estado. Por razones de seguridad todas sus llamadas iban a ser grabadas y no le estaba permitido abandonar su vivienda bajo ninguna circunstancia, a menos que lo acompañara un resguardo de la unidad de Turismo de la PNC. Adicionalmente, tendría que ausentarse de la planta por tiempo indefinido. Esto le resultaba providencial. Acababan de hacerle una amonestación en el trabajo, y según don Carlos, un contador amigo en la empresa, lo tenían en jabón. En cualquier momento le volaban la cabeza. Geovanni no tardó en descubrir hasta que punto las autoridades de Gobernación estaban informadas de su vida. Pineda le advirtió que no debía mencionar a nadie, ni siquiera al licenciado Bolaño, el jefe de la planta, el gran honor que él, Geovanni, estaba por recibir. Gobernación haría todos los arreglos que fueran necesarios, y con la debida discreción, para cubrirle las espaldas. El Seguro Social le extendería, durante el tiempo de su ausencia, una orden de incapacidad por supuesta fractura del pie. Enseguida le hicieron firmar un papel. Pineda no le dio tiempo suficiente para leer el apretado y extenso texto, impreso en letra menuda. Firme aquí, le indicó perentoriamente, es una mera formalidad, todos lo hacen. Geovanni obedeció, e inmediatamente el subinspector de la PNC musitó algo incomprensible por el radio de comunicación.
Un minuto después, el walkie-talkie del policía transmitió un mensaje, también en clave. “Jaque mate rey dos, tenés visita”. Eso quería decir, explicó Pineda, que alguien se acercaba a la vivienda. Precisamente en ese momento entró Evelyn, la mujer de Geovanni llevando dos pollos congelados. Su mirada no fue nada amistosa al descubrir a los visitantes, pero su hostilidad cayó como un rayo sobre la agente Cabrera. Esta ni siquiera se molestó en mirarla, si bien hizo un mohín de asco al contemplar la pareja de pollos pelados, como si la única forma decente de mostrar esas aves en público fuera rostizados y empanizados. Geovanni, que percibió la mala vibra, le explicó atropelladamente a Evelyn que acababa de ser nombrado el Salvadoreño del Año, que no tendría que presentarse a la planta en las próximas tres semanas y que la PNC lo iba a proteger. Sonrío de oreja a oreja. Evelyn no se inmutó. Ni siquiera lo felicitó. Pasó a la cocina, depositó los pollos sobre el fregadero y llamó a su madre por el móvil. Geovanni, nervioso, tuvo el impulso de seguirla y tratar de aplacarla, pero comprendió que debía continuar respondiendo las preguntas del subinspector Pineda. Este desplegó ante él nuevos formularios, al tiempo que le informaba que el lunes lo llevarían a pasar consulta. Primero, el médico general, después el odontólogo. Geovanni le hizo saber que toda la familia planeaba reunirse esa tarde. Iban a celebrar la fortuna de Evelyn, que se había ganado un televisor de 42 pulgadas en un concurso promovido por su grupo de ventas. Su línea eran los productos antiedad para el cuidado de la piel, fragancias y cosméticos marca Moaré, aunque la verdad era que Evelyn se ganaba la vida vendiendo lo que fuera. La mujer de Geovanni planeaba preparar un arroz a la valenciana para la celebración. De un momento a otro llegarían el hermano de Geovanni, Josué; Nancy, la esposa de este, y sus dos pequeños y voraces hijos. Más tarde arribarían la suegra y la cuñada de Geovanni. Pineda les aseguro que podían seguir adelante con el fiestín, que él estaba ahí para protegerlos y que no deseaba interferir con las actividades normales de la familia. Era la primera ocasión que le encomendaban la protección del Salvadoreño del Año, y del éxito de esta misión dependía su promoción a inspector. A continuación le entregó a Geovanni una hoja en la que se detallaba una larga lista de preguntas de carácter médico. Edad, sexo, peso, altura, grupo sanguíneo, si había sido intervenido quirúrgicamente, si padecía enfermedades cardiovasculares o presión alta, si tomaba medicamentos bajo prescripción, si había padecido enfermedades de índole sexual, si era alérgico a la penicilina, si tenía problemas de insomnio o depresión, si alguna vez lo aquejaron impulsos suicidas. La agente Cabrera se puso de pie, descorrió suavemente las cortinas mugrosas y echo una mirada a la calle. Al final del pasaje, enfrente de una tienda, distinguió un pick-up enorme con vidrios polarizados. También percibió la incomodidad de los clientes de la tienda y de los taxistas que aguardaban pasajeros a un costado de la calle. Geovanni se percató de que los formularios también contenían preguntas sobre la composición del núcleo familiar. Hermanos, primos, tíos, etc, de los cuales debía proveer sus nombres, fechas de cumpleaños y a qué actividades se dedicaban. La segunda parte del cuestionario era aun más intrusiva. Entre otras cosas, indagaba si la relación de sus padres había sido “armoniosa”, si le castigaban físicamente cuando chico, si él, Geovanni, le había sido infiel a su mujer en algún momento, y si esta le había sido infiel a él. Pineda descubrió su azoro.
—Las computadoras del Ministerio de Gobernación ya cuentan con esa información, señor Fuentes, tan sólo se necesita que usted la verifique… o que la actualice de ser necesario.
Dos gruesas gotas de sudor surcaron la frente de Geovanni, pero finalmente cogió el bolígrafo y se aplicó a llenar los formularios. La fiesta familiar transcurrió como suele transcurrir este tipo de encuentros, si bien hubo tensión al principio. El motivo fue que a la agente Cabrera le dio por pasar el detector de metales a cada uno de los convidados, incluida la madre de Evelyn. Esta se puso hecha una furia y soltó una andanada de improperios, amenazando con llevar el caso a la Comisión de Derechos Humanos. El subinspector Pineda manejó muy bien la crisis, disponiendo que los niños y los adultos mayores, toda vez que fueran miembros de la familia, quedaban exentos del cacheo. Al caer la noche, acabado el fiestín, Evelyn se retiró a su dormitorio y no volvió a aparecer. Los agentes Pineda y Cabrera se apoltronaron frente al flamante televisor a compartir con Geovanni una interminable sesión de programas sobre la vida y desplazamientos de los tiburones. Los pasaban en uno de los canales de National Geographic dedicado en su totalidad a esas criaturas. Los documentales sobre tiburones eran los programas favoritos de Geovanni.
A buena mañana del lunes, los agentes Pineda y Cabrera lo llevaron al chequeo médico a que tiene que ser sometido todo Salvadoreño del Año. La camioneta de vidrios polarizados les siguió a lo largo del trayecto a prudente distancia. La clínica estaba ubicada en la carretera al puerto, en los bajos de un nuevo centro comercial que Geovanni nunca antes había visitado. La recepcionista era una chica joven y alegre que llevaba un enorme anillo rematado por un floripondio de plástico. Al ver entrar a Geovanni, el doctor Umanzor, un tipo larguirucho con grandes ojeras, se le quedo mirando con una expresión de sorna. “Eddie Monster cincuentón” dijo con una mueca de sarcasmo refiriéndose al personaje infantil de Los Monsters, una serie de televisión gringa de mediados del siglo pasado. Su burla resonó largamente en la austera clínica, y por un momento Geovanni temió que el médico llamara a los pacientes que aguardaban en la salita de espera para que se acercaran a contemplarlo. Si bien muy incomodado, el Salvadoreño del Año logró mantener el buen humor. A continuación, el médico lo sometió al interrogatorio acostumbrado en tales casos, anotando las respuestas en un cuaderno desgastado y sucio tamaño oficio. Luego lo remitió a la chica recepcionista, que llenó seis o siete frasquitos con su sangre. La visita al odontólogo, cuya clínica funcionaba en el mismo centro comercial, no fue menos sorpresiva. El doctor lo reprendió duramente después de informarle que su dentadura requería numerosas y costosas reparaciones. “Es usted un Volskwagen chocado”, le endilgó. En el trayecto a casa, Geovanni le preguntó a Pineda si el Estado correría con los costos del trabajo odontológico. El policía respondió que, efectivamente, en el pasado el Estado se hacía cargo de pagar todas las cuentas médicas y odontológicas del Salvadoreño del Año. Incluso, había oído decir, el Estado también absorbía todas las deudas del SDA, además de los gastos de educación de sus hijos hasta la universidad. Pero esta vez, añadió Pineda, el SDA funcionaba más bien como un asocio público-privado, y lo más seguro sería que fueran a entregarle una lista de clínicas certificadas donde le harían el trabajo a bajo costo.
Poco después de la medianoche se produjo un incidente a escasos metros de la vivienda de Geovanni. Agentes del Grupo de Operaciones Especiales de la Policía Nacional Civil, armados hasta los dientes, irrumpieron en una vivienda al final del pasaje. Ocho personas, entre ellos una mujer que pasaba de los 70, y un chico de aproximadamente diez años salieron esposados y fueron conducidos en un vehículo policial. Un helicóptero negro sobrevoló la escena durante un tiempo absurdamente largo. Esa noche también se vio a militares con boinas patrullando el pasaje. Geovanni pudo asomarse a las ventanas, pero la agente Cabrera le prohibió abandonar su casa para sumarse al coro de vecinos que se juntó en la calle a comentar el hecho. Ya bastantes problemas tenía la División de Turismo de la PNC con tener que explicar su presencia en la vivienda de los Fuentes.
En los siguientes días nada notable pasó. Evelyn salía temprano y regresaba a mediodía a preparar el almuerzo. Geovanni, que usualmente jamás miraba los noticieros y que era incapaz de distinguir a un analista político de un comediante, prendía desde muy temprano el aparato para enterarse que se decía de él, es decir, del Salvadoreño del Año. En una ocasión sintonizó un reportaje originado en Los Angeles. El entrevistado, líder comunitario en esa metrópoli estadounidense, pedía que el próximo Salvadoreño del Año fuera escogido entre la comunidad expatriada. “Ya es hora de que nos tomen en cuenta, que nos respeten”, declaró con ardor, “somos algo más que remeseros”. Ciertamente el premio jamás ha sido otorgado a un salvadoreño de la diáspora. Por otro lado, todo el mundo sabe que los expatriados ya no se interesan gran cosa por el terruño. Ultimamente prefieren pasar sus vacaciones en lugares como Berna, Shanghai o Curacao. Además, las contribuciones de los antaño llamados “hermanos lejanos” tienden a la merma, y hay quienes piensan que el SDA, la ceremonia del gecko y todo eso no es sino una especie de premio de consolación para los salvadoreños que nunca tuvieron suficientes cojones e iniciativa para emigrar, careciendo por ende de toda relevancia económica o moral para el país.
Aparte de coger por ratos la guitarra de Josué, y tratar sin suerte de arrancarle una tonada, Geovanni se pasaba el día navegando la media docena de canales del National Geographic. Además de los tiburones también le fascinaban los casos de medicina forense, que pasaban en otra de las estaciones altamente especializadas de NAGEO. Así transcurrían esos días extraordinarios. Un mañana Geovanni recibió una llamada de Roberto Molina, su mejor amigo desde los días del Instituto Nacional, y que trabajaba en la planta gracias a su intercesión. Molina quería indagar por su situación, saber por qué no lo había llamado para explicar su ausencia en la planta. Geovanni respondió con la versión oficial, el cuento de la fractura del pie. Pero no pudo responder cuál de los dos pies había sufrido el percance. “¿Ah, sí?, y ¿cómo te pasó eso, Kalimán?”, respondió suspicaz el ex condiscípulo. A veces Molina lo llamaba Kalimán. “No te imagino quebrándote una pata por subirte a una escalera con un propósito útil o algo parecido, ¿no será que te han escogido como el Salvadoreño del Año?”, comentó con exquisita malevolencia Molina. Geovanni enmudeció. En un momento de debilidad estuvo tentado de contarlo todo. No lo hizo sencillamente porque el Ministerio de Gobernación escuchaba todas sus llamadas, ya se lo habían advertido. Además, justo ahora momento el subinspector Pineda le clavó una mirada de policía, como si pudiera leerle la mente. Geovanni le respondió a Molina que se había fracturado dos dedos del pie jugando futbol con los nietos. Había pateado una cañería en lugar de la pelota, precisamente el tipo de percance que podría ocurrirle a cualquier salvadoreño. Molina se dio por satisfecho y agregó que cuando tuviera tiempo se daría una vuelta por su casa para saludarlo.
Jocelyn, la prestamista, le llamó ese mismo día. Era como si todos los inoportunos se hubieran puesto de acuerdo para acosarlo. Geovanni debía 300 dólares, a los que había que agregar 60 dólares en intereses —multiplicados por cada una de las tres semanas de la deuda, haciendo un total de 480 dólares. Pese a la explicación del subinspector Pineda, en el sentido de que no cabía esperar beneficios económicos del hecho de haber sido escogido el SDA, Geovanni le aseguró a Jocelyn que saldaría su deuda sin falta en tres semanas, una mora que obviamente comportaba nuevos recargos a su deuda. A su regreso a casa, Evelyn le refería las cosas que escuchaba en la calle. El rumor más reciente era que el salvadoreño del año era en realidad de nacionalidad guatemalteca. Otro murmurador, un camarógrafo de televisión amigo suyo, le aseguró que este año habían elegido a una niña (una falacía aún más grande: se necesita ser mayor de edad para obtener ese honor). Otra versión, escuchada por Evelyn en el autobús, decía que el designado original, miembro de la mara El Trencito, de San Miguel, habría perecido en un enfrentamiento con policías en esa cabecera municipal, obligando a las autoridades a improvisar un nuevo Salvadoreño del Año para remplazarlo. Por cierto, Evelyn había suavizado su fiereza inicial hacia los miembros de la PNC que se habían instalado en su casa, y en los últimos días de la cuarentena a que estuvo sometido su esposo, llegó incluso a hacer buenas migas con la agente Cabrera (cuyo nombre de pila era Rita). Evelyn también era artista conceptual, y una tarde calurosa en que los ronquidos de Geovanni traqueteaban a lo lejos, le mostró algunos de sus trabajos a la agente. Cuando Geovanni se asomó a la sala, finalizada la siesta, las encontró cuchicheando animadamente, como viejas amigas. Al principio supuso que su mujer estaba tratando de venderle cremas para la piel a la agente Cabrera. Puesto que callaron apenas le vieron entrar, Geovanni sospechó que más bien su mujer le hacía infidencias sobre su vida personal.
Dos días antes de la ceremonia de investidura, los agentes de la PNC, esta vez vestidos de paisano y acompañados de un publicista argentino que trabajaba para el MINGOB, condujeron a Geovanni en una gira por los parajes de su niñez y juventud. Primera parada: la casita del barrio La Vega en que nació. Visitaron enseguida el mesón “La Bolsa”, lugar donde se trasladó la familia a sus diez años. La razón por la cual la bautizaron así era que en aquella época los residentes confeccionaban cojines –en realidad, bolsas descartadas de cemento rellenas de zacate– que vendían a los aficionados de futbol en el estadio entonces llamado Flor Blanca. Los cojines eran muy favorecidos por los que tenían que sentarse en las duras graderías de cemento a ver los partidos. Geovanni lo recordaba como uno de los momentos más felices de su niñez. Hubo una tercera escala en el parque Centenario, donde también vivieron los Fuentes, en cuyas asperas canchas se curtió el carácter del joven Geovanni. Más tarde lo llevaron a visitar las ruinas del Instituto Nacional Francisco Morazán. Aquí se había recibido de bachiller, y los recuerdos le cayeron encima con un peso de cuarenta y tantos años: los maestros, los primeros romances, los disparates de juventud. Al final de la tarde, de vuelta a casa, Geovanni se puso nostálgico. Lo llevaron a comer pupusas. La agente Cabrera lucía un vestido primaveral con un escote que robaba el aliento, pero nunca se dignó sonreirle a Geovanni, dirigiéndole la palabra una sola una vez (para pedirle que pasara el curtido). Al final de la tarde, de vuelta en casa, el asesor argentino le ofreció una botella de ron y se sentó con él a hurgar su pasado. “Estas fotos, ¿te acordás?… Fuiste con los compañeros de la planta a celebrar a La Libertad”, dijo Marcelo, el argentino, entregándole un sobrecito. Harison examinó las fotos tratando de recordar en qué momento habían sido tomadas. Eran tres. En la primera aparecía sentado en una silla playera, de perfil, la mirada taciturna perdida en el muelle y el oleaje. En la segunda abrazaba sudoroso a dos compañeros de la planta, Julita y don Roque. La primera era una tipa con pinta zorruna refundida en una de esos batones con los que se pretende encapuchar la gordura. Don Roque, un tipo carcomido por el acné, daba la impresión de haber nacido sin cerebro. En la tercera imagen el fotógrafo captó a Geovanni vomitando las llantas de un autobús. “No recuerdo estas fotos, licenciado”, se apresuró a decir, defensivo. “Sos vos, che, qué divertido te ves”, rió Marcelo. A continuación el argentino sacó su tableta multiusos y le mostró tres videos. En el primero, Geovanni disfrutaba un chupabesito de semáforo, una golosina de cuando Geovanni era un cipote. Lucía su corte de pelo favorito de entonces: “pato bravo”. El segundo video lo captó retornando a la planta después de la hora de almuerzo. “Pareciera que le pagan por caminar”, comentó la agente Cabrera, que acertó a pasar en ese momento. Ciertamente, el Salvadoreño del Año parecía arrastrar los pies. En el tercer video, que duraba dos minutos y medio, Geovanni se ponía de acuerdo con el ex director de la planta, el licenciado Medrano, que también era sobrino del propietario de la empresa, para sustraer un lote de cajas de frijol molido de la bodega. Un segundo corte mostraba a Evelyn negociando varias de esas mismas cajas con una locataria del mercado de mayoreo La Tiendona. Geovanni se puso extremadamente nervioso. Un remanente del lote hurtado todavía se encontraba en el closet de su cuarto. Esa misma noche le encargaría a Evelyn trasladarlo a la casa de su madre. “No te preocupés, che, no vamos a mencionar nada de esto… y sin embargo, es justo que te digamos que esa información está en el expediente”. “Sos humano, che… básicamente el Salvadoreño del Año es profundamente humano”, dijo socarronamente Marcelo antes de salir disparado en un Lexus rojo del año con un jovencito a la par.
Una noche antes de la ceremonia que iba a catapultarlo, Geovanni Fuentes sufrió un acceso de terror. La familia se reunió en la sala, se tomaron las manos y oraron, ceremonia presidida por Josué. Llegó el día soñado y temido al mismo tiempo. En una radio mencionaron que el evento del Salvadoreño del Año tendría lugar en el Centro Deportivo Kiwi. Estaba programado a las nueve de la noche. Dos horas antes de la partida, Geovanni tomó una siesta. Fue una siesta larguísima, y apenas despertó tuvo la sensación de que hubieran transcurrido 20 años. Eso sí, en sentido inverso, hacia el pasado. Se incorporó poseído por una angustia soberana y desconocida. Sabor pastoso en la lengua, un regusto amargo como si le hubieran administrado un tratamiento aniquilador de quinina. Llegó el subinspector Pineda a ordenarle que se preparara. Puesto que se le daba la opción de vestir como mejor le pareciera, Geovanni escogió al principio el mono del área de producción de la compañía, pensando que si lo hacía iba a congraciarse con los jefes. Es que empezaba a tener graves dudas sobre sus posibilidades de regresar a la planta, como si salir elegido el Salvadoreño del Año fuera a malograr su vida laboral. Al final se decantó por un pantalón de mezclilla y una guayabera blanca. En la salita de la casa se encontró a Evelyn y a la agente Cabrera, ahora muy amiguitas. Sobre la mesita de centro, su mujer había desplegado la parafernalia de productos de la línea Moaré con la evidente intención de ganarse a Rita como cliente. En la televisión pasaban un programa dedicado a una banda de jovencitos insolentes y maleducados.
El pick-up de la PNC lo depositó en uno de los hoteles más exclusivos de San Salvador. Pero no pasó de la entrada, porque a continuación lo hicieron encaramarse a una limosina, en la que viajó flanqueado por dos guardaespaldas. Uno era viejo, grueso, de bigote espeso y con una cicatriz enorme en la comisura de la boca. El otro joven, delgado, lampiño. Iban vestidos exactamente como él, pantalones de mezclilla y guayaberas blancas. En el trayecto al foro donde iba a tener lugar la proclamación del Salvadoreño del Año, Geovanni se sintió ninguneado. A medio camino, tras descubrir que había dejado el móvil en casa, y habiéndo expresado su alarma por ello, los guardaespaldas no se ofrecieron a ir por él, ni mucho menos. Sin duda, se explicó a si mismo, sus acompañantes no estaban enterados, seguramente por razones de seguridad, acerca de la importancia del hombre que acompañaban. Se sintió reconfortado al descubrir que a corta distancia, constante, los seguía el mismo pick-up de vidrios polarizados que le había proveído seguridad desde el comienzo de esta peripecia. Quiza pudiera atribuirse a la modorra, al malestar inexplicable con que se levantó después de la siesta, lo cierto es que Geovanni experimentó cierta desazón de la ciudad y sus gentes. Peatones desconfiados, refundidos en sus chumpas o en la oscuridad de los paredones, como si temieran ser atracados, despachurrados o violados. Conductores de microbuses que trataban de arrollar al que se les pusiera en frente. Carros con los parabrisas ahumados disputándo fieramente la vía, aparentemente dispuestos a matar —o incluso morir— con tal de no dejarse sobrepasar por nadie, buscando a toda costa demostrar que eran más vivos que cualquiera. Mendigos armados con piedras o clavos enormes, con los que golpeaban los cristales de los carros para pedir limosna. La ciudad daba la impresión de ser un revoltijo de edificios contrahechos, cobachas sórdidas, calles mál delineadas y sin pista de nomenclatura. Las lámparas del alumbrado público emitían un aura agonizante, más secreción apestosa que iluminación. Los únicos puntos con alumbrado en toda la ciudad eran los mupis, carteles publicitarios que habían terminado por ocupar el lugar de los árboles, semejantes a gruesas maquetas de bosta ardiendo a fuego lento. “Al menos nos queda alguna luz en San Salvador”, se dijo para consolarse.
Se tranquilizó un poco al llegar al Centro Deportivo Kiwi, que a esas horas lucía sumido en una espesa neblina, rota aquí y allá por la luz amarilla de unas lámparas. El guardaespalda sin bigote le abrió la puerta para que saliera, regresó a su asiento y la limosina partió antes de que nadie saliera a recibirlo. Extrañó al agente Pineda, que casi se había convertido en un miembro de la familia. Extrañó aun más a la agente Cabrera, hermosa, esbelta, indescifrable. Para colmo, había olvidado el móvil en casa. En ese momentó se percató de que ni Evelyn ni miembro alguno de la familia estaban a su lado, y le pareció sumamente extraño y descortés que los organizadores no los hubieran invitado. Extrajo un cigarrillo de la bolsa de la guayabera y lo prendió. Se emocionó al ver una nutrida fila de personas que hacían cola frente a una de las dos casetas de boletería del centro deportivo. Unos pasos más allá, afuera de los portones, descubrió un animado grupo de muchachas, todas con vestido largo color rosa, que ofrecían el aspecto de damitas de honor en una fiesta de quinceañera. Ninguna de las chicas le puso la menor atención. Revoloteaban en torno a un joven alto y cachetón tocado con un sombrero de alas estrechas y con anillos de metal engastados en cada uno de los dedos de la mano. Debe ser una celebridad recién llegada de Los Angeles, o algo así, pensó Geovanni. Una chica de ojos enormes que estaba en el grupo se le quedó mirando con cierto interés por un rato. Finalmente la chica se le acerco resuelta y le consultó algo en inglés. Geovanni no entendió nada de lo que ella decía, tampoco supo qué contestar. La chica se alejó entre desdeñosa y decepcionada, y él se quedó dándole vueltas a sus palabras, o más que palabras sonidos que no revelaron nada. Finalmente, una segunda chica pareció reconocerlo y vino directamente a él. Lo condujo a una habitación dentro del centro deportivo, a la que se llegaba pasando por un pasillo angosto, bajando unas graditas. Tenga cuidado, le advirtió con dulzura la chica, y lo hizo sentar en una butaca que le hizo sentir como si lo hubieran transportado a la barbería en que le cortaban el pelo cuando chico. En una pantalla siguió los que sin duda eran los preparativos finales del acto. Personas que corrían de uno a otro lado ultimando detalles, corrigiendo ángulos, modulando consolas. Reflectores y cámaras en movimiento. Vóces que impartían órdenes estrictas. En la semioscuridad de un tablado Geovanni creyó distinguir al grupo de integrantes del Ballet Folklórico Nacional. Conversaban, fumaban, como en espera del llamado a escena. Aunque estaban sumidas en una deliciosa penumbra, Geovanni pudo notar un cambio radical en su apariencia. En lugar de los indumentarias acostumbradas, que las hacían lucir como crudas artesanías danzantes, las chicas estilaban ahora faldas cortas, ligeramente arriba de la rodilla, blusas con escotes ceñidos y botines rojos de esos que se atan con un cintillo. Sus pantorrillas también se miraban más suculentas. Las pañoletas habían desaparecido y las cabelleras de la chicas se cimbraban recogidas con enormes flores de seda rojo coral, dejando al desnudo sus cuellos tersos pero recios. Pasó una eternidad, pero finalmente la muchacha que lo había conducido a la salita —ataviada ahora con un vestido de abundantes revuelos— regresó y lo condujo a una parte velada del escenario. Inmediatamente lo introdujeron a una especie de esfera armada con seis picos o astas que le daban el aspecto de una mina submarina, y lo dejaron alli.
La orquesta arrancó con una pieza musical. A Geovanni, que no podía ver lo que estaba ocurriendo pero estaba al tanto de lo que pasaba afuera gracias a un pequeño parlante empotrado en la esfera, la música le recordó el tema de las caricaturas animadas de la Warner Brothers que miraba en televisión cuando niño. Ahora reconoció la voz de Marcelo, el asesor argentino que lo había conducido por los barrios de su niñez. “Amigas y amigas, salvadoreños de todos los confines”, resonó su voz atiplada, “bienvenidos a la ceremonia número 23 del Salvadoreño del Año”. En unos minutos, proclamó, el país entero y los salvadoreños en el mundo iban a conocer al elegido de la nación. “El Salvadoreño del Año es, a la par de las elecciones presidenciales, la institución más democrática de la nación”, afirmó el argentino. “El ganador de este año es un hombre sencillo, un hombre común… pero también un hombre fuerte, un hombre de la producción, en quien están encarnadas las esperanzas y los deseos de superación del país”. Geovanni sintió que la esfera se levantaba, y se sintió trasladado por el escenario hasta ser finalmente depositado en un piso mullido. “Dorila”, escuchó a Marcelo, “abrí la puerta del ‘huevo’, y que el mundo conozca al elegido”. La escotilla se abrió. Una morena en minifalda con pestañas enormes como zanates le franqueó el paso. Geovanni se encontró de pie en el centro de una rotonda alfombrada y sintió que había entrado a un sueño. La duela del Centro Kiwi estaba transformada en un escenario digno de un espectáculo de Hollywood, sólo que en lugar del Oscar legendario rutilaba un gecko colosal cuya cola se movía con movimientos sinuosos. Una vez que sus ojos se habituaron al chorro asfixiante de luz, Geovanni descubrío que de la duela del gimnasio no quedaba rastro: los tableros habían sido removidos, el marcador estaba oculto. Tres cámaras le apuntaban directamente a los ojos. En derredor del huevo de gecko que ahora lo eclosionaba, descubrió un grupo de seis mujeres altas, dotadas de muslos y brazos vigorosos, las cargadoras de la esfera. Marcelo, ahora de frac y corbatín, lo recibió con un elegante abrazo. Una avalancha de aplausos se precipitó desde las nutridas graderías del centro deportivo. La modorra del homenajeado se había desvanecido, su mente se transportó hacia los familiares y amigos que con toda seguridad lo estaban viendo en ese momento. Inmediatamente todo el gimnasio se puso de pie para entonar el Himno Nacional. Geovanni se llevó la mano a la altura de su emocionado corazón. El siguiente punto fue una invocación en idioma nahuat. Se presentó una mujer descalza acompañada de una chiquilla, igualmente descalza, que sostenía un caracol. La mujer profirió unas palabras incomprensibles repartidas en las cuatro direcciones, y a continuación recitó el ensalmo, esta vez en castellano. La chiquilla trató infructuosamente de arrancarle sonidos al caracol. Después de dos intentos, la mujer tomó ella misma el instrumento y un aullido triste invadió las galerías. “Quiero hacer notar”, intervino el presentador después de este acto, “que esta es la primera vez que un caballero escogido para recibir el gecko azul usa un arete… ¿Geovanni, decime, es que vos sos artista?”. Geovanni aclaró que el oro que le adornaba el lóbulo no tenía nada que ver con ninguna actividad artística que el profesara o practicara. Había sido sencillamente una idea de su mujer, de la lejana época en que fueron a ver juntos a Burt Lancaster en el papel de bucanero en una fabulosa producción hollywoodense. A la salida del cine, Evelyn lo persuadió de colgarse un arito igualito al del actor. “Che, qué geniales son, ya me imagino los apasionantes abordajes que vinieron después de esa ocurrencia”, comentó Marcelo, provocando la risa y simpatía del público. El acto siguió con un corto documental dedicado a hacer un repaso de la vida de Geovanni. Donde faltaban los registros audiovisuales el filme echaba mano de fotografías, infografías, mapas, entrevistas a familiares y personas que lo conocían, así como escenas dramatizadas con voces de actores, que ilustraban los sucesivos momentos en la vida de Geovanni Fuentes. En cierto momento, sobrecogido de ansiedad, se topó con que el realizador había incluido imágenes de aquel segmento en que él se ponía de acuerdo con el ex jefe para extraer mercadería de la planta. Pero no hay porque alarmarse, las imágenes duraron apenas fracciones de segundo, marcadas singularmente por un sobresalto apenas perceptible del chelo en la pista musical. Igualmente veloz corrió la imagen de Evelyn negociando en el mercado de mayoristas las cajas de frijoles sustraídas de la planta. Cerró el documental con imágenes de la visita de Geovanni a los barrios de la niñez y la adolescencia, y una conmovedora entrevista a sus padres. El Salvadoreño del Año respiró aliviado. “Amigas y amigos, Geovanni Fuentes, el salvadoreño del año”, proclamó Marcelo. Ahora llegaba el momento supremo, la entrega del gecko, que corrió a cargo del Presidente del Congreso. Antes de entregarlo, largó un docto discurso sobre la historia del SDA. Las graderías aplaudieron fieramente cuando la azul estatuilla aterrizó en las manos de Fuentes, y Dorila, la morena de la minifalda y las pestañas grandes como zanates, le presentó a Geonvanni un lindo ramo de flores de izote. Un montacargas depositó a los pies de Geovanni un bastidor con obsequios ofrecidos por distintas empresas comerciales. Los únicos productos visibles eran una bicicleta eléctrica y una tostadora también eléctrica. Nutridos aplausos. Siguió una fanfarria y las luces, y las cámaras se trasladaron a la rotonda, donde ya se congregaba el elenco del Ballet Folklórico. Rompiendo con la tradición, el grupo ejecutó una danza más cercana al cancán que al Carbonero. Las graderías retumbaron. Los minutos volaron. La orquesta selló la ceremonia con el mismo aire tipo caricaturas animadas del inicio.
La edecán que había conducido a Geovanni al escenario lo sacó ahora por un túnel que apestaba a cartón podrido. Después de franquear un portón de dos hojas desembocaron en un estacionamiento poco utilizado por el Centro Deportivo Kiwi, el de servicio, aparentemente, porque últimamente se exigía que las empresas que recibían carga contarán con estacionamiento adecuado para la descarga. Después de entregarle cupones con los que podría reclamar sus regalos al cabo de 14 días, la chica le dió la mano y se despidió de él. Hacía frío, y en la niebla, ahora espesa, costaba distinguir los carros y las cosas. Pero ahí estaba la misma limosina y los mismos guardaespaldas que lo trajeron al coliseo deportivo. Daban la impresión de flotar. Conversaban y fumaban, y ninguno de ellos pareció advertir su presencia. Avanzó borroso por la niebla, todavía aturdido, incapaz de abarcar lo ocurrido en el escenario. Se sintió ridículo llevando el ramo de flores de izote, pero al mismo tiempo no tenía otra cosa a qué aferrarse.
—Mañosito el hijuepuya, oyó decir al guardaespalda viejo, el del bigote.
—Desgracia de gente, replicó el guardaespalda joven, el que no tenía bigote, y agregó—: Debieran elegir mejor… una persona con méritos.
—Dicen que las computadoras no están para eso. No las hicieron para eso… Rita me explicó todo —respondió el guardaespalda viejo.
—Oí decir que este es un remplazo, que al otro se lo quebraron.
—Eso dicen, pero no es cierto. Rita dice que lo importante es que el salvadoreño del año sea representativo. Es lo que hacen las computadoras, escoger a uno que sea representativo.
—La maishtra del año pasado parecía decente, y yo creo que ella era más representativa. Por lo menos no se güeveaba las medicinas de la farmacia donde trabajaba.
—La cojita, sí… a todo el mundo le cayó bien.
—Quizá el Salvadoreño del Año somos todos, remató el guardaespaldas joven, y soltó una carcajada.
El guardaespaldas viejo con bigote también soltó una carcajada.
San Salvador, 10 de junio 2013.
San Salvador, 1955.
Escritor y periodista salvadoreño, autor del poemario Los infiernos espléndidos (1998) y de la novela El perro en la niebla (2008). Su actividad periodística se sitúa principalmente en el diario La Opinión de Los Angeles, donde ha cubierto un abanico de temas que incluyen inmigración, educación, economía, transporte, energía y movimiento laboral. Investigó y escribió numerosos artículos sobre la crisis inmobiliaria que se produjo en 2007, así como sobre sus secuelas.
Fue colaborador de la revista Tendencias, la publicación salvadoreña de política y cultura más importante de la posguerra en El Salvador. También ha sido colaborador de Milenio Diario y Milenio Revista de México, y ha sido columnista de La Prensa Gráfica de El Salvador.
En 2002 obtuvo el primer premio en la categoría Comentario/Editorial de New California Media (NCM) por una columna sobre los ataques del 11 de septiembre de 2001.
Actualmente radica en El Salvador, donde continúa escribiendo para La Opinión y otros medios.