El triángulo de la Chela

1 junio, 2010

El triángulo de la Chela, colección de relatos de la periodista y escritora nicaragüense Ángela Saballos, fue una de las obras ganadoras en la convocatoria del Certamen para Publicación de Obras Literarias, que año con año organiza el Centro Nicaragüense de Escritores (CNE). Carátula presenta a sus lectores dos relatos de esta colección, incluyendo el cuento que brinda el título al libro que será publicado en los próximos meses en la colección Narrativa del CNE.


Cualquiera puede recordarlo como que fuera hoy. Era una escena impactante. Sobre la mesa de madera nueva y sin pintar, el plato con arroz y frijoles tenía un tenedor con un bocado servido. A su lado, un vaso con restos de limonada yacía volcado. Más allá, al fondo de la estancia, encima de las hornillas de la pequeña cocina de gas, podía verse una cazuela con arroz y frijoles, el gallopinto nacional, y al lado, una pistola; en el suelo, el cucharón de cocina y un plato con restos de la misma comida desparramada sobre los rojos ladrillos, sobre estos, un charco de sangre coagulada y encima del mismo, una morena vestida con un blanco camisón de dormir, su larga y negra cabellera le cubría el rostro y enmarcaba un hueco sangrante en su espalda. Por lo demás, parecía dormir boca abajo, la cabeza sobre un brazo, una pierna más arriba que la otra.

Tendido a escasos pasos de la puerta principal, un joven moreno de camisa blanca manga larga y pantalón azul, parecía no poder salir de su asombro en el rigor mortis: los ojos abiertos, los recortados bigotes bañados de la sangre que había explotado de su tórax. Aún sostenía una chinela verde de hule en un pie, la otra al costado de una pistola que luego demostró tener sus huellas dactilares.

Gimiente, un pequeño perro lamía las heridas del muerto e iba de estas a las de la espalda de la mujer sin lograr que le respondieran sus caricias. Ladraba hacia la puerta y luego salía al patio y se acostaba bajo un arbolito de acacia, sobre el que había ropa tendida, recién lavada, húmeda aún.

Mitad en la acera y mitad dentro de la casa, otra mujer, pelo largo y rubio recibía boca arriba a los curiosos, que morbosamente revisaban sus abiertas piernas bajo la corta falda morada. Estas mostraban su ropa interior blanca y de buena calidad. Una cartera abierta y también blanca se veía totalmente vacía a su lado. Sus zapatos blancos de tacón alto se le habían zafado de los pies. La rubia, aferrada a una pistola, con los abiertos ojos azules, desafiantes y abundante sangre en su sien derecha, parecía resistir los ladridos del perrito que insistía en avisar, en repelerla, como presencia intrusa en la habitación.

Estaban allí sus siluetas dibujadas en tiza sobre el suelo, de la misma forma en que habían caído, no para ser eternizados por un gran pintor, sino para hacerle más fácil el trabajo al detective de homicidios, cuando levantaran los cuerpos.

El detective llegó. Era mediano, blanco, delgado, narizón. Al darle vuelta a la mujer morena, reconoció su rostro. Hacía unos meses la había visto caminar por la playa, mirando melancólicamente la tarde que se escabullía dentro del mar. “¡Era una real hembra!”, pensó. En esa ocasión, de patrulla por la zona, el detective, Capitán Juan Valle Valle, vigilaba la costa porque esa madrugada, la Policía había atrapado un barco cuyos termos tenían droga oculta en el cargamento de pescado.

Un par de almidonadas señoras cincuentonas, Doña Mercedes Auxiliadora y Doña Ángela, que paseaban por el muelle habían visto el trasiego y prestas se habían regresado para denunciar el contrabando. Decían haber sospechado porque los marineros no se bajaban de la embarcación y porque el capitán se acercó nervioso a interpelarlas. Ellas disimularon un poco y luego corrieron hacia la Comandancia del Puerto de San Juan del Sur.

Valle Valle apresó a los marineros, algunos de ellos ucranianos, otros nicas, según se estableció, y buscaba a los cómplices que desconocían que el barco había sido encontrado. Pero fue en vano, pues con una celeridad inesperada a pesar de que el caso se mantenía en secreto, cada cómplice que descubrían había desaparecido de la zona sin que su familia supiera dónde encontrarlo. Años más tarde, los marineros nicaragüenses empezaron a aparecer asesinados sin que tampoco se conociera cómo había sucedido.

Pero en ese momento que nos ocupa, cansado de interrogar a los presos, Valle Valle salió a respirar un poco de aire fresco a la playa. Allí vio a la morena caminando. Con mirada de conocedor, siguió el sinuoso movimiento de la mujer. Observó cómo, a lo lejos, ella se sentó sobre la arena y puso a un lado algo que parecía vender. De inmediato, un hombre alto, recio y colorado llegó, se acercó a ella y al sentarse también sobre la arena, cogió lo que ella había dejado, un paquete, tal vez, y puso al lado, una valija. Ella la asió, los dos se levantaron y cada uno tomó su rumbo.

A Valle Valle le llamó la atención lo rápido del intercambio, e iba a acercarse, cuando gritó una señora china vestida en color limón que le habían robado una cadena de oro. Corrió hacia ella. Y en un cerrar de ojos, la morena despareció. Se quedó con curiosidad pensando en la guapa mujer, pero dado a que no había hecho nada obviamente ilegal, decidió restarle importancia. Podía ser una encomienda que el hombre le llevó a la muchacha. ¡Y él tenía varios presos que investigar!

Ahora la veía de nuevo, esta vez, muerta.

Valle Valle siempre ponía mucha atención a las féminas, no sólo porque le gustaban mucho, sino porque también las mujeres se especializaban en torturarlo. Así sucedía.

En una de esas ocasiones, como patrullero persiguió un vehículo que violó la ley varias veces. Cuando finalmente logró que se detuviera, tuvo que taparse los oídos para no escuchar todos los improperios que le gritó la señora que manejaba. Intentó detenerla por desacato a la autoridad, la mujer lo pateó y lo mordió; con sus agudas uñas y sus finos tacones lo hirió en la cara. ¡Lo mandó al hospital!

En otro momento, Valle Valle estaba de servicio en un populoso barrio llamado Ciudad Sandino y mientras caminaba por una solitaria calle realizando una inspección, un grupo de madres de pandilleros lo asaltaron y lo masacraron con palos de escoba, mordiscos, arañazos y patadas. El había metido presos a sus hijos y ellas se vengaron. La última vez había sido porque entró a una casa a detener a un ladrón. Lo encontró bañándose, lo sacó del baño envuelto en una toalla, lo esposó y lo entregó a su sargento. Pero antes de que Valle Valle pudiera poner un pie en la calle, todas las mujeres de esa casa lo tomaron como rehén. No lo dejaban salir. La Policía tuvo que lanzar bombas lacrimógenas para que lo liberaran.

Por eso él siempre se fijaba en las mujeres, pues bonitas o feas, para Valle Valle las mujeres eran un peligro. Y no se equivocaba. Allí estaba la mujer que le había llamado la atención esa vez. Muerta.

Este día, fotógrafos y cronistas de la nota roja, llenaban el pequeño cuarto utilizado por sus habitantes para cocina, comedor, sala y dormitorio. Los vecinos comentaban haber salido asustados al escuchar tiros, que contaban entre seis, cinco, o tal vez diez. Agregaban que corrieron al oír los desesperados ladridos del perro y vislumbraron, desde la acera, la sangrienta escena.

Era temprano por la mañana cuando sucedió, y a esta hora, ya al mediodía, las moscas se posaban insistentes sobre los charcos de sangre, mientras la vecina a quien la pareja compraba por las noches comida cocinada, hurgaba en los bolsillos del hombre y en la cartera de la mujer porque decía que había que descubrir sus nombres, encontrar direcciones y avisarle a algún deudo la gran tragedia acontecida a sus familiares.

Por extraño que parezca, el suceso acaecido en un populoso barrio de estrechas calles donde generalmente todos se conocen, no se esclareció ese día. Pasó la tarde y nadie apareció para identificar a los muertos.

El jefe de Valle Valle llegó a la escena del crimen. Raro en él que siempre andaba ocupado en muchas otras cosas. Le dijo que era un caso extraordinario y ordenó revisar cuidadosamente para encontrar huellas. Rebatieron muebles, paredes, techo, piso. ¡Nada! El jefe, frenético iba de un lado al otro, gritando preguntas. Finalmente puso a un policía a la puerta del cuartito para impedir que alguien sustrajera alguna pista.

La policía detuvo por horas a la vecina que les cocinaba a los muertos porque pensaba que ella había tomado algo de valor de las pertenencias. Pero los otros inquilinos juraron que Doña Elsita era una persona caritativa, honrada y muy trabajadora, que desde que había llegado al barrio a vender comida popular, no había tenido problemas con nadie; que era refugiada de la guerra de El Salvador y sola, pues no le conocían marido o familia. .

“Yo sólo les vendía comida, no conversaban. A ella nunca le oí la voz, sólo sonreía. El era de poco hablar. Yo les aliñaba su paquete de comida y se la llevaban al cuarto. No se metían con nadie. Eso sí, escuchaban música todo el día y sobre todo una vez que llegaron unos amigos de ellos. Pero si los vimos entrar, no los vimos salir. Es todo, le repito que no se metían con nadie”, insistía llorosa Doña Elsita. La soltaron.

Los tres cadáveres fueron trasladados a la morgue donde los ubicaron en gavetas distintas. Sus fotos aparecieron en los diarios; las noticias señalaban que había sido un crimen pasional. Se decía que la mujer rubia de morado había sorprendido a la pareja después de buscarlos por meses. El suceso se convirtió para los lectores en el caso del “Triángulo de la Chela”, en alusión a la mujer rubia de morado que se especulaba como la abandonada por el hombre que había preferido a la morena de pelo largo. Debía haber sido así, pues vivían juntos.

En declaraciones oficiales, el jefe de la policía dijo que la rubia había golpeado a la puerta y que cuando el hombre moreno abrió, de inmediato ella les disparó a los amantes y que luego, al darse cuenta de lo grave de su acción, se suicidó.

Sin embargo, el Capitán Juan Valle Valle, comentó que había otra mano criminal porque aunque alguien intentó hacer aparecer como que la chela se había suicidado, no coincidía el ángulo del orificio de entrada de la bala disparada con el ángulo en el que ella podía sostener la pistola. Además, tanto ella como el hombre moreno habían sido asesinados por una pistola de igual calibre. Esta no era la que estaba sobre la cocina, ni la que tenía el hombre a su lado. Era un arma más. La cuarta. ¿Pero dónde estaba? ¿Quién había sido?

“Alguien mató al hombre y luego a la rubia, después de que ella mató a la mujer morena”, dijo Valle Valle. “¡No diga disparates! ¡Es un triángulo amoroso”, espetó su jefe, quien de inmediato se levantó, clausurando así la improvisada conferencia de prensa en la sección quinta de la policía municipal.

Pero Valle Valle, como acucioso policía entrenado en Yugoeslavia siguió investigando el caso. Mandó a hacer un retrato hablado del hombre que él había visto darle la valija a la morena aquella tarde en la playa. No había archivo de él, no había archivo de la morena, del moreno, o de la rubia. No había en la policía, antecedentes de ninguno. Fue extraño que entonces no se descubriera la identidad de estas personas. No aparecieron parientes, ni el menor papel que los acreditara. También a Valle Valle le llamaba la atención que gente tan humilde tuviera tantas armas costosas: Glock, Sig Sauer, Makaroff.. Allí había algo más. Debía averiguarlo. Esto olía pesado.

Para el Capitán Valle Valle el caso se convirtió en una obsesión. “Es cierto que hay delincuencia, pero estamos hablando de tres personas asesinadas y estoy insistiendo en que hubo dos criminales. La mujer mató, pero a ella la mataron”, repetía, “esto no puede quedarse así. Alguien debe saber; por algún lado está la respuesta”. Una semana después de los asesinatos, encontraron a Doña Elsita, la señora de la comidería, en la costa del lago. El cuerpo lo tenía atravesado por una cantidad casi incontable de puñaladas.

Tras dos semanas de investigar, Valle Valle logró ubicar al hombre que le había dado la maleta a la morena en la playa. Lo citó para que rindiera su declaración, pero éste no llegó. Hacía unas pocas horas se había suicidado y su esposa e hijos estaban fuera del país. Su jefe insistió en que debía cerrar el caso. “No hay testigos, no se sabe quién es esa gente y te necesito en otra cosa. Ya dejá ese asunto que se cerró solo por falta de pruebas de parte acusadora, o de parte defensora. Allí no hay nada. Ya calmate y vení, que te quiero dar esta investigación en la que sí vamos a trabajar en serio”, le dijo.

Era verdad, los niveles de delincuencia y de tráfico de drogas se incrementaban. Había evidente lavado de dinero, porque de pronto aparecían edificios y negocios; se notaba el dinero fácil en las calles, en las camionetonas relucientes manejadas por nuevos dueños que hacía poco no tenían trabajo. Era un despliegue de plata que asombraba. Pero Valle Valle se incomodaba porque no lograban atrapar a los sospechosos. Cuando la Policía llegaba, ya se habían ido. Alguien les informaba.

Pasaron los meses y con la afluencia de muchos más muertos en ese tiempo en su país, tuvieron que meter a los tres cadáveres del Triángulo de la Chela en la misma gaveta de la morgue. Luego el morguero informó a quien le preguntó, que los habían enterrado juntos en una fosa común y que su identificación era “El Triángulo de la Chela”, como lo titularon los medios informativos.

Pocos meses después, un compañero suyo apareció envuelto en una de esas operaciones de droga y cuando Valle Valle lo tenía convencido para que hablara, fue asesinado a balazos en la misma cárcel. Estaban investigando este caso y logrando algún tipo de evidencia, cuando sorpresivamente le avisaron a Valle Valle que había estallado en pedazos su jefe, y con él, dos compañeros suyos. Habían salido de la ciudad en una misión. Se dijo que habían pisado unas minas. Pero ya en la morgue, Valle Valle constató que los habían baleado.

Terrible ser policía. Fue en cumplimiento de su deber dijeron los discursos. Les dieron medallas. El sitio del tiroteo, o de las minas, quedó nauseabundo durante meses. No se encontraron pistas, a pesar de que vinieron expertos extranjeros que habían estudiado casos similares en su país. Llegó el momento en que el propio Presidente de la Nación cerró el caso. Dijo que tenerlo abierto era desmoralizante para la Policía. ¡Total que su propio jefe había sido asesinado y no tenían indicios de quién había sido!

Llorosa, la secretaria de su jefe le repetía a Valle Valle que ella lo había presentido, que el jefe había tenido una serie de llamadas extrañas y que cada vez que las recibía se ponía lívido. “Pero nunca me contó quién era y cuando yo le preguntaba, me decía que no le pusiera mente, que no era nada importante, que era gente necia que no tenía nada que hacer”,comentaba la mujer entre gemidos. Fue otro expediente que quedó abierto.
 
Diez años después, ya convertido en Jefe de Investigaciones de la Policía, el Comisionado Valle Valle, reabrió el caso del Triángulo de la Chela. Regresó a la escena del crimen. Visitó a los vecinos. Preguntó si alguien había aparecido para informarse del paradero de Doña Elsita, la señora que vendía comida. Le comentaron que después del suceso y de la misma muerte de ella, nadie sabía más. Era como si esa gente hubiese venido de Marte.

En esos días, los periodistas avisaron al Comisionado Valle Valle, que el alcalde construiría una rotonda y pronto, los tractores demolerían el cuartito de los muertos del Triángulo de la Chela, que estaba abandonado. Desde los asesinatos nadie más quiso alquilarlo porque dijeron que allí asustaban. Visitó al lugar del asesinato y encontró al perro que había visto en la escena del crimen aquel aciago mediodía. Estaba acostado bajo el mismo árbol de acacia y achacoso y envejecido.. Se sabía que más de una persona había salido huyendo ante el ataque del can, que terco cuidaba cualquier intromisión a su espacio, e insistía en hacer del desvencijado sitio, su hogar, su refugio.

Valle Valle lo comprendía. El siempre recordó la escena y sobre todo, el misterio que se cernió sobre la misma. Pero ahora era su momento de encontrar la verdad. Pidió a los operarios de la alcaldía, que tuvieran muchísimo cuidado con el cuartito y previendo cualquier desacato, dejó a un policía de día y a otro de noche para que cuidaran.

Esa tarde, mientras lo entrevistaban los periodistas sobre sus planes como nuevo jefe, llegó uno de sus agentes y le contó que cuando los tractores tumbaron el árbol de acacia, para excavar el patio, se había encontrado una maleta. Esta estaba sellada con una cinta con lacre. Se la dieron. Valle Valle la reconoció como la que, hacía más de diez años, había sido entregada a la morena en la playa. Algunos viejos periodistas que conocían del caso, lo rodeaban. Le pidieron que la abriera. Valle Valle llevó el hallazgo a su oficina. Los periodistas lo siguieron. Junto con otros detectives, Valle Valle abrió la valija y empezó a sacar lo que encontraba.

Eran muchos paquetes. Había papeles, sobres, fotos sueltas, pasaportes, mapas, armas, cartas, dinero, mucho dinero en dólares, en certificados al portador. Había paquetes de droga que estaban rotulados como muestra. Vió la foto de Doña Elsita, la de la fritanga. Los documentos adjuntos señalaban que se llamaba Maritza Martínez. Ésta había sido sindicada por quienes firmaban como” la organización”, como la culpable de haberse robado un dinero que estaba destinado para comprar armas que servirían a la guerrilla colombiana. Las órdenes decían que había que matarla tras estudiarla para descubrir a sus cómplices.

En otra foto más estaba la mujer rubia de pelo largo. Se ordenaba dispararle en cuanto la vieran. Los pasaportes tenían las fotos de la mujer morena y del hombre de bigotes que suponía ser su pareja. Eran varios y estaban bajo diversos nombres y nacionalidades. Se trataba de una fuerte operación que mezclaba droga con guerrilla y cuyo responsable en el país, se movía con absoluta libertad. “¡Yo dije que esto era sí de grande y mi jefe me quitó del caso!”, pensó Valle Valle.

Valle Valle continuó hurgando. Los periodistas preguntaban. El empezó a mostrarles sus hallazgos. Estos anotaban en sus libretas, fotografiaban y grababan en video todo lo que iban viendo. Valle Valle examinó una foto y se congeló. Dejó de enseñar los documentos y adujo que tenía que terminar otra tarea. Que lo disculparan los periodistas salieron refunfuñando.

Con la valija en la mano, Valle Valle cerró la puerta de su oficina. Aún pálido, volvió a ver la foto. ¡Increíble! Allí estaba el chele que había entregado la maleta a la mujer morena. El hombre entregaba un dinero y quien lo recibía parecía ser muy conocido para Valle Valle. Pero la foto estaba manchada por el tiempo.. Una nota tras la fotografía señalaba el alias del que estaba recibiendo el dinero y la importancia que tenía dentro de la organización.

Fue al laboratorio de fotografía y pidió espacio para personalmente ampliar la foto. Minutos después pudo observar claramente la faz del individuo. Pero además de esto pudo escudriñar otra sombra. Eran tres personas las que estaban en el retrato.

Regresó al cuartel de la policía y volvió a leer los documentos encontrados en el maletín, luego, para cotejarlos, buscó los archivos de la policía, pero no encontró referencia alguna al “Triángulo de la Chela”. Acudió al microfilm y tampoco apareció nada. Apresurado, salió de su oficina, fue a su casa y trajo sus archivos personales de los casos que más le habían llamado la atención durante todos sus años de servicio. Allí estaba todo lo relacionado con “el Triángulo de la Chela”, que él había podido documentar.

Entró a su oficina y pidió no ser interrumpido. Durante tres días seguidos no salió del cuarto y no recibió a nadie. Comía sobre su escritorio y dormía en el sillón de su covacha. Sabía que los periodistas estaban frenéticos; que su mujer le dejaba mensajes ya furiosos porque no había llegado a su casa. Pero ella estaba bien y él estaba trabajando. Silencio. Unos minutos más y uno de los misterios que más le incomodaban, sería aclarado.

Cuando terminó de unir las piezas pidió que le llamaran a todos los medios de difusión. Demacrado, tomó asiento, arregló el micrófono principal puesto sobre la mesa, hizo a un lado las grabadoras y otros micrófonos que le estorbaban para poner los papeles y las fotos: “es el capítulo final del Triángulo de la Chela”, anunció.

Valle Valle empezó a brindar declaraciones. Se trataba de una operación de drogas lanzada por la mafia ucraniana aprovechando la cantidad de pescadores desocupados y exguerrilleros que había en el país. Los cómplices eran pesos pesados. Lentamente sacó las pruebas. En una de las fotografías ampliadas se veía a su maestro, su asesinado director de policía. Era inequívoco. Se veían sus anchos bigotes y la cicatriz que dividía su frente en dos. El recibía dinero del individuo que la había dado la valija a la morena, el chele que se suicidó.

Al fondo, reflejado por un espejo, una sonrisa de grandes dientes y abultadas mejillas vigilaba la transacción. Parecía ser un gran jefe de la operación y no realmente el perseguido político supuestamente preso para entonces. Era también el único que estaba vivo de los tres que salían en las fotos y de alguna manera tenían que ver con el operativo del “Triángulo de la Chela”. El mofletudo índice de su mano derecha comandaba el momento. Su grueso anillo era el mismo que ahora podía verse en una serie de fotos lanzadas para su candidatura como Senador de la República.

Valle Valle informó que La Chela era Helena Runova, amante de Vasyl Tmyokhin. Que hacía diez años ambos formaban parte de la avanzadilla de la mafia ucraniana en una operación de 128 mil millones de dólares en América Latina. Que ambos habían estado reclutando pescadores en San Juan del Sur y pagádoles cien mil dólares a cada uno. Que para entonces, él, Valle Valle, había atrapado un cargamento de 8 mil kilos de cocaína en dicho puerto, pero que su jefe dejó ir a los culpables con el barco y la carga. Que por eso le pagaban. Que el joven moreno muerto en el Triángulo de la Chela era el contacto en Nicaragua de la mafia ucraniana, pero que se había vendido al cartel de Medellín; que la morena también trabajaba para la mafia ucraniana, pero que era agente encubierta de la DEA y por eso guardaba la información en la valija. Que el gordo chele que dio la valija a la morena había sido nombrado, para entonces, el nuevo representante, en Nicaragua de la mafia ucraniana y jefe del moreno.

“¿Pero quién había tomado las fotos en las que salían su jefe y el aparentemente jefe de él?”, preguntaron los periodistas. ¿Sería un artefacto que llevaba el chele? ¿Otro cómplice? Valle Valle respondió que tendría que investigar. Los periodistas se hicieron eco de la información que cubrió semanas y meses de noticia y felicitaron al Comisionado Valle Valle por sus logros.
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Pero no pasó nada. Legalmente el caso ya había caducado. Eso fue lo que dijeron los jueces. De Valle Valle no se supo más nada tras que el gobierno lo metiera preso acusado de haber cometido falso testimonio en perjuicio de las autoridades. Un día de tantos no apareció en su celda. Se dijo que había huido.

I want to hold your hand (Quiero tomarte la mano)

Dulce era la sonrisa de Xiomara Argüello a sus quince años y como no tenía otra, dulce fue su sonrisa ante las frías palabras de June Taylor espetadas en inglés, idioma que Xiomara empezaba a aprender ese mes en una escuela especializada.

“No le entiendo, perdone”, se excusó Xiomara, sonriendo de nuevo y continuó cantando en inglés con su pesado acento centroamericano.

 Una vez más June Taylor le gritó a Xiomara y ésta, asombrada ante la situación y sin saber qué hacer, volvió a sonreír y a cantar. Pero la expresión de odio de June, hizo que Xiomara se alertara y esquivara con rapidez inusitada el tijeretazo que ésta le lanzó directo a la cara. La siguiente vez no tuvo igual suerte.

 El hecho sucedió en el interior de un bus que ambas habían abordado en una de las múltiples paradas previas a entrar en la calle Mission, en San Francisco, California, USA. Eran las tres de la tarde de un frío viernes de noviembre de 1964.

La escena anterior hubiese parecido una rencilla entre rivales, o entre pandilleras, pero no era así. La dulce sonrisa de Xiomara era producto de su mimada vida de jovencita latinoamericana de padres enriquecidos. Para ella montarse en un autobús era una aventura pues la costumbre había sido, hasta hacía unas semanas en su Nicaragua natal, que su aya de muchos años la acompañara, sombrilla en mano, del colegio a su casa, de su casa al colegio. Si quería ir más largo, el chofer de su padre la trasladaba, siempre con su nana acompañándola, y la esperaba, sombrero al pecho, a que ella volviera a montarse al vehículo, mientras él cuidadosamente le cerraba la puerta.

Xiomara había vivido como princesa y se comportaba como tal. Ese día, por ejemplo, andaba con sus zapatitos de charol, sus costosas medias, vestido de seda cruda y abrigo. Todos eran marca Dior. Recién habían llegado de París, importados por Sacks Fifth Avenue, sucursal San Francisco, California. En esa tienda la habían maquillado al estilo Twiggy, la flaca modelo inglesa a la que todas querían imitar.

Junto a su prima Cassandra, Xiomara reía y reía sin adivinar que su alegría molestaba a June Taylor que enfurecía, cuadra tras cuadra, mientras la ciudad iba mostrando sus secretos.

En esta calle Mission, por ejemplo, Xiomara descubría lo distinto de un latinoamericano a otro. Todos hablaban español, pero sonaban diferente y comían diferente y además -que no se diera cuenta su mama porque llegaba a recogerla- decían unas palabrotas que quedaban doliendo los oídos y la conciencia. ¡Más de una vez ella se confesó ante el Padre José de La Jara de su Colegio La Asunción porque había escuchado a alguien en la calle diciendo malas palabras! Y ahora, ¡qué gente tan vulgar!

Pero lo que más le llamaba la atención a Xiomara era que Cassandra le había contado que muchos habitantes de San Francisco, no hablaban inglés a pesar de haber vivido en San Francisco, decenas de años. ¿Sería que a ella le pasaría lo mismo y que regresaría a su país con su español de siempre? Sólo tenía estos tres meses de vacaciones para aprender inglés.“¿Pero no ves que yo ya lo hablo? No te preocupés”, le decía Cassandra, que ahora, según Xiomara había descubierto, se llamaba “Cassy”.

Xiomara era bajita, blanquita, de cuerpo delgado y ojos risueños. Una de sus grandes preocupaciones era casarse pronto. La otra era impedir que alguien le quitara su virginidad y por eso contaba los segundos que el novio la besaba porque le habían dicho que de un beso podía salir embarazada. Y esto nunca. Así se lo había jurado a la Virgen de la Asunción.

Ansiosa, Xiomara hablaba y hablaba con Cassandra. “Estoy loca por casarme y ser madre, ¿no es eso lo que toca? Ayer me compré un par de zapatos de charol amarillo con un lazo de gros, que son una belleza, pero ahora tengo que buscar el vestido que le luzca. Creo que les luciría un talle princesa de seda cruda y un peinado de moña, así bien alta y con mucha laca para que no se caiga con el sudor cuando salga del carro con aire acondicionado de mi papá en Managua. Lo malo es que tocaría ir así el domingo a la misa de diez de la mañana y no creo que el pelo me dure hasta ese día, porque nosotras vamos al salón de belleza los viernes que es cuando mi mama tiene que arreglarse para su juego de cartas”, le contaba a Cassandra.

“A mí me encanta andar elegante con moña. Me parece lo máximo, pero la vaina es que a mi novio no le gustan las moñas porque dice que el pelo me queda tieso y no puede tocármelo. A mí me fascina complacerlo porque así debemos de ser las novias, dulces y cariñosas. ¡Ay! ¡Dije algo malo! Me parece que vaina es mala palabra. A mí no me agrada decir malas palabras, no sólo, las aborrezco porque son pecado y luego tengo que ir a confesarme”, continuaba Xiomara.

“Si hasta me pasó un problema. Madre Irene preguntó en clase que si alguien había besado alguna vez. Yo fui a única que levanté la mano para decir que sí. Cuando ella me acorraló para que le diera los detalles, le dije que yo había besado a mi papá. Ella estaba muy molesta conmigo. Pero la verdad es que es cierto, yo beso a mi papá todos los días. Le doy su besito en su frente. Es costumbre de la casa. Pero a mi novio no. Todavía no. Eso será cuando cumpla los dieciséis años. Mi mama dice que tampoco deje que me toque la mano, porque primero es la mano, luego el codo…y luego…Mi mama dice que los hombres son muy atrevidos y que por eso me cuida tanto. Bueno, me imagino que eso es lo que toca hacer. Ella es la que sabe. A mí me toca obedecer, ¿no es así?”, le preguntó a Cassandra.

Ambas primas reían y recordaban períodos de su niñez. Aunque tenían cuatro años de diferencia, habían crecido juntas y sólo se habían separado este año en que Cassandra había venido a San Francisco para iniciar sus estudios universitarios. Por tal razón, Cassandra ya conocía la ciudad y por esto se atrevía a guiar a Xiomara a esta zona en donde vivían los latinos. Ellas, por la capacidad económica de sus padres vivían en “las Avenidas”, como llamaban a esta parte de San Francisco en donde habitaban los anglosajones. Ahí, unos tíos de Cassandra eran sus tutores. Estos les habían prohibido acercarse a la calle Mission y también les habían hecho jurar que no irían a las calles Potrero, Divisadero, Ashbury Hights porque allí pululaban los hippies y los homosexuales y eso sí que era la perdición.

Pero ellas iban para allá. Un primo de Cassandra les había dicho que allí podían comprarse unos aretes y collares hechos por artistas y que además el poeta Allan Ginsberg tenía un recital esa tarde al que también acudiría Mario Savio, del Movimiento de Libertad de Expresión de la Universidad de Berkeley.

A Cassandra le interesaba toda esta actividad. Había llegado a San Francisco apenas el día anterior que asesinaran al Presidente John Kennedy el 22 de noviembre de 1963. Lo había visto por televisión. Y mientras por la pantalla repetían una y otra vez cómo había ocurrido el magnicidio, de pronto, ante sus ojos sucedió de nuevo un asesinato: llevaban al asesino de Kennedy y en el alboroto, un tipo se acercó y le asestó unos sonoros balazos a quemarropa.

Lee Oswald, a quien habían atrapado como culpable de la muerte de Kennedy, ¡fue ultimado ante los ojos del mundo! “Ya ven, están haciendo lo mismo que pasó en Nicaragua cuando al dictador Somoza lo mató Rigoberto López Pérez y a quien de inmediato acribillaron los somocistas”, decía Cassandra, “aquí y allá matan igual”.

Ahora en Estados Unidos, Cassandra veía unos días de mucha protesta y marchas por la segregación entre negros y blancos. Estaban peleando por la firma del Civil Rights Act. También ya se quemaban las tarjetas de reclutamiento. Los jóvenes no querían ir a la guerra de Viet Nam. Los hippies pregonaban que había que hacer el amor y no la guerra. Usaban marihuana y LSD y había comunidades en las que vivían todas con todos. “Es el amor libre”, decía el primo. Esto era sorprendente para Cassandra y aún más lo era para Xiomara que insistía en ver con sus propios ojos todo lo que pasaba.

 “¡Ah, de eso, yo no me pierdo, quiero ver lo que hacen!”, decía Xiomara, “pero no quiero probar el LSD porque ya he visto varios amigos que no están bien. Tampoco la marihuana, porque veo que se ríen mucho. ¡Si yo ni sé fumar! Y no quiero aprender porque se ponen los dientes manchados. ¡Pero quiero ver lo que hacen!”

Una de las novedades más esperadas del ambiente en San Francisco era un concierto de esos fenómenos musicales ingleses, los Beatles que llegaban pronto a la ciudad. Cassandra y Xiomara ya habían comprado sus entradas para la ocasión y día y noche practicaban las canciones que escucharían para corear a sus ídolos en la gran presentación. Por eso, mientras viajaba en el bus con Cassandra, sin saber lo que decía, Xiomara cantaba “I want to hold your hand”, y al igual que los Beatles, movía la cabeza y el pelo siguiendo el compás de su propia voz.

Esto fue lo que escuchó Tommy Sands, alto y musculoso. Sonriente, se levantó de su puesto y se dirigió a Xiomara. Desde su silla y viendo por medio del espejo retrovisor, el conductor del autobús ordenó a Tommy que se regresara a su asiento.

Tommy continuaba avanzando. El chofer detuvo el bus e insistió: “¡Para atrás!” Xiomara seguía cantando y viendo hacia el busero y hacia Tommy Sands quien azareado, regresó a su lugar ante el imponente tono del conductor del bus. Ese debe haber sido el momento de rabia profunda de June Taylor, porque ni ella, ni Jean Dixon, ni Celeste Helms o Phineas T. Parker, que la acompañaban en esa sección trasera del autobús, podían cruzar esa frontera milagrosa entre su tono de chocolate oscuro y la alabastrina piel de Xiomara o la pálida de Cassandra, que les permitiría a ambas sentarse en las filas delanteras.

 “¡Mexicans!”, gritó June Taylor con su cara descompuesta por el resentimiento. Dio ese primer golpe que Xiomara esquivó. Su segundo impulso fue contundente: la yugular de Xiomara se abrió ante la tijera empujada por la fuerte mano de June, una costurera que había sido cesanteada esa misma tarde.

Había sucedido en segundos.

El suelo del bus se fue inundando de la sangre de Xiomara quien con cara asustada yacía en el pasillo, pringados sus primorosos zapatos, su adorable vestido, su costoso abrigo, sus zarcillos de moda, toda ella marcada para siempre por June Taylor, una ciudadana norteamericana que en ese tiempo tenía que montarse en la parte trasera de los buses de su país, mientras los extranjeros, los morenos visitantes latinoamericanos, iban en los asientos de adelante.

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Managua, Nicaragua, 1944.
Periodista, columnista, diplomática, consultora en comunicación e imagen, relacionista pública, traductora, narradora y dramaturga, ha escrito tres libros de ensayos y entrevistas sociopolíticas (Mis Preguntas, Elecciones 90; Mis Preguntas, Elecciones 1996; y Todos los Otros somos Nosotros Mismos, Elecciones 2006), otro de conversaciones con escritores famosos y un pintor: Su genio y fama ante mi grabadora, uno de relatos, El Triángulo de la Chela, con una novela y otros cuentos en proceso. Sainetes suyos se han publicado en México y escenificado en París y Ciudad de México. Obtuvo, entre otros reconocimientos, El Monje de Oro como mejor reportera y la Orden de Independencia Cultural Rubén Darío. Es Directiva de la Asociación Nicaragüense de Escritoras (ANIDE), del Centro Nicaragüense de Escritores (CNE) y del Instituto de Promoción Humana (INPRHU).