El último comandante
1 abril, 2011
A finales de los años noventa descubrí al ex comandante sandinista Tomás Borge en los Campos Elíseos, en París, entrando y saliendo de las tiendas de lujo como quien hace la compra en el supermercado. Algo, no sé, tal vez el pudor, me impidió vomitar. Andaría clandestino en una operación revolucionaria, como en una de las geniales escenas de la película El último comandante, recién estrenada en Nicaragua y Costa Rica.
A otros de sus antiguos camaradas he tenido el placer de conocerlos en La Habana y me ha maravillado el esplendoroso juego de muñeca de su reloj Cartier. Marx tenía razón: “El secreto del éxito es la honestidad. ¡Hay que evitarla a toda costa!” (por supuesto, me refiero a Groucho Marx, el comediante norteamericano).
El gran desencanto de mi generación fue el final de la revolución sandinista, eso que popularmente se llama “la piñata”. Y no eran confites lo que se repartieron. Llegamos tarde al muro de Berlín y quemamos el cartucho definitivo de la Guerra Fría. El último comandante habla de eso y de algo más importante. Sin dejar de homenajear aquello que pudo ser, y que no fue, trata de un hombre que busca su destino y de una época que parece haberlo perdido.
El protagonista, Paco Jarquín, es un estrambótico híbrido entre el Che Guevara y Edén Pastora, el mito y el bufón. Un hombre que está en cualquier parte y en ninguna. Abandonó lo que podía abandonarse en la vida –mujeres, familia, amigos, patria, ideales, revolución- detrás de un sueño que, como todos, se esconde en el fracaso. Comienza traicionando su pasado y está a punto de ver cómo su presente se desvanece en sus manos (o en sus pies).
Este itinerario es la mejor metáfora de un filme trinacional que duró 14 años en hacerse, que empezó siendo un mediometraje destinado a formar parte de una película en episodios, que nunca se completó, y terminó siendo El último comandante. Durante este proceso, Jarquín no tuvo rostro y fue el hombre de las mil caras, El rey del chachachá, como se llamó al principio la película.
Recuerdo a su codirectora, Isabel Martínez, salir una madrugada con una mochila al hombro y un rollo de papel higiénico dirigiéndose a tomar un Ticabús rumbo a Panamá, con la esperanza de convencer al músico Rubén Blades a que se uniera a lo que entonces era una utopía en busca de financiamiento. Al final, El último comandante se concluyó con Damián Alcázar, quien antes de la filmación no bailaba chachachá, ignoraba el acento nica y sabía muy poco del sandinismo. Se quedó en Costa Rica tres meses para aprender lo que desconocía y lo hizo con la generosidad de uno de los mejores actores de la actualidad. Después de El último comandante se fue a filmar la segunda parte de crónicas de Narnia.
La película hace dos descubrimientos fundamentales –entre otros-: San José como ciudad, nunca antes vista desde esta perspectiva, y el personaje de Alfredo “Pato” Catania, Morita, quien encarna el que tal vez sea el papel de su vida.
Cuando vuelven a encontrarse, Jarquín no recuerda a Morita, uno más de los miles de combatientes que se sumaron a la revolución. En cambio, para Morita, Jarquín es una leyenda, “el último comandante”, la última esperanza de cumplir el anhelo, equivocado o no, al que consagró su vida. Si bien vive en la miseria, no ha tocado un dólar de la reserva secreta que le fue encomendada, 30 años atrás, para la insurrección definitiva que no llegó jamás.
Para entonces, la película, como la historia del siglo XX, ha transcurrido del pasado de una ilusión y los sueños colectivos de cambio social a la cultura popular compartida por todos –como fue el salón de baile- hasta llegar al consumismo que se compra y se vende individualmente. Jarquín toca fondo y su existencia se reduce a unos remendados zapatos de dos tonos –para bailar chachachá- y a un salón de baile perdido en el olvido. Lo único que le queda son los dólares de Morita, si consigue engañarlo. Ante el espejo que le pone al frente el viejo revolucionario, debe decidir si es un desertor o un traidor, si se suma a “la piñata” de un mundo corrupto o recupera lo único que no puede perderse: La dignidad.
En la escena final de Monsieur Verdoux, Charlie Chaplin le hace decir a su personaje antes de ir a la guillotina: “¿Qué es un ladrón (que le roba a otro) al lado del dueño de un banco?” (que estafa a miles). Chaplin pensaba en el crack del 29 y nosotros en la crisis financiera del 2008. ¿Qué es robarse unos dólares al lado de robarse una revolución? En tiempos oscuros, ¿cómo se vive sin ilusiones? Estas son algunas de las cuestiones que hacen de El último comandante más vigente y actual que nunca.
San José, 1962.
Es periodista, escritor y ensayista. Ha publicado ocho libros de poesía en Costa Rica, Guatemala, México y España y en el 2004 recibió el Premio Mesoamericano “Luis Cardoza y Aragón” por Autorretratos y cruci/ficciones (CONACULTA, México, 2006).
En 1999 publicó en México su novela Cruz de olvido, que obtuvo el premio nacional de novela en Costa Rica y se reeditó en España en el 2008. Es autor de las novelas Tanda de cuatro con Laura (2002), del ensayo-ficción La gran novela perdida. Historia personal de la narrativa costarrisible (2007) y del libro de cuentos La última aventura de Batman (2010), premio nacional de cuento.
En el 2010 fue incluido por la editorial francesa Gallimard en la antología de cuentos Les bonnes nouvelles de l’Amérique Latine.