El valor literario

5 agosto, 2024

¿Cuál es el valor esencial de la literatura? ¿Qué es lo que le da valor literario a un texto o qué es lo que lo convierte en literatura? Son preguntas aparentemente simples cuya formulación se remonta a la antigüedad y cuyos intentos de respuesta son tan complejos, múltiples, variados y disímiles como las ideas, categorías y conceptos ontológicos y gnoseológicos profusamente discutidos durante la historia misma de la civilización. Uno de los más recientes quizá sea el de Jesús G. Maestro, prolífico autor de una serie de ensayos (o más bien segmentos de un amplio tratado en progreso) publicados en los últimos lustros y que recientemente ha reunido en un ambicioso compendio de tres tomos titulado Crítica de la razón literaria*.

Basado en la filosofía materialista de Gustavo Bueno* (que hasta donde he podido leer parece una prolongación y a su vez un distanciamiento ontológico y “pluralista” del materialismo dialéctico marxista), Maestro concibe la literatura como una construcción racional que, no obstante constituirse como un saber, también sería, sobre todo, un objeto ontológico; valga decir: más que en un propósito cognitivo, según Maestro la naturaleza del valor literario radicaría especialmente en su tendencia a una exploración radical del ser y la existencia; aunque paradójicamente él mismo pretenda comprender tal valor desde una práctica esencialmente gnoseológica.

Trato de entender este concepto como la explicación, un tanto sui géneris, de una especie de naturaleza metafísica (aunque también material) de la literatura, concebida como una proyección racional afectada por la imaginación humana, que inevitable o ineludiblemente opera con la realidad pero que a su vez también sería parte de ella, puesto que para la filosofía materialista de Bueno y de Maestro, realidad y ficción son dos conceptos conjugados, o bien, entrelazados.

Para pensar en el concepto de literatura hasta ahora yo he preferido más bien tomar en consideración cierta evolución de las nociones sobre el mismo que han manifestado la teoría y la crítica literarias desde inicios del siglo pasado, cuando las distintas y hasta entonces no tan variables definiciones de dicho concepto empezaron a experimentar cambios de fondo, y cuando algunos autores también empezaron a plantearse nuevos retos y a emprender rupturas radicales respecto a la práctica y la esencia misma de lo que hacían.

Podríamos partir de un doble ejemplo. A mediados del siglo, y más o menos al mismo tiempo, un crítico literario como Terry Eagleton (embebido de la teoría y bastante esclarecido respecto a las complejas estructuras de poder persuasivo subyacentes en lo que generalmente se juzga como literatura) y un escritor poco preocupado en ocultar su fobia por la teoría y por la búsqueda de funciones “prácticas” o sociales a la literatura, como Vladimir Nabokov; parecían, sin quererlo, coincidir en deslindar de algún modo la influencia en ella del aspecto meramente imaginativo o de invención, para preponderar ciertos aspectos relacionados con el uso característico de la lengua, o del lenguaje, y su capacidad para transfigurar nuestra visión del mundo y para otorgarle “literariedad” a un texto.

En un recorrido exhaustivo por la teoría en buena parte del siglo XX, desde los formalistas rusos y su énfasis en la disposición o intensificación del lenguaje (o en lo que Roman Jakobson llamaba su “violencia organizada”), pasando por las teorías marxistas, estructuralistas y post-estructuralistas hasta las primeras manifestaciones de interdisciplinariedad de la crítica y la teoría encaminadas a un examen más amplio de la cultura y de las formas sociales de dominación, Eagleton* empezaba observando, entre otros aspectos de la evolución de la teoría, la distinción formalista respecto al carácter no pragmático de lo que podría considerarse discurso literario, así como también sus particularidades formales y su carácter autorreferente, en el sentido del énfasis en la forma con que se enuncia, más que en la realidad de lo que se enuncia.

Pero considerar la idea de literatura desde la estricta perspectiva de los formalistas equivaldría realmente a pensar que sólo la poesía es plausible de llamarse literatura, o bien que toda literatura es necesariamente poesía. Según Eagleton, cuando los formalistas fijaron su atención en la prosa, a menudo le aplicaron el mismo tipo de técnica de interpretación que usaron con la poesía. En efecto, la literatura suele abarcar muchas otras cosas, además de poesía o prosa más o menos «elevada»; suele abarcar también escritos realistas a veces carentes de preocupaciones lingüísticas o de singularidades enunciativas, y no sólo es capaz de mostrar lo que algunas personas o autores logran hacer con la escritura, sino también lo que la escritura es capaz de hacer con los lectores, o bien, en tal caso, con los autores mismos.

Para Eagleton, la literatura puede considerarse no tanto como una cualidad o conjunto de cualidades inherentes que se ponen de manifiesto en cierto tipo de textos, sino como las diferentes formas en que la gente se relaciona con lo escrito. Aunque de hecho esta explicación abarca la noción común de que se trata de la «expresión artística» del lenguaje oral y escrito, también agrega un aspecto clave y plurivalente: la recepción, es decir, el lector y sus propios y múltiples contextos, lo cual nos lleva a considerar que, en efecto, no hay absolutamente nada específico o concreto que constituya la esencia misma de la literatura. La definición de literatura, en fin, es o ha sido siempre subjetiva e inestable, y podría remitirse a la forma en que las personas deciden leer, y no tanto a la naturaleza de lo escrito.

Ciertamente, un escrito puede comenzar siendo calificado como historia o filosofía, y tiempo después ser clasificado como literatura, o bien puede empezar siendo asumido como literatura y acabar siendo apreciado por otro tipo de valor. Podría decirse entonces que no existen obras literarias de valor asegurado e inalterable, y que, como observa Eagleton, en efecto los juicios de valor tienen mucho que ver con lo que se juzga o no como literatura. Pero, como él mismo también subraya, los juicios de valor son notoriamente variables, y la definición de literatura como forma de escribir altamente apreciada en realidad no es estable, pues el término valor es transitorio, es decir, significa lo que algunas personas aprecian en circunstancias específicas.

Lo cierto al final es que los juicios acerca de lo literario siempre estarán mediados por “lo que nos preocupa o interesa”, y ese hecho podría también ayudar a explicar por qué ciertas obras literarias parecen conservar su valor a lo largo del tiempo. Probablemente sigamos compartiendo muchas inquietudes respecto a una obra literaria secular y su propio u original contexto, pero es probable también que, ahora, inconscientemente hemos estado leyendo otra obra. No fue precisamente Jorge Luis Borges el primero en destruir la idea de identidad fija de un texto, aunque a partir de él su improcedencia sea mucho más evidente. Lo ha dicho Eagleton y lo han repetido en diferentes momentos notables autores y críticos de diversas lenguas: el Homero de nuestros días no es el mismo que el de la Edad Media, ni nuestro Shakespeare es igual al de su tiempo.

Discurriendo acerca de la traducción y los idiomas, el novelista Guillermo Cabrera Infante* ha alegado que cada generación tiene su versión de Homero. “Cada pueblo tiene el Dante que se merece”, afirma, intentando demostrar que, desde el punto de vista del lenguaje, una traducción o una lectura vienen siendo, indefectiblemente, sólo una aproximación a lo traducido o leído, por tanto, están sujetas a una variabilidad de interpretaciones. Cada época, pues, o cada contexto histórico o lingüístico, ha moldeado un Homero, un Dante y un Shakespeare distintos, según lo que les preocupa o interesa a las personas en cada época o contexto.

Así, cada sociedad estaría reescribiendo, consciente o inconscientemente, todas las obras literarias que leen, pues leer equivaldría siempre a reescribir. Es decir que, ninguna obra, ni la evaluación que en alguna época se haga de ella, pueden simplemente llegar a nuevos grupos humanos sin experimentar cambios que quizá las hagan irreconocibles. Para Eagleton esta es una de las razones por las cuales, lo que se considera como literatura, sufre siempre una notoria inestabilidad, aunque no necesariamente esa inestabilidad se deba al carácter subjetivo de los juicios de valor. “Los hechos ‒afirma‒ están a la vista y son irrecusables, pero los valores son cosa personal y arbitraria”.

La enunciación de un hecho, según Eagleton, siempre da por sentado cierto número cuestionable de juicios, por lo que no es posible formular declaraciones totalmente desinteresadas, pues todas las declaraciones descriptivas se mueven dentro de una red (a menudo invisible) de categorías de valor, y esa oculta estructura de valores que da forma y cimientos a la enunciación de un hecho, constituye parte de lo que en general conocemos como ideología, que para Eagleton, y en general para la crítica y teoría marxistas, son las formas en que, lo que decimos y creemos, se conecta con la estructura de poder o con las relaciones de poder en la sociedad.

Pero de eso también deriva el hecho de que no todos nuestros juicios y categorías subyacentes puedan denominarse ideológicos. Ideología, en tanto parte de la cultura, serían también los modos de sentir, evaluar, percibir y creer, los cuales efectivamente tienen alguna relación con el sostenimiento y la reproducción del poder. Ergo: no existen las interpretaciones o los juicios críticos literarios puros. Es decir que no se puede considerar la literatura como una categoría descriptiva objetiva, o lo que caprichosamente decidimos llamar literatura, pues tales juicios de valor no tienen nada de caprichosos.

Según Eagleton, esos juicios tienen raíces en hondas estructuras de persuasión. La literatura, entonces, no existiría en el mismo sentido en que puede decirse que los insectos existen, pues los juicios de valor que la constituyen son históricamente variables. “Los propios juicios de valor se relacionan estrechamente con las ideologías sociales”, afirma, alegando que no se refieren exclusivamente al gusto personal, sino también a lo que dan por hecho ciertos grupos sociales y mediante lo cual tienen poder sobre otros y lo conservan.

Por otra parte, y volviendo a nuestro doble ejemplo, en su Curso de literatura europea* (1980) Nabokov dice tener sus propias razones para privilegiar personalmente algunos libros, “esos juguetes maravillosos que son las obras maestras de la literatura”. Decía hacerlo por amor a su forma y a sus visiones, y para enseñar a leer esos libros partía del convencimiento de que, lo que llamamos o consideramos literatura, “es capaz de revelarnos, con inspirada precisión, las texturas del mundo”, pues la literatura sería también capaz de hacer del mundo y de la humanidad el substrato potencial de la ficción.

“Puede que la materia de este mundo sea bastante real (dentro de las limitaciones de la realidad) ‒dice‒, pero no existe en absoluto como un todo fijo y aceptado; es el caos, y a este caos el autor le dice: ¡Anda!”. Para Nabokov, pues, la realidad puede convertirse en arte “cuando la pluma del escritor conecta las corrientes necesarias”. Asumiendo su punto de vista entenderíamos (como en efecto se entiende) que toda invención literaria, o toda ficción, aunque en parte es producto de la dinámica subjetiva o imaginativa de su autor, está potencialmente sustentada en el mundo y en los seres presuntamente reales.

Sin embargo, Nabokov distingue a su modo las cualidades específicas con las que deben conectarse esas “corrientes necesarias” para producir lo que considera “gran literatura”: además de la memoria prolija en detalles y el aprovechamiento de “los tesoros de la observación, el humor y la compasión”, sería también preciso lograr una «fusión mágica» del estilo, las imágenes y el esquema de una obra literaria. Esas tres facetas del “gran escritor”, afirma, “tienden a mezclarse en una impresión de único y unificado resplandor”, pues la magia del arte “puede estar presente en el mismo esqueleto del relato, en el tuétano del pensamiento”.

La fórmula para comprobar la calidad de una obra literaria, según Nabokov, es tratar de encontrar en ella una combinación de precisión poética e intuición científica. Su idea de literatura tiene que ver sobre todo con “la supremacía del detalle sobre lo general”, y con la “capacidad de asombro” ante aparentes fruslerías y aunque estemos rodeados, por ejemplo, de inminente peligro. “Estos apartes del espíritu ‒dice‒, estas notas a pie de página del libro de la vida, son las formas más elevadas de la conciencia; y es allí, en ese estado mental infantil y especulativo, tan distinto del sentido común y de la lógica, en donde sabemos que el mundo es bueno”.

Hasta ahora he resumido o referido aquí las ideas aparentemente extremas o polarizadas de un par de escritores y un académico y crítico literario, en las que me parece encontrar al menos algunas básicas coincidencias, que se resumen quizás en el hecho de que la literatura ha estado casi siempre definida, inestablemente, por las cualidades inherentes (lingüísticas, imaginativas, “mágicas” o emocionales) que originalmente le imprime un autor o autores, y por el valor o valores que puede o pueden otorgarle en determinados contextos un individuo o una comunidad receptora.

En cuanto a las ideas extremas o polarizadas, creo que está de más subrayar el asunto de la estructura de valores en el marco de la cual se produce lo que llamamos literatura (al que Eagleton aludía y Nabokov parecía eludir) y las conexiones del enunciado literario con las relaciones sociales de poder, con “el mundo y los seres reales”, es decir, su complicada relación con la Historia y sus poderes fácticos. Puede ser entonces no sólo pertinente sino quizás interesante, en este punto, tener en cuenta la perspectiva de Umberto Eco, quien como teórico y como escritor de narraciones recurrió eventualmente a sus propias experiencias en ambos ejercicios para intentar explicar, no sólo su propia idea, sino también lo que, según él, comúnmente suele entenderse por literatura.

Para empezar, es importante recordar que Eco, al englobarla como tradición, considera a la literatura un “poder inmaterial”, constituido por “ese conjunto de textos que la humanidad ha producido y produce no con finalidades prácticas, sino más bien gratia sui, por amor de sí mismos; textos que se leen por deleite, elevación espiritual, ampliación de conocimientos, incluso por simple ocio, sin que nadie nos obligue a hacerlo”.* Lo cierto en realidad es que aquí estamos hablando, a fin de cuentas, de una inmaterialidad sólo a medias, pues, aunque originalmente la literatura encarnaba en las voces de la tradición oral, también lo hizo en la piedra y suele hacerlo en “vehículos cartáceos” hasta el día de hoy, cuando también podemos acceder a ella, entre una infinidad de cosas, a través de pantallas de cristal líquido. Un ciclo de materialidad-inmaterialidad que se configura en una especie de virtualidad permanente.

Pero, ¿para qué sirve ese bien inmaterial o virtual que es la literatura? Eco dice que bastaría con responder: “para nada”, aunque subraya también una serie de funciones que, bien sabemos, la literatura desempeña en nuestra vida individual y en la vida social. Es decir: por una parte, la literatura mantiene en ejercicio la lengua como patrimonio colectivo, y, al contribuir a formar la lengua, crea identidad y comunidad; por otra parte, la literatura también nos obliga a un ejercicio común de fidelidad y respeto “en el marco de la libertad de interpretación”, pues nos propone un discurso con muchos niveles de lectura y nos coloca ante las ambigüedades del lenguaje y de la vida.

Según Eco la literatura nos ofrece un modelo imaginario de verdad, o de verdades, capaz de crear realidades culturales tan virtuales como realmente existentes; realidades con las que está de acuerdo toda una comunidad de lectores: entidades, caracteres, personajes literarios que están entre nosotros. No estaban allí desde la eternidad, sino que, después de haber sido creados por la literatura y alimentados por nuestras inversiones pasionales, existen (como hábitos culturales o disposiciones sociales) y con ellas debemos echar cuentas.

En general, como teórico, académico y aun como autor de novelas en las que la ficción suele hacer preponderar la invención en menoscabo de lo «real» o «verdadero», al discutir esto Eco casi siempre hizo énfasis en los límites de la interpretación de lo literario*, que en todo caso es plausible considerar como una forma del poder de lo literario. De hecho, esta es una perspectiva a la que eventualmente he recurrido en algunos ensayos para tratar de dilucidar precisamente su dinámica en las formas de asumir o de comprender ciertas obras narrativas y la inserción de su sentido en la dinámica histórica hispanoamericana, especialmente en Centroamérica.

Quizás me hizo falta entonces articular algún esbozo al menos resumido del problema o la discusión acerca de la representación literaria, es decir, qué o a quién representa la literatura, así como de las complejidades que implican sus formas de interpretación; una discusión en la que, tratándose de Hispanoamérica (o bien, de Centroamérica), no es posible eludir ciertas perspectivas e influencias teóricas que pugnan por llevar “más allá” la idea moderna o postmoderna de literatura, tratando de des-construir lo que algunos llaman su centralidad, especialmente subrayada o preponderante en el devenir histórico hispanoamericano desde los periodos de conquista, colonia e independencias.

Por ahora debo suponer que no resulta suficiente con esbozar estas rápidas y resumidas reflexiones, sino también continuar reflexionando en adelante acerca de la evolución de lo que podríamos convenir en llamar la función históricamente originaria de lo literario en lo que aún llamamos Hispanoamérica.


Obras referenciadas

  • Jesús G. Maestro. Crítica de la razón literaria (3 vols.), 2017. Editorial Academia del Hispanismo. Vigo, Pontevedra, España.
  •  Gustavo Bueno. El ego trascendental, 2016. Pentalfa Ediciones. Oviedo, España.
  • Terry Eagleton. Una introducción a la teoría literaria. 1999. Fondo de Cultura Económica. México.
  •  Guillermo Cabrera Infante.  O. 1998. Ediciones de la Universidad de Alcalá de Henares, España.
  •  Vladimir Nabokov. Curso de Literatura Europea. 2020. Penguin Random House. Madrid, España.
  • Umberto Eco. Sobre literatura. 2018. Penguin Random House. Madrid, España.
  •  Umberto Eco. Interpretación y sobreinterpretación. 1995. Cambdridge University Press. Reino Unido.
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Managua, Nicaragua, 1961.
Poeta, periodista, novelista y ensayista. Miembro de Número de la Academia Nicaragüense de la Lengua y Miembro Correspondiente de la Real Academia Española. Primer lugar, Premio Internacional de Poesía Rubén Darío 2009, convocado por el Instituto Nicaragüense de Cultura. Segundo lugar, Premio Latinoamericano de Ensayo 2006, convocado por la revista Encuentro, de la Universidad Centroamericana en Managua. Ha sido por más de treinta años redactor, periodista y editor en los más importantes periódicos de Nicaragua. Autor de una docena de libros de ensayos, crónicas, novela y poesía, publicados en Nicaragua, España y Costa Rica. Autor de artículos y ensayos publicados en diarios y revistas de Nicaragua, Latinoamérica y España. Ha ejercido por muchos años como docente de Géneros Periodísticos, Prensa Escrita, Crítica Literaria y Escritura Creativa en varias universidades de Nicaragua, principalmente en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN) y en la Universidad Centroamericana (UCA).