En el nombre de Pedro

1 junio, 2007

La escritora panameña Alondra Badano obtuvo este año el Premio Centroamericano de Literatura “Rogelio Sinán”, otorgado por la Universidad Tecnológica de Panamá. Según el jurado, en «Bajareques», como se titula el libro, “hay imaginación, oficio, magia, una prosa poderosa, sutil y sugerente, creadora de atmósferas y pasajes sorprendentes que atrapan de inmediato la atención del lector”. Por su parte, Alondra Badano comenta que su formación artística proviene de una sociedad sureña, uruguaya de los 70. Vivió allí los beneficios de la intensa actividad cultural, sumada a la concepción crítica de la sociedad capitalista en pleno auge del triunfo de la revolución cubana. Por otra parte, se describe como una persona “ácida con  los estamentos de poder, acérrima anticlerical, cruel con la vanidad y la estupidez de la vida”. Respecto a su obra y sobre todo a sus personajes, afirma que “estos viven conflictos que no se resuelven, pero desde donde nace una tangente que mitiga el dolor en el amor y la ternura”. Alondra Badano nació en Montevideo, Uruguay. Entre sus obras publicadas se encuentran: Cuatrayos + 1, (Ensayo), Parejas Des-parejas (Ensayo. Premio Miró.1997), Artistas Panameñas (Antología poética), Jugada Partida (Teatro. Premio Miró 1999), Mi ciudad a mi manera (Poesía), El Abuelo de mi Abuela (Cuentos) y Babilonia Way of Life (Teatro. Premio Miró). A través de CARATULA, Alondra Badano nos invita a leer uno de los cuentos inéditos provenientes de “Bajareques”.


 A la deriva, en la búsqueda de Quiroga.
– Da rabia que a los veintidós años lo entierren a uno en el tapón del Darién.

El hombre negro llegó con la corriente del río. Lo trajo el movimiento natural de las aguas, desde la montaña donde había crecido refugiado entre sus abuelos cimarrones. Arrastraba esa enfermedad misteriosa escondida en la lengua de la indígena, junto a la que navegó jornadas nocturnas hasta llegar al poblado en busca de una curación.

En su comunidad, el chamán le había hecho tomar el yagé del ritual colectivo, en un toldo de hojas improvisado del otro lado del sol poniente. Durante esa celebración, el hombre había visto las nervaduras de las plantas como canales transparentes por los que un líquido azul y verde subía y bajaba. Ahora, navegando entre las curvas del río, el agua insistía en formar burbujas irregulares del tamaño de granos de sal. Sus ojos divisaron los troncos de los manglares; el hombre pensó…  tierra cercana.

Si hubiera visto láminas como las que muestran los libros escolares, esas formas contorneadas  serían las piernas largas de los gigantes que venían a buscarlo y caminaban con firmeza hacia él, enterrando sus pasos en la tierra rojiza. Pero el hombre no había visto otra cosa que no fuera naturaleza y cuando tomaba el yagé  la veía más nítida aún.

Las fibras ásperas de los árboles  le recordaban su choza y el trabajo que le dio levantarla; los pilares de troncos se le escurrían cuando intentaba pararlos y los tallos puntiagudos se le enredaban entre las piernas, provocándole dolorosas heridas en la piel.  Junto a esos recuerdos sentía el ruido de las hojas y los murmullos de la selva.  Ella saludaba su paso y le hacían confundir los sonidos y los colores del arco iris aparecido sobre el agua mansa, luego del aguacero que se había descolgado durante el viaje.

No pudo retener el vómito por causa del yagé, en el momento en que un remolino lo trajo hasta la orilla. Intentó salir de barco y correr hacia el claro del bosque, pero ya no se sostenía; se contuvo y se tendió dolorido en el hueco de su embarcación. Ella la servía de cuna y lo arrullaba.

Como todos los días, salió rápido el sol después de la lluvia. Durante el trayecto se esfumaron los perfumes de la tierra  y el cielo se integró con el agua, al perder la línea del horizonte que quizás alguna vez separó ambos mundos.

El hombre seguía a la deriva. Era mejor no perturbar el espectáculo de la naturaleza y la visión del enterramiento de su propio cuerpo que le llegó como un fogonazo, desde aquellas montañas donde las lenguas se pierden. Se vio cadáver mojado con un  rumbo incierto.
Se silenciaron los ecos.

El río es barroso en los pequeños atracaderos. El pueblo es oscuro. Hay enormes ratas y un salón donde algunos indios aprenden historia y geografía, todo junto y todo turbio.
Con un discreto movimiento de la cabeza el maestro de tez  pálida eleva los ojos, mira por la ventana hacia el río y sonríe. Medita sobre las razones por las que está allí, en plena selva fronteriza. No tiene cuentas pendientes con la justicia, no harobado ni anda en drogas. Sólo tiene veintidós años, una paciencia larga y un sexo lento. Quizás por eso. ¿Para qué apresurar la vida? Ya todo vendrá a su tiempo.

El maestro ve llegar la panga con el hombre recostado, a través de la ventanilla de su húmeda aula de clase. Ve  también a la mujer india y oye los chillidos agudos de las otras indias que se acercan y se alejan de los recién llegados; no entienden ala india del muerto, porque es del otro lado del río y la montaña, y habla en otra lengua. Todos corren a mirar al negro anclado en la costa, pero nadie lo conoce porque ese muerto no es de allí, es de allá, de donde apunta la viuda con su dedo y su llanto.

El maestro piensa:

…la hinchazón del cadáver… va a explotar, va a reventar en pedazos en la
orilla… el navegante viene muerto desde la montaña arriba, quien sabe hace
cuántas horas, todo mojado y todo reseco por la lluvia y el sol…

…y la india no explica nada, ni cómo llama a su hombre negro, al que le duele ver entre extraños.

El río es barroso y el poblado oscuro. El cielo es gris y el moho abundante. Y el hombre está muerto y el maestro está vivo. Está recién graduado y tan solo tiene veintidós años. Tiene la vocación de enseñar e intenta explicar …

– Lo que pasa es que a ella no se le entiende, habla en otra lengua, viene del monte de la selva colombiana, lugar de hombres oscuros y rifles certeros. Lo que es claro es que el hombre está muerto, capitán, no de pelea, de enfermedad en tiempo de paz… se llame como se llame y venga de donde venga… y ¿eso? … qué importa que sea negro… si está muerto, capitán… muerto, igual que otros muertos que no son negros. Seguro se murió hace días y hay que enterrarlo, porque si lo deja al sol para que lo reconozcan se va a descomponer y no lo van a poder reconocer ni acaso los que alguna vez lo conocieron, si es que lo conocieron y si lo reconocen ahora… ¡tan muerto!… capitán.  Dese  prisa… ¡hay  que enterrarlo!

La voz del maestro es la voz de la historia y la geografía. Aunque así de turbia  sea la vida, con sus días grises y sus soles quemantes, el tono de sacramento  de quien sabe leer y escribir hay que obedecerlo, porque es el maestro y viene de la capital.

–  Hay que ordenarles a esos vagos soldados que están bebiendo chicha fuerte que hagan una caja y vayan a enterrar al muerto… y que sea pronto, porque ya es mañana y el mediodía apremia… y el sol calienta, aunque haya nubes y el aire sea denso. Tienen que cavar una fosa profunda, capitán… que ésa no sirve porque la hicieron a ras de la tierra, por vagos y…se necesita una caja que tiene que ir al fondo donde la tierra es más oscura y…  la  caja tiene que entrar bien adentro para que se la coma el polvo y el olvido. El  enterramiento debe ser hondo para que el aire se trague los malos humores de este pobre mundo y de esta mala vida …

La historia y la geografía no tienen que andar metidas en una caja de madera y en la fosa de un muerto. Ni intentar  torcer el curso del limbo opaco de esos hombres sin memorias y sin nombres. Ellos tampoco saben de donde vienen, ni saben leer ni escribir… y no les hace falta. Esperan tranquilos que el muerto reviente, bebiendo chicha fuerte de cara al río y de espaldas al aula húmeda, donde solo en sueños se puede tener veintidós años y andar en tierras de extraños.

El río es barroso, el pueblo oscuro. Total, todo vendrá a su tiempo…

Pero no es tiempo de que le pongan mi nombre a la caja, eso no… capitán, para joderme, sólo porque tiene que llevar uno y nadie tiene nombre en este pueblo turbio y yo sí tengo uno. Vea… Pedro me llamo yo, y está escrito porque yo sí sé escribir, y le van a poner mi nombre a la caja. NOOOOO,  lo copiaron de la pizarra del aula  para joderme, porque sólo se saben el mío y lo repiten para todo… y van a enterrar a este muerto con mi nombre… NOOOO…

No vayan a ponerle mi nombre al muerto, por favor,  capitán…como si fuera el único nombre y el único muerto. Ustedes no saben de nombres ni saben de dónde vienen, ni ustedes, ni ese muerto que duerme entre los vivos. Yo, Pedro,  sí sé de dónde vengo y tengo nombre entre otros vivos que también tienen nombres… NOOOO, NOOOO…

El río es barroso y el pueblo oscuro.
Nadie sabe ni cuándo ni de qué murió el que lleva el nombre de Pedro…
ni cómo se llama la enfermedad…
ni se conoce el tiempo que fue…
ni el espacio de dónde viene…
Y la india  no lo dice.

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