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“En la literatura latinoamericana hay muchos jirones”

1 octubre, 2023

  • La siguiente es la transcripción de un diálogo sostenido entre nuestro director Daniel Centeno Maldonado con los autores Andrés Neuman (Argentina), Socorro Venegas (México), Margarita García Robayo (Colombia) y Antonio Ortuño (México), a propósito de la mesa “Escribir Latinoamérica”. Este conversatorio transcurrió ante un inesperado frío regiomontano, con el editor Juan Casamayor entre el nutrido público; y se tocaron diferentes aspectos del oficio de las letras.

Daniel Centeno Maldonado: Esta mesa con Socorro Venegas, Andrés Neuman, Margarita García Robayo y Antonio Ortuño se llama Escribir Latinoamérica, pero yo quiero hacer una ligera transformación y llamarla Escribir EN Latinoamérica, a pesar de que Andrés Neuman lo hace en Granada… Mi duda está en si escribir en Latinoamérica es realmente posible, y si se puede ser un autor profesional latinoamericano que pueda vivir de eso. ¿Quién quiere comenzar? 

Andrés Neuman: Justamente Margarita García Robayo y yo comentábamos que este espacio donde estamos teniendo esta conversación, que no está ni afuera ni adentro, es una especie de intemperie interna. Y ahora Daniel plantea la cuestión de escribir en Latinoamérica, es decir, los problemas preposicionales. ¿Se escribe en un lugar, desde un lugar, hacia un lugar, para un lugar? Esa es una pregunta más marquetinera, ¿no? ¿Para dónde se escribe? A mí esa cuestión me importa menos, pero lo del lugar como problema me interesa porque me apela en lo emocional, en lo familiar y también, por supuesto, en lo lingüístico. En mi caso, por haberme criado en España y tener a mi familia en Argentina, lo latinoamericano tiene que ver con una extrañeza hacia la lengua materna. Así que, digamos que mi pertenencia o mis raíces están divididas; y también lo están mis pocas certezas y mis muchas incertidumbres. Éstas alcanzan al estatus de qué es el escritor, la escritora, hoy en día. La palabra profesional siempre me ha causado cierto rechazo porque, por un lado, no quisiera caer en el romanticismo de que hay artes que repelen la profesionalidad. Esa es una idea que nunca sostendríamos de otras artes. Ciertamente, puedes ser bailarina profesional o artista plástico y vivir, si tienes suerte, de tu arte. Es decir, que quizás el problema no sea el concepto sino el término. Me gusta la idea del oficio más que de la profesión, porque ésta posee algo como infraestructural que la literatura no tiene o tiene muy poco. Somos, digamos, una pequeña industria o una gran artesanía –una industria editorial, digo– y alrededor de eso está una serie de personas que tratan de sobrevivir como pueden. La cuestión es más seria de lo que parece porque si tú te dedicas muchísimas horas a la semana a trabajar de otra cosa, se cae en lo que John Berger llamaba la supervivencia de los agotados. Si tú, para preservar la presunta pureza de la escritura, decides que es mejor ser ingeniero químico o mecánico, te vas a encontrar conque llegarás demasiado cansado o cansada a casa para dedicarte a escribir. Y al mismo tiempo se puede pensar desde un prejuicio, que está profundamente arraigado en el canon argentino, que si uno se profesionaliza demasiado entonces algo de lo impulsivo, de lo improvisador, de lo artístico, se podría perder por el camino. Hay una zona intermedia, una frontera anfibia, entre tomarse en serio la literatura y dedicarle la mayor parte de tus fuerzas a la escritura –como considero que se debe hacer con cualquier vocación, si se puede– sin convertirse en una especie de industria de sí mismo. En ese sentido creo que hay una distinción conceptual interesante entre la marca y el estilo. Y siento que a veces se confunden. La marca es saber de antemano cómo va a ser tu siguiente libro, bien porque sea la parte número 17 de tu saga noir, el policía número 17 de El detective Juan Casamayor. ¿Y cómo es la entrega del 17? Pues más o menos como la 16 y la 15. O bien, porque sin necesidad de escribir desde el género, tengas unos tics de estilo o de forma que preexisten al experimento de la escritura. Eso sería la marca: el saber que en el cuadro del artista siempre habrá un triangulito azul en el vértice superior izquierdo, o que en el próximo libro del autor o autora que nos ocupe habrá una determinada aproximación a la forma literaria. Eso sería la profesionalidad o marca. El estilo para mí tiene que ver más con las recurrencias o las reiteraciones que son inevitables. Cuando las repeticiones se relacionan con las obsesiones o incluso con las recurrencias del inconsciente, es decir, que los libros se parecen sin querer. Y ese parecido, que genuinamente está más allá de la voluntad, sería el estilo. Se puede aprender a impostar nuestra voz al hablar, pero siempre tendremos una voz reconocible, hablemos de lo que hablemos. Eso sería no ser profesional, pero sí dedicarse en cuerpo y alma al oficio. ¿Se puede hacer en Latinoamérica, para Latinoamérica o desde Latinoamérica? Desde Latinoamérica lo hizo el Boom, ¿no? Escribió sobre Latinoamérica y desde Latinoamérica. Era un momento distinto de la curiosidad lectora y de las inversiones editoriales. ¿Se puede ser profesional escribiendo para Latinoamérica? Creo que solamente si se ejerce cierto tipo de literatura, más o menos, prefabricada o muy apegada a géneros de nicho que se sabe que tienen público. Ahora, ¿podemos dedicarnos a la literatura y vivir más o menos de ella desde Latinoamérica o en Latinoamérica o en algún tipo de frontera latinoamericana? En el caso de Argentina, que es el que más conozco, sólo si se orbita en torno a los oficios paralelos a la escritura, como los talleres, el periódico cultural y las clínicas. No solo talleres literarios grupales, sino contratar a alguien, a un autor de tu confianza o tu admiración, que te ayude a terminar tu libro o a reescribirlo. Esa es la fuente de ingresos de muchos escritores y escritoras argentinos; y me parece que es un oficio hermoso y con porvenir, teniendo en cuenta que una de las variantes de la edición literaria del futuro tiene que ver con editar literariamente las inteligencias artificiales, de las que no soy especialmente fanático porque son una especie de porvenir más o menos inquietante. El ser capaz de editar literariamente un texto producido desde un lugar que no es la sinceridad literaria, no hace más que reforzar la necesidad de este tipo de clínicas. Aún así, si alguien piensa que se puede vivir dignamente de vender tus libros en un país como Argentina ⎯digo Argentina, pero ustedes pueden reemplazarla por el nombre de cualquier país latinoamericano⎯ tomándose en serio el oficio, pero tratando de tener estilo y no marca, me parece prácticamente imposible o improbable, con algunas felices excepciones. Eso es un alivio y una pena al mismo tiempo. 

Socorro Venegas: la verdad es que yo añadiría muy poco a lo que acaba de decir Andrés. Es un panorama bastante preciso. A mí me preocuparía más lo que se espera de un escritor profesional precisamente porque se entiende como profesional a determinado autor, entonces se espera cierto tipo de producción anclada a determinados géneros. Me preocupa, por ejemplo, lo que propone la autora argentina María Negroni, que tiene un ensayo precioso en un libro llamado El arte de la verdad, publicado por Vaso Roto. En ese texto pide con urgencia que se superponga o se privilegie la potencia del lenguaje poético por encima de las necesidades de fijar géneros o categorías literarias. Nos pide un trabajo más de conciencia, de experimentación. Algo que además ella materializa en una obra reciente como El corazón del daño, donde habla sobre su madre. Un libro fragmentario con una voz poética riquísima. No podemos decir que es una novela, sino que es un libro anfibio, como tiene que ser profesionalmente el de una autora que sorprende por lo distinto de cada obra, por lo que propone, por sus principios, por su mirada artística. Tenemos allí una voz. Ella es, además, una profesora reconocida en Argentina, y la academia es ese otro lado que materialmente le ayuda a sostener su obra. Eso es lo que entendemos como ser profesional. Pero no sé cómo, con estos otros trabajos satelitales, o becas, o apoyos, puedes sostener una obra auténtica, que no sea siempre la misma propuesta.

Margarita García Robayo: Creo que Andrés tiene una perspectiva muy hermosa y sintética y a la que supongo que es difícil no adherirse. A mí me pasa algo y es que Latinoamérica, más allá de que sea desde, para –cualquier preposición que se le ponga en el medio-, es, ante todo, mi mapa narrativo. Yo no podría escribir sobre otro territorio. Aunque buena parte de mis historias estén localizadas en el caribe colombiano ⎯aún cuando los lugares casi nunca están nominados en mis libros⎯ podrían referirse a cualquier otro lugar de Latinoamérica. Ese es el lugar elegido para narrar. Es el lugar que me propone todas las preguntas para las que no tengo respuestas, y el que me motiva a seguir formulando esas interrogaciones. Yo viajo bastante. Mi esposo es director de cine, y eso nos obliga a movernos mucho. Entonces nos hemos peguntado cómo sería vivir fuera de Latinoamérica. Sería más cómodo, sin duda, porque Argentina es el fin del mundo. En cambio, en Madrid o Miami estaríamos más en la mitad del mundo. Las condiciones de producción de ambos serían mucho más confortables. De cualquier modo, tengo una fuerte resistencia a eso porque estoy convencida, aunque parezca pensamiento mágico, de que las condiciones de producción permean el resultado de lo que uno escribe. Entonces, para mí nunca sería igual, aunque me refiriera al mismo pueblo caribeño colombiano de siempre; escribir desde un lugar distinto a Latinoamérica, a Colombia, a Cartagena, a Bogotá, a Buenos Aires, a Lima, a México, lugares que he habitado y desde donde he escrito. Siento que se maneja una intensidad y una frecuencia muy distintas a aquellas con las que yo estoy familiarizada y de las cuales me resulta muy difícil distanciarme o divorciarme. Eso mismo que me hace padecer día a día es lo nutre mi escritura. Los escritores siempre estamos buscando los medios para escribir tranquilos; y eso significa tener tiempo, un buen Wi-Fi, un sillón y un escritorio. No necesitamos mucho más, ¿cierto? Yo solía decir: “Si en Holanda me ofrecen un monoambiente, yo llevo mi laptop y puedo escribir allí perfectamente”. Esa era una fantasía con la que a veces coqueteaba, pero en pandemia se me terminó de resquebrajar, porque jamás pensé que al cerrarse las fronteras se cerraría también mi proyecto narrativo. Clausurar mi casa fue cerrar el acceso al caos, la mentalidad, la mugre, objeto de mis quejas. Todo lo que Latinoamérica contiene es lo que a mí me estimula. Es una cosa como esquizofrénica, pero no creo que pueda prescindir de eso en mi trabajo. Entonces, la respuesta a si podría vivir y escribir en otro lugar siempre termina siendo que no. Latinoamérica es eso que quiero narrar o cercar a través de la escritura. Con respecto a la profesionalización, yo vivo en Buenos Aires, doy talleres, muchos, es lo que más me gusta hacer. No hago más eso de las clínicas que señalaba Andrés, porque uno acaba muy agotado con el proyecto de otro. Terminas como fagocitándote. Yo doy talleres a grupos muy pequeños y pido un proyecto. Trabajo con gente que me convenza con su propuesta –que puede gustarme o no–, pero debo sentir que le puedo aportar. Eso es muy nutritivo, tanto para ellos como para mí. Hablar de sus proyectos, acompañarlos en ese desarrollo, es una manera no tan rastrera de ganarse la vida dentro del oficio de escritor.

Daniel Centeno Maldonado: Antonio, ¿y cuál tu manera rastrera de ganarte la vida?

Antonio Ortuño: Sí, yo sé algo de eso (risas). Hay una historia que contaba John Updike sobre su primer cuento y su publicación en el New Yorker, que siempre me gustó mucho. No solo publicó el primer cuento y se lo pagaron, sino que el editor del New Yorker, entusiasmadísimo, mandó a un tipo con una limusina a Columbia con la orden: “sácalo del salón de clases, y dile que le vamos a dar dinero para que se vaya a su casa a escribir. No tiene por qué estudiar en Columbia. ¡Él ya es un escritor!”. Y fue cuando Updike dijo: “seré un escritor, puedo ser un escritor”. Mi “momento Updike” ocurrió cuando tenía yo unos 26 o 27 años, es decir, ya era sustancialmente mayor que John, y por primera vez una revista no solo aceptó un relato mío, sino que me dijeron que me iban a pagar por él. ¡Por fin! La siguiente comunicación que recibí de la revista es que habían quebrado, y estaban tratando de negociar el pago. Dado que no tenían el dinero, el editor de la revista ofreció darme sorgo de la bodega de granos de su hermano a cambio de mi cuento, cosa que, desde luego, no le habría pasado nunca a John Updike (risas). La negociación se estancó rápidamente; de lo que expendían a mí me interesaban más los cacahuates japoneses, pero no sabía muy bien qué iba a hacer con un costal de ellos en mi casa. Quizás irlos sirviendo en las reuniones con amigos y decir: ¡esos cacahuates japoneses los pagó mi cuento! (risas) Sobrevivir en América Latina, desde luego, es muy distinto a hacerlo en otro sitio, pero también, aunque nosotros cuatro no somos los ejemplos de eso, en América Latina hay una tradición de escritores aristócratas, que pueden viajar por el mundo, que tienen mucho dinero. Eso no implica que sean buenos o malos. Cuando hablamos de la sociología del escritor latinoamericano, resulta que hay muchas sociologías y muchos tipos de escritores latinoamericanos, desde los que pasean como príncipes, y dicen: “¡caray, pues la onda está en París!”, y se van, hasta a los que nos ofrecen sorgo para pagar nuestros desvelos literarios. No puedo teorizar mucho más allá de mi caso particular, sobre todo porque yo trato cada vez más de entender la literatura como un asunto de individualidad radical. No es que yo sienta que soy hermano de alguna manera de quien escribe en Irapuato, en León, o en San Petersburgo. No me gusta entender así la literatura, porque creo que de la misma manera que uno escribe y lee solo, hay mucha agradable soledad en el hecho literario. Desde luego, alguien que sepa más de sociología podrá comprender mejor que yo la condición del autor latinoamericano. Yo tengo mi caso, que no sé qué tan rastrero es, pero incluye el episodio del sorgo. Sin embargo, me llama mucho la atención la reflexión que empezaron a trazar mis compañeros de esta mesa respecto a qué hacer para venderte sin venderte, cómo sobrevives, cómo haces viable trabajar sin que eso se convierta en escribir para ganar dinero. Es decir, darle un gusto al mercado, encontrar alguna especie de producto, como si la literatura fuera eso, cuando creo que ninguno de nosotros piensa que eso sea ni que eso deba ser. Pero yo sí he hecho alguna clase de reflexión sobre qué es lo que me interesa a mí de la literatura. Desde luego, hacer mucho dinero escribiendo no es algo fácil. El método con el que más o menos he conseguido sobrevivir es escribir lo que me da la gana y conseguir que eso venda lo suficiente para que yo viva bien. Esto puede ser considerado como mercantilismo, mas yo siempre resalto la primera parte, que es escribir lo que a mí me da la gana. Yo no hago consideraciones sobre qué tema, qué enfoque es el que está más en boga, qué me va a traer más prensa, qué va a hacer que se acerque un público no estrictamente literario. La verdad es que no hago esos miramientos. Escribo cosas que tengo la impresión de que solo me van a interesar a mí y la ilusión de que, a la vez, le interesen a un montón de gente. Este método ha ido funcionando, No soy un best-seller pero vivo de eso. Hace 10 años que no tengo un trabajo de oficina o algún trabajo que no sea estrictamente literario. Buena parte de mis ingresos proviene de la literatura y de eso otro inevitable que podemos llamar paraliteratura, que tiene que ver con talleres, cursos, conferencias, colaboraciones, que es bueno que haya y que se haga. Sin embargo, también es cierto lo que decía Margarita: uno se involucra demasiado en esos productos de otro que está editando y eso te quita tiempo, te roba ideas, y jamás vas a quedar satisfecho; si el libro sale bien, no es tuyo de todas maneras, y eso es un poco terrible. Alguien te está dando confianza y dinero; y te empiezas a sentir como el fontanero que tiene la responsabilidad de que su trabajo funcione. No es tan sencillo dar talleres, dar asesorías o editar… Uno termina haciendo lo que negó que haría. Yo nunca fui a talleres literarios por esta misma idea de la individualidad radical en la escritura y, sin embargo, he impartido un montón. Supongo que hay algo de hipócrita en ello. Además, yo empiezo todos los talleres literarios diciéndoles, como si fuera un coach: ojalá que este sea el último taller literario que tengas en tu vida. Y no porque mi taller sea extraordinario, sino porque lo que espero es imbuirles la seguridad a quien me da la confianza de que yo le explique cuáles son mis ideas sobre la literatura, de que ellos puedan encontrar sus propias ideas y no requerir muletas. Claro, así atento contra mi negocio: no debería estarles diciendo eso. De alguna manera es un poco difícil y siempre es paradójico, pareciera que para sobrevivir como escritor, tuvieras que estar continuamente cancelando tus posibilidades de lograrlo, porque la literatura es una especie de amante celosa y no quiere, no le gusta, el comercio de esa forma. Y nadie, ni siquiera los que escriben bestsellers, han terminado de entender esa bestia. Dan Brown vendía todos los libros del mundo hace 25 años y ahora, sinceramente, no le importa a casi nadie: cambió la corriente, ya ni siquiera quieren adaptarlo al cine. Las últimas películas de televisión fracasaron, y hace 25 años parecía que él se iba a comer el mundo, que iba vender tantos ejemplares que era inminente que superaría a la Biblia. Nadie ha terminado de entender o de despejar esa ecuación, de sobrevivir o alcanzar un gran éxito, de poder ser millonario y a la vez tener una obra. A lo mejor por eso seguimos escribiendo: seguimos tratando de despejar esas extrañísimas ecuaciones de supervivencia que nos pone enfrente la literatura. 

Daniel Centeno Maldonado: solo una curiosidad, Antonio, ¿cómo se llamó tu cuento que valió su peso en sorgo?

Antonio Ortuño: se llama La Señora Rojo, y es un cuento favorito de todos los míos, porque lo he cobrado unas 12 veces. Ha salido muchas veces en revistas, se ha reeditado en libros.

Daniel Centeno Maldonado: Ustedes son cuatro escritores muy exitosos, que además publican fuera de sus países y con obras que han sido traducidas. La siguiente es una pregunta que se ha vuelto retórica: creen que existe un nuevo soplo de literatura latinoamericana a nivel internacional, o seguimos viviendo un poco a la sombra del Boom? 

Margarita García Robayo: Soy muy poco categórica con esto de ser un soplo de movimientos. Todo el que está escribiendo piensa que es el momento. Lo que hace falta es distancia temporal para descubrir si había algo cocinándose. Lo que sabemos hoy del Boom es producto de un trabajo de marketing importante. Pero a la par estaban ocurriendo, subrepticiamente, otras cosas que no vimos y se olvidaron. Actualmente, se están haciendo trabajos, como el proyecto alucinante de Socorro que tiene que ver con eso, con autores que en su momento no tuvieron la visibilidad que otros sí. En el caso de las generaciones, los nombres destacados o los movimientos, siempre hay una intervención de alguien que decidió que eso era lo digno de ser leído, destacado o visibilizado. Hace falta mucho tiempo y miradas curiosas para rescatar otras tantas formas de literatura que estaban ocurriendo entonces. Eso mismo debe pasar hoy: conocemos algunos nombres, sin embargo, hay bastantes más que no. Tengo ciertos tics, como cualquier lector, y uno de ellos es que me molesta leer lo que todo el mundo está leyendo. Se instalan autores, libros, incluso catálogos enteros, y uno empieza a consumirlos dejando mucho por fuera del margen. En un lector nunca debería apagarse la curiosidad de ver qué hay más allá de lo que muestran los catálogos más brillosos. Esa inquietud lo lleva a descubrir. Hay obras que te impactan de determinada manera, aunque a nadie más le suceda, y esa experiencia que uno como lector vive con determinadas obras es intransferible. Más que hacer mapeos de cosas que son, no diría que mainstream, pero sí visibilizadas, yo diría que habría que tratar de que los lectores sean más curiosos, que busquen más. Esto no tiene nada que ver con la pregunta que hizo Daniel, pero es como a mí me gustaría que fuese el futuro. Es lícito pensar que hay un montón de obras que no estamos viendo ahora que alguien las va a iluminar en el futuro. Hay un poeta argentino amigo me decía el otro día algo que me daba mucha risa: “¿qué es esa ambición de querer ser leído por tu tiempo? Yo quiero que me lean los que aún no están”. Me dejó latiendo eso: ¿qué pretende uno como escritor?, ¿que te lea quién? No sé, tal vez es más lindo pensar que no ha nacido todavía la persona que te lea mejor. 

Socorro Venegas: Yo considero que sí respondiste, y que expusiste además ciertas ideas que me parecen importantes. Creo que este soplo nuevo en la literatura latinoamericana, curiosamente, nos está exigiendo más como lectores. Hay varios proyectos en América Latina para recuperar obras de escritores. Un proyecto como Vindictas, que nace en la Universidad Nacional Autónoma de México, es hermano de lo que está haciendo María Teresa Andruetto en Argentina, o Pilar Quintana en Colombia y otras editoriales en España: esta necesidad que compartimos de conocer a las escritoras del siglo pasado, que no tuvieron acceso a las mismas condiciones de difusión que sus compañeros varones. Entonces, pienso en la niña, en tu hija, que ayer estuvo en la presentación de la antología que hicimos con Ana, Páginas de Espuma, y cómo Juan saludó mucho a esa niña porque decía, “ella tiene la oportunidad de crecer conociendo ya a estas autoras”. Nosotros descubrimos a esas escritoras, maravillosas muchas de ellas, en un momento en el que ya no lees con la misma pasión con la que descubres a una autora a los 15 o 16 años, por ejemplo. Por lo tanto, me parece interesante eso, que podamos exigirnos más como lectores. Yo, en pandemia, hacía un ejercicio con mis alumnos: en las pantallas de Zoom a casi todos les gustaba poner la cámara y que los viéramos delante de sus bibliotecas, detrás estaba la estantería y veías ahí sus libros. Les pedía que tomaran la foto al azar de cualquier tramo de su biblioteca personal, y la ausencia de escritoras los dejaba todos apabullados. Ahí hay un pendiente en nuestra agenda. No conocemos a esas autoras del siglo pasado, porque fueron marginalizadas, y eso no fue un accidente. Sí hubo desdén, sí hubo una deliberada invisibilización. Este Boom que describía Margarita, ese fenómeno que tenía mucha cobertura de mercadotecnia, dejó de lado a autoras que no estaban escribiendo en secreto. Ellas querían lo que quiere un escritor: ser publicadas, ser leídas por el presente y por el futuro. Ese acceso es importante. Hay que crear colecciones para ellas, al igual que para ellos. 

Andrés Neumann: A mí, por un lado, hoy me parece difícil más que nunca por la viralización, no sólo de la información, sino de los conceptos. Cuando el pensamiento de época se confunde con una proliferación de hashtags, es más complicado distinguir el clima mediático del sentido de época. Lo que antes en la filosofía se llamaba zeitgeist, el verdadero espíritu de un tiempo, puede ir en sentido opuesto al clima mediático. Y esto tenía que ver con lo que decía Margarita respecto a hasta qué punto es posible escribir para tu tiempo, sobre todo pretendiendo escribir para tu tiempo. En cuanto al Boom como referencia recurrente, a mí me parece una cosa muy curiosa, porque desde hace por lo menos medio siglo, la literatura latinoamericana viene anunciando que ahora sí nos parecemos a alguna. Lo he escuchado y, de hecho, llegó a ser una especie de comedia involuntaria en la antología de Granta. Recuerdo que en esa primera selección de «Los mejores narradores jóvenes en español» nos presentaron como la generación que rompía con el Boom, cosa que nos resultaba extrañísima, pues nosotros justamente queríamos reconciliarnos con el Boom porque nos parecían abuelitos lejanísimos. No es que pretendíamos romper con el Boom, sino que ya casi ni nos acordábamos. Para mi sorpresa, una década después, cuando salió la segunda lista, dijeron: “a diferencia de la generación anterior, apegada al Boom, esta nueva entrega rompe con el Boom”. ¡Pero si eso es lo que decían de nosotros! Entonces, hay una incapacidad de pensarnos, no solo más allá del Boom sino también en contra del Boom. No entendemos qué es ir en contra, porque no sabemos dónde está. Entonces hay que ir al Boom. No hay que rechazarlo o imitarlo; hay que releerlo. Y una de esas relecturas, como lo ha explicado Socorro, es la de género. Una relectura que tiene que ver con Elena Garro, que tiene que ver con Clarice Lispector, que tiene que ver con Silvina Ocampo, que tiene que ver con María Luisa Bombal y con todas las grandiosas escritoras que se quedaron por el camino. Pero también del lado de los varones, si es que ser varón es ser algo, hay cosas por descubrir, como cuando te das cuenta que Manuel Puig escribió durante el Boom y te preguntas por qué no está en el Boom. Posiblemente haya sido por razones de identidad sexual, al igual que con el cubano Virgilio Piñera. También se da el caso de escrituras raras como la de Felisberto Hernández. Hacemos un repaso y el Boom no se agota porque lo hemos leído muy mal y muy estrechamente. Entonces, no se trata de estar ni a favor ni en contra del Boom, sino de leerlo de otra manera. Así no se terminará nunca. Resulta cardinal decir esto, porque si no parece que se adhiere o se rechaza en bloque una cosa que es multiforme y multigénero en todos los sentidos. Sin hablar de los poetas del Boom o los cuentistas, cansados también de fingir que una literatura la conforman solo las novelas. Se trata de una miopía de análisis muy grave ante un abanico de diversidad. Y no la llave, sino las llaves de esa diversidad latinoamericana las tiene Juan Casamayor, porque él es el San Pedro de la edición. Por último, sobre eso de ser rastrero, me gusta la palabra porque rastrero también es alguien que persigue rastros, un especialista en jirones. Y justamente, es tan diversa, con tantas capas de clase, de cultura, de lengua, con casos como el de Humberto Ak’abal, poeta maya quiché que vive en Guatemala, quien define la literatura de su país tanto más que, por ejemplo, Eduardo Carfi. En la literatura latinoamericana hay muchos jirones. Son tantas las facetas y las referencias geográficas y étnicas en América Latina que solo podemos analizarla rastreramente, siguiendo los rastros, a veces contradictorios, que nos da su literatura. Por eso volvemos a lo mismo: cuando se habla del Boom se está pretendiendo encontrar una esencia y ese es uno de los malentendidos. Margarita además ha dicho una cosa que me interesa un montón, que tiene que ver con el lugar, pues incluso cuando no escribes explícitamente sobre tu lugar de referencia, también te viene implícito un lugar oculto dentro de la aparente ausencia del lugar. A mí eso me interesa muchísimo porque siento que a veces cuando se analiza un determinado fenómeno, se le obliga al argumento a somatizar ese fenómeno. Entonces, si analizamos la literatura latinoamericana, hasta hace poco era imprescindible que sucediera el argumento en Lima o en La Boca. Si no sucedía en La Boca, no apelaba a la esencia de Buenos Aires. Estoy exagerando, pero algo de eso había. Y me parece que es interesante también pensar en cómo los no lugares, o los lugares imaginarios, es decir, la tradición de Kafka, parabólica, alegórica, o la tradición de Calvino, o de la ciudad invisible, o de la ciudad imaginaria, es una manera de entender la identidad y es una parte de la tradición latinoamericana también. Y, en el caso de Argentina, es de Borges, quien empezó a representar o atravesar el eje de la literatura argentina cuando dejó de insistir en hablar de Argentina. Ese Borges que sobreactuaba su pertenencia porque había venido de Ginebra y España y se sentía acomplejado no hablando suficientemente argentino, produce libros como El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos, esta especie de literatura neogauchesca y como tipista, que es lo menos fascinante de su obra. Y cuando Borges dimite de la representatividad geográfica o topográfica, atraviesa en canal toda la literatura argentina. Entonces sería interesante hacer un rastreo de las huellas no geográficas que viene dejando la literatura latinoamericana, sobre todo teniendo en cuenta que son países que, por razones de inmigración, por su genealogía, y de emigración, debido a su historia política de exilios y desarraigos, ese rastro ha entrado y salido muchas veces. México recibió españoles y argentinos. Argentina acogió y después expulsó. Y todo eso mueve el eje de lugar. No es Latinoamérica un continente estático en ningún sentido, por ello, para seguir los rastros de Latinoamérica, habría que pensar en cómo se pone en discusión el tema del lugar. Y eso es algo que quizás sí es una diferencia del Boom, donde había una cierta aspiración a la representatividad geográfica con excepciones, porque Los doce cuentos peregrinos de García Márquez eluden la representatividad colombiana. Simplificando un poco, se podría decir que en ese Boom clásico de varones nacionalistas también había una cierta voluntad nómada que no interesaba analizar porque contravenía la idea que se quería vender. 

Antonio Ortuño: Me tocó a mi cerrar el telón y voy a hacerlo con algo que cuenta Jorge Ibargüengoitia, uno de esos olvidados del Boom, o al menos no incluido en la lista primera del canon. Ibargüengoitia escribió lo siguiente en una de sus crónicas: “Tengo un amigo –es evidente que está hablando de Carlos Fuentes–, que le da el soponcio cada vez que no lo incluyen en la lista de los cuatro o cinco importantes del Boom. Se quiere morir. Yo, en cambio, vivo muy tranquilo. Claro, la diferencia es que Fuentes mañana estrena su nueva obra de teatro en Viena, y yo estoy en Insurgentes esperando el autobús.” Yo tengo una amiga muy querida, cuyo nombre no diré para que siga siendo una amiga muy querida, que le da el soponcio cada vez que no la incluyen en la lista del nuevo Boom latinoamericano. Y claro, yo vivo muy tranquilo, pero ella es la gran cosa en Nueva York, y yo estoy aquí en Monterrey pasando frío. La literatura latinoamericana se trata del poder y la discriminación, porque de eso se trata la literatura, del poder y la discriminación. Lo único que hemos aprendido es que tiene que haber cuatro o cinco arriba del volantín, mientras los demás vemos cómo el cometa da vueltas. Y eso ocurre en todos los ámbitos latinoamericanos. Entonces, tenemos estas dos opciones: O nos amargamos por no salir en la lista de los cuatro o cinco, o nos resignamos a pasar frío en este benemérito patio en Monterrey. 

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Comunicadora social con estudios de postgrado en Sistemas de Información y en Literatura Latinoamericana. Desde 1993, trabaja en archivo y memoria, coordinando proyectos de digitalización de documentos relacionados con arte, arquitectura, literatura, música y prensa. Fue coordinadora y productora general de actividades educativas y eventos culturales de la Fundación Iberoamericana para el Nuevo Periodismo Gabriel García Márquez. Ha publicado artículos en la Revista Javeriana Cuadernos de Literatura y en Latin American Literature Today.