Ernesto

1 febrero, 2023

Managua parece una ciudad en guerra, es un día lluvioso. Los converse de Ernesto están remojados por la lluvia y las corrientes, su rostro se une al ejército de los rostros cansados, observa a los pasajeros de la ruta, imagina sus historias, cada uno cargando con su tragedia propia, sumadas todas a la gran tragedia de la ciudad que pudo ser sobre las ruinas y baldíos que llamamos Managua.

Un niño babea un pedazo de carne de coco, la madre adolescente ve por la ventana, casas en ruina junto a un cauce desbordado de basura. Seguro que así se ve el fin del mundo, piensa Ernesto mientras la madre arrebata el coco al niño y lo muerde con desgano. Está viendo a su propia madre, se está viendo a sí mismo. Qué desgracia este país, yo creo que estamos malditos; piensa mientras el bus en que viaja continúa acumulando pasajeros. El niño pregunta por su abuela, se bajó ya, estamos perdidos, responde la madre.

Ahora hay tanta gente en el bus que lo empujan hacia la muchacha y esta no puede evitar el contacto, ya no puede huir de Ernesto y su olor, de su labial, de su aspecto andrógino y desarrapado. Él trata de aligerar el ambiente y pregunta ¿Cómo se llama?

Como su papa, responde y voltea a la ventana.

Yo  me llamo Ernesto, a veces Rosario.

-me vale verga- se acomoda al niño entre los brazos.

Todos lo ven pero está acostumbrado, sonríen con burla y voltean, cuando niño era lo mismo, su madre lo escondía, tenía vergüenza de tener un hijo amariconado, recuerda cuando llegó sangrando a casa y su madre le preguntó qué había pasado, le contó que estaba jugando con los chavalos del barrio, le tocó las nalgas a uno y todos lo golpearon, desde entonces pasaban por la casa de zinc y gritaban “cochoooooon”,” cochon hijuelamilputa”,”culo de pato”. A veces cree que por eso se fue, por eso lo abandonó al cuidado de su abuela, no soportó el asedio del barrio, no soportó tener un hijo maricón. Pero él todavía quería tocar las nalgas de sus perseguidores, los imaginaba desnudos cuando ella dormía, se le erizaba la piel cuando los recordaba sudados y jadeando del cansancio o con los calzoncillos rotos metidos en la fuente de la rotonda de Plaza Inter viendo pasar el tráfico, quería tenerlos cerca, abrazarlos; pero ellos nunca se dejaron abrazar por que eso era de cochones.

De nuevo ve los rostros de la gente, lo observan, piensa que parecen gallinas. Recuerda esas mismas miradas del día que lo diagnosticaron, el médico lo llamó a su consultorio y le dijo: los resultados dicen que sos portador del VIH.   

-Pero no te preocupés, no es el fin del mundo, no te vas a morir ya. Puede ser dentro de seis meses o un año – replica al ver su expresión.

Ahora han vuelto las manchas en la piel, las calenturas, el cansancio, los dientes se le han puesto amarillos. Hace meses que no puede comprar los antiretrovirales. Además, perdió uno de sus dientes delanteros la última vez que lo golpearon. Aquí no queremos gays, dijeron, lo siguieron, corrió pero lo alcanzaron. La policía no hizo nada, ni siquiera escucharon su denuncia. Ahora sonríe y el niño ve directamente el vacío oscuro que ha dejado el diente perdido, extiende la mano, trata de tocarlo con su diente babeado pero la madre lo detiene y le da unas palmadas.

Esta es su parada, se levanta y se abre paso dejando una estela de repulsión. Baja, vuelve a caminar por las calles del barrio de su abuela y se reconoce en ellas. Mientras camina imagina la expresión de la gente viéndolo llegar, reconociéndolo bajo la calamidad de su semblante. Las fritangas empiezan a humear a medida que el sol cae, las luces aún no se encienden y las casas tienen un aspecto lúgubre. Al doblar la esquina divisa los toldos y las luces de feria que anuncian la vela, acomodan las últimas silletas y las vecinas reparten el café.

Atraviesa los toldos, siente la presencia del cadáver, el olor fúnebre de las flores. Ha llegado a la puerta y puede ver la virgen dolorosa que custodia el ataúd, puede leer los mensajes en los arreglos florales, avanza unos metros y por fin puede ver el rostro decrépito de la vieja, más decrépito con la muerte. Entonces, regresa a aquella tarde, de nuevo con las uñas pintadas y el labial de su abuela, otra vez puede escucharla: primero te meto un tizón en el culo, mariconcito de mierda.

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Nicaragua, 2001.
Estudiante de ingeniería industrial en la Universidad de Costa Rica. Sus poemas serán incluidos en la antología de poetas nicaragüenses nacidos entre 1988 y 2002 (Tacna, 2022), colaboró con la antología de narrativa breve: Breveludio (Micromundos, 2022).