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Estambul, ciudad y recuerdos. Orhan Pamuk y La mudanza constante

1 febrero, 2007

El estudio de la macro historia de un país, un gobierno, una dinastía, puede realizarse desde afuera, quiero decir, podemos basarnos en los datos duros que testifican sobre hechos y decisiones que afectaron a un grupo social o a una región, con cierto grado de impersonalidad en el estudio. Si bien la macro historia es por fuerza parcial, puede permitirse el distanciamiento. No así la micro historia, que debe, por su propia naturaleza, exponerse cercana e interiorizada. Los vericuetos y los secreteos de la macro historia son experiencias que exclusivamente pueden revelarnos quienes han andado por sus recámaras y sus pasillos.

Una somera revisión de la historia de Turquía nos indica que su evolución está ligada indeleblemente al río Bósforo, la “garganta” que pronuncia dos voces, la de Europa y la de Asia, el río que diera gloria al Imperio Otomano y que, indirectamente, estimulara el descubrimiento de América. Sin embargo, la intimación del pueblo turco con el río sólo la registramos a través de la memoria creativa representada por la ficción o el testimonio.

La obra literaria de Orhan Pamuk (Turquía, 1952) se ha desarrollado unida por voluntad a la milenaria Estambul, y aquí la ausencia del azar es por demás significativa: Pamuk ha recorrido la ciudad en sus diversas facetas y cada faceta enuncia que la Turquía contemporánea es el rostro de una cultura que ha sido muchas culturas, en apariencia dispersas pero resueltamente cohesionadas por la mudanza constante, y Estambul ha sido Constantinopla y Bizancio y la Aya Sofía es la Santa Sabiduría. La narrativa de Pamuk está cifrada por la monomaníaca obsesión por Estambul, pero se trata de una monomanía plural, rica en perspectivas, sustentada en la riqueza de sus vaivenes, en la intimidad que no atisba la macro historia.

Estambul, ciudad y recuerdos Instambul, hatiralor ve sebir. Traducción de Rafael Carpintero. Random-House Mondadori. México, 1006) es otra incursión de Pamuk por su ciudad natal, desde la perspectiva de un escritor que cruza sus recuerdos con los de un niño y un adolescente que responden también al nombre de Orhan Pamuk, sin sospechar del escritor que encuentra en la memoria de ellos su propia memoria. Un libro testimonial, signado por las confusiones, los errores, las dudas que se le cuelan a la memoria y que no ocurren a nivel de fechas, ubicaciones, datos, sino de la intensidad emotiva e intelectiva que se le da a las evocaciones.

Estambul, la ciudad en tanto ser vivo susceptible de perecer o refundarse; Estambul en los recuerdos, en tanto que éstos hacen que vivamos el mundo que nos rodea desde nuestra familiaridad, un perfil particular que pertenece a cada uno como individuo. Estambul, ciudad y recuerdos en tanto que la ciudad y los recuerdos son formas de creación y recreación de los individuos. Pamuk traza un Estambul personal, intelectualizado, libresco y a la vez callejero, vagabundo, que toma de la novela contemporánea la característica indiscreción que pone a la vista los armazones y tácticas del discurso, lo que le convierte en un crítico de sí mismo y en su propio exaltador.

El maderamen, los arcos y los remaches que sostienen los puentes, las barriadas y las calzadas de Estambul, ciudad y recuerdos son las obsesiones de Pamuk, que como todas las obsesiones son arbitrarias y sin embargo calladamente relacionadas. Los muertos, los accidentes, los amores, la violencia sorda, las casas desvencijadas se emparientan con Gautier, Nerval y ellos con los estambulíes Kemal, Rasim y Ekren Kocu como creadores y recreadores de la ciudad. Todo el macro cosmos interior del escritor y el hombre llamados Orhan Pamuk sirven para comprender el micro cosmos exterior llamado Estambul, en el que perviven los diversos pueblos que son el pueblo turco.

Orhan Pamuk conscientemente es novelista de una ciudad, espacio falsamente inmóvil que le ha consentido articular al mundo con una voz falsamente monódica. Hay revelación y sorpresa en las páginas de Estambul, ciudad y recuerdos , pero no hay extrañeza, así como no la hay en el recorrido por las pasiones y los instintos mediatos e inmediatos del ser humano de Me llamo Rojo , en la impotencia rencorosa de Nieve o en la frágil libertad de La vida nueva –tres novelas sólidamente traducidas por Rafael Carpintero bajo el sello Editorial Santillana, y que conforman junto a El libro negro los antecedentes más a la mano que tenemos del autor turco-. No hay extrañeza en cuanto Pamuk no recorre los callejones oscuros del alma humana, sino la cotidianeidad de esos callejones en que deambulamos, y quizá nos extraviamos, todos los seres humanos.

La prosa del portugués António Lobo Antunes, escritor del extremo occidente de Europa, también es prosa donde no hay extrañeza, aunque haya sorpresa y revelación. En sus crónicas lisboetas y en sus novelas angoleño-portuguesas el ex-médico militar habla de un poderío perdido y de una sociedad que ha debido aprender a caminar sin brújula ni tutela. Autor del extremo oriente de Europa, Pamuk revela un desasosiego equivalente al de Lobo Antunes, y de hecho hay similitudes entre ambos, pero mientras el portugués se regocija en la escritura de una novelística que evade la anécdota pues ésta se desgrana en la medida en que se desenvuelve el discurso, Pamuk de entrada corre el velo de la trama, pues en su novelística lo que importan son los hechos que conciben y producen a la anécdota.

La novelística de ambos es memoria voluble y estable timbrada por el sello del silencio poético –pienso en Las naves y en Exhortación a los cocodrilos de Lobo Antunes, o en Me llamo Rojo La vida nueva de Pamuk-, pero subscrita por heridas internas distintas: la saudade y la amargura. Portugal y Turquía, extremos que no se tocan.

Los personajes de Pamuk son viajeros que retornan a su lugar de origen para constatar la acción del tiempo sobre la inacción del alma, y la acción del tiempo es la sangre que tiñe en sus diversos tonos el nombre del asesino y de la víctima, del amante y de la amada imposible en Me llamo Rojo. Sangre o mirada, revelación u ocultamiento, todos se tiñen con los colores de la amargura en que se exhibe la inexorable caída en cenizas de las casas otomanas, que saludan con su final en llamas a la modernidad.

Hay cotidianeidad en Estambul, ciudad y recuerdos , pero no se restringe a las calles, sino que se expande a los libros, periódicos, revistas, pinturas, grabados, fotografías, sonidos, lo familiar y lo introspectivo, todo cubierto por el manto de la amargura que no difumina a la ciudad y sus cosas sino que las define, quiero decir, les da una identidad. A diferencia del spleen parisino y de la melancholy londinense, surgidas como la amargura estambulí a raíz de la revolución industrial, esta última proviene de una sociedad que se sumerge en la decadencia económica y política, y no de sociedades que emergen hacia el colonialismo y el capitalismo salvaje. Es la amargura por la resignación ante el fracaso.

Calificado presurosamente por propios y extraños de occidentalizado, Pamuk se aparta de tal calificativo porque su sensibilidad refinada y singularísima en nada se entronca con el Occidente racionalista “civilizado” por las represiones y las ambiciones de la burguesía industrial decimonónica –no por nada en Estambul, ciudad y recuerdos se escuchan las voces disidentes de los franceses Nerval, Gautier y Flaubert-, y en cambio se entronca con un carácter que encuentra en la contemplación una postura activa que observa minuciosamente los incendios de los palacetes en las márgenes del Bósforo, los desastres provocados por los grandes navieros, los automóviles que se despeñan en el río. Una contemplación que busca el renacimiento en la derrota

Contemplación activa que alude a lo fortuito e invaluable de la existencia, del aquí y del ahora siempre impredecibles e inestables, que Pamuk resume en una recomendación para el caso de caer en las aguas del Bósforo: “Si sabe nadar y llega arriba, a la superficie, se dará cuenta de inmediato de lo bellos que son el Bósforo y la vida a pesar de toda la amargura de la ciudad.”

Regreso a una idea: Pamuk no es occidental, aunque conoce y admira y amonesta a Occidente. Cuando leo en Me llamo Rojo y en Nieve la relación particular de los protagonistas con la muerte, palpada en el único aspecto en que realmente la conocemos, el físico, y cuando advierto en Estambul, ciudad y recuerdos que la ciudad y los recuerdos están llenos de muertos físicos, palpables, me resulta evidente que Pamuk es un escritor no contaminado por la obcecación por la salud, la belleza y la juventud que han hecho de Occidente un territorio de enfermos y viejos prematuros temerosos de la muerte. La actitud del estambulí ante la muerte no es de morbo o de horror, es de imaginación y perspicacia.

La prosa novelística y memoriosa de Pamuk se enlaza a la vena de la cultura musulmana, dada a no negar la muerte –lo que no indica que se la busque o desee-, y sí a incorporarla dentro de los asuntos de la vida, con un entendimiento profundo de la otra vista, la del europeo cristiano. La idea del equilibrio entre culturas, estigmatizada por políticos y religiosos occidentales y orientales, surge en Pamuk con la tranquilidad de quien la ha convertido en parte de su vida diaria, como lo expresara al recibir el Premio de la Paz de los libreros de la Feria de Francfort: “…una Europa que se defina a sí misma a partir de estrechos criterios cristianos, lo mismo que una Turquía que trate de derivar su fuerza únicamente de su religión, será un lugar que sólo mirará hacia dentro, divorciado de la realidad y más atado al pasado que al futuro.” Prosa que no es esclava de una religión o una ideología, sino que es cómplice voluntaria y voluntariosa de quien la escribe.

Al revisar la obra de Pamuk, no extensa ni pretendidamente intensa, pero sí entrañable, con la carga de densidad, tensión y rara libertad que concurre en lo entrañable del espíritu, es inevitable reírse de los escritores –muchos entre los latinoamericanos- que se atormentan en el dilema de ser locales o cosmopolitas, nacionales o extranjeros, mientras que este autor de novelas y crónicas confiesa como la cosa más natural que siempre ha habitado en Estambul y casi siempre en la misma casa desde la infancia, pues que su localismo está abierto y atento a la otredad que se halla en los otros pero también en uno, y lo uno y lo otro en Pamuk se acreditan por la condición estambulí del escritor. Y hay que reírse nuevamente porque Pamuk filtra en sus novelas rasgos, gestos, guiños que se corresponden con los de sus familiares, y Estambul, ciudad y recuerdos no sería un libro de memorias tan acabado si no fuera por las estampas y los bocetos que el autor hace de la familia Pamuk, vista desde dentro, en la alcoba, en el automóvil o en el comedor, libre de falsos decoros, en mangas de camisa, los Pamuk también en mudanza constante, como la ciudad de Estambul o las novelas del autor.

En su infancia, el cocinero familiar –que apodaba a todos los sobrinos- apodó a Orhan Pamuk la corneja, ya que éste miraba a los demás como lo hace el ave y además le gustaba pintarla, según cuenta en Estambul, ciudad y recuerdos y según deja entrever la presencia de las cornejas en sus novelas. Pájaro que anda por el sur y el centro de Europa y por el Asia próxima, la corneja tiene la costumbre de admitir que la observen para observar mejor, y el sujeto observador no percibe, hasta que ya es tarde, que él también es objeto de observación.

El juego literario de Pamuk –y le llamo así porque el intelectualismo del novelista es lúdicamente estilizado como la caligrafía de la lengua árabe- consiste en ser observado para dedicarse a la observación, dejar que otros actúen para actuar en consecuencia. Una literatura que nos observa desde nuestra lectura, como nos observa imaginándola Seküre, ese objeto femenino del deseo en Me llamo Rojo que de golpe se despliega como un sujeto femenino deseoso: “Cuando siento ese escalofrío, yo también, como esas hermosas mujeres que tienen un ojo en la vida interior del libro y con el otro miran al exterior, siento el deseo de hablar con vosotros, que me estáis contemplando quién sabe desde qué lugar y qué época. Soy hermosa e inteligente y me gusta que me observéis. Y si de vez en cuando digo un par de mentiras, es para que no os forméis una mala impresión de mí.” Este es el juego simple y complejo de la literatura tal y como lo vive Orhan Pamuk, en la ciudad rememorada o reinventada.

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Managua, Nicaragua, 1972.
Poeta y ensayista nicaragüense . Licenciado en lengua y literaturas hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam). Ha colaborado en diversas revistas culturales de su país (Cultura de Paz, Decenio, El Pez y la Serpiente), así como de México (Diturna, Alforja de Poesía, Cuadernos Americanos). Publica artículos y ensayos de crítica literaria y de cine en el periódico El Nuevo Diario, de su país, y en la revista virtual Carátula, del escritor nicaragüense Sergio Ramírez. Ha participado en el 4º Encuentro Internacional de Poesía Pacífico-Lázaro Cárdenas (2002), en Michoacán, en el Primer Encuentro Internacional de Escritores Salvatierra (Guanajuato, 2004), en el 8º Encuentro Internacional de Escritores Zamora (2004), en Michoacán, en el Libro Club de la Fábrica de Artes y Oficios de Oriente (2004), como invitado especial en el Tercer Encuentro Regional de Escritores Salvatierra (Guanajuato, 2004), y en el Segundo Encuentro Internacional de Escritores Salvatierra (Guanajuato, 2005). Radica en México, D.F.