Están dormidos
5 junio, 2023
Suspiró y dejó que su mirada lo llevara cuesta abajo. La bajada avivó sus pasos y la anticipación del reencuentro con su novia despertó la alegría. El cuerpo del joven se cimbraba y los brazos abanicaban como si les faltara una atornillada. Abajo, vislumbró un parche blanquecino invadido de vegetación. Era la casa de su novia. Se enamoraron jugando en los patios y se comprometieron con palabras de niños. Luego, la mano de la novia fue pedida y prometida según las normas y los protocolos. En aquellos tiempos, el aire estaba libre del olor a pólvora y las ferias giraban con alegría por los condados.
Pa’ el otro lado de la casa de adobe, verdeaba el encinar y, detrás, andaba apresurado el río. Este recogió el color verde del bosque, lo disolvió en el café oscuro que llevaba desde arriba y huía hacia tierras bajas con ilusiones de paz. Que dios le dé el coraje para que su huida desemboque en la tranquilidad del llano.
En la penumbra del anochecer, el joven aguzó la mirada para discernir la forma de una mancha azulada, parecía ubicada sobre la banca frente a la casa. Paso tras paso, iba definiéndose la silueta de la muchacha amada. Gritó su nombre, se acordó de la naturaleza de los tiempos que corrían por sus montes y se mordió el labio. Empezó a trotar, hizo ademanes con el brazo, pero la silueta no se inmutó.
Se detuvo a unos pasos de la muchacha. La veía de perfil, de rostro ruborizado, parecía abstraída por la contemplación de la puerta entreabierta de su casa. El joven dio un paso hacia ella, pasó saliva y la llamó como si quisiera confirmar su identidad.
–¿Sandra?
La muchacha se removió en la banca, pero se negó a voltearse hacia él.
–¡Sandra! Dios mío –gritó el muchacho.
Ella se deslizó hacia el otro extremo de la banca. Él tropezó, se acercó y se sentó a su lado. Ambos quedaron volteados hacia la casa, parecidos a murciélagos en espera de la noche. El cuerpo del joven aflojó, un hormigueo cundió en sus piernas. Se sintió dueño de una tranquilidad insólita y se puso a buscar conversación con su prometida. Se propuso hilvanar un discurso con el propósito de hacer que el tiempo retrocediera y su prometida le sonriera.
–Me levanté temprano esta mañana. Me dijo mi padre que echara por acá para ver si se habían quedado atrás o necesitaban…
Una urraca graznó y el sonido fue resquebrajándose en las copas de los árboles. El muchacho se volteó en la dirección del graznido y aprovechó para echar una mirada a la muchacha. Parecía tan lejana. Un escalofrío recorrió su espalda, pero siguió hablando.
–¿Te acuerdas cómo, de niños, ahuyentábamos las urracas con pedradas cuando se metían a tragar nuestras cerezas? Tragaban y sacudían las ramas iguales a lechones que se amamantan, ¿te acuerdas? –Preguntó el muchacho y el graznido estalló de nuevo.
–Las alas negras de urracas cubren sus pechos blancos como la noche recubre el día. La urraca llama el anochecer –comentó el muchacho imitando la voz solemne de los ancianos que explican el mundo y aconsejan a los jóvenes.
–Ahora, llama la muerte –murmuró Sandra.
El muchacho se volteó hacia su prometida y la cabeza de la joven giró hacia el otro lado. Se dio cuenta de la afrenta de su mirada y tuvo que forcejear con esta para despegarla de la nuca de la muchacha.
Poco a poco, se soltó de nuevo la lengua del joven. Ahora corría con ansia por decir lo más posible en una pizca de tiempo. Su plática remolineó alrededor de asuntos familiares, las novedades del otro lado del monte y, cuando le faltaron palabras, se puso a inventar historias para colmar el silencio. Las cosechas fueron pospuestas, los cachorros de la Amarilla crecieron y los gitanos quisieron pasar por el pueblo, entre otros cuentos vueltos noticias. Ataba y desataba distintos nudos narrativos para que el silencio no se soltara de nuevo. Mientras su lengua engañaba el susto, su mirada quedó fija en la casa y los dedos asidos al tablón de la banca.
Al repasar los eventos vividos e inventados que, a cada vuelta de su monólogo, se volvían más discordes, el muchacho percibió un olor a carne podrida. Por un momento, detuvo la respiración para poner un alto a la penetración de la peste en sus pulmones y quedó perplejo ante el hecho de no haberla detectado antes.
Preguntó a la muchacha en voz baja sobre sus vacas y esta se encogió de hombros. Siguió dando cuerda a sus cuentos como si fuera un atardecer cualquiera. De improviso, cayó en la cuenta de que había fallado en el protocolo de preguntar sobre el bienestar de sus futuros suegros. Su duda chocó contra otros pensamientos relacionados con la ausencia de sus suegros y lo hizo levantarse de salto.
–¿Dónde están tus padres? –Preguntó el muchacho mientras se dirigía hacia la puerta de la casa.
La muchacha le salió al paso, casi chocó con ella. Sus ojos negros lo hicieron retroceder. Sintió la tentación de echar a correr, pero no se movió y la pregunta sobre los suegros afloró de nuevo a sus labios sin que él lo quisiera.
La cara de la muchacha estaba ajena a su presencia, parecía un rostro sacado del negativo de una vieja foto. Cabizbajo, el joven levantó con cuidado el antebrazo de su prometida y sus dedos se hundieron en su blandura. Sintió un temblor en la carne, le dio miedo y lo soltó.
–Sandra, tus padres quisieran que vengas conmigo. Nosotros vamos a casarnos. –El joven no parpadeó–. Sé dónde podemos cruzar el río y unirnos con los nuestros.
–Mis padres están dormidos, no quiero dejarlos. Vete.
El comentario de la prometida abrumó al muchacho. Este miró a un lado, luego al otro, reflexionó, se lamió los labios y levantó la cara.
–Mira. Ya tomaron casi toda la región. Pensamos que ustedes se habían ido con los demás. Si no pasan esta noche, pasarán mañana…
–Ya pasaron.
–Lo sé –susurró el muchacho. Se le retorcieron las tripas y pensó que iba a echarlas por la boca. Se volteó a un lado y se agachó gimiendo. Esperó el contacto de la pequeña mano de su novia sobre su espalda, pero no sintió nada.
El joven estaba de rodillas cuando escuchó un golpe de granizo contra el tejado. Otro fue a dar en los árboles dejando una huella de crepitación en su paso. Se volteó hacia el monte y vio una partida de hombres ceñidos de cinturones que corrían hacia ellos. Una que otra bala granizaba en su derredor.
Agarró la muñeca de su prometida y se lanzaron hacia el río. De repente, Sandra se detuvo y el muchacho calló de bruces. Al levantarse, intentó asir de nuevo la muñeca de la muchacha, cuando le cayó una lluvia de cachetadas. Mientras la miraba desorientado, recibió un golpe contra su pecho que lo hizo retroceder.
–Vete.
–Ya están muertos. Tú estás viva. Ven conmigo.
Detrás de la muchacha, el joven vio una turba desenfrenada, caras enrojecidas, rodando monte abajo hacia ellos. Se volteó hacia el bosque y se dejó ir cuesta abajo. No sentía el suelo bajo sus pies, solo el aire fresco en su cara. Tras un rato, sintió que sus perseguidores se habían quedado atrás. Gritó y aceleró la marcha.
Cuando sus piernas se volvieron inútiles y las venas del cuello lo apretaron, se dejó caer de rodillas. Anochecía, vislumbró el río entre los troncos de árboles y, sin perderlo de vista, su cuerpo se dejó caer sobre el colchón de hojas secas y se hundió en el sueño.
Despertó de sobresalto. Todo su cuerpo temblaba en un baño de sudor frío. Vio la luna entre las ramas y quiso ocultarse, pero se dio cuenta que no estaba rodeado más que por los árboles y las sombras. Quedó acostado de espaldas un buen rato. Cuando se incorporó, se sintió vacío y libre de pensamientos. Se dirigió de nuevo a la casa de la que había huido. De lejos le llegó la voz de su padre que había escuchado por la madrugada. “Échate una vuelta por allá. No vaya que se les ofrezca algo”. La palabra ofrezca siguió revoloteando en sus oídos y mudando de tonos.
No estaba consciente del paso del tiempo ni de la distancia cuando destacó la blancura de la casa, resplandeciente en la lumbre de la fogata. Poco a poco, vislumbró unos bultos tirados en su derredor. Tras una avanzada de tropiezos y paradas, distinguió piernas, barrigas y barbas. Se puso en cuclillas y luego emprendió una avanzada gateando como un niño en búsqueda de su juguete. Avanzó sin pensar en lo que buscaba, pero supo que no había otra opción que avanzar. Cuando se cansó de gatear, se arrastró hacia la fogata.
Al levantar la cabeza por encima del pasto, vio el cuerpo de Sandra hecho nudo. Estaba acostada de lado, la cara volteada hacia él. La sombra cobijaba su rostro. Se arrastró hacia ella. La muchacha abrazaba sus rodillas y, por un momento, pensó que lo miraba. Susurró su nombre, esperó unos momentos y tocó su antebrazo. La muchacha giró al otro lado sin deshacer el nudo de su cuerpo.
El joven levantó el busto para abrazarla, pero vio un par de cuerpos tirados en el pasto detrás de ella. Sus barbas se perfilaban en la lumbre de la fogata y apuntaban al cielo. Se recostó y quiso murmurar un adiós a su prometida, pero no pudo.
Tocó su cabello apelmazado y se acordó de un tiempo lejano cuando ella, de rodillas, lo había acariciado explicándole que su padre no se enojaría mucho por el pantalón rasgado y que su mano ensangrentada sanaría mañana. Se acordó de los grandes ojos tristes de Sandra y le dolió no poder decirle que no había llorado por el pantalón rasgado ni la mano ensangrentada sino por la vergüenza de haberse caído. Quiso regresar el tiempo al otro momento de tristeza y explicárselo todo. Ahora, el cabello de la muchacha estaba lleno de tierra. Al rozarlo, un par de pelos se quedaron entre sus dedos.
Mientras el muchacho aguantaba el llanto, Sandra se volteó de nuevo. Puso la mano sobre la cara de su prometido y lo empujó. Él se deslizó hacia abajo. Sandra se arrastró hacia él y lo empujó de nuevo. Su pequeña mano blanda en la cara le hizo cosquillas y se fueron deslizando hacia el río como dos tortugas ansiosas de zambullirse en aguas frías.
Nació en Belgrado, ex Yugoslavia. Vivió y sobrevivió en cinco países. Impartió clases en dos universidades mexicanas y dos estadounidenses. Participó en actividades académicas con: cuarenta y un artículos, cuatro libros individuales, coordinación de once libros colaborativos, cuarenta exposiciones y siete capítulos de libros. También ha sido integrante de diez comités editoriales, cuatro academias y presidente de la Asociación de Profesores del ITESM.