Eutanasia activa y suicidio asistido. Decidir la muerte
1 agosto, 2008
El debate sobre la legislación de la eutanasia vuelve cada cierto tiempo a llamar a las puertas de la conciencia en nuestros países como uno de los grandes asuntos pendientes. El doctor Urbina lo expone desde el contexto colombiano. Pero el asunto atañe a la mayoría de las sociedades occidentales. En España, sin ir más lejos, ahora se va a debatir nuevamente. Y en éste como en el del aborto, o en el de la experimentación con células madre, todas las controversias políticas, sociales, religiosas tienen cabida. “El debate indicará qué tan preparados están nuestros países frente a un tema hasta ahora sólo legislado en Holanda, Bélgica y el estado de Oregón (E.U.A)”.
Frank Kafka, dolorido, le exigió a su médico inyectarle una dosis mortal
de morfina, y al verlo vacilante le gritó:
«Máteme, si no, será un asesino».
Apartes del ensayo “Humanidad, aquí y ahora”, a propósito de la reglamentación de la eutanasia y el suicidio asistido en Colombia.
A lo mínimo que debe aspirar el individuo es a su autodeterminación, a tomar partido por sí mismo, desde sus adentros, no decidido desde afuera. La reglamentación de la eutanasia y el suicidio asistido, si busca que el individuo asuma sus libertades, es un rotundo avance que, de todas formas, genera desafíos en una región en vías de mejorar el vigor de la justicia, su capacidad de hacer auténticas reflexiones en torno a la dignidad humana, sobre la valía de la vida misma. El derecho a morir, como el derecho a vivir, parecen incontrovertibles. La reglamentación de la muerte decidida por otros, es la cuestión.
El grueso del público confunde la simple voz «eutanasia» con ortotanasia o suspensión de los elementos que mantienen artificialmente los signos vitales, y que algunos asimilan a eutanasia pasiva. La eutanasia activa —la que se reglamentará en Colombia— consiste en administrar una sustancia para interrumpir la vida de alguien que así lo pide porque aqueja los sufrimientos de una enfermedad incurable. No es nada nuevo. Mas, en estos tiempos, tanto en lo ético como en lo jurídico, tiene implicaciones, y de no debatirse claro surgirían las primeras nieblas: Podría volverse impreciso el límite de hasta dónde es «legítimo» matar. ¿Es «menos asesino» quien mata a un delincuente o quien mata a un enfermo?
La distanasia, ese afán mórbido de familiares y médicos de aferrarse a una persona que ya dejó de serlo, sin posibilidades de recuperación, no tiene sentido, al menos humanitario, como lo perdió el viejo pronunciamiento de que una enfermedad dolorosa es una razón válida para un «buen morir». Ha pasado mucha arena por esos relojes. La distanasia, como la aplicación ligera de la eutanasia activa, son indignas, y no hay que desdeñar que la eutanasia pasiva hoy cuenta con mejores recursos. Frank Kafka, dolorido, le exigió a su médico inyectarle una dosis mortal de morfina, y al verlo vacilante le gritó: «Máteme, si no, será un asesino». Pero, la analgesia ha mejorado muchísimo después de Kafka.
La eutanasia activa parece tener un lugar indiscutido en los pacientes terminales. Lo es menos claro en personas con «dolencias o situaciones no soportables». Inquieta que de la extinción de los enfermos terminales al exterminio de personas «incómodas» o por intereses viciados, pueda haber sólo un paso. En Holanda, la Ley de 2002 que hizo legal la eutanasia activa, no sólo elevó los registros en casi un 50%, sino que indujo a sospechar a los ancianos que sus médicos y familiares disponían de sus vidas al antojo. Muchos abuelos holandeses escaparon a los asilos de Alemania. Un correctivo podría ser el mismo holandés; allí la eutanasia activa sigue siendo delito con cárcel de hasta 12 años, si no se realiza de acuerdo a las exigencias. En Colombia sería excarcelable.
El debate tiene que ir más allá de las cuestiones religiosas y debe descubrir los puntos sustanciales, como las curiosas escenas que dibuja para Colombia la ponencia en cuestión: Se distinguen en una oficina a dos testigos y un notario, y luego en un hospital a un médico con el papel notariado y su jeringa en mano contemplando a su muerto. No se observa ni a un juez ni a un fiscal. Parece claro. Hay una carga social que debe deshacer el médico —y nadie más—, matando. En esto, los médicos tratantes del enfermo tendrán el papel estelar. ¿No es excesivo para el maltrecho médico de estos días, que luego de fracasar en el tratamiento a su paciente, sea el primer elegido para matarlo?
Por el mundo se palpa cierto afán de instituir, de proveer la muerte a aquel que es un «problema», atendiendo a su supuesto deseo de morir. Si está inconsciente, ¿cómo saberlo, infalible? La reglamentación deberá fijar estos difíciles términos. Pero, aún, si se cumplen los aparatosos trámites, como los de la ponencia colombiana, con segundas opiniones de expertos en la enfermedad, conceptos de psicólogos y psiquiatras —¿en la selva?—, esa «solución final» no será tan expedita como se promete.
Son nuestras libertades: Del mismo modo que otros escollos legales, la eutanasia activa ha servido de escapatoria a procesos gravosos para la sociedad, como en el caso del octogenario político holandés Edward Brongersma, acusado de pedofilia, que prefirió escurrirse gracias a la «compasión» de un médico amigo. ¿Y qué decir de los seguros en moneda local o extranjera que no se verían afectados por la eutanasia activa o el suicidio asistido?
Ahora bien, el suicidio implica una acción reservada de la persona, su última intervención. No es claro que deba volverse un servicio estatal, tan simple como la píldora anticonceptiva del siguiente día. El doctor Jack Kevorkian, preso por homicidio —y por filmar y vender la muerte de sus enfermos a la televisión—, es el ícono contemporáneo del suicidio asistido. No actúo directamente; facilitó las substancias a quienes querían suicidarse —igual pudo recetarles colesterol por toneladas u otra imprudencia médica, pues es patólogo después de todo—, pero, obsesionado con la muerte, diseñó su «máquina del suicidio» para el público. Inmolarse deriva, en últimas, de una reflexión, si se quiere, ética del individuo, que no necesita consultarla con la sociedad. En lo colectivo, proponer en países desangrados y, de por sí, suicidas, un «programa estatal de inmolaciones» es, por lo menos, un desatino. La eutanasia activa a pacientes sin ninguna opción de vida digna puede ser un acto de humanidad. La ejecución de alguien que no se atreve a asumir su individualidad parece un despropósito.
El médico que reconoce los primeros pálpitos del que llega, también confirma los últimos latidos del que se va e incluso le acompaña al portal sin colocarle trabas, pero debe precisarse hasta qué punto debe decidir su muerte. Resolver morirse por eutanasia activa es una opción, un ejercicio de la libertad. El debate indicará qué tan preparados están nuestros países frente a un tema hasta ahora sólo legislado en Holanda, Bélgica y el estado de Oregón (E.U.A.).