Ficción: Carmen

1 abril, 2023

— ¡Quédate, Carmen! ¡Habrá pastel! ¡Lo compramos para ti! ¡Quédate!

Eran las 7:20 de la tarde y Carmen quería irse a casa. Vivía en Ladeira dos Tabajaras, a dos cuadras de sus jefes en la calle Santa Clara. La madre de Carmen, Doña Jandira, nunca la dejó olvidar cuán afortunada era de poder caminar cuesta abajo hasta su trabajo en Zona Sul. Ella había pasado la mayor parte de su vida en Nova Iguaçu y tenía que comenzar su jornada a las cuatro de la mañana para llegar a Leblon, donde trabajaba. Lo hizo por más de 40 años. ¡Cuántas veces lo había pensado Doña Jandira en la parada de autobús! Pudo haber sido feliz si se hubiera sentado en el banco opuesto al suyo y hubiera tomado el autobús a Juiz de Fora, donde vivían sus padres. ¿Quién sabe? Tal vez hubiera encontrado un terruño allí e incluso hubiera tenido tiempo de ver si sus hijos realmente iban a la escuela cuando salían de casa. Pero pasaron los meses y Doña Jandira nunca cruzó la calle, ni cambió de autobús. Cada día se bajaba en Leblon y cada noche dormía en Nova Iguaçu. Luego contrajo una enfermedad que terminó devorándola desde adentro sin que ella lo supiera. Carmen, quien trabajaba para la familia Ortega en la calle Santa Clara, fue la única de sus hijos que se quedó con ella. Después de que Doña Jandira enfermó, lograron mudarse de Nova Iguaçu a Zona Sul, más cerca del hospital donde estaba siendo tratada. Lo importante para la madre era que la vida mejoraba con cada generación: Carmen no tenía que despertarse a las 4 de la mañana. Se levantaba a las 6:30 y a las 7:30 ya estaba trabajando en Santa Clara. Era una bendición.

El día del pastel, Carmen ya no podía soportar estar cerca de su jefa Doña Rafaela, sus hijos mimados a quienes había fingido amar por más de 20 años, o su marido zalamero, seu Roco. Un nombre extraño, pero su madre era, después de todo, una española llamada Yolanda. Los jefes trabajaban para una agencia de marketing desde casa; dando vueltas todo el día bajo sus narices. Querían café, pedían jugo, mandaban a callar. Y ahora, justo cuando iba a irse, le pedían que se quedara un poco más. No había escapatoria: estaban celebrando los 25 años de Carmen trabajando con tanta dedicación para ellos. Era parte de la familia después de todo, al igual que Doña Jandira había sido parte de los Martinelli Maias. Esos lazos familiares duraron hasta que las visitas de la madre Madame Luiza se hicieron cada vez más raras y finalmente, como el polvo después del atardecer, desaparecieron.

Cuando Aurora, la segunda hija de doña Rafaela, insistió en que se quedara por el pastel, Carmen pensó que al menos no tenía que comer algo que ella misma había hecho. No recordaba haber horneado ese día. Guilherme, el mayor, cuya oportunidad de abandonar el nido había pasado hacía mucho tiempo, había ido a la tienda de la esquina y traído un pastel elegante. Doña Rafaela le dijo que comprara un mousse de limón con ganache. Carmen había trabajado allí durante 25 años y todavía no sabían que detestaba el sabor a limón. Ahora tendría que probar un buen trozo para satisfacer a su empleador. Muerta de cansancio, Carmen quería irse a casa, pero ahora tenía que parecer agradecida por trabajar allí durante tanto tiempo.

Este aniversario de trabajo casi coincidió con su cumpleaños. En dos días iba a cumplir 45 años y todavía no había tenido relaciones sexuales. Cada vez que iba al mercado de verduras, sus amigos charlaban sobre las escapadas en los cuartos de servicio y eso irritaba a Carmen. Pasó noches sin dormir preguntándose qué le pasaba. Era sexy, tenía todos los dientes y usaba desodorante todos los días con la esperanza de que hoy fuera el día. Un amigo dijo una vez que era porque su signo era Capricornio con ascendente en Virgo y luna en Cáncer. Era una mujer complicada.

Cuando terminó la celebración en donde los Ortega, Carmen se fue a casa, pero antes limpió los platos y tenedores que habían usado para el pastel. Una vez que la cocina estuvo limpia, les agradeció su amabilidad y se fue. Carmen recorría el mismo camino de ida y vuelta todos los días. Antes de llegar a la colina, se detuvo frente a un bar lleno de borrachos miserables en Figuereido de Magalhães, al lado del salón de belleza. Entró en el bar atestado de gente y pidió un cigarrillo. Los hombres la miraron, pero nadie se le acercó. Se hizo la inocente y entusiasta, pero fue en vano. Tal vez estaban demasiado borrachos. Subió la loma y se detuvo en un cruce de caminos, todavía bastante lejos de casa. Pasaban coches que llevaban todo tipo de personas: policías, campesinos, capos de la droga. Todos le advirtieron que la encrucijada era peligrosa. El crimen allí era increíble. Era peor, por supuesto, para las mujeres. Ahí violan a las mujeres, Carmen, a muchas mujeres, casi todos los días. Carmen había subido la colina por más de 20 años, se detenía, fumaba un cigarrillo y esperaba a que un hombre le dijera que subiera al auto y luego la follara. Pasaban conocidos y desconocidas, pero Carmen seguía virgen. Soñaba con sensaciones que no reconocía.

Un día, Doña Rafaela le preguntó si podía cuidar a los niños, tan adultos como Carmen, hasta que ella y seu Roco regresaran de una cena. El jefe le pagaría un taxi o la dejaría dormir allí. Pero Carmen tenía una madre con una enfermedad terminal y no podía arriesgarse a dejarla sola ni siquiera por una noche. Regresarían a las doce a más tardar, le aseguró seu Roco. Volvieron borrachos a las 3:30 de la mañana. Carmen quería matarlos. Su madre tendría hambre y sed y necesitaba sus pastillas a tiempo. ¡Mierda! En el taxi, el conductor le dijo que no podía pasar por la calle de sentido contrario. Carmen salió del auto y corrió como si tuviera que bajar a su madre de la horca. ¡Pobre Doña Jandira! Atrapada en la cama, prácticamente paralizada, esperando que llegue la muerte. Carmen tenía que llegar primero. Pasó por la encrucijada y, exhausta, bajo la marcha. Junto con el toc-toc de los zuecos de Carmen, se escuchó el sonido de una sandalia raspando el pavimento. Miró detrás de ella, pero no vio a nadie. Volvió a correr y ¡ahí estaba! Se dio la vuelta y miró a un hombre a quien nunca había visto antes. Él le silbó y la llamó sexy. Carmen sintió que su sangre burbujeaba y probó el terror…

Se apresura, los pasos la siguen. Comienza a jadear. Corre más rápido tragando el aire detenido alrededor de su silueta. Los pasos todavía la siguen. Se mueve sobre adoquines, se resbala, cae y se  levanta. Ahora está corriendo. No debe mirar atrás; pero lo hace. Se está quedando sin aliento. Todavía está lejos de casa. Es un depredador. Él la atrapará. Los buitres son carnívoros, mortales. Sigue corriendo, no debe caerse, sigue adelante, sus piernas convulsionan, se cae. La grava corta sus palmas sudorosas. Ella se tambalea sobre sus pies, jadeando, y comienza a correr de nuevo. Se las arregla para evitar que la agarre, gritando mientras se tambalea; luego siente su roce. Silencio. 

Silencio.

Silencio.

¡Silencio, maldita sea! 

En el Tíbet hay entierros en el cielo. Los cadáveres son desmembrados y dejados en lo alto de las montañas para que se los coman los buitres.

Ahora Carmen ya no es virgen. Si hubiera corrido antes, como una pequeña cabra, un lobo se habría abalanzado sobre ella. Ahora un buitre ha devorado su carne.

Traducción: Verónica Romero

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Nació en Minas Gerais, Brasil, en 1974. Su obra de ficción incluye cuentos, novelas y literatura infantil. Su primera novela, Sorte, ganó el Premio Océanos en 2019 y está traducida al holandés y al español. Trabaja como editora de Capitolina Revista, por la que ha sido galardonada con un Premio APCA (Asociación de Críticos de Arte de São Paulo). Es columnista del Suplemento de Cultura de Tribuna de Minas y de Jornal Rascunho. Su último libro de cuentos, Mapas para desaparecer, fue preseleccionado para los Premios Jabuti. Vive en el Reino Unido.