Ficción: Contame más de esas cosas

2 junio, 2021

Ocurrió en el Cocibolca, el gran lago de Nicaragua, en el primer día de las vacaciones de la universidad. En el ferry de Granada a San Carlos había muchos estudiantes, varones y mujeres, que iban a Río San Juan a visitar a sus familias o para disfrutar de la selva, los ríos, la pesca y la caza de patos durante las vacaciones.

Yo era probablemente el único extranjero en aquel barco y con seguridad el único pasajero que con dificultad fotografiaba las muchas bellezas del paisaje: los volcanes de Ometepe, las garzas que volaban cerca, y las románticas islitas.

El barco iba repleto. Sobre un gran cerro de sacos, bolsos y maletas se había acomodado un grupo de jóvenes. Estaban sentados como si estuvieran sobre un mirador, y se protegían del sol con sombreros de paja y pañuelos sobre la cabeza.

Cuando ya no se divisaban ni costas, ni islas, ni volcanes, ni aves, me dediqué a observar la actividad en el barco. En medio de dicho grupo me llamó la atención una joven muchacha, por su color oscuro de piel y sus facciones particularmente lindas.

Dirigí la cámara hacia ella, aproximé el objetivo, y tomé algunas fotos seguidas, con el propósito de no llamar mucho la atención y de no molestar al objeto de mi interés.

Pero la muchacha interrumpió inmediatamente la conversación con sus amigos, descendió del cerro de equipajes, se paró frente a mí y me observó con severidad:

“¿Por qué me tomaste fotos?”

Estaba perplejo y algo confundido:

“Por lo linda que sos”, balbuceé.

Me miró en silencio, pensativa, sin hacer ningún gesto. Luego, con una sonrisa casi imperceptible en los ojos:

“Ajá, por eso….¡contame más de esas cosas!”

Nos sentamos sobre un saco con granos de café y le conté lo que me pedía. Tal vez por unos ocho o diez minutos. No me resultó nada difícil.

Y no me interrumpió ni una vez.

Luego, el barco atracó. La muchacha agarró su equipaje de a saber dónde y yo la perdí de vista entre el tumulto de gente que bajaba.

¡Ni siquiera le pude preguntar su nombre!
          Alquilé un cuarto en el único hotel de San Carlos; al día siguiente William me iba a llevar a la isla de Solentiname en una lancha de motor.

Ya no había cena, el cocinero del hotel me dio un puñado de maníes y dos bananos, y me consoló hablando maravillas del desayuno. ¡Me juraba que era abundante!

          Aquella noche dormí bien y profundamente.

A la mañana siguiente a las siete y media me encontraba en el comedor. Para ser más preciso, frente al hotel había dos mesas de madera rústica sobre la calle, ahí se me iba a servir el desayuno.

El hotelero salió por la puerta y me entregó un paquete plano que tenía en la mano. Yo estaba sorprendido y no tenía idea de quién podría haberme enviado un paquete tan temprano en la mañana.

En el papel estaba escrito con lapicero: “Para el chele alemán.”

Abrí presuroso el empaque. Era un cuadro primitivista sobre lienzo, un paisaje de la selva con una choza y una persona. Estaba firmado por Vilma Ubau.

En ese momento cayó en mi mano la nota, arrancada de una hoja de cuaderno. En ella había una sola frase:

“¡Ojalá fuera tan linda como vos lo describiste! Abrazos: Vilma.”

Nunca nos volvimos a ver.

Atesoro mucho su foto, Vilma sigue siendo tan bella hoy como hace 40 años. Y el cuadro lo mandé a enmarcar, y ahora adorna la sala de mi casa.

Traducción de Luis Carlos Kliche.

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Nacido en Nkalinzi, Tanzanía en 1938, fue el cuarto hijo de un misionero alemán. De 1968 a 2001 dirigió en Wuppertal la Editorial Peter Hammer, que divulgó autores de Latinoamérica y África. Como escritor ha publicado más de 30 libros, incluyendo novelas, libros para niños y cuentos. Ha sido nombrado doctor honoris causa. En 1978 atrajo la atención del público alemán sobre Nicaragua con su obra Una tierra como pólvora y miel, prologada por Sergio Ramírez.