Ficción: Domingo de milonga

2 agosto, 2021

Sólo había escuchado tangos, pero jamás había bailado ninguno en toda su vida. Fue su madre, empleada de una casa de ricos en una exclusiva zona de Buenos Aires, quien lo inició desde los 10 años en el tango. Recordaba una vieja radio Philco color marrón.  Eso ocurría un día a la semana, los domingos, a las tres de la tarde, cuando su madre planchaba ropa mientras en la inmensa casa todos  dormían la siesta o salía la familia a otros lugares de visita. Recordaba que eran días cálidos, probablemente era verano, cuando su madre le decía que se sentara con ella y la acompañara. En ese entonces no entendía por qué su madre lo quería a su lado mientras planchaba sábanas, camisas de distintos tamaños, delicadas ropas interiores de mujer joven, finas enaguas que las hijas de sus patrones traían de París o Madrid. Y allí él sentado en una silla de mimbre. Su madre tomaba mate, pero a él le preparaba una limonada. Quizás por eso le gustaría estar con ella porque el sabor de la limonada era muy dulce y era la única vez que su madre mostraba mucha ternura por él. El resto de la semana ella pasaba de mal humor, porque siempre la vio trabajando día y noche. Su madre era una mujer amargada por algo y se olvidaba de él, excepto los domingos a las tres de la tarde. Ese día era otra mujer.

La radio sólo transmitía tangos. Recuerda la voz del locutor que explicaba los tangos, los cantantes, las orquestas. Su madre parecía absorta y no sabía si era por lo que planchaba o por la música. Con el tiempo supo que eran las historias de las canciones que parecían dejarla sonámbula mientras él bebía en pequeñas cantidades su limonada. A veces su madre dejaba la plancha por unos minutos y se ponía a bailar alrededor de la mesa. Y murmuraba las frases del cantante. Parecía bailar con alguien imaginario. Cerraba los ojos, daba dos vueltas a la mesa y volvía a planchar. No me miraba. Parecía que había perdido la noción del tiempo o de la realidad. Pero yo no decía nada porque me había acostumbrado a las vueltas que daba alrededor de esa mesa llena de ropa fina de mujer joven. Era extraño que nunca me tomara de la mano y empezara a bailar conmigo. A mí tampoco se me ocurría pensar que lo haría. Ella quería bailar sola por unos segundos tarareando muchas frases. Parecía conversar con alguien cuando las repetía. ¿Con quién? ¿Sería mi padre quien la abandonó a los 16 años? Me dijo alguna vez que era de otro país. O parece que le mentía de qué país había emigrado. Quizás para engañarla.

El hombre entró al salón de baile. Era joven, moreno. Su traje parecía recién planchado. Camisa blanca de cuello duro y una corbata café. Traía una bolsita. Eran sus zapatos de baile. En la otra parte de la sala había muchas mujeres sentadas en unas mesas. Algunas acompañadas de su madre. No estaba seguro, como siempre pensaba, si al cabecear a una que le gustaba, la madre aprobaría que bailara con él. Pero vio a una que estaba sola. O parecía estar sola. Cuando terminó de ponerse sus zapatos de baile esperó comprobar si nadie la acompañaba. Cuando terminó la tanda de tres tangos la miró. Le hizo el gesto. Ella le sonrió y él fue para sacarla a bailar. Era bonita y joven. Demasiado joven. Era un día domingo en la tarde cuando la conoció. Los domingos se hacía una milonga en un barrio de Buenos Aires. Iban muchas mujeres jóvenes y solteras. El dueño del local, con buen ojo de comerciante, sabía que cientos de empleadas domésticas tenían libre el día domingo. Bailaron varios domingos. Se cruzaron pocas palabras porque ella nunca respondía a las preguntas del hombre. Sólo se abrazaba a él por 3 minutos en cada tango. Realmente él le iba enseñando a bailar. A que la siguiera. Le daba algunas instrucciones. Ella lo miraba y le sonreía. Así aprendió y así aprendían muchas mujeres a bailar tango. Le dijo que era de otro país pero ella no recordó nunca de qué país había emigrado. Sólo le sonreía y se apretaba a su cuerpo.

Tiempo después el hombre no volvió más los domingos a la milonga. La mujer joven lo extrañó sólo tres domingos y se olvidó de él para siempre. Luego de la milonga, que terminaba a las cinco de la tarde, tomaba un bus que la dejaba en una calle del centro. Luego iba a un café elegante. Pedía usar el teléfono y llamaba a la casa de sus padres para que le enviaran al chofer con el auto para regresar a su domicilio que quedaba en un barrio elegante y exclusivo de Buenos Aires. Siempre le llevaba un pastel de regalo a su empleada que estaría planchando su ropa toda la tarde del domingo. También unos dulces al hijo que sentado junto a su madre escuchaban tangos en una radio mientras él sorbía lentamente una limonada y ella, abstraída quien sabe en qué, con la cabeza gacha, seguía planchando.

Comparte en:

Chile, 1947. Es narrador, poeta, ensayista, académico. Recientes libros publicados: El bailador de tango (novela, Washington, 2018), El tango en el Río de La Plata (ensayo, Editorial Corregidor, Buenos Aires, 2019), La isla del fin del mundo (novela, Chile, 2020), Los gatos no viven en el tejado y otros poemas de amor (poesía, Chile, 2020). Fue traductor de la poesía del poeta ruso Yevgeny Yevtushenko (ediciones de Nicaragua, Colombia, Chile, Cuba, Rusia, España). Este cuento es inédito e irá en su libro de cuentos, segunda edición, Fui dueño de tu encanto.