Ficción: El fantasma de Maye
2 agosto, 2021
Hace unos años yo era más feliz y me dedicaba al llamado periodismo “epicúreo”: era jefe de redacción de una revista especializada en bodas, festejos y eventos de etiqueta. Un lujo editorial y faraónico de 300 páginas impensable en la Venezuela actual.
La redacción de la revista quedaba en un pequeño edificio ubicado en la calle París de Las Mercedes. Más que una redacción, aquella oficina se asemejaba a una guarida de mafiosos. Sólo le faltaba la mesa de billar y la pera de boxeo para completar el set perfecto para que Tony Soprano maquinase su siguiente fechoría.
Otro detalle era que aquel apartamento contaba con su propio fantasma Ad Hoc. Uno muy particular, por cierto.
En el pequeño edificio corría un mito urbano según el cual, a principios de los 80, una infortunada ex Miss Venezuela se había quitado la vida en uno de los apartamentos. Aquella miss, recuerdo, tenía unos cautivadores ojos verdes que le hacían contrapunto a su tez morena y que, aunado a su cincelado cuerpo de modelo, le habían agenciado la corona del concurso a principios de aquella época.
No creo que valga la pena detenerme en los escabrosos detalles que rodearon aquel hecho de sangre. La prensa de farándula del momento se encargó de convertir la tragedia en una suerte de trending topic en las peluquerías caraqueñas. Especulaciones de toda laya circularon (y aún hoy circulan) entre quienes de pronto se acuerdan del caso. Más bien quisiera contar todo lo bien que nos la pasamos con el fantasma de Maye en los casi siete años que ocupamos aquella redacción.
A la oficina llegábamos todos los días aproximadamente a las 10 y 30 de la mañana, aunque puede que esta franja horaria se rodase hasta un cuarto para las 12, la mayoría de las veces. Como la publicación era bimestral, era obvio que teníamos una gran cantidad de tiempo ocioso que había que llenar de alguna manera. Dado el perfil de la revista, yo pasaba largos períodos de mi agenda en bodas, cócteles, presentaciones, lanzamientos y cualquier tipo de pauta de orden celebratorio o comercial. En nuestra mejor época, llegamos a tener más clientes que un influencer de Instagram, todo un récord para algo tan frívolo como un medio que dedique sus páginas a gente que contrae matrimonio.
En el closet de la redacción yo tenía colgados cinco trajes oscuros, un smoking (que utilicé pocas veces) y dos guayaberas blancas manga larga que sudé asaz en Los Roques, Tucacas y Margarita en pegostosas bodas playeras. También tenía zapatos perfectamente pulidos y sin aparentes desgastes en cuero y tacón, principales características en las que se fijan los porteros de discotecas y los agentes de inmigración.
Mi primer encuentro con Maye, o vale decir, con su fantasma, sucedió una tarde de sábado. Tenía que cubrir unos aciagos “quince años” de la hija de un personaje con pinta de narcotraficante en ascenso y mi ropa para ese tipo de eventos estaba en el closet de la redacción. Llegar un sábado a las 4 de la tarde a nuestra redacción era como llegar a un no lugar. A un no tiempo.
Por aquella época fumaba y me entretuve en el balcón mirando pasar los carros mientras le daba amorosas caladas a mi Astor Azul. En eso escuché un pequeño estallido. El sonido parecía provenir de la habitación donde teníamos habilitada nuestra sala de redacción. O eso fue la impresión que me dio.
Al poco rato, entré en la habitación y abrí el closet para sacar uno de mis trajes de faena. No bien lo hice, me invadieron notas cítricas: mandarina, cedro, bergamota y limón. En ese momento no lo sabía, pero aquella combinación de esencias componían el perfume Shalimar, el favorito de Maye. Una fragancia que nos acompañaría todos esos años.
Con el pasar del tiempo nos fuimos habituando a la presencia de Maye como quien se habitúa a la presencia de un objeto familiar, cotidiano. Nuestra perfumada fantasma, la mayoría de las veces, pasaba inadvertida; sólo el olor del perfume nos indicaba que se encontraba cerca, viéndonos trabajar y, de alguna manera, cuidándonos.
La única vez que la vimos desnuda, fue un lunes en la mañana. Ese día teníamos un casting en la redacción y el apartamento era un hervidero de modelos, maquilladores, estilistas y fotógrafos. Las modelos, sin vergüenza alguna, deambulaban por toda la oficina en sostén y pantaleta como si estuviesen en el vestier de sus casas. En un break que hice mientras redactaba un reportaje sobre la ciudad de Brujas, la vi. Estaba apartada del resto del grupo, tal vez un poco desubicada con tanta gente en aquel espacio. Maye destacaba, entre otras cosas, porque estaba enteramente desnuda. El triangulito afelpado de su vello púbico y sus senos pequeños y naturales, contrastaban con los atributos de resto de las otras chicas. Maye, al lado de las otras chicas, parecía provenir de un tiempo en donde aún no se había perdido la candidez. De un lugar donde estaban prohibidas las prótesis, el bisturí y la liposucción.
En la redacción teníamos una actividad extracurricular que comenzaba todos los días después de las 4 de la tarde. La llamábamos “Tardes culturales” y consistía, primeramente, en bajar con el “vacío” de una gavera de Polar a la licorería de la esquina para abastecernos con el combustible necesario que alimentase nuestros interminables cierres de edición.
Maye disfrutaba mucho de nuestras tardes cerveceras. Pocas veces se materializaba, como la vez que la vimos desnuda; a ella más bien le gustaba hacer sentir su presencia moviendo sillas, cambiando objetos de lugar, abriendo y cerrando la puerta de la nevera en la cocina. En eso era una fantasma clásica. Cuando estaba contenta, el Shalimar invadía cada rincón de la oficina como si alguien con un atomizador estuviese esparciendo galones de la fragancia por todas partes. Por el contrario, cuando se molestaba, le daba por batuquear las cosas o tirar las botellas de cerveza al piso. Varias veces Maye nos descompletó las botellas del vacío cuando le daban sus arrebatones.
Poco antes de que cerraran la oficina de la revista, Maye se “desapareció” un tiempo. Ni el Shalimar, ni la telequinesis con las botellas de cerveza se manifestaron en la redacción por semanas. El asunto hasta nos preocupó un poco. De pronto se había entristecido al enterarse de que próximamente ya no la acompañaríamos más en su fragante penar. Una noche en que estábamos en el lobby de la redacción, escuchamos el estallido primigenio que sólo yo había escuchado la tarde del sábado cuando se me apareció por primera vez. El Shalimar ofendió nuestras narices apenas entramos a la sala de redacción. Ahí estaba, recostada en un puf donde dormíamos nuestras resacas culturales.
Parecía dormida. ¿Aunque, quién puede saber si los fantasmas duermen?
Caracas. Licenciado en Letras por la UCV. Es autor de los libros Intriga en el Car Wash (cuentos, 2006, Random House Mondadori); Miniaturas salvajes (cuentos, 2012, Puntocero); Ruedalibre: Crónicas inoxidables (crónicas, 2014, Libros El Nacional) y Tardes Felices (cuentos y crónicas, 2016, Puntocero). Su obra narrativa y cronística se encuentra recogida en diversas antologías, tanto en su país como en el exterior. Actualmente vive en Buenos Aires.