Ficción: El profesor y la secretaria

1 junio, 2024

Este cuento forma parte del libro Sueño con Tokio en el Darién, publicado recientemente por Uruk Editores, Costa Rica.


Roberto enseñaba música en un colegio prestigioso. No fue algo que planeó. Duró muchos años like a rolling stone, tocando con bandas o como solista en locales nocturnos. Deseaba ser músico y si hubiera podido pagar la renta con su arte, no se habría convertido jamás en profesor.

Florecita se había divorciado y sus labores como secretaria, además de las que requerían un manojo de hijos, acaparaban todas sus horas. De su exesposo no quedaban luces. Alguna vez fue joven, aventurera y un poco casquivana. Pero no podía permitirse ningún riesgo en estos días. La seguridad de su empleo era un ancla que la salvaba de zozobrar. Le permitía sostener materialmente a los comearroz que alegraban su apartamento y sentirse segura. 

Roberto y Florecita trabajaban en el mismo lugar, cada uno cumpliendo con las funciones que les correspondían. Tímidos escondían una fuerte atracción por el otro. No permitían que fuera visible. Y disfrutaban solo imaginando su amorío, sin hacerlo realidad. 

El deseo por Florecita fue creciendo en Roberto poco a poco. Soñaba con ella de una manera cada vez más nítida. Normalmente, estas fantasías se quedaban fuera del espacio de la vida normal. Pero, con el tiempo, se hizo más difícil distinguir la línea que separaba realidad de sueño.

En las tardes, después de sus labores docentes, Roberto gastaba las últimas horas del día calificando exámenes y preparando el material del día siguiente. Florecita asistía al director hasta que el sol se escondía. En cuanto terminaban, con otros empleados grises, se reunían en cualquier lugar donde pudieran beber unas copas y reírse de lo que les diera la gana. 

La lámpara era un restaurante que se convertía en bar cuando anochecía. Hasta allá viajaron un día acera abajo. En caravana, encallaron. Compraron güisqui en las rocas, ron con coca cola, margaritas, cervezas. Florecieron después de haber sido sepultados por paladas de estiércol: regaños del jefe, urgencias laborales, presiones. Atracaron necesitados de un salto que no acabara en caída. El alcohol habría de ayudarlos a sentirse ingrávidos y flotar. 

El grupo se sentó en torno a una mesa redonda y, por momentos, fueron niños que cabalgaban en un carrusel. Las bebidas giraron vertiginosas. Las bebieron demasiado rápido y esto los despojó de máscaras. 

Alguien insinuó que Roberto babeaba por Florecita, pero ella lo negó con pudor: 

—No inventen bochinches.

El implicado, no obstante, la contradijo. Parecía urgido por sincerarse. 

—A ver—declaró mientras colgaba los brazos en los bordes de su silla—, la señora Florecita y yo somos pareja.

El silencio los envolvió con su espesura como de aceite. A algunos se les escaparon risitas; creyeron que la declaración era una broma. Florecita miró a Roberto con escándalo. 

—¡Más respeto, profesor, que yo no le he dado motivo para que me vacile!

—Florecita, Florecita, contémoslo de una vez. Ya lo imaginan.

Esto dejó a todos asombrados y divertidos, menos a Florecita. 

Y el profesor diría más: 

—Florecita y yo, para que lo sepan, nos hemos jurado amor eterno.

No pudo continuar. Una cachetada cruzó su rostro como el relámpago quiebra el cielo. 

Segundos después, Florecita abandonó La lámpara dando taconazos. Nadie, incluido Roberto, se atrevió a hablar más. La noche se fue como riachuelitos de lluvia por las alcantarillas.

Llegó el siguiente día. Roberto entró a la escuela para cumplir con una nueva jornada. Cuando los profesores llegaban al plantel, debían firmar una lista de asistencia que permanecía afuera de la oficina del director, en el escritorio de Florecita. Mientras Roberto se apresuraba para cumplir con este requisito, recibió el rabioso silencio de ella. Sintió en el alma el callado rencor.

—Florecita…—alcanzó a decir.

—Nada de Florecitas—dijo ella cortante y entre dientes.

La miró con ojos de borrego en matadero. Pero el barquito de papel de su mirada no halló puerto. Finalmente, se hundió.

Ese día, no impartió las clases con el entusiasmo acostumbrado. Lo usual era que las aderezara con sus sueños de músico, como si sus alumnos pudieran alcanzar la fama. Él mismo recordaba su pasado con más esplendor del que tuvo. Pero hoy no sabía en qué creer. Dudó de sus pensamientos. No en pocas ocasiones se mostró ensimismado. Escapaba de la realidad por leves grietas. 

Cuando llegó el receso, se refugió en el salón de profesores y comenzó a mordisquear un emparedado. Bebió una Coca Cola que arrancó a una máquina expendedora. Como dormido, masticó y bebió. Se sumergió en un duermevela breve.

De golpe, Florecita apareció a su lado. Estaban solos en la sala de profesores y ella se pegó a él. El profesor aprovechó para pedirle aclaraciones:

—¿Qué te pasa conmigo, Florecita? ¿Me quieres o no me quieres? 

—Shhh—Lo silenció—. De lo nuestro hay que hablar bajito porque no existe. Camina de puntillas.

Él la calló con un beso que no halló oposición. 

De repente, ella se deshizo en el aire. Los brazos de Roberto se encontraron con la nada.  

—No es real—razonó él—. Definitivamente, no es real.

Se dispuso a regresar a su salón de clases. Caminó hasta la salida del aula de profesores. 

Comenzó a empujar la puerta, pero ésta se movió en sentido opuesto. Alguien estaba entrando. La puerta avanzó en su contra y apareció Florecita.

—¡¿Qué rayos te pasa, Roberto, por qué me besas?!—Y volvió a abofetearlo. 

Pero ella no tardó en darse cuenta de que no habían estado en el mismo sitio hasta entonces. El beso había ocurrido en un lugar inexistente.

Cuando llegó la tarde, se dirigieron a La lámpara. Roberto y Florecita no llegaron juntos, sino perdidos entre los demás empleados. Un hilo etéreo, sin embargo, los unía. 

En la Lámpara, se sentaron lejos uno del otro. Oyeron a los demás sin escucharlos. Se dedicaron a pensarse. 

—Imagina—soñó ella que él decía.

—¿Sí? —contestó ella en el sueño de él.

—¿Estás aquí?

—Estoy aquí.

Y se tomaron las manos. Y se dieron otro beso. Y ninguna de las personas que los rodeaban supo de la profundidad de su amor.

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Panamá. La obra de Carlos Wynter Melo suele narrar hechos cotidianos que, de repente, se trastocan y dejan al descubierto una profundidad comúnmente desconocida. Para esto se sirve de la parodia, el absurdo, el realismo mágico, lo fantástico, los dobles, los espejos, escenarios realistas que se vuelven bizarros, planos superpuestos y herramientas literarias similares. Ha recibido reconocimiento de instituciones como el Hay Festival de Londres, la Feria del Libro de Guadalajara y Unesco. En el año 2021, la revista Latino Book Review lo incluye entre los seis escritores panameños y contemporáneos que hay que leer. Entre sus libros destacan sus volúmenes de cuentos Literatura olvidada, recientemente galardonado en el Concurso Nacional Octavio Méndez Pereira; Mis mensajes en botellas de champaña, que mereció una mención de honor en el Concurso Centroamericano Rogelio Sinán en 2010 y El escapista, con el que obtiene el Premio Nacional de Cuento José María Sánchez en 1998; así como su novela Las impuras, finalista del Premio de la Asociación de Escritores del Caribe en 2017. En adición, es docente universitario y asesor editorial.