Ficción: La búsqueda

1 junio, 2024

—A mí que me importa si la marea estaba baja o alta. Lo que importa es que perdí a mi niña y aun no la encuentro —dijo la mujer visiblemente contrariada levantando los brazos.

Cuando se acercan a ella para oír su historia las mujeres terminan irremediablemente poniéndose la mano en el pecho y sacando el pañuelo de la cartera. Los hombres, después de un rato de escucharla, por lo general hacían ese tipo de preguntas torpes, sobre el tiempo y las mareas, para espantar la angustia que les producía la historia de Vera, al imaginarse que también a ellos les podría pasar algo así. ¿Qué importaba hasta donde llegaba el agua? Más lejos o más cerca de las raíces lavadas de los Almendros. La verdad seguía siendo la misma.

La hija de Vera no había muerto, tampoco se había ahogado como habían dicho en un primer momento las autoridades. Abril, así se llamaba la niña de doce años y que hoy tendría catorce; su hija mayor, había sido raptada en plena playa para dar inicio a la ruta del sufrimiento y la desesperación de la madre, del Padre, de toda la familia y de ella misma como víctima del esclavismo moderno.

¿Cuál había sido su pecado, se preguntaba Vera? ¿La inocencia?, ¿la pobreza? ¿Es que su hija había dicho en un primer momento que sí a un regalo, o violentamente había sido conducida a  la fuerza a un vehículo para empezar una caída al pozo de la desgracia, de la prostitución forzada, de las violaciones, de las drogas para poder soportar el dolor? ¿Cuantos y quienes habían ganado dinero con ella ¿Por qué ese día, ese único día, la desobedeció y dejó de ir acompañada por su padre a la playa como siempre lo hacía?

Abril…tan bella. La más linda de la escuela le decían las maestras. Tenes que cuidarla, tenes que cuidarla. Un día, solo un día fue suficiente para que todos los años de cuido se fueran al basurero. Pero hacía tiempo ya que las conjeturas, las exclamaciones y las preguntas, perdían sentido dentro de su cabeza. Abril, su niña, Abril su futuro, Abril sus mejores deseos, se convertían en puñaladas que una vez dentro de su corazón, lo secaban, lo envejecían, lo estrujaban, lo convertían en una seca ciruela deseosa de culpas y reproches.

¿Porqué no le había aconsejado a Abril, a luchar, huir de los extraños, huir de cualquiera, huir ahora, donde quiera que estuviera, correr, si correr, hasta encontrar la libertad, su casa, sus padres? No era suficiente con llorar, no era suficiente con llorar. -Mami, el perro me mordió- recordaba el llanto de su hija, cada hora del día. Pero ya le habían dicho, que era probable que Abril ya no fuera la misma Abril. Si, los perros, otros perros tenían a su hija agarrada de los brazos, de las piernas sin poder soltarse.

A Vera la sentaron en un sillón muy confortable para decirle lo que sucedía con niñas como Abril. Ella oía y al principio no le importaba para nada lo que le dijeran todas aquellas personas entrando y saliendo de oficinas «disque» especializadas en el asunto de los raptos. Ella no quería saber lo que le sucedía a niñas como su Abril. Ella quería saber únicamente de su hija, nada más que de su hija. Después empezó a escuchar sobre el síndrome de Estocolmo y las rutas de la trata de personas y el nuevo esclavismo y la posible compra y venta de su hija en prostíbulos centroamericanos.

Vera finalmente había oído la verdad: su hija Abril había sido vendida como esclava sexual en diciembre del 2004 a los doce años.

Esclava sexual, mi hija, drogada, despreciada, usada, vilipendiada, desflorada, arruinada. El puñal se metía de nuevo hasta el fondo de su pecho, hasta encontrarse muerta en vida como suponía se encontraba también su hija Abril.

Un día decidió no esperar más y junto a su marido empezó la búsqueda rastreando a los traficantes que cruzaban las fronteras con mujeres, niños y hombres retenidos contra su voluntad para ser explotados sexual o laboralmente. Vera y su marido habían descubierto que aquel negocio era tan rentable como el mismo narcotráfico y más antiguo aun que las pirámides.

En el camino oían historias: De niños que salían solos de sus casas detrás de sus madres, trabajadoras de maquilas en los Estados Unidos, y eran víctimas de los coyotes y de los tratantes en ‘os pueblos fronterizos. Algunos lograban huir, otros desaparecían en el mercado de los órganos humanos, otros terminaban trabajando encerrados en bodegas Por comida y los menos lograban llegar a su destino: cruzar una frontera para estar con sus madres.

Vera y su marido oían historias como gotas de sangre, cayendo sobre la frente del cristo crucificado y coronado de espinas de la parroquia de su pueblo, pesadas gotas que los había sacado de sus simples vidas de barrio, al escenario más mezquino del mundo: la avaricia y todos sus vicios juntos.

Porque solo la avaricia hacía que se llenaran los barcos de los puertos orientales con hombres estrujados unos contra otros, al igual que lo hicieran en los siglos anteriores, durante días de calor, hambre y falta de oxígeno, hasta llegar a un nuevo destino con la promesa de trabajo y mejor vida. Cuando en realidad les esperaba ser vendidos como animales a cambio de comida, un jergón donde dormir por diez años, y el pago de la deuda del viaje asumida por sus nuevos amos. Al término del tiempo, y si seguían vivos, les daban su libertad y les devolvían sus documentos que los acreditaba como personas en este universo oscurantista.

Vera a veces se hacía pasar por prostituta y su marido por cliente de bares con la intención de recabar información sobre su hija. Por este medio sabía que dos hombres habían pasado ilegalmente a Abril hasta Honduras, a donde una prostituta la ofrecía en su casa a sus viejos clientes.

Ellos habían ido hasta ese lugar pero la prostituta les dijo que acababa de vender a su hija y esta ya estaba en El Salvador. Entonces ella y su marido juntaron lo que les quedaba de dinero y corrieron hasta El Salvador, pasando de nuevo por ser clientes de burdeles. En alguno de estos lugares Vera supo que a Abril le habían cortado y teñido el pelo para que pareciera mayor y que había sido vendida de nuevo, posiblemente para ser llevada a Guatemala.

Su marido tuvo que dejar de acompañarla en sus búsquedas porque alguien tenía que cuidar de sus otros cuatro hijos varones. Pero ella siguió buscando, más loca que cuerda, más callada que hablando.

Vera soñó una vez que su hija se encontraba en un barco, una especie de corsario como el que vio una vez en el cine. Encerrada entre barrotes, gritaba mientras un pirata de pelo largo, puñal en mano y pata de palo, les decía a los otros, entre risotadas, que aquellos gritos eran para él canto de sirenas… y que una sirena solo se callaba cuando moría desangrada, después de haberle cortado la cola.

A su hija nadie la rescataba en el sueño, no había un Sandokan, un inglés, un pirata converso que le cambiara su suerte. Como en la vida misma, solo ella podía, con sus poquísimos recursos tocar puertas, mover corazones. Eso era todo lo que podía hacer, sin dinero, sin influencias, sin saber leer ni escribir. Ni siquiera podía corroborar su propia denuncia, dictada a un secretario desconocido ante la fiscalía. Sintió que era una pluma en medio de una tormenta. Una basura saltando entre las patas de una caravana de elefantes.

—El hijo de mi primo dijo que vio como unos hombres metían un bulto de sabanas dentro de la cajuela de un carro… ¡y no me pregunten de qué color era el carro, juemialma! —gritaba Vera, buscando con los ojos una mirada amiga.

Habían pasado dos años y hasta ahora se hacía la pregunta. ¿Porque su propio primo insistió en decir primero que Abril se había ahogado, y después simplemente había dejado de hablar, como todos los demás que estuvieron ese día en la playa? Sombras oscuras nublaron su mente. El corazón empezó a correr, frenético, como queriendo huir de su propio cuerpo, hasta que le dio un brinco de tal magnitud, que la llevó al hospital con un preinfarto.

Tendría que empezar a tomar calmantes le dijo la Psiquiatra de seguridad social. Y empezó a tomarlos.

Mientras Vera cocinaba, limpiaba y planchaba la ropa de sus hijos se iba imaginando las fronteras que su hija había cruzado siempre disfrazada, siempre drogada, como ahora ella misma se encontraba para no sufrir tanto, al igual que su pequeña Abril. Ya sabía que en cada frontera acechaban los grupos de mercaderes revoloteando alrededor de sus víctimas. Las personas cruzaban las fronteras, migraban como las aves, buscando una parte de la familia, dinero, trabajo para sobrevivir, pero nunca para dejar su alma como si fueran jirones de tela, atorados en una púa de cerca. Nadie quería andar sin alma en esta vida, -pensó- como esas momias vivientes de las revistas de historietas… Aunque momias vivientes eran en realidad las mujeres que había conocido dedicadas a la compra y venta de niñas para…, para… Vera no pudo más. El llanto desconsolado invadió su cuerpo en oleadas. ¿Dónde estas Abril de mi alma, mi bebé, mi bebe?

Una mañana sonó el teléfono. Habían encontrado a una chica con la misma descripción de Abril en México. Tenía que ir alguien a reconocerla. Solo un detalle, la chica estaba muerta.

En ese momento el que estuviera muerta se convirtió para Vera en algo secundario. Si reconocía a su hija, de alguna manera la búsqueda se habría acabado y con ella un poquito, una mínima paz volvería a su vida.

Tocó las puertas que pudo para obtenerlos recursos con los que viajar. El pasaje, la estadía, todo tenía que planearlo muy bien: que sus otros hijos no dejaran de ir a la escuela, que su marido cumpliera con todas las tareas pendientes en la casa y que a ella las fuerzas no le fallaran hasta llegar a su destino.

Llegó. Aquella ciudad tan grande, tan solitaria ese domingo por la noche. Gracias a Dios la esperaban. Igual de grande y oscuro el edificio en el que entraron. La hicieron cambiarse la ropa y ponerse una mascarilla desechable. Se acercó a la intensa luz. Un cuerpo menudo, delgadísimo, mantenía los ojos cerrados desde su palidez, sobre una helada mesa metálica. Olía a carne muerta, a formol. Hizo un giro rápido con los ojos. Vio muchos cuerpos sobre mesas idénticas pero ahí no estaba Abril.

El corazón de Vera empezó a latir irregularmente. Era la recién asidua taquicardia que cuando menos la esperaba, le hacía detenerse y tomar aire.

Para ella, en vez de terminar, la búsqueda seguía, no importa que durara años, toda la vida si era necesario.

¿Si Abril nunca había querido irse de su casa, de su país, porque raptarla a ella? Una y otra vez se preguntó lo mismo durante el camino de regreso, y la respuesta, aunque diera mil vueltas para llegar a ella seguía siendo solo una. Porque había sido raptada sin engaño alguno, simplemente en contra de su voluntad. Cómo si la hubieran estado esperando ese único día en que fue a la playa sin la compañía de su padre.

¿Habría sido todo planeado?

Vera se baja del autobús y en vez de dirigirse a su casa lo hace en dirección a la pulpería que administra su marido. Cuando entró notó lo que antes no había querido ver.

Un congelador y una refrigeradora nueva antecedían el mostrador de vieja madera. Vera se dirigió al mostrador. ¿Quién era aquel hombre que llamaba su Marido?

El hombre se acercó al oír el móvil del bambú.

—Lo siento —fue todo lo que dijo sin verla a los ojos.

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Costa Rica. Escritora y filósofa. En la actualidad es docente en la Universidad Nacional en el área de Estética y Filosofía del Arte. Novelista, ensayista y dibujante. De temática situacional se centra en la construcción de personajes que internalizan territorios psíquicos. Su prosa es coloquial y sumamente descriptiva en imágenes, incluyendo al paisaje como un segundo cuerpo literario.