Ficción: La caída de Constantinopla

5 agosto, 2024

“Los ojos son de quien los hace brillar”

Escrito en un muro.

Las cosas en la oficina transcurrían como de costumbre, sin sobresaltos, las consultas y las reuniones atendidas, los correos todos contestados. Sin embargo, algo me hacía falta, tal vez esa ilusión, esa inquietud que siento al saberla cerca. Decidí apagar el equipo, ponerme el saco y dejar pasar los últimos cinco minutos de mi jornada laboral sin hacer nada. Entonces, cerré los ojos y recordé la piedra de río que siempre llevo en la bolsa izquierda del pantalón, la toqué y agradecí. Eso me enseñó Joaquín.

—¡Puta! Ya hace años que se murió.

 Mientras cabalgaba y cabalgaba, frente a mí tenía la tierra extensa y roja de las llanuras turcas. Seco estaba el suelo y seco se sentía en mi cara el viento cálido del sur. No había nadie, solo el caballo fuerte y yo, el cielo azul y la cordillera a la distancia. El pelo me caía sobre la espalda y mis brazos sostenían con rigor las riendas de la bestia inteligente que me conducía a una fuente de agua donde mis antepasados se limpiaron las heridas de la guerra y prepararon sus almas para mirar aquel cielo de la noche esteparia poblado de estrellas que hablaban de dinastías y de misiones, de unir a una nación nómada y de nunca permitir ni el sometimiento ni el vasallaje. Libre el caballo, libre el lobo y libre el hombre turco que conoce los secretos de la montaña, de los astros y de la estepa.

Cerré la puerta de la oficina y salí del ministerio por la entrada principal de la Casa Amarilla, bajé las gradas que reciben a presidentes y a embajadores, esperé a que no pasara ningún carro y crucé la avenida, bajo los árboles caminé por el Parque España. La vi pasar a lo lejos. La piedra de río pesaba en el bolsillo y Joaquín aparecía con claridad en mi mente, canoso, fuerte, jodedor. Él me enseñó a meditar para calmar mis ansiedades.

—Esa piedra te escogió a vos, te llamó. Esa fue la que te gustó.

Fría se siente la noche bajo las estrellas, en la montaña lejana se observa una cueva iluminada, en ella está una mujer envuelta en lanas, una tela azul la abriga mientras se sienta junto a él. Asiático, pelo lacio amarrado, es ancho de hombros y de espalda, ojos negros, achinados y profundos. Ella se acuesta en su regazo, vuelve su cara hacia el cielo y descansa. Es bellísima y también es fuerte. Tiene la mirada profunda y le brillan los ojos cuando se emociona. Una alianza se ha consumado, ambos sienten paz, unieron sus sangres, uno volverá al otro, se encontrarán muchas veces en esa vida otomana y más allá.

Él le acaricia su frente y la recuerda joven, chispeante, cuando años atrás curiosa penetró en su habitación de guerrero y lo besó por primera vez en la mañana luminosa de Anatolia. Ahora lo esperan el combate y la política; ella estará ahí, en la ciudad tendida frente al mar, en el mismo lugar donde ese guerrero vio como unos persas se llevaron a su madre para siempre, dejándolo solo, con los ojos inundados por las lágrimas y su corazón de niño atormentado hasta lo indecible. Es un soldado del Sultán y lleva como marcas en su alma la venganza y esa mujer, dulce y misteriosa como ninguna, esa mujer encubierta que se cortó el dedo índice para hacer regir entre ellos el pacto de la sangre.

La sigo una vez más. Con ella he tenido una relación que cada cierto tiempo se interrumpe, como si estuviéramos hechizados y algo volviera imposibe tanto el estar juntos como el estar separados. Lo voy a intentar de nuevo. La distingo entre la gente. La ciudad nos acoge. Esa ciudad de San José que Joaquín recorrió de día y de noche, cargando una maldición sobre sus espaldas. Él se libró del maleficio del alcohol y me enseñó los secretos de la respiración, las herramientas justas para correr el velo, sentir la música estimulante y vivir las visiones místicas, las que aparecen mientras los ojos están cerrados. La piedra la cargo conmigo desde que la recogí en una de las playas del río Pacuare.

—Siempre que la toqués agradecé por lo que se te ha dado. Por lo que sos—me decía Joaquín en su oficina, sabio y sereno sentado tras su escritorio del grupo de autoayuda que dirigía, donde gente necesitada lo llegaba a buscar. Ella será tu gran prueba.

Las espadas chocaron y su ruido recorrió la estepa milenaria. No me da miedo cortar una cabeza o abrir un abdomen, mato en nombre del Sultán y de los turcos y de mi madre raptada y de ella que me espera entre telas y joyas que se comercian en la calle oriental, en un mundo que nunca nos ha contenido y que nos unió con sangre y con egoísmo.

Los jueves a las cinco de la tarde Joaquín me esperaba para contarme lo que le habían enseñado los teósofos de México. Un día me volvió a hablar de ella. Esa mujer te recordará a la otra. Ella no lo sabe. Vos solo un poco. Continuá meditando todas las noches. Mucho tiempo después, cuando la encontré, supe quién era. Del Parque España pasé al Morazán y luego caminé hacia el sur. Cerca de la antigua cafetería de Chelles la alcancé, la seguí a cierta distancia por pocos segundos. Habían pasado algunos meses desde la última vez que nos vimos. Nos hemos hecho daño, es como si viviéramos dentro del bolero que se llama Encadenados.

Un niño llora a su padre ausente por la guerra, su madre se angustia, quiere tener en casa al soldado del Sultán, lo quiere para ella y para su hijo, para nadie más. Lo imagina rodeado de peligros, combatiendo, odiando y siendo odiado. Rompe a llorar, escribe una instrucción y por la mañana busca a un hombre que viajará al campo de combate con su mensaje. Un mensaje de reclamo y de muerte.

La tomo del hombro y digo su nombre. Ella se vuelve y me reconoce, se asusta un poco, pero sonríe. Me besa como si no hubiera pasado nada. Caminamos juntos otra vez, la acompaño a la parada donde coge el bus que la llevará a su casa. San José se siente fresca tras el aguacero. Nada ha cambiado, la misma confianza, la misma cercanía, somos los mismos, como si nos conociéramos desde hace siglos.

Acaricio el lomo de un caballo enano, mis antepasados me enseñaron a cabalgarlos. Conocí a los enanos y también a los grandes, los salvajes. Sobre ellos conquistamos Constantinopla. La muralla vio caer a la última de las ciudades occidentales en Oriente, una puerta quedó abierta, por ahí entraron dos soldados del Sultán, después penetramos nosotros, a caballo, gritando, feroces. Nadie quedaría con vida.

—Sos insistente.

—¿Cómo no lo voy a ser? Vos me ponés así. Bueno, también lo traigo en la sangre, acordate que estuve en la caída de Constantinopla. ¡Conquistamos Constantinopla! Le digo como si me hubiera vuelto loco. Ella sonríe compasiva. Conoce la historia.

—Hablemos luego. Tal vez mañana podamos tomar café.

Le doy un beso y después la veo subirse al bus. Las mismas piernas que tanto me gustan. Todo vuelve a empezar. Camino feliz por las calles todavía mojadas de la ciudad. Me imagino a un guerrero otomano cabalgando con una espada en la mano derecha, una espada que conoce la sangre y el paso del tiempo. Recibo un mensaje suyo por el teléfono. Me ilusiono. Son los caminos de los que me habló Joaquín. No quiero escoger uno y perderme lo que trae el otro.

Yo estaba en la guerra, en la tienda, cuando pidió paso un soldado, dijo que me traía un mensaje, que se lo había dado la madre de mi hijo, dijo que ella se veía muy mal, parecía haber llorado mucho, traía al niño alzado. No aguanté, dije que me regresaba a Estambul, viajaría de noche. A resguardo del enemigo.

Hace muchos años murió Joaquín. A veces extraño nuestras conversaciones. Por él conocí el camino que lleva al Oriente. Me anticipó su aparición. Después de verla en el centro de San José me fui a mi casa. Quise meditar. Descalzo ingresé a mi habitación, encendí una vela, puse a quemar incienso, quedé en calzoncillos y sin camisa, me senté en posición de esfinge y comencé a respirar por la nariz, a botar por la boca, una, dos, siete veces.

Llegué de noche a Estambul, la calle del comercio estaba quieta, se abrió una puerta de madera y salió ella, corrió hacia mí con el niño entre sus brazos, bajé del caballo y corrí para abrazarlos, un ruido la hizo detenerse, no nos pudimos encontrar. Ella se inquietó, de pronto se volvió y entonces los vio venir. Eran muchos, sentí que me empujaron por la espalda, perdí el equilibrio y antes de caer al suelo una espada me atravesó la carne cerca de mi apéndice. Sentí un dolor espantoso que hizo que me desvaneciera sobre aquella calle empedrada de Estambul. Conocí Oriente. Conocí Asia, crecí en tierras donde las culturas se encontraron en la guerra, en el comercio y en el amor.

Apago la música, el incienso se gastó, me pongo encima un abrigo. Esta tarde me relajé, pero no vi Turquía. En el teléfono tengo otro mensaje suyo, le contesto y vuelve a comenzar esa conversación infinita que nos enlaza aquí y allá, en San José y en Estambul.

—¿Te conté que estoy aprendiendo a nadar?

—Hace tiempo lo querías hacer.

—Me hace bien para la rodilla.

Una estaba conmigo en el teléfono, mensajeando mientras afuera la noche caía sobre el jardín. De la mujer turca lo último que recuerdo es su cara de pánico, sus ojos negros viéndome caer. La usaron. Ella y el niño quedaron abandonados a su suerte en un mundo de guerreros y de traidores del que salí por una mala puerta.

—Hoy pensé en Joaquín. ¿Te acordás? El viejito del que te he hablado. El que era un borracho que dejó de tomar y me enseñó a meditar.

—Ya me vas a hablar de Turquía otra vez.

—Te vi en la cueva.

—Yo no soy ella. ¡Cómo te vas a pasar la vida pensando en esa turca!

—Pasa cuando nos encontramos.

—Esperate para ver algo. Veámonos mañana, puedo a las tres.

—Yo a las cuatro

—Está bien. Descansá. Y nos vemos mañana.

—Sí. Como si estuviera pactado con sangre.

—No jugués con eso. Me da miedo. Yo no soy ella, ella no era tu esposa. Vos mismo me has dicho que era una mujer encubierta. Mejor hablame de la de Nueva York.

—Esa no sos vos. Es otra historia.

Seguimos mensajeando dos horas más, una ilusión llevaba a la otra, un deseo me inquietaba, una imaginación conducía a otra, sin alcanzarnos, sin encontrarnos nunca, aunque nos volviéramos a ver cada cierto tiempo. Joaquín, al hablarme de los caminos y de los portales que permiten ver las vidas pasadas, me enseñó un día que toda esa información que íbamos descubriendo, esas visiones y esas revelaciones, se nos daban para reparar en esta vida lo que habíamos dejado de hacer, para arreglar lo que habíamos hecho mal.

La conocí en San José hace algunos años, desde entonces algo se me desacomodó por dentro, algo quedó resquebrajado. Una poderosa atracción me hace buscarla y pensar en ella un día sí y el otro también. Un misterio y una ilusión la rodean. Me siento embrujado. A veces quisiera sacar una espada y cortar todos estos mecates que me enredan, liberarme como un guerrero turco en medio de la batalla.

Es de noche en San José, un viento helado mueve las ramas de los árboles. En el cielo las estrellas brillan como entonces, cuando las vi desde aquella montaña lejana y oriental, esa cordillera turca donde una vez aquella otra mujer hermosa, esa otra que la antecedió, me llevó para hacer conmigo un pacto de amor que venciera a la muerte. Aunque temo equivocarme como el día que decidí regresar a Estambul, la quiero ver. Nos encontraremos mañana en una cafetería de Barrio Amón

Así se juntan los tiempos, mis tiempos. Con ella también siento ese fuego interno, esa calma y esa felicidad. Como cuando estuve entre esas telas en la cueva de la península de Anatolia, aquella noche astral que puso a las estepas turcas a nuestros pies, tendidas hacia el corazón del Asia, abriendo un camino hacia el Oriente.

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San José, Costa Rica, 1975. Estudió Psicología, Literatura y Derecho. Es autor de la novela Greytown (2016) y de otros tres libros que se mueven entre la crónica y el ensayo: Telire (2017), Con el lápiz en la mano (2018) y La Boca, el Monte y las novelas (2018).