Ficción: La extraña muerte de la niá Carmen de Plazáola

2 junio, 2021

In memoriam Carmen de Gasteazoro y Robelo.

Es agosto del año 1900. Los amplios corredores del Gran Hotel Lupone, frente al puerto de Corinto, están llenos de gente. Mujeres en los sillones de mimbre con sus abanicos, hombres de pie, fumando entre las plantas. Entre ellos, los camareros van y vienen con sus bandejas cargando refrescos. A pesar del calor húmedo de la tarde, todo el mundo va vestido de negro riguroso: los hombres de traje formal, las mujeres de vestido largo. Todos llevan sombrero.

          Hay más de 50 personas —entre familiares y amigos— que han llegado en tren desde Chinandega. Vienen a recibir el cadáver de Carmen de Plazáola que llega en un barco proveniente de París, vía Panamá. El barco atracó hace unas horas. En cualquier momento se verá descender, mediante cuerdas, el ataúd de la joven. Hay sollozos entre las hermanas, primas y amigas íntimas que se abrazan. Doña Clara, la madre, ya mayor, fuerte y de mucho talante, se mantiene seria y no derrama una sola lágrima.

          La niá Carmen había muerto en extrañas circunstancias al llegar a París. Con certeza no se sabía ningún detalle, debido al extenso viaje en barco entre Francia y Nicaragua. No solo había que atravesar el Atlántico, sino también, al llegar a Panamá, había que ir en tren de Puerto Colón a Puerto Balboa en el Pacífico, y ahí, tomar otro vapor hacia Corinto. Era un viaje de por lo menos cuatro meses. Entre murmullos y cuchicheos, todos se preguntaban en qué estado estaría el cadáver después de semejante trayecto.

          Hacía un año que Carmen se carteaba con los dos sobrinos médicos que concluían sus especialidades en París. José María, de 26 años —un otorrinolaringólogo ya conocido—, hacía un internado en el Hospital de La Salpêtrière. El otro, Mariano de Jesús, de 24 años, se desarrollaba como neurólogo en el mismo hospital, bajo la tutela del Dr. Philippe Pinel.

          Ambos eran jóvenes entusiastas, muy dados a divertirse cuando sus responsabilidades médicas se lo permitían. En su última carta a la tía Carmen, le decían: “Las aventuras extraordinarias que promete la Feria Universal, no te las podés perder. Es la inauguración de la Torre Eiffel y la celebración del centenario de la Toma de la Bastille. Tía, tenés que venir. Te esperamos”. La tía Carmen estaba convencida: en la compañía de estos dos jóvenes, pasearía por las calles de París con absoluta libertad, iría a la ópera, a teatros, restaurantes y cabarets. Todo lo que no podría hacer sola. Y para ellos, su llegada prometía ser fantástica. Era una mujer llena de vida y con gran sentido del humor. Además, la tía Carmen gastaba con ganas. Habría días de compras, visitas a las casas de moda y a las joyerías de la ciudad.

          El periódico local en Chinandega —La Prensa de Occidente— había anunciado el viaje de la niña Carmen a París con gran entusiasmo. Hablaba, entre otras cosas, de que la Exposición Universal marcaba los nuevos conceptos de construcción en el mundo; de cómo la Torre Eiffel serviría como arco de entrada a la gran Feria; de la presentación de nuevos adelantos industriales; y de que habría pabellones representando muchos países latinoamericanos: Argentina, Chile, Brasil, México, y a pesar de ser un país pequeño, también Nicaragua, con sus grandes posibilidades de comercio marítimo entre el Atlántico y el Pacífico.

          En una última postal, enviada desde Cartagena de Indias —antes de iniciar la travesía del Atlántico—, la tía Carmen les anuncia a los sobrinos que estaría llegando a Francia a bordo del «Vittoria», en los últimos días de mayo; en Cannes, tomaría un tren a París; y estaría llegando a la Gare du Sud, el 30 de mayo por la mañana; que “no hallaba las horas de verlos para comenzar la fiesta.”

          En ese entonces, Carmen tenía 32 años cumplidos y permanecía soltera. Era una mujer elegante. En su adolescencia había estudiado en un colegio de monjas en París, y tocaba el piano desde pequeña. En esos años tuvo la oportunidad, a través de estudios y viajes por Europa, de participar en conciertos como pianista. Al volver a Nicaragua eso acabó por imposición materna. Tocaba en su casa para entretener a familiares y amigos en las noches calurosas. Actuar como concertista, ya de adulta, sería impensable. La habría convertido en una mujer pública, ¡Y eso jamás!, había declarado enérgicamente doña Clara a La Prensa.

          Durante los planes del viaje, Carmen y su madre habían tenido un serio altercado. Doña Clara insistía en que Julia, —hermana menor de Carmen—, la acompañara. Carmen se negó rotundamente.

—No, mamá. Bajo ningún punto voy a permitir que Julia me arruine el viaje. ¿Te das cuenta que Julia tiene problemas emocionales serios? ¿No te acordás cómo se descontroló en Guatemala? La tuvimos que internar, mamá, ¡hubo que sedarla durante toda una semana!

          A pesar de que Carmen quería mucho a Julia, y la protegía ante todo, eran muy diferentes. Desde adolescente Julia había sido diagnosticada con ‘tendencias maníacas’. Hablaba sola, decía que los espíritus se comunicaban con ella. Y en varias ocasiones había sido necesario encerrarla.

          Carmen pertenecía a una familia de recursos. Su padre era un gran terrateniente, dueño de la “Hacienda Cosigüina” —donde estaba el volcán del mismo nombre—, con 30,000 manzanas de tierras ganaderas, 18 queseras, y más de 10,000 cabezas de ganado vacuno. Carmen —después de la muerte del padre—, había heredado una gran porción. Eso le permitía tener autonomía para viajar —aunque según doña Clara—, “siempre y cuando fuera acompañada”.

          Como había anunciado a los sobrinos, Carmen llega a París. Los sobrinos la dejan instalada en el Hotel Crillon, cerca de la Plaza de la Concordia, donde tiene una excelente habitación. La primera noche, salen a cenar y hacen un corto recorrido por la Plaza. Pero la tía está cansada. 

          Al día siguiente, se encuentra débil y con unos décimos de temperatura. Los sobrinos ya tienen planes para los espectáculos de esa noche, y la dejan descansando. A la tarde siguiente llegan al hotel, tocan a la puerta de la habitación y nadie contesta. Preguntan en la recepción, y nadie ha visto salir a la señora. Se ven obligados a forzar la puerta. Al entrar, la encuentran desmadejada en la cama. Pronto se dan cuenta de que la tía Carmen está muerta.

          Como médicos y hombres prácticos, la muerte no los detiene. A pesar del desconcierto y el dolor de ver a la tía muerta, tienen reservaciones y boletos. Van a ir a la ópera al estreno de la nueva obra de Verdi, Don Carlo. Mediante sus relaciones con el Salpêtrière consiguen que el hospital envíe a una monja a velar a la tía. A la mañana siguiente, se harán cargo de llevar el cadáver a la morgue y hacer las pruebas y legalidades necesarias.

          Después de una noche de juerga, llegan al hotel avanzada la mañana. Otra vez, nadie abre la puerta de la habitación. En la recepción tratan de averiguar si algo ha pasado, si han visto salir a la monja, y nada. Hay que forzar la puerta. Esta vez con el personal del hotel. Y descubren, que embrocada sobre el cadáver de la tía Carmen, se halla la monja. Le toman el pulso, le hacen masajes en el pecho, y nada. La monja también ha muerto.

          Llega la policía. Interrogan al personal del hotel y a los sobrinos; hacen búsquedas en la habitación, las instalaciones, los baúles de la tía, y nada. Llegan de la morgue a recoger los dos cadáveres para exámenes forenses; y la policía decide llevarse a los sobrinos a la comisaría. El Embajador de Nicaragua tiene que intervenir. Pasan un día detenidos, y al fin, dada la buena reputación que ambos tienen en los hospitales y universidades, los sobrinos quedan libres.

          Tres meses después de la partida de Carmen de Nicaragua, el Dr. José María de Plazáola, el mayor de los sobrinos, le manda un telegrama escueto a doña Clara.

“Muere tía Carmen en circunstancias indescifrables”. Doña Clara contesta: “Embalsamar y fletar cadáver inmediatamente.”

          La decisión de doña Clara se vuelve entonces, la comidilla del pueblo en Chinandega. ¿En qué estado llegará el cuerpo de Carmen? ¿Por qué no enterrarla en París? La Prensa anuncia la inesperada noticia con pesar y extrañeza porque no se sabía ningún detalle sobre la muerte. Dice a su vez que, a pesar del extenso viaje desde Francia, la niá Carmen sería enterrada en el cementerio de Chinandega, en el mausoleo familiar.

          Por la escalera colgante del vapor “Michelangelo” ya se veía bajar las primeras personas. La familia de Carmen había pedido a la concurrencia no acercarse al muelle, sino permanecer en los corredores del hotel. Ir al muelle hubiera sido impensable, penoso, no solo por el caos del descargue y la cantidad de gente, sino también por el calor que hacía, aún a las 5:00 de la tarde. La gente estaba acomodada en los sofás y sillones de mimbre de los corredores. Las mujeres se abanicaban. Los meseros servían refrescos con hielo.

          De repente, entre los enormes andamios que bajaban con baúles de equipaje, se vio descender el ataúd. Se oyó gran exclamación de parte de los concurrentes, y pequeños gritos entre las mujeres. Julia —la hermana menor—, cae desmayada. Hay un gran barullo y movimiento de faldas que se arrastran por el suelo, voces que llaman a gritos pidiendo agua y espacio, abanicos que se mueven con rapidez. El administrador del hotel llama a los mozos que atienden. Varios hombres levantan a Julia para llevarla al jardín trasero donde hay más oxígeno y un chaise-longue de mimbre donde recostarla.

          Pronto llega una bandeja con una copita de absynthe. Se la dan a sorbos. Le frotan la frente con hielo envuelto en una toallita, pero Julia no volvía en sí. Estaba en una especie de trance. Emitía murmullos, a veces dulces, a veces de llanto, gestos suaves o perentorios con las manos empujaban a quien la tocara. Había miedo y angustia en los rezos de las amigas, invocando a los santos y a la Virgen del Carmen, pidiendo que no ocurriera otra muerte.

          La caja mortuoria continuaba bajando mediante cuerdas. El vaivén de una caja de forma hexagonal hacía difícil equilibrar el ataúd, a pesar de que lo hacían manos expertas. Se oían gritos entre los hombres que lo hacían, tratando de dirigirse unos a otros. Cada movimiento provocaba exclamaciones entre la gente del hotel. En el muelle, a orillas del barco, el personal de la funeraria también hacía gestos. Todo mundo estaba nervioso. Finalmente, no sin un fuerte golpe sobre el muelle, la caja tocó suelo. Los mozos de la funeraria —con gran dificultad por el inesperado peso— subieron el ataúd a un coche fúnebre, tirado por seis caballos, que tenía una urna de cristal.

          La familia había planeado un velorio en los salones del hotel, con intenciones de salir al día siguiente, de madrugada hacia el cementerio de Chinandega. El viaje se haría por tren en el recién inaugurado Ferrocarril del Pacífico. La estación de Corinto quedaba a unas cuantas cuadras del hotel. En Chinandega, todo estaba previsto para una ceremonia y un desfile hasta el cementerio en el coche de caballos cubierto de jazmines.

          Se sabía que ninguno de los sobrinos llegaría ese día a Corinto; no habrían podido dejar sus obligaciones en los hospitales por tan largo tiempo. Uno de los almirantes del barco, le entregó dos sobres, en sus manos, a un representante de doña Clara que recibía el ataúd, junto con los papeles legales de arribo. Había dos sobres de parte del Dr. José María de Plazáola, uno decía, Abrir inmediatamente.

          La concurrencia, entre murmullos y comentarios, poco a poco había entrado a los salones donde estaba instalada una capilla ardiente, flores y un catafalco donde colocar el ataúd. Los meseros volvieron a servir bebidas con hielo. En ese entonces no había ventiladores. Todos sudaban a mares. La preocupación y curiosidad sobre el estado del cadáver era el tema que provocaba la ansiedad. Hacía más de tres meses que Carmen había muerto, qué se podía esperar.

          Familiares y amigos entraron cargando el ataúd. Todos se pusieron de pie. El ataúd era extremadamente pesado. Fue necesario poner más personas que lo cargaran. Caminaban despacio y con mucho cuidado. Lo colocaron sobre el catafalco.

Se encendieron los siete candelabros, y entró el Arzobispo, don Bernardo Venerio y Montealegre. Fue directamente a besar la mano de doña Clara y a saludar a algunos parientes. Los monaguillos regaron incienso. El arzobispo quiso iniciar el responso, pero de pronto, se oyó un alboroto, y entró Julia desprendiéndose de las amigas que trataban de detenerla. Frente al ataúd, y con una voz intensa, casi a gritos, empieza:

“Tu cuerpo es tu cuerpo. Son sustancias. Sos un cuerpo enrevesado, atravesando el mar, envuelta en plomo, encerrada a través de mis ojos inciertos. Te limpiaron una vez, dos, tres veces te limpiaron. Te vaciaron. Te untaron de mieles y ungüentos. Es tu cuerpo, libre de la vida y de la muerte. Por mí te trajeron, por mí te limpiaron, te envolvieron en una funda de plomo y te hicimos atravesar el océano así, envuelta en plomo para jugarle un truco a la muerte. Lo oí sin querer mientras te pensaba.

—¿Me oyen? —grita dirigiéndose al público, y continúa alrededor del ataúd y hacia la gente.

¡Yo todo lo oigo sin querer! La funda de plomo que te abraza entera, como si fuera yo, y una almohada de nitrógeno que te acaricia la cara, te sostiene la cabeza y descansa tus párpados suaves.

—¿Saben?  —grita otra vez al público.

Es como si durmiera sin un solo pensamiento, no piensa en nada, ni en mí, ni en amor, ni en dolor, solo el agua es presente, sus aguas, el movimiento continuo de las aguas inmensas del océano y el trayecto eterno, músculos adheridos a sus huesos, fibras, articulación perfecta de tejidos y engarces. El corazón no palpita, está henchido, rojo aun sin sangre, y apenas una sonrisa. Huele a rosas. Quiero verte como siempre al otro lado de mi cama, al otro lado de mi vida, callada, envuelta en sedas, sedas de la China, sedas blancas y rosas, muchas rosas,

—¿Saben? —dice— no tenemos fin, la muerte es un comienzo, no sabemos nada de la vida, nada de la muerte, ahora, abran el ataúd. —¡Abran el ataúd! ¡Ábranloooooo!”

Y se desploma sobre la tarima de parquet. Hay quejidos y llanto, suspiros, y a la vez, un gran silencio en el salón. A Julia la recogen rápidamente y la llevan a una recámara. Doña Clara ordena que abran el ataúd.

El cadáver de Carmen está en perfecto estado.

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Escritora, traductora y artista de performance nicaragüense. Vive en Nueva York desde 1983. Su obra de performance se presenta en numerosos teatros de Nueva York, a nivel nacional, e internacional. Sus novelas: Niña nocturna se publica en Argentina (alción editora, 2019); Todos queríamos morir, en Nicaragua (anamá ediciones, 2015). El dialecto olvidado del corazón, su selección de poemas de Jack Gilbert traducidos al español, se publica en Nueva York (DíazGrey Editores, 2014). Durante la presidencia de Violeta Chamorro funge como diplomática para la Misión de Nicaragua ante Naciones Unidas.