Ficción: Nace un secreto
1 abril, 2023
Es día de mudanza. La familia está dejando el piso donde vivió quince años para trasladarse a una casa de los suburbios, dos plantas y jardín, pileta, parrilla, dos perritos y dos gatitos, pájaros cuyo canto endulza las mañanas. Mientras se afanan en el embalaje, los tres luchan -cada uno a su modo- contra una melancolía eufórica. Se niegan a aceptarlo, les da pudor decirlo en voz alta, nunca se atreverían a decirlo delante de otros, pero son una familia feliz.
Hay una ley de las mudanzas que desafía nuestra concepción elemental del espacio: cuanto más se embala, más queda sin embalar. Hacia el atardecer, las cajas se apilan en un tetris monumental, que eclipsa la luz del sol. Y sin embargo, la casa es todavía un paisaje donde corren ríos de objetos y papeles, hay montañas de ropa vieja y dispositivos inútiles, cables cuya utilidad resulta ambigua como un espejismo. El padre resopla, se seca el sudor del cuello. Advierte que el volumen de cajas ya rotuladas es casi equivalente al de bolsas de basura. No le dan las cuentas: están aferrándose a demasiado. Se lo comenta a su esposa, en tono jocoso, y ella, que siempre fue una mujer pragmática, pide la atención y proclama que, para honrar la potencia simbólica del cambio de casa -que es también un cambio de piel-, deben ponerse estrictos, incluso impiadosos, a la hora de decidir qué preservar y qué descartar.
Llega la noche. La adolescente sale a fumar un cigarrillo, los padres se sirven una copa de vino. Una pausa breve, se dicen. Pero lo que empieza como una charla desganada en el patio se convierte muy pronto en la evocación obsesiva de anécdotas del pasado. Un recuerdo se encadena al otro, y este al siguiente, y lo que hasta entonces era una mudanza en pleno desarrollo se transforma en una especie de campamento arqueológico, donde cada explorador exhuma sus fósiles y comparte con el resto hipótesis sobre su origen. Entonces el padre da con la estatuilla. La levanta para apreciarla mejor a la luz del plafón. Estudia sus volúmenes, la voltea en todas direcciones. Si tuviera que describirla, diría que se parece a dos ramas espinosas entrelazadas. Lo sorprende que ningún recuerdo impacte en su memoria. No cree haber visto aquella cosa en su vida.
Llama a la hija. Ella la observa de frente, en línea recta a su cabeza. Después la sopesa en una mano, en la otra. Se trata de un objeto ridículamente pesado para su tamaño, piensa. La madre se acerca, intrigada. Opta por dejar la estatuilla sobre la mesa y examinarla a distancia, como si dotarla de un escenario pudiera ayudar a su identificación.
Por un momento, los tres escrutan aquella cosa con una turbación indefinible.
– ¿Qué… qué es eso? -pregunta la hija.
Gira la cabeza para mirar a sus padres, porque la asalta el temor de que, por primera vez, le mientan en la cara.
La madre susurra, con un hilo de voz:
– No tengo idea.
No entiende por qué la sofoca la vergüenza. Para salir del centro de atención, gira la cabeza para mirar a su marido.
Él traga con esfuerzo. Mira de reojo a la hija, a la esposa, y lo asalta una náusea violenta. No es miedo, razona. Es culpa: está mal que el hombre de la casa no sepa lo que hay en la casa. Es así, sencillamente: está mal.
La familia vuelve a mirar la estatuilla y, por algún motivo, se sorprende un poco de que siga ahí. Ninguno dice las palabras obvias: que al fin y al cabo es solo un adorno. Feo, trivial, inservible.
A la madrugada, el camión de mudanzas toca la bocina. Desde la ventana, tres manos se levantan, tres manos que bailan como pañuelitos.
Ahora ha transcurrido un mes. Ya están plácidamente instalados en la casa de los suburbios. Es un sábado hermoso, a primera hora de la tarde. El padre se sirve un gin-tonic y pone música suave en el tocadiscos. Se sienta en el sillón de terciopelo, de cara a la vista del parque. Parece que la mudanza hubiera pasado hace siglos. Quizás, porque todo aquel trajín surtió el efecto contrario al que esperaba: le renovó la energía, lo vigorizó. Ninguno de los tres echa de menos ese departamento asfixiante. Lo necesario, lo personal, lo trajeron con ellos, y lo demás se hundió para siempre en el ácido del olvido.
Solamente, algunas noches, cuando el padre se acuesta, piensa en la estatuilla. Aunque el día del desembarco tuvo el descaro de preguntar en voz alta si alguien recordaba el contenido de la única caja sin rótulo, y, tras un silencio ominoso, avisó que entonces subiría a dejarla en la buhardilla -él sabía perfectamente lo que llevaba adentro. Una vez sólo, allá arriba, incluso se dio el lujo de ponerse a silbar, de putear por la pobre iluminación, de dejar caer la caja con desgano, como si no recordara que, por su peso, el objeto podía atravesar el cartón y percudir el flamante revestimiento de madera. Después regresó con igual disimulo a la escena familiar. Durante el resto del día, por suerte, nadie mencionó el asunto. Mientras la comida se horneaba, eso sí, su esposa mencionó que subiría a averiguar cuál era el problema con la lámpara del altillo. Su hija ni siquiera habló. A medianoche, cuando la pareja se disponía a cerrar los libros, apoyar las gafas sobre las mesas de luz y apagar, al mismo tiempo, los veladores gemelos, creyeron escuchar unos pasitos -los mismos que oían años atrás, en otra casa, cuando la nena volvía de alguna fiesta trasnochada- subiendo la escalerita plegable.
Argentina, 1989. Es narrador y periodista. Su obra más reciente, y si ganó premio esa obra, y si ya salió o saldrá publicada. Publicó reseñas y artículos críticos en diversos medios. Actualmente prepara su primera colección de cuentos.