Ficción: Tensión dinámica

2 junio, 2021

El agujero donde estaba enclavado el sótano se cavó con generosidad en la tierra. Los muros se levantaron pensando en el fin del mundo. Eran paredes toscas, ásperas, de concreto, y que por más que se hubieran acicalado con adornos o pinturas llamativas, el moho verdoso y oscuro siempre era protagonista. Era al fin y al cabo, un paisaje agreste, de diseño industrial, bajo una casa de arquitectura sencilla y modesta. Y en ese lugar, Juan decidió ignorar la cuarentena e instalar su gimnasio personal.

          Con los folletos del curso de ejercicios en las manos bajó al sótano. Cruzó el dintel de la puerta, tiró del cordel que conectaba la luz y se sumergió por la larga escalera que terminaba en el fondo del subterráneo. Ubicó luego una silla y desparramó en el piso los papeles que garabateaban las diferentes posiciones de entrenamiento. Se sacó la sudadera y miró la primera lámina. Una vez que hizo el estudio, se dispuso ante la única columna de concreto de la habitación y con las palmas de las manos la intentó empujar. Presionó con fuerza, y todo su cuerpo se tensionó dándole a la estructura una imaginaria batalla.

          Mientras estaba en esa lucha descomunal, escuchó el ruido metálico de las bisagras de la puerta que daba al sótano. Secundado por unos golpes que pretendieron ser sinceramente imperceptibles, se asomó José. Bajó y se sentó en la mitad de la escalera. Desde ahí Juan logró divisar la melena oscura de su hermano que barría su mirada.

          —¿Qué quieres ahora? —dijo Juan empujando con ambas manos el pilar central del sótano.

          El muchacho restó un peldaño más a la escalera y volvió a sentarse abrazando la baranda como si la voz de su hermano gemelo fuera la luz verde para bajar paso a paso los escalones.

          —Quería saber por qué habías bajado, ¿es por los papás?

          —No es por ella, es por él. Me tiene las pelotas hinchadas estas semanas —dijo Juan iniciando la tercera serie del ejercicio contra el pilar.

          José distinguió entre los papeles que estaban en el piso junto a su hermano, los folletos en color que le habían llegado por correo del extranjero.

          —El viejo le dijo a la mamá que nos podía regalar una bicicleta estática —afirmó José.

          Juan no lo miró. Dejó de empujar la columna y se sacudió las manos como si le diera manotazos al aire. Luego, pasó el antebrazo por el incipiente sudor que creía tener a borbotones en la frente.

          —Cree que con eso lo soluciona todo. Dile a la mamá para que le diga a él que le regalamos un pasaje a la mierda. Así de sencillo.

          —No hables fuerte, oh —le respondió José apretando la voz y mirando hacia arriba y cerciorándose que la puerta estuviera cerrada—. Si el viejo amaneció hoy de buena.

          —Sí, parece que primero hay que mirarlo en la mañana para ver el ánimo con el que amanece. Es como el clima. Pero más tarde algo no le va a gustar al matoncito y nos estará echando a perder el día a todos en este encierro.

          —Deberíamos hablar con él —dijo José.

          Juan se acomodó una sonrisa. Se agachó y recogió uno de los folletos que tenía en el suelo. Lo observó detenidamente. Contó los movimientos que debía hacer y lo arrojó de nuevo. Esta vez se apoyó con la espalda en el pilar y simuló nuevamente que la frenaba. En los muslos se le dibujaron con precisión el detalle de los músculos juveniles que se tensaron impidiendo que la columna avanzara en su ficticio empuje. Se detuvo unos segundos.

          —Ni cagando —dijo—, el viejo no entiende con palabras. Si le encanta ser matón, deberíamos ver si le gusta éste en el hocico— golpeó el puño contra la palma de la mano.

          José redondeó los ojos como si quisieran salir rodando y abrazó con más presión la baranda. Juan, por su parte, inició una nueva serie de ejercicios contra la columna de cemento. Su cuerpo se tensaba y dejaba al descubierto en el cuello gruesas venas que parecían asfixiarlo.

          —¿Te querís boxear al viejo? —dijo José enroscando la voz.

          Juan lanzó una fuerte carcajada. Ambos imaginaron ver esa risotada rebotando en las paredes. Incluso la siguieron como si fuera un espectro hasta el ducto de ventilación que se elevaba hasta el techo y luego se perdía por la pared, emergiendo arriba en la superficie, a un costado de la pieza matrimonial. Se quedaron un par de segundos en silencio. Esperaron que la carcajada dejara de golpetear el metal del ducto y se perdiera sobre tierra.

          Juan miró a su hermano con displicencia cuando comprobó que el sonido había dejado de hacer eco por el ducto.

          —Puta que somos urgíos. No nos podemos ni reír en esta casa —dijo Juan sentándose en el piso.

          José bajó un escalón más y volvió a aferrarse a la baranda con ambos brazos. Sus mejillas quedaron atrapadas en dos listones de la escalera marcando su rostro. Seguía con interés los movimientos de su hermano que en ese momento estaba sentado en el piso. Juan se llevó una rodilla a la cara y tomó la pantorrilla abrazándola hacia el cuerpo. Contó hasta diez y la soltó con lentitud. Imitó el mismo movimiento con la otra pierna. Esta vez, José le coreó la cuenta regresiva.

          —Ni transpirai, oh —dijo moviendo sólo los labios de su cara atrapada.

          —Esa es la idea. Ejercicios en espacio reducido y con movimientos cortos —dijo y chasqueó la lengua.

          En el momento en que Juan le explicaba la técnica, se metió con timidez en el sótano un murmullo que los puso en alerta. El sonido bajaba por el ducto y repiqueteaba las paredes metálicas abovedando unas voces. Juan dejó de tensar sus músculos y José, de asfixiar la baranda que aprisionaba con los brazos y el rostro. Ambos se quedaron estáticos unos segundos como si tuvieran la certeza de que el silencio no necesita del movimiento.

          —Ahí están de nuevo agarrándose —dijo Juan.

          —Están solo conversando, oh. Escucha bien.

          Las voces fueron cada vez más nítidas y a ambos les recorrió por el cuerpo la incertidumbre de no poder controlar nunca los finales.

          —¿Le dijiste a José que bajara a ver qué era lo que hacía su hermano? —dijo la voz del padre.

          —Sí. Pero le dije que no lo molestara —respondió la voz de la madre.

          Juan miró a su hermano con fastidio y José levantó ambas manos e intentó frenar desde el sótano la confesión de su madre.

          —¿Qué se cree este viejo de mierda? —dijo Juan acostándose boca abajo en el piso—. Primero le controla la vida a la mamá y luego intenta preocuparse de mí cuando nunca le han importado mis cosas.

          Levantó solo el torso y lo estiró con fuerza hacia arriba como queriendo tocar con el mentón el techo del sótano. Se mantuvo en esa posición sin dejar que sus piernas se separaran del piso hasta que de sus labios salió el número veinte. Sonó ahogado y dejó caer el pecho sobre el cemento helado. Lanzó un suspiro vehemente que quedó esparcido en pequeñas gotas de saliva sobre el piso.

          —Mañana a este tontito se le va a ocurrir ser astronauta —dijo la voz del padre aumentando el tono —, y querrá postular a la Nasa.

          —No seas así. Es un niño que busca su norte y además con este encierro…

          —¿Niño? Está ya hediondo y pelúo. Es tu culpa que lo mimas en todas las leseras que se le ocurren y peor aún se las tapai. Ahora le dio por ser fisicoculturista.

          —No me digas eso. A alguien habrá salido el niño y no es a mí. ¿A quién se le ocurrió la tontera de la moto y todas las payadas accesorias? —dijo la voz de la madre.

          José giró la cabeza lejos de la mirada de su hermano como evitando el preludio campal. Juan a su vez, interrumpió el ejercicio y apretando los puños contra el cemento se levantó de un golpe.

          —Escucha —le dijo a José—, aquí viene la pelea.

          Ambos se esforzaron en mirar con atención el ducto de metal, y esperaron un momento.

          —¿Otra vez con tus estupideces, mujer? —se escuchó la voz del padre.

          —Otra vez con tus insoportables idioteces —lo parafraseó.

          —Debería quedarse callada —dijo José susurrando desde la escalera.

          —Cállate, oh, que no escucho bien.

          Por el ducto bajó un ruido seco. Luego se sumó un movimiento de un mueble. Hubo pasos, muchos pasos. Iban y regresaban. Luego el golpe de una puerta. Aquí viene el show de la puerta, dijo Juan.

          —Ábreme, mujer.

          —Ni cagando.

          —La voy a echar abajo —dijo Juan impostando la voz.

          —La voy a echar abajo —dijo la voz del padre.

          Oyeron cómo la puerta se friccionaba. Era un golpeteo rápido y veloz que ambos provocaban luego de tensar por ambos lados la puerta.

          —Ábreme te dije.

          —Inténtalo, estúpido, no eres tan fortachón.

          —Aquí viene lo del incendio —dijo Juan.

          —¡Voy a quemar toda la casa, mujer! —gritó el padre con la voz quebrada.

          Los gemelos continuaron sin moverse. Juan decidió tomar sus folletos del piso y ordenarlos sobre la silla que tenía cerca. José seguía capturado por el ducto metálico y cada cierto rato se ordenaba el flequillo del pelo que se le caía antojadizamente sobre los ojos. Los gritos seguían bajando como racimos de dardos que daban en todas partes del sótano.

          La puerta de arriba golpeó sorpresivamente contra algo. “Pegó contra el closet”, pensó José. Juan se puso en alerta y se acercó decidido a la escalera. Su hermano se aferró más a la baranda y a los listones de madera.

          —Así te quería pillar, mujer —escucharon ambos el grito agudo del padre que entraba a la pieza matrimonial y cerraba con fuerza la puerta.

          Juan, con el torso desnudo, subió por la escalera evitando pisar la mayor cantidad de peldaños. Una vez arriba dio un brinco sobre la puerta del sótano y salió. José solo volteó su cabeza para ver perderse a su hermano al otro lado del umbral, mientras la puerta quedó golpeando en uno de los extremos del dintel.

          José mantuvo el silencio y continuó sosteniendo la mirada en el ducto. Un grito ahogado de la madre bajó y salió rebotando contra las murallas del sótano. Luego, descendieron risas, muchas risas que se transformaron en un coro de carcajadas cómplices cada vez menos contenidas, sin tensión. El muchacho esbozó una sonrisa que contuvo con fuerza con los labios aún apretados en los listones de la escalera.

          En ese instante José, primero oyó a su hermano que presionaba con fuerza la puerta de la pieza de sus padres y luego, un crujido seguido de otro golpe seco esta vez contra el piso. “Rompió la puerta”, murmuró José, mirando el ducto.

          Las carcajadas de la madre se detuvieron y las del padre también.

          —¡Te voy a matar, imbécil! —escuchó gritar a Juan.

Comparte en:

Chile, 1969.
Es periodista, escritor y editor. Fue finalista en los Juegos Literarios Gabriela Mistral, Municipalidad de Santiago (Chile) en el género Poesía, categoría juvenil, (1991). Su obra incluye, entre otros, los siguientes títulos: Ecos de la mente (Luz Verde,1991); Fusión Arcana, recopilaciones imprudentes, (Dialecto Ediciones, 2017) y Te lo diré al oído, (Dialecto Ediciones, 2018) como editor y prologador.