Forense

25 noviembre, 2022

El siguiente poema del poeta chiapaneco Balam Rodrigo pertenece a su libro El tañedor de cadáveres con el cual se hizo acreedor del Premio Nacional de Poesía Carmen Alardín 2021.


Forense
(Ciudad Juárez, Chihuahua)

*

Bellamente partículas de polvo danzan en el aire,
inmersas en compresible flujo, etéreo semen de la creación
          movimiento browniano de corpúsculos
          en la convectiva atmósIera del anfteatro,
          como un concierto en inverosímil escenario.
Vale decir, pelusas de algodón bailando suspendidas
          a trasluz del claroscuro,
          volutas en preámbulo de musicales notas.
Amén del corolario sobre el desplazamiento
de partículas en suspensión que admiro,
abro la puerta de mi gabinete de autopsias y,
          lo declaro de una vez, hipocráticamente,
          para cortar luego mi lengua
          con el agudo bisturí del silencio:
          creo en Dios, tengo fe en la ciencia,
          y mi mayor certeza en este mundo
          —físico— es la música,
          la única, la que venero:
la del inmortal Johann Sebastian Bach.

**

Por más señas, ejerzo cual médico forense,
pero me considero artista,
quizá el primer experto en necromusicología:
confeso indescriptible melomanía tanática
Me explico:
          mi profesión está en la morgue,

trabajo con los cuerpos en la plancha,
pero en materia de necropsias
desvelo un secundario interés criminalista:
ejecuto en cualquier cadáver eufonías,
imagino ocultas piezas para orquesta
en los órganos humanos,
descubro tanatológica música en los huesos y tejidos:
          hermosa partitura es cada muerto.

Retrataré mi afán primario e iré por partes:
          antes de examinar un cuerpo o sus mutilados restos,
          enciendo las luces del anfteatro,
          sigo el ritual de métodos de asepsia,
          visto mis manos con látex
          y respiro hondo tras la gasa del quirúrgico barbijo
          y afuera paladeo un intenso mar de podredumbres.

Obertura inaugural, lavar el cadáver:
          llegan entonces, como en desordenado y aleatorio
          movimiento de cuerdas en aguas de vacuidad,
          sonando lentísimas, desde la más profunda,
          siniestra y cortical región de mi cerebro,
          notas vivas de violonchelo,
          leves balbuceos de viola da gamba
          en acordes de breve duración:
          evoco algunas veces el preludio
          de la Suite para violonchelo n.º 6 en re mayor,
          y otras, el adagio de la Sonata en g mayor
          para viola da gamba BWV 1027.

Ni qué decir del gorgoteo fugaz del agua
al pasar por putrefactos tejidos:
          advierto un látigo bestial de clavicordios al oído,
          las cromáticas astillas del Clavecín bien temperado.

Si GottIried Benn viviera, también escucharía, como yo,
los ensayos de orquesta mortecina
y el coro de materias en corrupción:

          “En cada mesa dos. Hombres y mujeres /
          crucifcados.
          Cercanos, desnudos y, sin embargo, sin dolor. /
          El cráneo abierto. El pecho dividido. Los cuerpos /
          alumbran por última ocasión”.

Escucho los arpegios de esa luz última descrita por vos,
          querido GottIried,
revivo las filarmonías post mortem,
escribo sinfonías de disección,
hago resurgir la obra de Bach
          en partituras de carne en defunción.

Luego del fugaz ensayo, me enfoco en los detalles
técnicos y nimios:
          nada más que aristas en pentagrama
          de burocráticas partituras
          (causa y hora de la muerte,
          pormenorizada descripción de las lesiones,
          peso y talla, perímetros de interés,
          complexión, otros hallazgos,
          tomar las huellas dactilares).

Antes iniciar la obertura del concierto cadavérico
—quizá ejecute alguno de los seis de Brandemburgo—
con la apertura y el examen de cavidades,
afinaré los orquestales instrumentos
de mi necrología musical:
          la plancha de acero, el escenario;
          el largo cuchillo de disección, mi enérgica batuta.

El cuerpo de un ahogado, como este, por ejemplo,
suena a oboe —y su lengüeta doble parece un bisturí
          que siega la garganta—.

Ejecutar su partitura es un arpegio de agua
          reverberando en las entrañas.

Como el virtuoso oboísta, afino la sangre de los oídos
—entono flosas lengüetas de caña doble
          para el tudel de mi carnal oboe—
y logro así determinar qué obra de Johann Sebastian
          emana del cuerpo
al compás de las melódicas herramientas de prosección:
          la inicial incisión con el largo bisturí en la piel
          —cortar tejido subcutáneo, músculo y tendones—
          anuncia flautas, violines, violas da gamba, cuerdas.

El costótomo —escindir la parrilla costal, la tráquea,
          los intestinos y el estómago—
          recuerda el contrabajo
          y también los espectrales plectros
          del martinete en clavicémbalo.

El actuar del enterótomo
—con su apertura de intestinos para alumbrar el lumen—
es largo en su silencio de fagot.

El cuchillo de disección, al tajar abdomen
          y seccionar los órganos internos
—hígado, bazo, corazón y otros,
          atenazados con serradas pinzas—
sugiere la batuta agitándose en el aire,
          y al trabajar, los coros graves.

La sierra vibratoria, el martillo y el cincel de cráneo
—que separan la bóveda y descubren la masa encefálica—
así como el rumor del retractor en el esternón,
tienen ambos la fuerza rítmica y profunda del oboe, y sí,
la de los coros —con sopranos, contraltos, tenores
y bajos-barítonos, sin olvidar su juego de solistas:
          contratenor y falsetistas—.

Así, inevitablemente claras, brotan dos piezas de Bach
de la materia del ahogado que estuvo bajo el mar:
          La pasión según san Mateo
          y Cristo yacía en cadenas de muerte.

Lo sé, disfruto mi trabajo y a veces introduzco
mis propias musicales intuiciones,
          por ello me atrevo a intervenir y me disculpo:
          agrego alguna escala hepática, un semitono renal,
          una extensa y pericardial zarabanda
          de varios compases de duración,
          oscuras tonalidades craneales y acordes torácicos,
          algún veloz virtuosismo para intensifcar
          los secos acordes y los silencios
          que brotan de los huesos,
          bajos arpegios que ascienden y descienden
          desde los intestinos,
          cierta tensión dramática en los tendones,
          y dudo, como ahora,
          si el concierto del ahogado
          será para uno o dos clavicémbalos
          o si debo ejecutar semitonos cromáticos
          en otro cuerpo más, en el que hallaré,
          posiblemente, ricas figuraciones.

Todo cadáver tiene preludios intensamente largos,
a excepción de aquellos que fueron desmembrados:
          saturados de arpegios breves e intervalos,
          y escasos de sutilidad tonal,
          pero en cada centímetro de su putrefacta partitura
          busco la total polifonía,
          la puesta en escena de mi concierto de morgue
          con la indecible música de Bach:
                                                          el trino de los muertos.
¡Oh mi Dios, sé que el inferno real es atímbrico
          y arrítmico,
que la verdadera muerte está dada por la amusia!

Querido Johann Sebastian,
excusa que no tenga más instrumentos
para ejecutar tus extraordinarias piezas
que los de la necropsia:
          pertrechos de forense, cadáveres, silencio.

Al terminar cualquier concierto,
          suturo la cansada carne musical
con aguja de velería en puntadas rítmicas
          y compases lentos, constantes,
cirugía de mar con hilos de agua.

Tus versos lo reclaman, GottFried:
          “¡No rieguen la sangre de [Bach] en el quirófano
          para que la chusma la pise!”.

***

Escribo estas notas sobre la cópula entre Thánatos y Euterpe
escuchando el clavecín que mana del nuevo cuerpo
que ingresa al crematorio:

          al compás de las llamas crepita
          en bellas y sutiles armonías.

****

Taño del cuerpo su misterio.
No hago necropsias, ejecuto notas de partitura
en los ejecutados, en los muertos,
escucho imperceptibles piezas de Bach
          en los traídos a la morgue.

Aro arias en el erial instrumento del cuerpo inerte
          —musical pieza corporal—
hiero sonatas en los órganos del yerto.

Amo la armonía del fallecido cuerpo humano,
nunca la armonía de las —terrestres— esferas:
          no me conmueven ni la falsa música del coito,
          ni la respiración oscura de los pechos,
          ni los comunes ruidos y borbollones
          del estómago con hambre,
          ni la exagerada peristáltica de los intestinos
          durante la digestión por gula,
          ni el osado fragor de las flatulencias en público,
          ni el castañetear de los dientes por el frío,
          ni la respiración del otro,
          ni mucho menos el vulgar y ridículo
          tambor del corazón.

No me conmueven jamás ni los gemidos del gozo en el amor,
ni el llanto de los vivos en su duelo por los idos,
ninguno de los dos escucho:
          para ellos, sangre y oídos sordos.

Lo mío es escuchar y dirigir
horizontales orquestas de ultratumba en la morgue,
deleitarme en el coro celeste
          de los cuerpos en descomposición,
repetir las flarmµnicas y celestiales piezas de Bach
en mis perfectos instrumentos de carne irresurrecta.

*****

Rumor de música de Bach, perpetuos clavicémbalos tocados
          por Gustav Leonhardt:

          el tórax y las costillas de los muertos
          son el hermoso y celestial teclado
          de los clavicordios de Dios.

Todo inerte cuerpo es partitura.

Los muertos y los locos yacen en cadenas de música,
          como Cristo.

La música de Bach se escribe en cuerpos, también la muerte.

Dios, el gran compositor, es el omnígrafo escritor
          de toda partitura.
Atado a cadenas de eternidad, Johann Sebastian
          las escuchó primero.
Escribió sus partituras en páginas de agua,
          en papeles de viento.
No quiero olvidar ni la más pequeña nota
          de su altísimo genio.

Yazgo aquí, encadenado a la luz, esclavo de Cristo
          y de las partituras de Bach
—las cuales ensayo siempre de mortal memoria—
en las que afino los sutiles instrumentos
de mi orquesta pútrida:

          tañedor de cadáveres, ejecuto la música en los muertos.

Comparte en:

Villa de Comaltitlán, Soconusco, Chiapas, Centroamérica, 1974.
Exfutbolista, biólogo y escritor, autor de 41 libros de poesía. En la última década y media su obra literaria se ha centrado en la defensa de los derechos humanos de personas migrantes y víctimas de desaparición forzada. Obra reciente: Marabunta (Editorial Arte y Literatura, Cuba, 2021; Ala Ediciones, Chiapas, 2021 –edición bilingüe-; Los Perros Románticos, Chile, 2019), Libro centroamericano de los muertos (FCE, 1ª reimpresión, 2020), Antiícaro (La Chifurnia, El Salvador, 2019), Cantar del ángel con remos en la espalda (Puertabierta Editores, 2019), icarías (Ícaro Ediciones, 2020), El tañedor de cadáveres (CONARTE, 2021), Braille para sordos (FOEM, 1ª reedición, 2021), El mazo del tahúr (UACAM, 2022), Central American Book of The Dead/Libro centroamericano de los muertos (Ala Ediciones, Chiapas, edición bilingüe, 2ª edición en español, 1ª edición en inglés, 2022, en prensa), Álbum familiar centroamericano (Andesgraund Ediciones, Chile, 2023, en prensa) y Central American Book of The Dead (Flower Song Press, USA, 2023, en prensa). Su obra ha merecido diversos reconocimientos, entre otros: Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz 2012, Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2014, Premio Nacional de Poesía José Emilio Pacheco 2016, Premio Nacional de Poesía Amado Nervo 2017, Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2018 y Premio Nacional de Poesía Carmen Alardín 2021. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México en las emisiones 2013, 2017 y 2022. Como originario de Soconusco, ubicado en el sur profundo de México y estrechamente vinculado durante siglos con las culturas de Centroamérica, Balam Rodrigo se identifica nacional y culturalmente como centroamericano/centroamexicano.