Fragmento: Como si existiese el perdón

25 noviembre, 2023

1.

Allá, donde vivíamos, venía el viento norte. Era un viento de calor que nos cercaba despacio hasta instalarse como un perro hambriento. Cuando nos tenía rodeados, dormíamos unas siestas interminables. Nos despertábamos cuando el sol se iba y el cielo quedaba con un resplandor que seguía levantando el olor de la tierra seca.

En una de las vueltas del viento norte, se nos apareció Loprete. Llegó lúgubre, un poco perdido, preguntando por Pepa. Hablaba sin urgencia, pero decidido. Busco a Pepa, dijo, apenas lo vimos en lo del Tano. Lo dijo seco, como si tuviera la boca vacía y se le llenara con eso. Lo miramos extrañados, un poco sorprendidos por su figura concreta en la tarde abrasadora, como si la bruma de polvo que nos envolvía esa tarde lo hubiese materializado para que así de repente preguntara por Pepa.

La única Pepa que conocíamos era la hija del viejo Antonio, que vivía en la otra punta. Antonio era carpintero. Sin Antonio no hubiéramos tenido dónde jugar a las cartas, ni dónde dormir. El Tano le sostuvo la mirada: para qué la busca, compañero. Y Loprete, que en ese momento no era más que una figura maciza recién salida de la bruma, no dudó: mire, compadre, la ando buscando porque se me perdió. Y el Tano, después de mirarnos a ver si estábamos atentos, le dijo: bueno, siéntese aquí con nosotros, se toma una ginebra y nos cuenta cómo fue que se le perdió.

Así lo conocimos a Loprete. Y la Pepa que se le había perdido no era la nuestra. Eso lo sospechamos de entrada. Loprete se tomó cinco ginebras esa tarde, mientras se hacía de noche. Y Pepa no se le había perdido. Más bien se le había ido.

El Tano quiso ayudarlo: quédese con nosotros. Cuando amainen los calores, salimos todos a buscarla. Pero Loprete no quería: no puedo esperar. Si espero así, Pepa se me pierde del todo. Y el Tano que no: es puro desierto, amigo. Cálmese. Ya iremos. Y no sé si fueron las ginebras o algo que dijo el Tano, pero Loprete desenvainó el cuchillo antes de que pudiéramos ponernos de pie. Lo quiso gargantear al Tano y se armó una fea. Es que el calor trae malos humores, y el viento norte, allá, nos traía estas cosas. Loprete acabó malherido, y nosotros, sin remedio a la mano. Agonizó toda la noche. Lo enterramos poco antes del amanecer. Juancho hizo el pozo. Yo sostenía la lámpara. Y el Tano vigilaba que el cadáver no tuviera otro ataque de ira.

2.

Cuando le contamos que nuestra Pepa era una muchacha de carnes jóvenes, de ojos negros, hija del carpintero, Loprete soltó una carcajada rabiosa que todavía escuchábamos, de tanto en tanto, cuando nos agarraba el recuerdo.

El Tano quiso saber si la Pepa que andaba buscando era su esposa. ¿Pepa es su mujer?, le preguntó. Loprete terminó la segunda ginebra y le contestó como si se tratara de un asunto muy serio: nunca necesité mujer.

Empezó a hablarnos de sus campos. Grandes campos, decía, y lluvias que hacían crecer los pastos y la hierba. Todos lo mirábamos incrédulos, esa tarde, casi noche, cuando se tragaba la tercera ginebra. Tuvo que apoyar el vaso para toser con el cuerpo cuando el viento le trajo algo de polvo a los pulmones. No estaba acostumbrado a la tierra seca. Eso se notaba.

Es que allá llueve, nos decía, y la tierra queda agarrada al suelo. No hay viento que la levante. Todo abril y todo noviembre son de agua. Nosotros lo escuchábamos absortos, pretendiendo descubrir dónde era la tierra esa, tan generosa, que daba tanta hierba. La nuestra era mezquina, nunca daba mucho, ni cuando nos tocaban las pocas lluvias que teníamos.

3.

Al principio nos daban ganas de golpear la tierra, donde jugábamos a las cartas, ahí donde lo sepultamos. Queríamos golpear la tierra para que se despertara. En esos días nos agarraba seguido el recuerdo. No lo hablábamos, pero todos sabíamos. Nos juntábamos a tomar unas ginebras, como antes, pero la mirada se le iba al Tano, o se me iba a mí, o a Juancho, y todos sabíamos para dónde se iba. Se iba al vientre tajado de Loprete, a las manos del Tano queriendo taparle las tripas, a la sangre que lo mismo caía y que la tierra nuestra se tragaba sedienta, a las paladas de polvo cayendo sobre el cuerpo todavía caliente de Loprete. Y a las palabras del Tano haciéndonos jurar: esto nunca pasó.

4.

Dos semanas después de que lo sepultáramos aparecieron tres hombres, a caballo, en lo del Tano. Juancho no estaba: su esposa lo había mandado a llamar porque iba a nacerle el hijo. Pero estábamos el Tano y yo. De eso me acuerdo. Los caballos venían levantando la polvareda desde el horizonte. Se oían los cascos contra la tierra seca. Todavía quedaba el resplandor de la tarde cuando llegaron. Uno solo, el más alto, se bajó del caballo cuando lo vio al Tano. Lo miramos bajar y pensamos que era Loprete, recién resucitado, que venía a reclamarnos lo que le habíamos hecho. Buenas tardes, dijo, ando buscando a mi hermano. Y el Tano, calmado, como si le hablaran de una gallina, o como si esa figura que se había bajado del caballo no fuera el mismísimo Loprete, les invita una ginebra. Siéntense, amigos, tomemos unas ginebras antes de que oscurezca. Así supimos que eran nueve hermanos. Estos tres salieron a buscar al que se había perdido cuando su madre avisó que lo había visto correr detrás de una cabra, al sol del mediodía, y que ya no lo había vuelto a ver. Desde entonces lo buscaban. Y el Tano, tranquilo, diciéndoles que nunca habíamos visto a un hombre así, ni tan alto ni tan delgado ni mucho menos tan parecido al que teníamos enfrente: José es mi hermano mellizo. Así nos describió al hombre que buscaban. Y el Tano, imperturbable, que no. Y debe haberles sonado convincente, porque tomaron esa sola ginebra y se excusaron: sabrán disculpar, pero tenemos que seguir; su madre lo quiere de vuelta.

5.

Juancho siempre había dicho que quería que su hijo se llamara José. Pero cuando se enteró de que José era el nombre del Loprete que teníamos sepultado en lo del Tano, corrió a la casa a pedirle a Ramona que le buscaran otro nombre. Tiene que ser José, decía Ramona, como el abuelo. Y Juancho buscando un modo de convencerla. Pero no hubo caso: bastaba que Ramona lo mirara con esos ojos de niña buena para que Juancho cediera a todos sus pedidos. Siempre había sido así, desde aquella Navidad, cuando se conocieron en lo del viejo Antonio. Al viejo le gustaba contar la historia: tenían nueve años los dos. Ya era tarde y la madre de Ramona quería irse. Pensó que su hija estaría dormida sobre algún colchón, ahí adentro, pero cuando fue a buscarla la encontró sentada en la cama de Pepa. Ya no tenía las trenzas ni los moños rojos que le había puesto. Juancho estaba a su lado y le miraba la cabellera crespa como si fuera la de una santa a la que se le llevan ofrendas porque hace milagros. Con una mano le acariciaba el pelo y con la otra la peinaba con un cariño que daba respeto.

El hijo de Juancho se llamó José.

6.

Los hermanos de Loprete volvieron a lo del Tano unos días después. Llegaron a media mañana, bastante decididos. Estábamos el Tano y yo, solos, tomando unos mates. Sentimos el galope, a lo lejos, mucho antes de que llegaran. El Tano enseguida me dijo: ahí vuelven, hablo yo. Así me dijo, tranquilo, mientras me daba el mate. Llegaron al rato.

Se bajaron de los caballos los tres juntos y lo increparon al Tano: usted no dice la verdad. El Tano le clavó los ojos al mellizo de Loprete, como si lo hubiese ofendido, y sin parpadear, lo retó: disculpe, ando un poco sordo, ¿cómo dice? Yo empecé a temblar. Tuve que apoyar el mate sobre la mesa para que no se me notara el espanto. Solo me calmaba verlo al Tano, impasible, mientras les retrucaba. En una de esas la cosa se puso fea. Yo me había distraído, con mi miedo, en alguna parte, y en eso levanto la vista y escucho: sordo lo vamos a dejar como que no nos cuente dónde lo tiene. Y el Tano seguía con la bravuconada, sereno, sin titubear: deben estar equivocados, amigos, siéntense a tomar unos mates y ponemos esto en claro. Lo agarraron al Tano ahí nomás y le rebanaron una oreja. Para que piense, amigo. Mañana nos damos una vuelta. Tal vez mañana usted recuerde que José estuvo aquí tomando unas ginebras.

Fue Juancho. Así me dijo el Tano apenas se fueron. Yo lo miraba, todavía espantado, sin reaccionar, mientras él recogía su pedazo de oreja de la tierra seca.

7.

Aquella noche, después de tomar la ginebra en lo del Tano, los hermanos de Loprete salieron del pueblo camino al norte. Pasaron frente a lo de Juancho cuando ya se iban.

Eso mismo cuenta el viejo Antonio. Dice que fue cuando nació José. Que estaban todos afuera porque el calor no aflojaba esa noche. Que Juancho había salido un momento con su bebé en brazos, solo para que lo vieran, y que se había vuelto a meter. Que enseguida se oyeron los cascos de los caballos acercándose y que entonces Juancho salió otra vez para afuera. Que salió justo cuando los caballos se les venían de frente. Y que fue ahí cuando la cara se le desfiguró y el pobre empezó a correr como si lo hubieran poseído mil demonios. Salió disparado, dice Antonio, levantando la tierra seca. Dejaba pura polvareda a su paso. Los jinetes salieron detrás. Lo agarraron y lo trajeron de vuelta. Temblaba como un envenenado y le caía saliva de la boca como si le sobrara el agua en el cuerpo. Así nos dijo Antonio.

Ese susto de Juancho los trajo de vuelta, unos días más tarde. Fueron directo a verlo. Y a Juancho se le escapó. Se me escapó, don Tano, perdóneme. Solo les dije eso, que tomó unas ginebras con nosotros, que buscaba a Pepa, y que siguió camino al norte. Le juro, don Tano, le juro que no les dije que lo matamos. Esto supimos de Juancho, esa mañana, cuando el Tano fue a verlo con la herida de la oreja todavía abierta.

8.

Nos vamos. Juancho dice que se queda. Por Ramona y el bebé. Así me dijo el Tano cuando volvió de lo de Juancho aquella mañana. A casa de mi hermana, vamos. Ella sabrá recibirnos. Yo le tenía respeto al Tano: le pregunté poco. Sabía que él había nacido ahí, en esa casa a la que ahora volvía. También sabía que había aparecido en nuestro pueblo buscando a una mujer de ojos negros que nunca encontró. Alcanzó a lavarse la herida, me hizo preparar un bolso, agarramos las cuatro cantimploras que teníamos y nos fuimos. Antes de salir, el Tano se puso a mirar fijo adentro del rancho. Al rato sacudió la cabeza, con la mirada todavía clavada en esas paredes, como si se estuviera despidiendo de algún fantasma que se dejaba ahí. Después cerró la puerta y me señaló el sur. Me dijo que caminaríamos treinta kilómetros hasta un lugar que él conocía: ahí están los Torales, ellos nos prestan los caballos. Empezamos la caminata con el sol tórrido del mediodía. A paso ágil, según el Tano, conseguíamos los caballos antes de las cinco. Mirá, Manoel, me dijo, para mañana a la mañana tenemos que estar lejos; a las cinco nos subimos a esos caballos y solo paramos para darles agua. Apenas escuché eso, apreté sin querer las dos cantimploras que llevaba encima. El Tano se dio cuenta: donde vamos hay arroyos, Manoel; esta agua es nuestra.

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Argentina, 1967. Nació en Rosario, pasó su infancia en Brasil y actualmente reside en Buenos Aires. Es Licenciada en Psicología por la Universidad de Buenos Aires donde se desempeñó como docente de la cátedra de Psicología Forense. Es Magister en Escritura Creativa por la Universidad Nacional de Tres de Febrero y traductora de francés y portugués.
Sus cuentos han recibido numerosos premios nacionales e internacionales y han sido publicados en revistas y antologías de la Argentina, Uruguay, España, Brasil, Cuba y Estados Unidos.
Es autora de los libros de relatos Cotidiano (2015), Cenizas de carnaval (2018), Figuras infinitas (2021) y Me verás caer (2023), y de las novelas Como si existiese el perdón (2016) y Quebrada (2022). Ha sido traducida al inglés, francés, alemán, sueco, euskera, italiano y portugués.