Grupo de estudios del IHNCA-UCA: interpretación y gesto ético en la investigación histórica

1 agosto, 2014

A todo estudiante de historia le enseñan en la universidad que debe ser objetivo y fiel a las fuentes.  A mí la observación me incomoda porque sustrae la posibilidad de posicionarse éticamente frente al texto o porque tomar posición se descalifica como una gratuidad emotiva que resta seriedad a la aproximación. Al leer los textos que examino en este trabajo me doy cuenta que hay otras maneras de escribir historia y que esta puede ser a la vez pasional e instructiva a más de fiel a las fuentes. De tal manera, me propongo demostrar cómo no solo los historiadores sino también los científicos sociales, sociólogos y politólogos pueden desarrollar su argumentación y demostrar sus puntos de vista posicionándose en sus escritos.  Es más, arguyo que en el posicionamiento se encuentra la ética del texto y su apuesta de justicia social.


Siempre sentí cierta incomodidad al oír en mis clases mencionar el término objetividad. Con frecuencia me preguntaba si se trataba de una cualidad que se adquiría inmediatamente al graduarse o  si era una fórmula que debía mencionarse cada vez que surgían polémicas. Lo más importante que se nos enseña a los historiadores para poder adquirir credibilidad es que debemos ser objetivos y básicamente ello se traducía en tomar distancia, contar las variadas, y muchas veces, contrapuestas versiones de la historia de un hecho o bien, evitar a toda costa la simpatía con algún personaje. A esto hay que añadir que en muchas ocasiones esta palabra se acompañaba de otro término: neutralidad. No niego que el oficio de escribir historia implique muchas de las consideraciones anteriormente mencionadas pero me pregunto hasta qué punto el discurso de la neutralidad como la más apreciada virtud nos puede estar alejando de una práctica intelectual comprometida con la justicia social. Ante la amplia aceptación de la neutralidad, yo me interrogo ¿cómo desprenderse del objeto de estudio si se trata de la sociedad, los valores y la cultura en que se vive? ¿Cómo suprimir la rabia o simpatía de las experiencias de mis padres o abuelos cuando indago y escribo sobre ellas? ¿Cómo interpretar los grandes temas del pasado de mi país anulando intereses e inquietudes que parten de mi experiencia como mujer y como joven nacida en la post-revolución? Creo que en el centro de este asunto sobre la neutralidad se encuentra la cuestión de la interpretación y el gesto ético en la investigación histórica.

Desconfío del enunciado que adjudica necesariamente a la objetividad relación alguna con la neutralidad. Sin embargo, la gran preocupación de los que queremos ejercer el trabajo de examinar el pasado ha sido no caer  en el descrédito resultado de los llamados ‘afanes pasionales’, asumidos desde el siglo XIX como inclinaciones partidarias. Otras disciplinas de las ciencias sociales también resguardan su legitimidad en el discurso de la objetividad, entendida como una labor de descripción nítida y distanciada de las tomas de posición respecto a lo real social. No obstante, considero que es posible aludir a una objetividad en el campo de la historia en tanto ella se traduzca en un afán por la exhaustividad en la búsqueda de fuentes o la apuesta por ofrecer una visión, lo más completa posible de algún evento o proceso. La objetividad implicaría entonces también un compromiso ético que se nutre de la incomodidad que generan los problemas de nuestra sociedad a través de una lectura crítica de las fuentes con las que contamos. Esto significa reconocer que las fuentes son huellas del pasado y que la contingencia de su propia existencia así como de su contenido nunca puede considerarse neutral porque fue producida por seres humanos en un contexto particular. De ahí que la pasión deba ser un ingrediente esencial en el trabajo de investigación: pasión al escoger un tema, pasión al interpretarlo y pasión al discutirlo. En otras palabras, el concepto de objetividad que me interesa no se reduce a la neutralidad como discurso que busca, desesperadamente, la legitimidad académica.

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Cuando iniciamos este año el ciclo de lecturas sobre Estado y mercado en el Grupo de Estudios IHNCA nos propusimos trazar una genealogía sobre cómo se ha pensado la relación entre estos dos conceptos y, sobre todo, cómo se puede explicar históricamente la subordinación actual del Estado a las pautas del mercado mundial. Nuestro recorrido teórico lo iniciamos con el trabajo de Hanna Arendt sobre el juicio de Adolf Eichmann, llevado a cabo en Jerusalén en 1961. Luego, revisamos la propuesta de Charles Tilly respecto a la formación de los Estados Nacionales en Europa; y finalmente, llegamos al estudio de Karl Polanyi sobre el origen de los mercados en la economía capitalista.

Durante la primera sesión en la que discutimos el texto de Arendt, yo pregunté sobre si podíamos encontrar en la autora alguna postura ética preocupada por los crímenes ordenados por Eichman y la maestra me dijo que eso era totalmente irrelevante. Su respuesta me suscitó una sensación de insatisfacción similar a la que experimentaba cuando escuchaba las apologías de la neutralidad. Consideré que era una respuesta contundente y, en alguna medida, pesimista sobre un evento que alberga tanto sufrimiento y repercusiones en la actualidad. Me estimuló, no obstante, a reflexionar sobre la responsabilidad del trabajo intelectual.

A lo largo de las discusiones de este ciclo de lecturas, frecuentemente concluíamos sintiéndonos insatisfechos al descubrir que la gran mayoría de autores difícilmente se interesaba por explorar los retos éticos que planteaban sus ideas; nos preguntamos en vano qué juicios respecto a los hechos que describían nos brindaban. Siempre quedábamos con la pregunta de si sus conclusiones nos conducían por un camino de justicia y denuncia, o no. Partiendo de estas sesiones de estudio, quisiera utilizar el ejemplo de la genealogía estado-mercado en los tres autores mencionados anteriormente para explorar mi inquietud respecto al contenido ético en la tarea de llevar a cabo investigaciones que incluyan la objetividad.

En principio, gran parte de la discusión deberá iniciarse con el tratamiento que brindemos al término Estado. Generalmente cuando pensamos en él se nos vienen imágenes de un ente monolítico preexistente desde la antigüedad pero lo cierto es que se trata de un sistema de dominación social que ha mutado a través del tiempo. Si una de sus características esenciales es su capacidad para auto-reproducirse éste tuvo necesariamente que haber partido de estructuras distintas y por tanto, su surgimiento debe entenderse como un asunto transitorio.

En este artículo quisiera proponer que la interpretación histórica de cierto fenómeno social forma parte crucial de un gesto ético que al investigar no debe confundirse con la falta de objetividad, en tanto sea entendida únicamente como cualidad de neutralidad. Toda investigación constituye una apuesta, una indagación de hecho incompleta porque requiere de diversas selecciones y posturas desde las cuales intentamos posicionarnos. Es cierto que las ciencias sociales ambicionan abarcar la totalidad en una lucha casi religiosa pero la particular ubicación histórica, de género, de clase y de origen racial de cada persona incide profundamente en cómo escogemos llevar a cabo nuestro trabajo.

El primer asunto a esclarecer es que el conjunto de lecturas que estudiamos se produjo en un mismo contexto histórico plagado por el auge de los totalitarismos, la decadencia de los regímenes democráticos liberales, la expansión del capitalismo a inicios del siglo XX y sobre todo, por la experiencia de la II Guerra Mundial y sus repercusiones. De tal manera, se puede afirmar que todos los autores se posicionan de forma crítica frente al sistema liberal tanto en su discurrir político como económico. La obra de Arendt describe detalladamente el caso del oficial nazi Adolf Eichmann en su proceso de captura y juicio, llevado a cabo en Jerusalén, por el delito de exterminio del pueblo judío durante el ejercicio de sus funciones como responsable de la Oficina de Asuntos Judíos. Arendt nos ofrece una crítica tanto del proceso judicial como de la naturaleza criminal del Estado alemán que produjo ciudadanos dispuestos a ejercer actos de crueldad de forma sistemática con poco, o ningún, atisbo de conciencia. Su texto se complejiza en la medida que la autora también revela las arbitrariedades no solo del Estado alemán sino del mismo Estado de Israel que, en los años sesenta, se encontraba en un proceso de legitimación territorial. Asimismo, nos recuerda que la legalidad emana del Estado, aunque éste pueda dedicarse a asesinar a sus propios miembros o, bien, logre trascender la legislación internacional. Uno de los argumentos más contundentes contra las acciones de Israel versa sobre la naturaleza misma del delito que se imputaba en este famoso caso puesto que no se trataba de un delito común sino de la ejecución de “actos de Estado” que, en términos legales, sólo podían ser enjuiciados bajo jurisdicción alemana. Este hecho también afirma la condición de empleo estatal del acusado y recuerda que tales funciones respondían a órdenes a las cuales estaba sometido bajo pena de despido. Ante tal situación, Arendt propuso pensar este caso como uno representativo de la “banalidad del mal”; es decir, Eichmann no corresponde al perfil psicológico de un asesino sino el de un burócrata común y corriente que, en el ejercicio de su cargo, uno más al seno de una jerarquía, cometió miles de crímenes al ordenar la matanza de millones de seres humanos.

Pero el punto que nos interesa de su obra es la afirmación decisiva que se encuentra en relación al Estado. Para la autora, la existencia de un Estado criminal, como el Nazi, da cuenta de un orden legal que se desprende de esta figura pero que no siempre por ello, implica justicia. De tal manera, su propuesta es que legitimidad estatal no necesariamente es comparable con un sentido humano de justicia: dos asuntos separados que se alejan en tanto el Estado responde a intereses políticos particulares. En este sentido, Eichmann constituye únicamente una pieza más de una maquinaria compleja y disciplinada que despliega su accionar en una legalidad asesina y discriminatoria, aunque, ampliamente aceptada por la sociedad alemana. Por tal razón, asevera: “(…), en las circunstancias imperantes en el Tercer Reich, tan solo los seres excepcionales podían reaccionar normalmente.” Con el nazismo, el orden de lo correcto e incorrecto se trastocó y lo inadmisible ante la ley radicaba en desobedecer las órdenes del Estado. Con esta paradoja ética que nos revelan sus reflexiones, Arendt está cuestionando la credibilidad misma del Estado-Nación pero se cuida de establecer un juicio moral explícito respecto al acusado.

En este instante, la discusión de Arendt sobre la cuestionable naturaleza del Estado se entrelaza con el trabajo de Charles Tilly. La propuesta de este autor se centra en explicar cómo la construcción del Estado nacional en Europa estuvo intrínsecamente ligada a una serie de formas de violencia organizada que ocurrieron simultáneamente con la expansión y diversificación del capitalismo. En su argumento encontramos que la protección de la población fue el primer negocio por excelencia de los Estados y, de manera particular, la guerra se constituyó como el instrumento más eficaz para llevar a cabo esta tarea. En su trabajo, la actividad del Estado se nombra como una práctica de chantaje o lo que, podría traducirse, como un negocio de protección que se fundamenta en la creación de amenazas imaginarias frente a otros Estados. Por ejemplo, nos recuerda que dicha actividad fue fundamental para que, durante los siglos XVI y XVII, el Estado debilitara el poder de los señores feudales en la medida que se iba diferenciando la existencia de formas de violencia legítimas versus unas ilegítimas. La cooptación de bandoleros, piratas y magnates locales ilustra de manera clásica este planteamiento.

En este contexto previo a la Primera Revolución Industrial en Europa (siglo XVIII) acudimos a la creación de una legalidad estatal a partir de una “explotación coactiva” que permitió el monopolio de la fuerza como doctrina de Estado. Asimismo, los frutos de tal ejercicio de explotación favorecieron la conformación de dichas entidades políticas en detrimento del poder fragmentado de los señores feudales y sus grupos armados particulares. De tal forma, además de la guerra logramos identificar otros dos elementos cruciales en este proceso: la extracción y la acumulación de capital. La primera implicó la recaudación de impuestos a las poblaciones que en principio fue una tarea de bandas armadas y la segunda favoreció la creación de un sistema financiero transnacional a través de los numerosos préstamos concedidos al Estado por las familias burguesas.

El esfuerzo de Tilly lo lleva a establecer una analogía entre esta función de protección ciudadana, como derecho inalienable de la teoría política liberal, y el crimen organizado. En su propuesta, el Estado genera miedos colectivos a través de la difusión de amenazas con la pretensión de mantener su negocio de protección generando réditos, tal y como hacen los criminales. En este caso, los mecanismos de movilización de capital, producción militar a gran escala así como expansión de mercados son facetas que han complejizado este rudimentario, pero lucrativo, negocio que se inició hace varios siglos atrás. En cierta manera, las ideas expuestas por Arendt respecto a las consideraciones nazis sobre la población judía como elemento nocivo a extirpar de la sociedad alemana podemos comprenderlas a la luz del planteamiento de Tilly pues se trata del aseguramiento de la protección frente a determinada población de un Estado.

Pese a la lejanía en el tiempo, ambos trabajos ponen en tela de duda muchas de las presunciones del funcionamiento de nuestra sociedad contemporánea respecto a las acciones estatales. Por un lado, Arendt cuestiona la naturaleza de la ley en el marco institucional de un Estado criminal empeñado en eliminar a una minoría étnica dentro de sus fronteras y por otro, Tilly enfatiza que todo este ordenamiento estatal no es más que el resultado de unas prácticas basadas en la concentración de la violencia en manos de unos pocos para controlar a sus poblaciones y ampliar sus fuentes de ingresos las cuales implicaron el sufrimiento, la persecución y la intimidación.

Podría afirmar que ambos autores establecen un posicionamiento crítico en evidente cuestionamiento de la primacía del Estado y sus arbitrariedades, en tanto lo estipulado como legal por él, no necesariamente es justo sino hasta violento y cruel. Así pues, la escogencia del tema y el sendero interpretativo que ambos trabajos exhiben no demeritan su afán objetivo por describir a detalle los hechos que abordan o el compromiso por mostrar la arbitrariedad de un Estado investido de legitimidad.

Con una sensación de molestia combinada con pesimismo, nos topamos con la obra de Karl Polanyi. En ella, el autor traza las particularidades y el origen de los mercados en la economía capitalista. En primer lugar, se posiciona contra la tradición historiográfica decimonónica que universalizó y ubicó el origen de los mercados en una lógica capitalista y los asumió como un lugar de intercambio monetario inherente a la humanidad. Por tanto, propone entender la historia de los mercados como un proceso transitorio donde intervienen fuerzas sociales específicas y no como un proceso evolutivo, ni mucho menos natural. Polanyi traza el origen del comercio para dar cuenta de la contemporaneidad de la existencia del mercado exterior y sostiene que tal acto era el resultado de formas de organización económica como el intercambio de regalos o el trueque pacífico en condiciones de rivalidad. Los ejemplos que ofrece son extraídos de la antropología y revelan una variedad de formas de relacionarse con la economía en las cuales prevalecen las relaciones sociales y culturales de los grupos humanos.

Ahora bien, nos podemos preguntar sobre el rol del Estado en esta gran transformación a la que hace referencia Polanyi. En su esfuerzo de interpretación histórica, la Europa medieval pre-Revolución Industrial se batía frente a las labores estatales de apropiación de los medios de producción que se manifestaron a partir de las roturaciones de los campos ingleses en el siglo XVII. La descripción de las consecuencias de tales apropiaciones fue el desgarre del tejido social y la conversión de miles de labradores en mendigos y ladrones. Asimismo, el Estado, por medio de sus políticas económicas, promovió el sistema mercantil fragmentando y volviendo ilegales las prácticas de intercambio arraigadas en el comercio local, en aras de estimular la creación de un mercado de carácter nacional. Mucho más importante es su propuesta de pensar la mercantilización de la vida humana como una práctica completamente ficticia en tanto el texto niega la preeminencia de un mercado autorregulador de la vida social. Sus ejemplos de sociedades donde han existido otros modelos de comerciar fuera del afán de lucro o incremento al máximo de ganancias son sumamente útiles para imaginar posibilidades cercanas a los principios de reciprocidad y redistribución.

En la tensión Estado-mercado capitalista podemos observar, nuevamente, que el lugar de la justicia como práctica en favor del bienestar humano toma distancia de la lógica de la política y la economía. No obstante, la obra de Polanyi nos recuerda que no todo fue así siempre y es justo en este punto cuando la cuestión interpretativa se convierte en un punto clave. Nos hace preguntarnos, ¿qué instancias regulaban la vida antes de que el Estado condensara la ley? ¿Es posible pensar en otros futuros por medio de otros pasados? En definitiva, su gesto ético se manifiesta en una postura que enfatiza la cualidad transitoria de la vida humana. La tarea de escribir historia apunta justamente a eso, a narrar la existencia de estas transformaciones para evidenciar que es posible trastocar las formas de dominación actuales porque en el pasado fueron construidas socialmente y no aparecieron por voluntades divinas o por el azar.

Este texto nos llevó de la extensa descripción y explicación del sufrimiento al optimismo y la esperanza. Me trajo de vuelta a la convicción de que la interpretación conforma el seno mismo de la práctica disciplinar porque el gesto ético que yo deseo imprimir a mi trabajo estará intrínsecamente relacionado con mi sentido particular de justicia y denuncia. En ese conflictivo entramado de experiencias de quienes detentan la legitimidad y dominación frente a los que luchan por rechazarla y limitarla a través de diversos mecanismos, puedo escoger cómo examinar los problemas pero lo que no puedo es tener miedo de acercarme a ellos. Una debe entrometerse y apasionarse con cuidado a la hora de escribir historia. No hay otra forma productiva de incidir en la vida social sin descalzarse y acercarse al dolor ajeno.

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Los tres trabajos revisados interpretan la historia bajo los regímenes teóricos de cada una de las disciplinas a las cuales responden y a su vez se comprometen éticamente con la vida social. Ninguno de los autores carece de objetividad. Su primer gesto ético se encuentra en la selección del tema y su tratamiento analítico. Por tanto, estos estudios gozan de la misma legitimidad académica de aquellos que privilegian el desarrollo del Estado a partir de cifras macroeconómicas. Ambos son anverso y reverso de los trabajos que se centran en los movimientos sociales que se resistieron y aún resisten a las acciones emprendidas por ese mismo Estado para obtener tales cifras. La diferencia es el lugar que le otorguemos a la justicia. Cierto es que “No se puede ser neutral en un tren en movimiento” como afirmó Howard Zinn y la vida no es otra cosa que un permanente juego de tensiones en vaivén.


NOTAS

Arendt, Hanna. Eichmann en Jerusalén. 4ta. Ed. Barcelona: Editorial Lumen. 1999.

Tilly, Charles. “Guerra y construcción del Estado como crimen organizado” en: Revista Académica de Relaciones Internacionales. UNAM-AEDRI, Número 5, noviembre 2006. (La referencia del artí­culo original es: Tilly, Charles. “War Making and State Making as Organized Crime” en: Evans, Peter y Skocpol, Theda (eds.) Bringing the State Back In. United Kindgom: Cambridge University Press. 1985.)

Polanyi, Karl.  La Gran Transformación: Los orí­genes polí­ticos y económicos de nuestro tiempo. Madrid: Ediciones de La Piqueta. 1989.

Arendt, Hanna. Op. Cit. Pág. 18.

Arendt, Hanna. Ibid. Pág. 21.

Tilly, Charles. Op. Cit. Pág. 1-3 y 6-11.

Tilly, Charles. Ibid. Pág. 1.

Tilly, Charles. Ibid. Pág. 5.

Polanyi, Karl. Op. Cit. Pág. 62.

Polanyi, Karl. Ibid. Pág. 72-86 y 106-111.

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Licenciada en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN-Managua) y actualmente, investigadora-docente del Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica (IHNCA-UCA).

También es miembro del Grupo de Estudios IHNCA y del colectivo de pensamiento excentrO. Ha impartido varios cursos de historia a nivel de pregrado y actualmente desarrolla una investigación sobre la figura de Emiliano Chamorro durante la primera mitad del siglo XX.

Está interesada en analizar la pedagogía de la memoria de la Revoluciónn Sandinista y el caudillismo como componente de la cultura política nicaragüense.