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Grupo de estudios IHNCA-UCA: ¿Listos para matar?

1 junio, 2014

Emparentado con mayor amarre a la crítica cinematográfica, el ensayo de Antonio Monte, aquí ofrecido, toma como pretexto la película The Act of Killing (2013) de Joshua Oppenheimer, para establecer vasos comunicantes con los conceptos filosóficos de Hannah Arendt, sobre todo cuando los entrelaza para verter su punto de vista en ese algo tan demencial como verdadero fenómeno de nuestro tiempo, denominado por la Arendt: “banalidad del mal”, que se ha constituido en un fenómeno por demás perturbador e inquietante de la conducta humana y con el cual convivimos cotidianamente.


“17. El que matare por la causa de la justicia,
O por la causa que él considere justa, no tiene culpa.”

Jorge Luis Borges. Fragmentos de un Evangelio Apócrifo.

The Act of Killing” (2013) de Joshua Oppenheimer, compitió este año, 2014, en la categoría mejor película extrangera. Dicha película pone en escena una serie de actuaciones protagonizadas por los torturadores del genocidio de Indonesia en 1965, a quienes el director pidió contaran su historia frente a la cámara. Ellos accedieron y, con derroche de vulgaridad, cuentan cómo mataban a la gente. El film resulta repulsivo, difícil de ver, no solo por su asunto, por su indecencia, sino también porque interpela al espectador respecto a su propio deseo de gozar el terror.   En este trabajo arguyo que la cinematografía, cultura popular de masas por excelencia, es mater e magistra de violencia y aprovecho para reflexionar sobre si nosotros, como espectadores escapamos el desideratum de lo que Hanna Arendt llamó la banalidad del mal.

En una de las primeras escenas, Anwar Congo, torturador de Indonesia, lleva al cineasta Joshua Oppenheimer a la terraza donde mató a miles de personas durante el genocidio en Indonesia, en 1965, hace ya casi 50 años y dice: “Decapitarlos o golpearlos hasta la muerte era un problema, dejaban mucha sangre, difícil de limpiar y apestaba horas después… al estrangularlos con el cable de metal caían sin dejar una gota en el piso… como el cable se incrusta en la piel, no se lo podían aflojar… daba risa verlos intentar meter sus dedos entre el cable y la piel…”. Luego se voltea hacia la cámara, agitado por los recuerdos de juventud, la música y la muerte y, envuelto en un frenesí atroz, empieza a bailar un “cha, cha, cha”.  Su ropa y pelo grises contrastan con sus recuerdos y, a manera de reflexión, exclama, “Nunca hubiera vestido pantalones blancos”.  ¡Se le habrían manchado de sangre! Esa es la única reflexión que él expresa en esta toma del documental “The Act of Killing”, cuyo tema principal, como ya dije arriba, es la recreación de los asesinatos del genocidio que sacudió a Indonesia, narrados, ejecutados e interpretados por sus mismos perpetradores, ahora devenidos actores de películas.

Desde muy al comienzo del film, sabemos que estamos a punto de ver algo nunca antes visto en la historia de la cinematografía, tanto en el cine de ficción como en el documental. Cada segundo encontramos una frivolidad en picada que incomoda profundamente al espectador. Cinematográficamente, a manera de una progresión ácida e insólita de Jimi Hendrix, la monstruosidad y la belleza están a menos de uno o dos deslices de distancia. El lector puede caer en la tentación de sentirse moralmente superior y alejarse. No obstante, sospechamos que la diferencia entre Anwar, el genocida, y nosotros es bien pequeña. Solo una variable insignificante nos separa de él. En el contexto internacional de hoy, la toma nos invita a relativizar el significado de nuestra postura frente al abuso y la injusticia.

Repasemos ahora brevemente algunas de las representaciones de la violencia en la pantalla. Después de Bonnie and Clyde (1967) de Arthur Penn y Natural Born Killers (1994) de Oliver Stone ¿quién se asombra de la parejas asesinas? ¿Quién no ha recordado entre tragos la estética alrededor del “típico metésela y sacásela” de la Naranja Mecánica (1971) de Kubrick? ¿Quién no se ha sentido una mejor persona al recomendar Fellini y Tarantino a un joven entusiasta? ¿Acaso no comió palomitas mientras le taladraban el pecho y las rodillas a aquél joven en Hostel (2005) de Eli Roth? ¿O quizás se sintió un mejor cristiano al ver cómo le arrancaban las costillas de un latigazo a Jesús en La Pasión de Cristo (2004) de Mel Gibson? Puede ser que haya salido a cenar luego del Silencio de los Inocentes (1991) de Jonathan Demme. De haber visto usted todas estas películas, ha visto las mismas películas que inspiraron a los torturadores que fueron los protagonistas del genocidio de la película de Oppenheimer y que admiten abiertamente sus preferencias cinematográficas en cámara. ¿No se ha puesto a pensar acaso que usted y yo somos Anwar bailando el “cha, cha, cha” sobre las sombras de los fantasmas, luego de ver películas de Marlon Brando o Al Pacino?

Anwar y el resto de ‘gangsters’ (en la película la palabra significa ‘hombres libres’) cuentan que su aspiración era vestirse como las estrellas del cine y de hecho tienen ideas sobre cómo contar su cuento sacados de la cinematografía. A la hora de ser contratados para matar y reprimir siguieron los estándares impuestos por la cultura occidental de masas y citan a Elvis Presley, Johnny Clay y Arthur Cody Jarret.   Mi tesis es que la cultura popular de masas nos ha sutilmente entrenado para matar y torturar. Tal es así que si necesitaramos matar a alguien mañana, sabríamos como disparar un arma, como asfixiar a una persona, torturar e interrogar un enemigo, hacer desaparecer a cualquiera.. Si nos ordenaran hacerlo en nombre de la justicia, sabríamos hacer sufrir aún mejor. Pero, a diferencia de Anwar, puede ser que el entrenamiento que hemos recibido haya sido más gráfico pues la violencia cinematográfica sólo ha tendido a escalar en Hollywood. Por ejemplo, en la versión original de Scarface, filmada por Howard Hawks en 1932, el director se vio obligado a cambiar el final y el título de la película a La vergüenza de una nación, para implantar la idea de que el crimen nunca paga. En The Act of Killing, el productor y director legendario, Werner Herzog, persuadió a Oppenheimer más bien a dejar el final tal y como estaba. Se trata de una escena en la que Anwar está sobre una colina con todas sus vícitmas que bailan alrededor de él. De repente dos de ellas se quitan el cable con la que los estranguló y se sacan del cuello una cinta con una medalla que le entregan diciéndole “gracias por enviarnos al cielo.” Estos últimos 20 minutos son algo que no quisiera volver a ver en los próximos 20 años.

A más de la relación entre violencia cinematográfica y violencia real y la enseñanza de la crueldad y el mal que el cine de ficción proporciona, el documental que nos ocupa introduce en cada imagen preguntas subterraneas a su espectador:¿qué sucede si cometes un crimen terrible y eres recompensado por ello? ¿Cómo se construye, alimenta y mantiene una sociedad que oficializa la versión de los acontecimientos históricos que ofrecen los asesinos más crueles? Estas preguntas interpelan al espectador directamente y quizás por eso las escenas escalofriantes de este documental son insoportables—o al menos menos tolerables que en el cine de ficción. La diferencia entre una y otra cinematografía, claro está, es que en el cine de ficción el disgusto del espectador está bien calculado. Se tiene mucho cuidado en su capacidad de aguante, y se edita lo que puede escandalizar más allá de su umbral. Esto es, las películas mencionadas anteriormente fueron diseñadas para presentar un personaje con el cual el público se pudiera identificar. Los documentales, en cambio, no nos presentan eso; ni siquiera ofrecen el consuelo de la voz de un narrador con el que sí nos podríamos identificar, sentirnos mejor, pretender que somos parte de un pulso universal de cambio. El espectador del documental busca sentirse informado, mejor consigo mismo, establecer la diferencia entre nosotros y el horror. De esta manera mantenemos un tenue latido de esperanza de justicia en nuestros corazones; porque nosotros siempre queremos pensar que somos mejores.   A diferencia de los torturadores, de todos los que causan violencia y horror, nosotros somos diferentes, sentimos compasión, tenemos todavía la capacidad interna para sentir el dolor ajeno que nos hace sentir vivos—al menos eso nos gustaría fantasear.

Esos somos nosotros, los buenos; los malos son de otra manera. Por ejemplo, Adi Zulkadry, genocida indonesio del calibre de Anwar, documenta el grado de engaño al que se puede someter una persona para auto-convencerse de lo justo de su comportamiento. En dos escenas claves, de The Act of Killing, muy al estilo de lo que Carl Schmit llamaba ‘lo político’, Adi le explica a Anwar que sus pesadillas no son más que un desbarajuste de vitaminas en su cerebro y le recomienda ir a tratarse con un neurólogo. Pero, más importante aún, le recuerda que “matar es el peor crimen que puedes cometer; la clave es encontrar un método para no sentirse culpable. Se trata de encontrar la excusa correcta… si la compensación es adecuada, entonces lo haría, porque desde esa perspectiva no sería incorrecto hacerlo. Tenemos que estar convencidos de esta creencia”. En su entrevista con Oppenheimer, realizada en la segunda escena de la película, Adi le responde a Oppenheimer que está listo para ir a la Corte Internacional de Justicia; que está listo para “ser famoso”. “Los crímenes de guerra son juzgados por los ganadores… y yo gané”, sentencia Adi. Adi no es un hombre cruel o sádico, sino que fue un hombre cruel y sádico cuando ambas habilidades eran necesarias y permitidas en su país. ¿No es cierto? Consciente del valor de su historia, sugiere que la película no deje ver la verdad acerca de los comunistas, porque “ellos no eran crueles; nosotros éramos los crueles. Esa es la verdad, pero hasta Dios tiene secretos”. Este tipo es fantástico; habla la verdad de lo político—pero es de sumo cuidado.

Las palabras de Adi nos llevan hacia el bien y el mal; hacia las construcciones morales subjetivas que sustentan esa diferencoia; hacia la anhelada imagen de justicia. En sus estudios sobre la banalidad del mal, Hannah Arendt ya señalaba la disociación entre la legalidad y la moralidad, tal como se podía ver en el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén. Este compareció ante los tribunales de Israel para alegar en su defensa que conocía muy bien los imperativos kantianos, pero que “en ese momento no podía vivir bajo ellos[2]” Enumerar, deportar y exterminar judíos era su profesión, su carrera. En el Estado Nazi, eso eran los requerimientos de un buen trabajador, de un buen ciudadano. Eichmann, al igual que Adi y Anwar, intentó ser lo mejor que podía ser. A diferencia de los banqueros, ministros, diputados, o dueños de empresas simpatizantes con el régimen Nazi como Henry Ford, Eichman daba pautas e imágenes para la construcción del teatro de la justicia.

En contraste con el testimonio de Eichman, Anwar y sus colegas no pueden tener una salida airosa. Ellos son los padres fundadores de la organización paramilitar llamada Pemuda Pancasila y fueron considerados padres de la patria, alcanzando todas sus expectativas de vida gracias al terror; gracias a asesinar a toda persona identificada como comunistas en los años sesenta. Sabían que matar era malo. Así lo dicen sus tetimonios en la película. No obstante, lo hicieron con pulcra eficiencia. En escena, los vemos ir de entrevista en entrevista, de canal de televisión en canal de televisión regocijándose de los halagos de sus colegas, ensimismados en los cumplidos de sus pares y el respeto de sus continuadores de oficio. Estos asesinos se enorgullecen de su labor. Esto es evidente en el goce del reconocimiento de sus colegas y el temor de sus inferiores, como lo es en el hecho de reafirmar en cada una de sus frases el discurso oficial.   Ser aceptados, recibidos por olas de aplausos unánimes, es el resultado que obtienen de haber empujado a una sociedad traumatizada hacia el deseado desarrollo de la democracia liberal cuyo envés muestra una corrupción rampante y una pobreza avasalladora.

Si ser premiado y alabado por causar daño y asesinar es lo que muestra la escenificación de los testigos del genocidio en Indonesia, diferenciar entre el bien y el mal, lo justo o injusto, parece inoficioso. El sistema global en el que estamos girando sin fin lo ha mezclado todo y ha hecho imposible distinguir nuestra propia relación con el crimen y la impunidad. Anwar, Adi, Eichmann, Videla, Ríos Montt, nosotros, somos hombres y mujeres que vivimos postergando el bien mientras vivimos en la amoralidad normativa del mal y, al igual que en las películas, hacemos diariamente un corte y pasamos del horror al final feliz o dramático subrayado por una banda sonora. Ese es el mensaje que deja el documental The Act of Killing, en el cual memoria e historia ceden el paso al optimismo y la alegría en aras de la carrera andante del progreso de la nación. Y, aunque “el plan es horrendo”, como dice Heath Ledger, el Joker de Batman, todo marcha acorde al “plan”, dentro de las reglas comunes ya de mínima decencia, ya del genocidio normalizado de Arendt.

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Investigador del Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica (IHNCA-UCA) y miembro del grupo de estudios IHNCA.

Nació en Santa Fe, Argentina, pero ha vivido la mayor y mejor parte de su vida en Nicaragua. Es Licenciado en Relaciones Internacionales y ha cursado posgrados en Ciencias Sociales y Pensamiento Centroamericano.

Actualmente desarrolla investigaciones sobre la dictadura somocista y la construcción del Estado en Nicaragua.