Ficción: Hansito

25 noviembre, 2023

Inmóvil en una silla del restaurante, la mente del profesor se mecía en el letargo de la tarde. El establecimiento se ubicaba en el corazón de un hotel y estaba bañado de luz que provenía de lamparillas empotradas, reflejos de mármol y el centelleo que simulaba lujo. La luz de día apenas se filtraba por un cristal oscuro que cubría el lado poniente del edificio. Los meseros recorrían el restaurante de arriba abajo meneando las colas de sus tuxidos que esparcían la fragancia de flores secas.

El profesor observaba distraídamente un canal cortado en el piso de mármol. Por esta vía, circulaban peses gordos en disfraces coloridos. Culebreaban en sus mallas de color rojo granate, marrón oscuro, algunos salpicados de motas, otros revolcados en tinta negra. Daban mordiscos a las lamparillas del canal en búsqueda de comida. La luz se reflejaba en sus ojos y escamas sin haberles provisto de un bocado que calmara su ansiedad.

La tarde seguía rodando y poniendo a prueba la paciencia del profesor sentado en el restaurante y disfrutando el espectáculo de peces hambrientos. Los últimos tragos de whisky se escurrieron con borboteos sin ningún miramiento por los protocolos. Con una mirada solicitó al mesero otra copita para ahogar la impaciencia. A estas alturas de la espera, la bebida tenía la función de un calmante para la mano izquierda. Cuando la ansiedad le entraba, los dedos se ponían a tamborilear con locura. A sus espaldas, los compañeros de la facultad apodaron su mano «la Impacienta» y le atribuyeron la función de un termómetro que medía el nivel de aburrimiento cruzado con la irritación que inspiraban las juntas.

Ah, llegó un nuevo chorrito de whisky, pensó el profesor. En su recorrido de la bajada, el licor agitó la papada. Los vapores subieron, nublaron su vista y administraron la anestesia requerida para la Impacienta. Los nervios iban aflojándose mientras el profesor observaba el culebreo de los peces. El chapoteo de las colas contribuía al aflojamiento de sus circuitos nerviosos que en tiempos de crisis podían detonar irrupciones de ira.

De improviso, los altos tacones de una dama rozaron la alfombra de la entrada y mandaron una señal de alarma. El profesor se estremeció de los pies a la cabeza. Apenas tuvo tiempo de levantarse cuando sintió el apretón de su mano.

Mientras se acomodaba en la silla, la dama soltó una sarta de disculpas acerca de su demora por una junta con el secretario de educación.

–Como siempre –añadió la dama– este concibe proyectos ambiciosos que se enfocan en la formación de las generaciones portadoras de cambios socioculturales. Pese a su impulso natural de transformación – comentó la dama–, los jóvenes permanecen ávidos de reformas educativas que facilitan sus trayectorias individuales y colectivas.

Un gin and tonic llegó antes de que la dama terminase de exponer las causas de su atraso. Una fina rebanada de limón aún giraba cuando los largos dedos femeninos se adueñaron de la copa. La discusión dio pie a un repaso del camino curricular del señor profesor. Las pausas de uno y los asentimientos de la otra pavimentaron el camino de comunicación efectiva.

Con discretas referencias a sus estudios de doctorado en una institución que llevaba el sello incuestionable de calidad académica, el intelectual hizo un desglose de sus experiencias entreveradas de descubrimientos filosóficos que le abrieron los ojos a nuevas dimensiones humanísticas. El chisporroteo de nombres de ilustres profesores levantó las cejas de su interlocutora.

Una vez aclarado el camino de su erudición, el profesor introdujo la existencia algo vaga de una antología de escritos, producto de largos años de trabajo, que estaba a punto de cuajarse en una publicación fidedigna de sus reflexiones.

Al darse cuenta que la dama aprobaba con asentimientos la progresión de su hilvanado, como si registrara de manera taquigráfica su disertación, el profesor sintió una ola de euforia. Sus manos esbozaban diagramas que representaban la estructura de su obra que él prefería no presumir ni mucho menos buscar un reconocimiento público para poder seguir gozando de su contemplación solitaria.

–He hablado tanto de mí –concluyó el profesor–. Ahora… ¿Sería tan amable decirme cuáles son las vertientes principales de su investigación, doctora? –Una risa estiró las comisuras del profesor.

–Ah –una sombra cubrió la cara de la dama–, con mis inagotables responsabilidades administrativas… ¿Sabe que ahora ocupo dos puestos y manejo dos oficinas?

–No –el desagrado del profesor frunció su entrecejo.

–Sí, así es y no hay modo de evitarlo. Cumplo con todo lo que implican dos departamentos –en una expresión agria, la doctora buscó en vano la salvación de su condición–. Ya no tengo tiempo de empaparme como antaño de lecturas. Además, me veo obligada de hacer actos de presencia e inaugurar tantos eventos culturales, como por ejemplo este congreso anual.

–Pero, por amor de dios, ¡usted tiene que poner un límite a esas actividades administrativas! –y la indignación del profesor suscitó la atención de algunos oídos de las mesas vecinas.

–Ah, –una sonrisa de resignación se esbozó en la cara de la dama–, no se puede negar el apoyo a los amigos, ya sabe. Han hecho tanto para mí. La verdad es que los quiero mucho.

El mesero deslizó dos copas sobre la mesa sin ser recompensado con un agradecimiento.

–¿Ubica su formación en el segundo plano? –insistió el profesor–. ¿Y su lugar en nuestro mundo académico? Más bien, es una cuestión de deber ante nuestra vocación y, por supuesto, ante nuestros maestros que ya no están con nosotros. –Su voz se redujo a un hilo apenas audible pero su cara permaneció arrugada de dolor–. Somos la continuación de sus trayectorias.

–Tiene usted razón, querido colega, toda la razón de este mundo –confirmó la dama–. Hace tanto tiempo que no he escuchado a alguien con su empuje y… emoción. Suena como un joven de veinte años.

¿Dónde ha estado? No lo he visto en las reuniones ni celebraciones. ¿No le gusta venir a la capital?

¿Desdeñará nuestros círculos académicos?

El profesor se sonrojó y sus ojos bajaron hacia el desfile de peces. Se hizo silencio.

–¿Quiere ayudarme y… asociarse a nuestro Gremio Nacional de Académicos? –inquirió la dama.

Los ojos del profesor saltaron del agua como un pez espada herido por un anzuelo, pero las palabras quedaron inhibidas.

–Bueno, acaso tiene otros compromisos. Je n’sais pas quoi. –comentó la dama con un agradable acento parisino.

–Voy a ser sincero contigo –respondió el profesor al recobrar el habla–. ¿Puedo hablarte de tú?

–Claro que sí. Aprecio a los hombres sinceros –y la espalda de la dama se enderezó buscando la distancia que sus palabras estrecharon.

–Qué bien. Mira. Me da pena decírtelo, pero mi manera de ser me lo exige –y el profesor tocó su solapa con la mano–. Esta tarde, al dirigirme hacia este restaurante, me pregunté «¿no será esta reunión un nuevo punto de partida en mi vida?»

–Oh, qué lindo –se derritió la cara de la dama en un suspiro–. Por un momento pensé que preferías mantenerte al margen de la administración y la política que desde siempre, sea por bien o sea por mal, han ocupado un lugar insoslayable en la vida cultural de nuestro país. ¿Me entiendes?

–Estaré encantado de apoyarte en lo que sea y la posibilidad de estar incluido en el Gremio es todo un honor para mí. ¿De veras puedes incluirme en el Gremio?

–Claro que sí, el presidente es un compañero de trabajo, amigo de muchas batallas –e hizo un ademán con la muñeca para despejar las dudas de su colega–. Pero, tienes que integrarte a nuestro equipo y cumplir de manera cabal con nuestros protocolos desde el inicio. No hay margen de error. Seguramente te acuerdas del lema «estas con o contra nosotros» y este aplica a todo momento de nuestras vidas profesionales y privadas.

–No te defraudaré. Yo soy fiel como un perro –y pensó dentro de sí, sólo un demente desperdiciaría una oportunidad como esta.

–Muy bien –y ella pensó, ya veremos qué tan exitoso eres en el cumplimiento de tu deber, mi gordinflonsito fanfarrón.

Los ensueños revividos del profesor izaron sus velas de esperanza y las llenaron del viejo afán.

Luego, tenebrosas imágenes cruzaron su mente. Vislumbró una procesión de profesores aviesos, administradores trepadores, colegas pérfidos, intríngulis maquiavélicos, situaciones humillantes, cosas inhumanas. Ahora sí, pensó el profesor sacudiendo la cabeza, van a ver lo que yo puedo ser y hacer.

–¿Estás bien? –Preguntó la doctora.

–Sí, claro –respondió el profesor con voz grave.

–Te pusiste pálido. ¿Tomas medicamentos?

–¿Yo? No. De ninguna manera. Soy más sano y fuerte que un toro.

–Me asustaste. Toma un poco y ya no te pongas en ese estado, ¿de acuerdo? Además, quiero que seas mi noble caballero. –La dama celebró las últimas palabras con un trago de la punta de sus labios.

–¿Qué? Digo, ¿podrías por favor reiterar lo que dijiste?

–Quiero que seas mi Hansito –articuló quedamente la dama–. Desde mi niñez, soñaba con tener a mi lado, pues, a un amigo llamado Hansito. Y tú me vienes como anillo al dedo. ¿Aceptas mi humilde solicitud?

–Bueno –el profesor carraspeó como si quisiera poner algo de distancia respecto al asunto en cuestión–, en mi familia, tengo que confesar que el manejo de nombres es muy delicado –su voz recobró gravedad–. Al bautizar a uno en un espacio consagrado, no se asigna una simple referencia administrativa o individual. El nombre es una cuestión de tradición con la que el infante se impregna junto con el agua bendita y estos se alojan a su alma hasta el final de sus días. ¿Me explico? Desde antaño, permanecemos unidos a nuestros ancestros y este nexo se refleja en nuestros nombres y apellidos. La sangre como los nombres pasan de generación en generación para conservar el linaje, vaya, la tradición. Por ejemplo, mi nombre, Hans Broytbuxter –los sonidos tronantes estremecieron a la dama–, es el legado de mi bisabuelo, reconocido general que fue condecorado por sus intervenciones… Bueno, no quiero presumir mi ascendencia.

El profesor se otorgó una breve pausa para dar una oportunidad a la dama de solicitar la información sobre los logros y las condecoraciones de su antepasado, pero esta no chistó ni un vocablo. Permaneció absorta por una rebanada de limón flotando en su bebida.

–Solo te pediría –reanudó el profesor–, siempre y cuando no sea una molestia, que me llames por mi nombre de pila, Hans. Y yo acudiré prestamente a la cita independientemente del lugar donde estés.

La doctora no movió ni una pestaña. El profesor buscó su mirada, pero esta permaneció ida, absorta por la rebanada de limón.

–Sólo quise decir… –un intento de enmendar el paso en falso se asomó a los labios del profesor.

–Como tú quieras –la aceptación del libre albedrío se manifestó con un toque de enojo en la voz de la dama.

–Como usted sabe… –una referencia al conocimiento de la dama quedó segada por un tropiezo de la lengua.

La mano de la dama se tendió hacia su bolsa.

–¡Sería un honor para mí que me llames Hansito! –dijo el profesor con determinación, pero la pronunciación de Hansito salió afónica.

–Bueno, si insistes –y la dama suspiró–. Sabía que no ibas a defraudarme –su mano cayó sobre el antebrazo del profesor y sus dedos se hundieron en la blandura.

–Claro que no –gimió el profesor. La carne de su antebrazo pulsaba bajo las uñas. En medio de la zozobra surgió el dilema: retirar el brazo o conservar la dolorosa inmovilidad. El espíritu de sacrificio por una causa noble afloró y el antebrazo permaneció a la merced de las uñas.

–Mira, para darte muestras de lo encantada que estoy con nuestra recientemente trabada amistad, me encantaría invitarte a cenar –el aliento de gin and tonic refrescó el rostro del profesor y una sonrisa apareció entre las comisuras de los labios de la dama–, pero tengo una reunión insoslayable antes del cierre del día. Sin embargo, me gustaría que pases a eso de las diez porque quisiera solicitarte apoyo con una ponencia magistral sobre uno de tus autores favoritos, lo mencionaste con tanta emoción hace un momento. Como puedes ver, estoy constantemente tironeada por distintos compromisos –el desasosiego nubló de nuevo su cara– y no pude negarme a echarle el hombro a una querida amiga española que está organizando un congreso internacional. No cumplir con este compromiso sería un acto de traición, ¿me entiendes? ¿Sería mucho pedirte ayuda con esta ponencia? Me siento obligada de inaugurar su congreso con una presentación de calidad internacional.

–Cuenta conmigo –y el profesor carraspeó para desatar el nudo de su garganta–. En esta vida, siempre podrás contar con el respaldo de un Broytbuxter. –El ardor de su antebrazo dio un tono agudo a su manifestación de fidelidad. Bajo la mesa, los dedos de la mano izquierda iniciaron un tamborileo sobre su muslo descontando los instantes que lo separaban de la salvación.

–¿Y en la siguiente vida? –susurró la dama y el profesor respondió con una sonrisa avinagrada por las primeras perlas de sudor que brotaron en su frente. Su aguante estaba a punto del quiebre, la penetración del dolor nublaba su vista.

Al levantarse, la dama dejó una mancha húmeda en la camisa del profesor. El antebrazo quedó en el mismo lugar de la mesa como si el profesor se hubiera desprendido de él para deshacerse del dolor.

–Me encantas Hansito. Toma esta prenda de mi amistad –y le tendió la tarjeta de su habitación–.

Como ves, quedo en tus manos para siempre. Ya sabes –lo miró en los ojos–, la verdadera amistad es eterna. El profesor pensó, ojalá el dolor no sea eterno también, mientras observaba la figura ondeante de la dama que se dejó llevar por su gracia hacia desconocidos confines del hotel.

Los meses que siguieron el encuentro con la doctora fueron testigos de una avalancha de actividades que arrasaron con el sosiego del profesor. La exigencia académica consumió toda su energía y él cumplió con su deber sin soltar una palabra de inconformidad. Sus días estaban repletos de una anticipación vibrante. Durante cortas treguas que le concedía su trabajo, emprendía una serie de desplazamientos por los pasillos del departamento cuya trayectoria –por alguna razón desconocida– pasaba de manera insoslayable por un costado de los casilleros de correspondencia que colgaban de la pared en forma de una colmena. En su parte inferior, yacía una casilla vacía que pedía a gritos que su hueco se rellenara de correspondencia. Este vacío dejó una herida abierta en la psique del profesor. Soñaba con un sobre que llevaba el sello morado del Honorable Gremio de Académicos. Saboreaba con anticipación la notificación que colmará todos los vacíos existenciales acumulados a lo largo de su carrera.

El profesor imaginaba la escena que rematará sus ambiciones. Luego de una sorpresa momentánea, seguida de un ajuste mecánico de mis lentes, confirmaré la autenticidad del sello postal y regresaré a mi oficina con el corazón en la garganta.

El profesor se preguntó, ¿abriré el sobre de buenas a primeras? Tal vez, pero, por ningún motivo, daré a conocer la noticia de manera vulgar, en una carta administrativamente redactada y dirigida al jefe. No señor, en los asuntos como este, se da el tiempo al tiempo. Primero, la noticia ha de asentarse en mi mente para que me dé la oportunidad de… concientizarme de mi nuevo estatus académico.

Luego de un par de semanas, el profesor dio rienda suelta a su ensoñación. La información se dará a conocer en ocasión de alguna reunión con los pares convocados a mi oficina para discutir algún asunto filosófico. Posiblemente, algún alumno de doctorado tendrá el honor de acompañarnos porque cuando uno lleva el corazón en la mano, abre sus brazos a todos para compartir los hechos fortuitos con ellos. Bueno, el sobre abandonado en mi escritorio no tardará en atraer la atención de alguno de mis colegas. Una lluvia de felicitaciones inundará mi oficina y la nueva cundirá por toda la universidad como una tormenta.

Pero despacito –el pulso del profesor tamborileaba con fuerza–, hay que tomar las cosas con calma para no perder de vista la complejidad del asunto. Con mi aplomo acostumbrado, informaré a los colegas y directivos que la invitación, más bien el nombramiento, me cayó de improviso en medio de mi trabajo sobre una obra reclamada durante años por aquel editor henchido, ya no me acuerdo de su nombre. Además, el nombramiento no es más que el fruto de una hilera de sacrificios en aras de la academia.

Pese a la inminente llegada del oficio, este se tardaba en encontrar su lugar de descanso en el casillero del profesor. Con el paso del tiempo, sus suspiros iban aumentando de profundidad mientras la ensoñación se volvía una pesadilla. Un par de visitas a la oficina del psiquiatra paliaron el desasosiego causado por la lentitud del tiempo, pero no domaron del todo los altibajos de su estado de ánimo. Algunas expresiones faciales mandaban señales de desesperación y otras de euforia. En una ocasión, se dejó oír una risa que nunca antes se había escapado de la boca del profesor. Parecía haberse pelado de alguna película de horror.

En el salón de clase, rodeado de discípulos, sus manos quedaban bajo la mesa, descansando en los muslos. Con la acechanza del fin de semestre, los dedos de su mano traviesa empezaron a pellizcar y, luego, estirar el pantalón como si temiesen que este iba a deslizarse para enrollarse entre sus tobillos.

Un año de anticipación se escurrió desde aquella reunión con la doctora en el restaurante. Los retazos de su conversación atesorados en su memoria empezaron a deshilacharse. ¿Qué término usó para expresar mi adhesión al Gremio? ¿Cómo dijo que se llamaba el director de este?

Un sábado por la tarde, al desplegar el periódico sobre el escritorio, una foto de la doctora saltó a la vista del profesor. Más abajo, decía: “Al igual que el año pasado, la doctora dará a conocer el contenido de sus últimas investigaciones en la conferencia inaugural del Congreso que como siempre permanece abierto al público en general. Conforme al protocolo, los más reconocidos investigadores del país y el extranjero fueron convocados…”

–¿Y yo? –se preguntó el profesor y quedó en suspenso.

En las vísperas del Congreso, luciendo un traje Oxford con olor a tintorería, el profesor se detuvo ante la puerta de la grand suite que, según los recepcionistas, estaba reservada para la encargada de la inauguración del evento. Los nudillos llamaron a la puerta e interrumpieron el sonido de la ropa que se extraía de alguna maleta y se arrojaba sobre una cama o un sillón.

–¿Quién es? –se escuchó la voz inolvidable de la doctora.

Silencio.

–¿Quién es? –con un tono de impaciencia.

–Soy yo… –carraspeó– Hansito.

Los ruidos de la suite retomaron su curso con un ritmo acelerado, pero el sonido de la ropa fue sustituido por el de la papelería. Finalmente, se escuchó el golpe de una tapa de maleta y, tras unos pasos apresurados, se abrió la puerta.

El rostro de la doctora estaba encendido. En el puño, asía un fajo de papeles enrollados. El profesor dio un paso hacia atrás y la mujer hacia adelante.

–¿Cómo te atreves a buscarme? –Preguntó la doctora.

El profesor farfulló algunos sonidos mientras se encogía de hombros.

–¿Por qué me miras como un becerro? ¿Qué es esto? –y agitó el rollo de papeles ante la cara del profesor.

Otro intento de responder quedó trabado en la garganta del profesor.

–¿Me lo hiciste a mí? –preguntó a gritos la doctora y el profesor vio su campanilla revoloteando en la bóveda del paladar.

–Yo confié en ti y tú, ¿qué hiciste? Me ridiculizaste. ¿Sabes lo que dijeron de mi ponencia?… ¿Lo sabes? –Y asestó un golpe a la calvicie del profesor con la ponencia que este le había enviado un mes después de la alianza que forjaron hace un año.

Con el siguiente contacto de las hojas con la testa del profesor, los papeles volaron a los cuatro vientos. Algunos se esparcieron por el pasillo mientras otros emprendieron su bajada en planeo por la bóveda del hotel y aterrizaron en el restaurante de la planta baja. Por allí patrullaban los peces prestos para una probadita del papel manchado de tinta.

Bajo la ofensiva de la furia, las piernas del profesor emprendieron la retirada a tropezones hacia los elevadores.

–¡Que yo presento información trillada! ¡Yo! ¿Escuchaste? ¿Me escuchaste? –Al cabo y al fin, un portazo cortó los gritos de la doctora.

Al llegar a los elevadores. El perseguido se apoyó con una mano en la pared, cerró los ojos y murmuró “Hansito”.

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Nació en Belgrado, ex Yugoslavia. Vivió y sobrevivió en cinco países. Impartió clases en dos universidades mexicanas y dos estadounidenses. Participó en actividades académicas con: cuarenta y un artículos, cuatro libros individuales, coordinación de once libros colaborativos, cuarenta exposiciones y siete capítulos de libros. También ha sido integrante de diez comités editoriales, cuatro academias y presidente de la Asociación de Profesores del ITESM.