Historia personal de la narrativa Costarrisible – Parte II

1 octubre, 2007

Cortés parte de una mezcla de géneros para hacer una diatriba refrescante sobre la literatura que desde 1975 se escribe en su país, y en Centroamérica o quizá una invitación a la que se pudiera escribir. Su texto, a veces diálogo, a veces ficción, a veces crónica, no deja indiferente, pero confirma, paradójicamente, lo que Pablo Antonio Cuadra decía: “que la Literatura Centroamericana era la más importante del continente”. Y lo que hace Cortés es mirar hacia atrás. Por su texto desfilan desde Rubén Darío a Chavela Vargas, figuras y personajes que de alguna manera se definen o se confunden en ese lugar llamado Centroamérica.     


Volviendo a Borges y a Sánchez, si mi conferencia hubiera girado sobre sus posibilidades de obtener el Nobel no habría sido nada raro que un profesor español, alemán o estadounidense, de esos que se especializan en saber lo que no saben, publicara más tarde un ensayo sobre la literatura de Jorge Luis Sánchez o sobre José León Borges. Por eso no lo hice, para no aumentar el malentendido que aún no existe, pero que podría existir. De todas formas con Borges ocurre algo parecido a la literatura costarricense sólo que al revés: se ha escrito tanto sobre él que una cosa más no tiene importancia y se puede decir cualquier cosa sobre Borges que siempre habrá alguien en el mundo que lo crea.

En 1999, durante el acto de clausura del año consagrado al centenario de Borges, uno de los miembros de la mesa principal dijo que no podía terminar el año borgiano sin leer su poema más importante. Todos nos quedamos a la expectativa, por supuesto, y el distinguido discípulo de Berta Singerman declamó con reverberante emoción “Instantes”, el poema apócrifo atribuido a Borges y que publicó el humorista Don Herold en el Reader’s Digest, en 1953. Lo recitó con un continuo llanto, intercalando los versos con sus sollozos, y cuando terminó el Teatro Nacional, conmovido, se vino abajo en aplausos. Desde el gallinero se escuchaban mujeres que seguían llorando y hasta algunos desmayos, en consecuencia nadie se atrevió a admitir que el poema no era de Borges sino hasta que el culto público se hubo retirado del auditorio y no había riesgo de desilusionar a nadie. No veo un género literario que le sienta mejor a ese texto: literatura del Reader’s Digest –al lado de secciones tan gustadas como La risa, remedio infalibleGajes del oficioCitas citablesAsí es la vida Enriquece tu vocabulario-.

¿Qué quiero decir? Que cualquiera puede no sólo hablar de Borges sino incluso escribir un poema de Borges, aunque sea malo, pero hacerlo pasar por bueno, o ni bueno ni malo, sino por un Borges. Probablemente con Neruda ocurriría lo mismo y ya hay unos apócrifos insufriblemente cursis de García Márquez sobre su supuesto cáncer y la necesidad de disfrutar de la vida, que son una especie de mezcla entre la desiderata de los afiches de las oficinas públicas, los poemas de amor de Mario Benedetti –“Somos mucho más que dos” y todo eso- y el testamento de Paolo Coelho cantado por Ricardo Arjona (o ya poniéndonos cursis, o evangélicos, por Juan Luis Guerra y los 12 mandamientos: amaos los unos sobre los otros).

En cambio casi nadie puede hablar de José León Sánchez. José León es un tipo único, un fuera de serie, y si tuviera que empezar por alguna parte empezaría por él, aunque no sé muy bien si es un escritor o si es otra cosa. José León supera todas las etiquetas y quizá su mayor obra sea él mismo y su mitología. Cada escritor funda su propia tradición.

Y así llegamos hasta aquí. Qué pasa si pensamos que todos los demás están equivocados y que somos nosotros los que forjamos la tradición. Una maldita tradición, que es la operación alquímica de transformar el plomo en oro, el papel en literatura. Si la historia de la literatura latinoamericana se escribiera de nuevo o se leyera de otro modo. Si las piezas se desordenaran como en la caricatura de Quino, en la que después de una fiesta la empleada ordena la sala, en la que sobresale el caos del Guernica de Picasso y al terminar la limpieza prevalece un orden perfecto, si Picasso hubiera sido un pintor clásico o un académico pequeñoburgués, y en el cuadro, como resultado de aquella operación de cambiar el centro por la periferia, ya no hay muñones, miembros destrozados, cuerpos tronchados, partes sanguinolentas y fragmentos humeantes, de cadáveres y de civilizaciones, sino que el desorden ha sido restituido al orden de una pintura convencional, casi un dibujo coloreado, sin sombras de ambigüedad, ni símbolos ni imágenes rotas.

Si eso mismo ocurriera en la literatura latinoamericana y las piezas se intercambiaran unas por otras, como podría pasar dentro de algunos siglos, y la literatura costarricense estuviera en el centro de la tradición y no en sus lejanos márgenes. No otra cosa hace Pablo Antonio Cuadra cuando escribe que la literatura centroamericana es la más importante de Latinoamérica.

A primera vista parece que se trata de una gigantesca exageración, de una humorada sacrílega, aunque esa exageración sólo la puede proferir alguien que provenga no tanto de Nicaragua como del país de Rubén Darío. Y, claro, pensando en Darío se torna un poco menos exagerada, pero de todas maneras parece una píldora difícil de tragar. Para probarlo, Pablo Antonio hace un recuento que comienza con el Popol Vuh, el libro central de la literatura precolombina, equivalente al Génesis para Mesoamérica y la tradición maya-quiché, y culmina en Darío y Asturias.

El Popol Vuh es uno de los tres códices mayas que se salvaron del fuego en el siglo XVI y reapareció misteriosamente tres siglos después escondido en el altar de la iglesia de Chichicastenango. Bernal Díaz del Castillo fue el primer novelista del Nuevo Mundo, del mismo modo en que Homero lo fue de la antigüedad clásica, como cuenta Carlos Fuentes. La conquista de México no es menos épica ni desmesurada que la guerra de Troya e igual de fantástica y estrafalaria. ¿Y quién puede asegurar que las dos realmente no ocurrieron? Díaz del Castillo se inspiró en el Amadís de Gaula y en los libros de caballería para escribir su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, la cual pretende enmendar la Crónica de la conquista de Nueva España de López de Gomara, publicada en 1552.

Díaz del Castillo concluyó su relato en 1568, a los 73 años, y cuando murió, en 1584, no imaginaba que su narración aguardaría 50 años después de su muerte para ser publicada en parte, bajo el imaginativo título de Verdadera historia de la conquista de Nueva España por Fernando Cortés y de las cosas acontecidas desde 1518 hasta la de su muerte en 1547, y después hasta 1550, escrita por el capitán Bernal Díaz del Castillo, uno de sus conquistadores, y sacada a luz por Fray Alonso Remón, y que aún esperaría 272 años más para ver la versión completa, casi cuatro siglos después de los acontecimientos que relata.

En el siglo XVIII, un guatemalteco, el jesuita Rafael Landívar, compuso el poema neolatino más importante desde Petrarca, la Rusticatio Mexicana, que no sólo es una de las grandes obras de la literatura colonial sino el primer canto del exilio en el Nuevo Mundo y, al ser un catálogo único de la flora y de la fauna americanos, en verso, se convirtió en el antecedente de la Oda a la agricultura de la zona tórrida de Andrés Bello y del Canto general de Neruda.

Y en 1888, otro centroamericano, un nicaragüense, en este caso, Rubén Darío, introdujo el modernismo en la lengua castellana y 30 años más tarde, Salomón de la Selva y José Coronel Urtecho se sublevarían contra esta tradición y proclamarían la vanguardia. En 1946, la publicación de El señor presidente, de Miguel Angel Asturias, escrito una década antes, inauguró la novela contemporánea en Latinoamérica. Y así podrían añadirse otros nombres, como los de Rafael Arévalo Martínez, Cardoza y Aragón, Carlos Luis  Fallas, Cardenal o Monterroso, pero Díaz del Castillo, Landívar, Darío y Asturias parecen ser los más significativos para demostrar que estamos en el centro de la tradición y no en las márgenes o que el centro y la periferia son sólo formas de leer y de borrar.

Si esta operación es posible, intercambiar lo visible por lo invisible, entonces habría que volver a escribir la historia de la literatura latinoamericana y admitir que ésta no sería posible sin unos cuantos escritores costarricenses como Napoleón Pacheco, Marín Cañas y Carlos Luis Fallas, aunque ahora nadie los conozca ni reconozca sus nombres debajo de los nombres famosos. Tampoco voy a caer en el ridículo de hacer lo que hace un historiador nicaragüense, que asegura que el nombre de América proviene del nombre chorotega de la cordillera Chontaleña o “Amerrische”, y que Mercator lo tomó de las cartas de relación de Pedrarias Dávila para su gran mapa del mundo, en 1538, y luego Sebastian Münster para su famoso Die Nüw Welt de 1544.

Pero en serio me pregunto si Alejo Carpentier habría escrito El reino de este mundo sin leer previamente Once grados latitud norte de Napoléon Pacheco. O si Asturias y el mismo Carpentier habrían escrito, con 30 años de diferencia, El señor presidente El recurso del método,sin que Pacheco los hubiera hecho descubrir al malogrado dictador Tinoco en los relatos de Smoking room y llegaran a otear su sombra trastornada por las calles de París. Quizá tampoco habrían escrito lo que escribieron si Pacheco no los hubiera arrastrado a las exequias solemnes de corpore insepulto del inmortal Marqués de Peralta en la iglesia de La Madeleine.

Sin esfuerzo descubrimos sus rasgos patriarcales en El  recurso del método,no sólo detrás del personaje de Peralta -asistente, tiralevitas, sobalevas, huelepedos y chupamedias profesional del dictador-, sino incluso en el del protagonista, el ínclito Primer Magistrado de la Nación.

En 1930, muere en París don Manuel María de Peralta y Alfaro, Ministro Plenipotenciario de Costa Rica en París por cuatro décadas y recibe un entierro digno de un emperador, o de un general, con todos los honores militares, al haber muerto a los 83 años como decano del cuerpo diplomático en Francia y de los embajadores latinoamericanos en Europa. En su juventud reclamó el marquesado de Peralta al Vaticano y llegó a ser delegado concurrente ante los reinos de Inglaterra, Bélgica, España e Italia, la República de Weimar y la Santa Sede; fue miembro de número de la Real Academia Española de la Lengua, correspondiente de la Real Academia de Historia de Madrid y presidente vitalicio del Alto Patronazgo Hispano-Americano para la Celebración del Cuarto Centenario del Descubrimiento de América.

Es imposible ocultar que todo El recurso del método es un homenaje a la novela que Pacheco no pudo o no quiso seguir escribiendo por capítulos y que se encuentra en las “caricaturas noveladas” de Decapitados,del dibujante argentino Armando Maribona; en los bocetos del salvadoreño Toño Salazar o en la autobiografía El río. Novelas de caballería, la memoria-poema que el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón escribió a lo largo de su vida y publicó a los 80 años. Es la agonía de Montparnasse de la que habla el mismo Carpentier. Europa como centro del mundo y París como su ombligo cosmológico.

Pacheco, a pesar de ser tres años menor que Asturias y dos años mayor que Carpentier, y de estar en el lugar y en el momento adecuados, pudo haber hecho suyo el ideal de Petrarca: “Quisiera haber nacido en otro tiempo; como no puedo, vivo en el espíritu de los antiguos”. No se puede ser modernista toda la vida porque es antimoderno, la antítesis y no la síntesis. León Pacheco vivió inmerso en una época que llegaba a su final, el modernismo, dominada por la figura igualmente agónica del escritor cortesano. Llegó a París en 1919, apenas terminada la Gran Guerra, y se convirtió en secretario del “príncipe de los cronistas”, el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, el  adversario de Rubén Darío, el “príncipe de los poetas”, en la decadente mitología modernista. En broma y en serio diría después que se cambió el nombre de Napoleón a León para evitar confusiones con Bonaparte, porque “en Francia sólo puede haber un Napoléon”.

El mundo de la Belle époque es un mundo herido de muerte, que vive de los fantasmas del siglo anterior. Gómez Carrillo vive en Europa y viaja por el mundo a expensas del dictador guatemalteco Estrada Cabrera, quien servirá de modelo para El señor presidenteEl recurso del método El otoño del patriarca. Cuando muere, en 1927, una década después de Darío, ya no queda nada de la “Francia afrancesada”  que había falsificado la bohemia latinoamericana en París.

Ya no queda nada de los poetas disfrazados de poetas decadentes de las pomposas crónicas modernistas ni del “dictador ilustrado” que defendieron en sus panegíricos los poetas. Los poetas parásitos, los llaman sus críticos. Darío, Gómez Carrillo, Santos Chocano y Porfirio Barba Jacob, entre otros, vivían en Europa como cortesanos para ensalzar el nombre del tirano de turno.

Modernista de la última hora, Pacheco llegará tarde a la verdadera insurrección, la revolución surrealista. El mexicano José María González de Mendoza, quien traduce el Popol Vuh junto con Asturias, lo bautiza como el “filósofo cubista”, pero el París de León Pacheco termina de derrumbarse con el crack del 29. El costarricense vuelve a Costa Rica en 1932 y se olvida del mito del escritor latinoamericano en París. Se convierte en el atildado profesor de literatura “Monsieur Pacheco” y se casa con una de sus alumnas del Colegio de Señoritas. En 1958 regresa a París como embajador y el general De Gaulle premia sus servicios a la Francia Libre con la Legión de Honor.

Su amigo Carpentier, ya lo sabemos, toma el camino contrario. Adhiere con entusiasmo a la Revolución Cubana y se consagra a sus obras maestras. Pacheco nunca más escribe ficción y en sus dos últimas décadas publica sus “ensayos apasionados”, como él los llama, y que podrían intitularse “afrancesados”; colabora con artículos políticos en Combate, la revista de la socialdemocracia latinoamericana, y escribe misceláneas para la prensa local.

En 1980 están a punto de reencontrarse después de 40 años de amistad epistolar, y la expectativa entre ellos y sus amigos es desbordante. Al escribir El recurso del método, unos años antes, Carpentier desordena papeles en su casa familiar de La Habana y redescubre unos dibujos de su padre, el arquitecto francés Georges Julien de Carpentier. Corresponden a los planos del gran teatro de una ignota república caribeña. El novelista interroga a Pacheco, porque podría tratarse, probablemente, de un teatro en Guatemala, El Salvador o Costa Rica. Un misterio está a punto de despejarse…

Si los diseños no son obra directa suya, le escribe Carpentier a Pacheco, podría ser que su padre hubiera intervenido en alguna de las etapas del proyecto. El Teatro Nacional de El Salvador se quemó hace 50 años, le contesta Pacheco; el de Guatemala es moderno y el de Costa Rica permanece intacto.

La respuesta de Carpentier es jubilosa. Le escribe de nuevo confirmándole que vendrá con los planos de su padre y que, además, ha conservado algunos de los manuscritos de la etapa parisina de Pacheco. Con gusto se los regresará o, si prefiere, los depositará en la Biblioteca Nacional de París.

Pacheco se emociona ante la posibilidad de recuperar una parte de su pasado y en una serie de charlas repasa su relación amistosa con el ahora famoso escritor cubano, de quien se comenta que este año será premio Nobel de Literatura. En una de las charlas, que se realizan en el sala España de la Biblioteca Nacional, Pacheco rememora un episodio casi olvidado por los dos: cómo le salvó la vida a Carpentier en 1928.

El costarricense era entonces el influyente corresponsal acreditado en París de La Nación de Buenos Aires y se había hecho amigo de un joven y prometedor periodista y revolucionario cubano, Alejo Carpentier, recluido en las cárceles del general Machado por su oposición a la dictadura. Varios amigos de Carpentier, entre ellos el pintor mexicano Diego Rivera, intercedieron sin éxito en favor de su liberación, hasta que en 1928 se presentó una ocasión de oro.

Ese año, se reuniría en La Habana el VII Congreso de Prensa Latina, que agrupaba a los periódicos iberoamericanos e italianos en Francia, y sería presidido por el dictador en persona. Con el propósito de congraciarse con los invitados especiales, Machado indultó a algunos presos políticos y entre ellos le concedió arresto domiciliario a Carpentier. El régimen lo liberó, pero le decomisó el pasaporte y le impuso una férrea vigilancia a él y a su familia para impedirle salir de Cuba. Después del congreso volvería a prisión y todo auguraba que sería torturado o asesinado, como es usual en las dictaduras de entonces y de hoy.

Así que Pacheco ideó un plan para sacarlo del país: le dio su acreditación del diario La Nación al poeta surrealista Robert Desnos y lo envió a La Habana con un mensaje confidencial para Carpentier. Desnos le entregó su carné del congreso, su ropa y su equipaje, y Carpentier, disfrazándose del poeta francés, escapó del cerco policial. En el puerto se unió a los delegados, que eran despedidos al pie del barco por miembros del gabinete de Machado; por supuesto, nadie lo reconoció ni le solicitó sus documentos al afamado visitante.

A último minuto, antes de que zarpara el Espagne de vuelta a Europa, el auténtico Desnos se presentó en el muelle, se identificó como un periodista francés que había extraviado sus credenciales y la policía le permitió entrar al barco sin hacerle preguntas. Así escapó Carpentier de Cuba y viajó por primera vez a Francia.

En 1980, sin embargo, el misterio de los planos del Teatro Nacional y de los papeles de Monsieur Pacheco perdidos en París no se resolvió. Pacheco y Carpentier murieron aquel año, con tres meses de diferencia. Nunca sabremos si Carpentier habría ganado el Premio Nobel o si Pacheco hubiera escrito sus “desmemorias”, como las llamaba, a lo Malraux, a partir de aquellos cuadernos que le traía Carpentier. Me gusta imaginar o suponer que aquellas habrían sido unas memorias semejantes a París era una fiesta, el último libro que fue capaz de terminar Hemingway antes de dejar de escribir y pegarse un tiro y cuyos originales rescató de la cave de un hotel de París entre sus recuerdos de juventud.

En 1999, durante un encuentro de escritores en México, un fotógrafo me hizo una sesión de fotos para La Jornada y cuando terminamos me dijo: yo conozco escritores de todos los países, pero de Costa Rica sólo conozco a uno. Pensé que me hablaba de Cardona Peña, un poeta y cronista costarricense que vivió 60 años en México, y que en sus mejores años publicaba artículos, cuentos fantásticos y entrevistas con Diego Rivera en una cadena de periódicos regionales. Pero no era él. Me dijo que había publicado una novela sobre los aztecas o sobre el sitio de México-Tenochtitlán y supe de inmediato de quién se trataba.

José León Sánchez tiene todas las cualidades para ser un gran escritor: es el mentiroso más grande del mundo. Y la literatura consiste básicamente en eso: en contar mentiras y que los demás las crean. Tal vez por eso sea el único escritor costarricense catalogable dentro del posboom, sea lo que sea ese término, porque sus novelas nunca quisieron inscribirse en la corriente principal de la tradición latinoamericana sino en la literatura popular.

Cuando publicó Tenochtitlán. La última batalla de los aztecas, Televisa lo entrevistó y él aseguró que su verdadero nombre era Ocelótl –ocelote en náhuatl, el leopardo americano-, que provenía de una tribu de indios huetares y que había aprendido a hablar “cristiano” –una expresión secular para referirse al idioma español en contraposición del árabe- en la adolescencia. A menudo se refiere a Camilo José Cela, Gabriel García Márquez y Octavio Paz como sus amigos y maestros y en más de una ocasión ha dicho que ganará el Premio Nobel de Literatura.

Está bien, porque es la única manera de labrarse una leyenda y José León es legendario desde que a los 20 años intervino en el robo de las joyas de la Virgen de los Angeles, en 1950, y se convirtió en la leyenda de una leyenda. Estigmatizado como El Monstruo de la Basílica, escribió su primera obra, La isla de los hombres solos,a mano sobre bolsas de cemento en la prisión de la isla de San Lucas y en 1963 logró publicarlo en una rara edición poligrafiada en la biblioteca del penal.

Desde que la publicó la editorial mexicana Novaro, y más tarde Grijalbo, ha vendido más de dos millones de ejemplares, ha completado cien ediciones  en castellano y se ha adaptado dos veces al cine. Si se pretende juzgar su calidad cinematográfica, las dos películas no son buenas, de la misma manera en que José León no escribe como un novelista preocupado por el idioma sino como un testigo intentando transmitir la acción directa de sus historias. Si se le lee en otro idioma, seguramente se tendrá la sensación de que escribe mejor de lo que en verdad lo hace; sin hacer comparaciones absurdas, por supuesto, lo mismo se decía de Dostoievski, cuyas traducciones limaban las asperezas idiomáticas e incorrecciones de su estilo.

José León no escribe muy bien, es cierto, con excepción de sus dos últimas obras importantes, Tenochtitlán (1986) y Campanas para llamar al viento (1989), que intentan ser más “literarias” –y no siempre en el buen sentido-. Pero eso no es lo importante. Un escritor que tiene algo que decir lo logra hacer a pesar del idioma en que se expresa. Un escritor que tiene algo que decir inventa su propio idioma. Y José León Sánchez tiene algo que decir, de eso no hay duda.

Lo mejor de su obra es Tenochtitlán, en donde su obsesión por revelar la visión de los vencidos de la historia humana adquiere la proporción épica de la caída de la ciudad-estado de los aztecas.Para poner de relieve su particularidad como novela histórica habría que compararla con el injustamente olvidado El dios de la lluvia llora sobre México del húngaro Laszlo Passuth y el superventas Azteca de Gary Jennings.

Pero hay diferencias fundamentales: desde que salió del pueblo de Cucaracho de Río Cuarto de Alajuela, como niño expósito, José León ha sido víctima de la historia oficial; por lo tanto, descree de ella. Sus libros muestran su reverso, la epopeya del paria, del renegado, del perdedor. Tenochtitlán se basa en la narración de la única mujer cronista de la guerra, Bartola de Ixtapalapa, y en otros testimonios poco conocidos. El foco de atención no se centra en los grandes señores de la guerra sino en las víctimas anónimas. Campanas para llamar al viento rescata la figura del misionero franciscano Fray Junípero Serra, evangelizador de California y reverso espiritual del conquistador sanguinario que acabó con la civilización precolombina.

La narrativa de José León escarba en las contradicciones fundamentales de una sociedad que aún no lo tolera no sólo por su pecado original –el robo de la Basílica de Los Angeles, centro de la identidad religiosa y simbólica del país- sino por su condición de clase y su éxito popular, que lo vuelve doblemente sospechoso.

José León reivindica su propia marginalidad por medio de la novela histórica –que le permite insertarse en la tradición de Mesoamérica y México y acceder a una redención cultural- y del testimonio personal –La isla de los hombres solos Cuando nos alcanza el ayer (1999)-, en el cual explora y conjura su pasado de delincuente juvenil y “antisocial”.

Si tuviera que empezar por alguna parte empezaría por él y por su novela “maldita”, La luna de la hierba roja, que es quizá la menos conocida de sus obras. Cuando empezó a circular, en 1985,  ocasionó un escándalo local que impidió que fuera leída como literatura sino como denuncia revanchista o “sacada de clavo” del autor contra algunos de sus detractores. Para los lectores locales fue una novela en clave en la que había que descubrir los referentes reales detrás de las situaciones y personajes imaginarios.

Anteriormente, algunas novelas de Alfonso Chase (Las puertas de la noche, 1974), Alberto Cañas (Feliz año, Chaves Chaves, 1975), Gerardo César Hurtado (Los vencidos, 1977), Quince Duncan (Final de calle, 1979) y Julieta Pinto (El eco de los pasos, 1979), habían incursionado en la denuncia de los abusos del poder y la sátira política; con todo, La luna de la hierba roja es la primera que muestra el sistema político al servicio de la corrupción en un país caribeño –Orillarica-, dominado por la politiquería, el crimen y la injusticia, y en el que se enfrentan el juego de intereses de las clases dominantes con la guerrilla y la geopolítica internacional.

La novela se adelanta a su época y, por supuesto, la caricatura que propone de la sociedad costarricense y de la situación centroamericana fue rechazada de una forma virulenta. A la vez, esta incipiente visión crítica es reconocible en otras obras de la época como Tenés nombre de arcángel (1988) de Fernando Durán Ayanegui, los relatos de Virgilio Mora y, sobre todo, Esa orilla sin nadie (1988) de Hugo Rivas, en la que la corrupción institucional se entremezcla con la historia de un país concreto en una época específica: Costa Rica, años ochenta.

Este es el germen de todo lo que vendría después.

Hasta los ochentas, la novela costarricense había sido potencial, pensó Méndez Lihn. Y luego me lo dijo. ¿Qué quiero decir con eso? Nada que ver con el grupo OULIPO (Ouvroir de Littèrature Potentielle o taller de literatura potencial) de Raymond Queneau e Italo Calvino, que ni lo conocen en estos cafetales iluminados. Tiene que ver con lo que pudo ser y no fue. Dio grandes novelistas, es cierto, como Marín Cañas, Fallas y Yolanda, pero todos dejaron su obra a la mitad. Hasta 1992, sólo Joaquín Gutiérrez y José León Sánchez  habían superado la cifra mágica de los 50 años. La maldición de los 50: no sobrevivirás a la media centuria. La maldición del medio siglo. Marín Cañas dejó de escribir a los 38 y Fallas vio destruidas dos obras inéditas en el saqueo de su casa, durante la revolución de 1948. Tenía 40 años y sólo viviría 17 años más para reconstruir la segunda parte de Mamita Yunai y nunca lo hizo. Pero publicó Marcos Ramírez. Y lo publicó en 1952. Con eso es suficiente. Pero nunca es suficiente.

Después intentó seguir escribiendo y la enfermedad no lo dejó. Y eso fue todo, se dijo inmediatamente Méndez Lihn, y pronunció aquellos nombres mágicos, de rara eufonía: Fallas, Calufa, Marcos Ramírez. Y los repitió varias veces.

Nunca pudo reescribir la segunda parte de Mamita Yunai ni de Gentes y gentecillas, como hubiera deseado, ni recuperar los innumerables folios que les quemaron a él y a Carmen Lyra en la guerra civil, pero Marcos Ramírez y algunos capítulos de sus obras anteriores bastan para justificar su vida como escritor.

Yolanda murió a los 40, perdió los manuscritos de casi todas sus obras y los que no extravió se los entregó a Eunice Odio antes de morir y en 1974, después de la muerte de Eunice, los recuperó Elena para salvar el secreto, tal y como lo cuenta en La señora en su balcón. Elena. Se detuvo un momento a pronunciar aquel nombre: Elena.

Ese es mi destino, me dijo Méndez Lihn, y se calló un momento, antes de proseguir aclarándose la garganta. Elena, una de las dos Elenas, una con hache y otra sin hache, imagino yo que la mayor, le enseñó las obras perdidas de Yolanda en México. Y seguramente aún siguen ahí entre los papeles negligentes y ruinosos de Elena, orinados por los gatos. Eso fue todo lo que me dijo, Elena, pero no era necesario saber más. Elena. Yo sabía muy bien de qué Elena se trataba. Una Elena sin hache, una de las dos Elenas del Cantar de ciegos de Carlos Fuentes o de La pérdida del reino de Pepe Bianco. La Elenita de Cortázar o de Bioy Casares. La innombrable, como le decía Octavio Paz, la plaga de mi vida. Méndez Lihn me relató el episodio un poco después.

León Pacheco publicó su única novela 25 años después de haberla escrito y abandonó en París el resto de su obra narrativa. Cuando publicó Once grados latitud norte,en 1974, ni siquiera la salvó el nuevo nombre que le puso, Los pantanos del infierno, y pasó inadvertida. Desde el año anterior, Joaquín Gutiérrez había clausurado el ciclo de la novela bananera con Murámonos, Federico. Fabián Dobles tenía 44 años cuando escribió su última obra importante, en 1962. Después de Diario de una multitud, a sus 46 años, Carmen Naranjo no publicó ninguna otra novela relevante. A los 60 años, Gutiérrez dejó de escribir ficción y a la misma edad José León Sánchez desistió de escribir Los rifleros del coronel Sanders y quemó sus manuscritos. Hugo Rivas murió a los 38 años y dejó inédita casi toda su obra.

Ese es mi destino, me repitió. Y me revuelvo en él como un cerdo en el lodazal.

No le dije que yo rechazaba el término de literatura potencial: toda literatura lo es porque sus lecturas posibles son infinitas. Toda obra es infinita, por lo tanto. ¿No nos lo enseñó Borges? No se lo dije, ¿para qué se lo iba a decir?, recapacité en mis adentros: sí, y sin embargo Dobles escribió y publicó Los años, pequeños días a los 70, dos décadas después de no publicar nada nuevo. ¿Eso no es importante para contrarrestar tu maldita maldición? No se lo dije porque Méndez Lihn me hubiera replicado: estamos hablando de obras importantes. ¿Y Carmen Naranjo?, le contestaría yo. ¿Sus mejores cuentos no los publicó en los ochentas, en su última década de producción frenética, entre sus 55 y 60 años? ¿No pensaste en eso?

Sí, en eso tenés razón, me diría. O tal vez no. Con Méndez Lihn nunca se sabe. Me diría: hablo de obras importantes, de novelas, el cuento está muerto después de Cortázar. O de Borges. De tu querido Borges, me diría con hiriente ironía. Que es lo mismo. Cortázar lo terminó de matar. Cuando Cortázar publicaba sus cuentos, sus últimos cuentos extraordinarios de Todos los fuegos el fuego, de 1966, la literatura universal transcurría por ellos. Ahora el parámetro es la novela, a pesar de Movimiento perpetuo (1972) de Tito Monterroso o de El arte de la fuga (1996) de Sergio Pitol, que son posteriores, y que son ficciones sobre la ficción. El cuento, con Borges, inevitablemente, se convierte en ensayo: el tema de los cuentos es cómo contarlos, la parodia de un género que ya no existe. El fantasma en el espejo.

No importa, me diría. A mí me persigue esta maldición que tiene que ver con el complejo de Peter Pan: la madurez te mata en el país de la eyaculación precoz. Todos somos eyaculadores precoces, somos geniales a los 20 o 30 años, después desaparecemos. No existe la tradición. No hay maestros de 60 o 70 años que reinventen la literatura con cada libro que publiquen. Es al contrario: sus libros nuevos son peores que los anteriores y ya nadie recuerda sus primeros libros ni por qué supuestamente fueron buenos. Para seguir escribiendo después de los 40 o 50 años hay que llegar a la paradoja perfecta: una ambición desmedida para seguir adelante y una humildad infinita para aceptar que no se ha logrado nada, que hay que recomenzar todos los días el castillo de arena. Creerse un emperador y trabajar como un esclavo.

Toda mi vida he rehuido llegar a esta edad, la edad de la disolución, la edad del libro mudo, porque sé que tengo dos alternativas: quedarme mudo, quiero decir, dejar de escribir, morderme la lengua, o morirme. Morirme como Yolanda, Calufa, Hugo Rivas. O morirme por dentro, como los que dejaron de publicar. Todos somos escritores potenciales porque no queremos llegar hasta el fondo y en el fondo está la muerte o el escarnio. ¿Qué hubiera escrito Marín Cañas después de Pedro Arnáez si no hubiera estado conciente de que era su obra mayor? Se calló por 30 años. Se tragó la lengua.

Siempre te conté que Marín Cañas dejó de escribir por una decepción, llamémosla literaria, la del concurso Farrar & Rinehart, pero no es cierto, siguió Méndez Lihn. Siempre te conté la historia del premio para escoger a la mejor novela latinoamericana de 1941, en Nueva York. “El desastre del 40”, la llamaba Yolanda. La política del buen vecino, la llamaría yo. El palanganeo nacional, deberíamos decir. ¿Cuál es la leyenda? Marín Cañas envió su original engomado en el lomo, con las páginas pegadas, y como se lo devolvieron sin abrir no escribió nada más y dejó de publicar por décadas. Pero no es cierto. Eso no fue lo que pasó.

Cada país organizó un concurso interno para escoger una novela nacional y enviarla a Nueva York a concursar con las candidatas de los demás países. Una novela local. Una única novela. El jurado costarricense, presidido por dos figuras tan cercanas y tan antípodas como Brenes Mesén y García Monge, y el “pueta” Rogelio Sotela, esperaba que se presentaran cinco o seis obras. Llegaron 18. ¿18 novelas en la Costa Rica de 1940? Una proeza. Algo se estaba moviendo en las mazmorras, sótanos y arenas movedizas del inconsciente colectivo. Del concurso salieron algunas novelas, Aguas turbias Mamita Yunai, y una obra maestra, Pedro Arnáez, pero sobre todo escritores: Yolanda Oreamuno, Calufa, Fabián Dobles, que dominaron la literatura costarricense hasta hace poco. Salió medio siglo de literatura costarricense, por lo menos hasta 1992, el año de la grieta: de este lado del abismo, Los molinos de Dios, y más allá, Asalto al paraíso. Pero ya antes se había producido el salto al vacío con Cachaza, TenochtitlánLa guerra prodigiosaMaría la noche o incluso La estrategia de la araña...

Entonces, ¿por qué dejó de escribir Marín Cañas?

El jurado, para no quedar mal con nadie, en el típico palanganeo local, escogió cinco finalistas entre las 18 enviadas a concurso y las premió todas: tres primeros lugares y dos menciones. Los tres primeros lugares fueron Por tierra firme de Yolanda Oreamuno, Aguas turbias de Fabián Dobles y Pedro Arnáez de Marín Cañas. Los dos segundos lugares fueron Valle nublado de Abelardo Bonilla y Once grados latitud norte de León Pacheco. Y eliminaron previamente Mamita Yunai de Fallas.

El escándalo fue triple y, como todo escándalo nacional, duró menos de tres días, tal vez tres horas, puede que tres suspiros, o ni siquiera, en el anecdotario costarrisible. Triple por los tres premios indecisos, por la decisión de Yolanda de renunciar al premio dividido por tres y quemar públicamente su obra en tres partes y, al cabo, por la descalificación anticipada de Fallas por pretendidas razones literarias –Mamita Yunai no era literatura, era una crónica- que, casi no hay que decirlo, eran ideológicas y políticas.

El fallo tripartito, tres veces indeciso, sigue siendo una pieza maestra de la idiosincrasia nativa: “Y se procedió a la obra difícil de razonar la eliminación de las que por juicio unánime del Jurado no reunían todos los merecimientos para situarse en la primera fila. Eran obras de mérito, ya por la calidad de la prosa o de la observación o del estudio o de la vida dramática de la novela, pero por algún otro motivo carecían de las virtudes presentes en otras obras del Concurso. Ardua en verdad fue la tarea de eliminar libros de erudición y de valor histórico que requirieron largos meses de preparación para emprenderse: ardua en verdad, la de eliminar estudios reflexivos de la sociedad y la política del país o los estudios psicológicos de otros que revelan un buen talento literario, o felices narraciones de viaje, escritas con animación y vida, cuadros llenos de vigor, pinturas excelentes de aquí y de allá se desprenden de las páginas como alucinaciones. Mas por ardua que nuestra función de jueces nos iba pareciendo, debíamos continuar seleccionando hasta llegar al fin. Sin embargo nos fue imposible la singularización –el subrayado es de Méndez Lihn-. Cinco de las novelas, muy desiguales entre sí, se quedaron en el primer plano… Otras que el Jurado no se permite mencionar específicamente, si se llegasen a publicar alcanzarían éxito merecido”.

Una vez olvidado el escándalo, Marín Cañas envió su novela con el lomo engomado a Nueva York y le fue devuelta intacta. Ganó un narrador peruano residente en Chile, Ciro Alegría, que pudo concluir su obra, El mundo es ancho y ajeno, a tiempo para el concurso gracias a la generosidad de unos amigos. El segundo premio fue para un ecuatoriano, Enrique Gil Gilbert, y su obra Nuestro pan. Las dos novelas responden al modelo de denuncia social, indigenista y agraria, con el que en ese momento se identificaba a la literatura latinoamericana. De haber sido leídas Pedro Arnáez Por tierra firme, introspectivas y subjetivas, igualmente hubieran sido descartadas, como lo fueron otras grandes novelas que llegaron a la preselección local o a Nueva York y perdieron el premio, como Yawar fiesta de José María Arguedas y Tiempo de abrazar de Juan Carlos Onetti. Tiempo de abrazar, la segunda novela escrita por Onetti, corrió una suerte parecida a Por tierra firme de Yolanda Oreamuno: permaneció extraviada por 35 años, reapareció y fue publicada en 1974. Si Onetti hubiera sido un escritor desconocido o de un país como Costa Rica, la novela se habría perdido para siempre.

En 1942, Enrique Macaya Lahmann fundó la Editorial Letras Nacionales y publicó, en ese orden, dos obras que cambiaron la historia de la literatura costarricense: Ese que llaman pueblo, la segunda novela escrita por Fabián Dobles y uno de sus mejores libros, y Pedro Arnáez. Y así pasaron 30 años sin que Marín Cañas publicara nada más y lo que publicó al final de su vida fueron recopilaciones de sus artículos periodísticos, escritos al principio por obligación económica y luego por placer.

Nunca más publicó literatura de ficción.

¿Qué hubiera escrito Marín Cañas después de Pedro Arnáez si no hubiera caído preso de su propia maldición? La maldita maldición del silencio, del libro mudo. Los buenos escritores son como vampiros: sólo los matan con una estaca en el corazón, como dice Truman Capote. Pero también, igual que los vampiros, no pueden reflejarse en los espejos. No pueden verse a sí mismos y al mismo tiempo no pueden dejar de hacerlo y cultivar su jardín interior. Marín Cañas supo que nunca podría regresar a la perfección de Pedro Arnáez, o si no lo supo lo intuyó o no se atrevió a intentarlo. En otro país los lectores o los editores se lo hubieran exigido. En Costa Rica no.

Un escritor seguro de sí mismo está perdido y un escritor que dude todo el tiempo también está perdido. Por eso no volvió a escribir.

¿Qué me pasa a mí? ¿Lo sabés, verdad?, Tito, me preguntó Méndez Lihn. Se quedó un rato en silencio y luego seguimos conversando. Recordé que uno de los mejores libros no escritos de Méndez Lihn iba a llamarse Escritores que mueren a los 50 años y trataba de algunas de sus obsesiones personales: Francis Scott Fitzgerald, Malcolm Lowry, Raymond Carver, Reinaldo Arenas. Creo que nunca lo escribió.

¿Y qué pasó entonces en Madrid?, le dije de vuelta.

Me morí, me dijo, me morí de miedo, imaginándome la sangre que manaba de los tacones de Yolanda clavados sobre el escritorio, manchando las páginas vacías de mi conferencia. No pude decir nada. Yo no pude decir una palabra. Eduardo Becerra entregó al día siguiente mi conferencia Diez tesis sobre el futuro de la novela costarrisible en fotocopias y yo me devolví con un ataque de pánico.

Pero esa fue la primera advertencia y no pude olvidarla. Venía por mí, ella venía por mí, y yo lo sabía.

¿Quién?, le pregunté a Méndez Lihn. ¿Quién viene por vos?

Ya vas a saberlo cuando hagás mi biografía. Bio-biblio-hagiografía, por supuesto, agregó riéndose con una mueca de agonía.

Mi biografía póstuma, como deben ser las biografías de los grandes escritores. Póstuma, completa, exhaustiva, escandalosa, no autorizada. Es más, desautorizada. Frívola, insensata e imaginaria de este genio que tenés al frente. Podés ponerle: Reencarnación de sí mismo. La biografía total de un escritor total. Por Tito Torres.

Su risa resonó en las paredes de la biblioteca y su estruendo produjo una cascada de columnas de libros que se rompían en el aire y estallaban con furia de olas. Para entretenerme pensé en un anagrama del nombre Yolanda Oreamuno que le cabía como anillo al dedo a Méndez Lihn: Amanerado nulo yo. Méndez Lihn. Patético. Yo incluido.

La única biografía posible de J.M. Méndez Lihn, R.I.P., era imaginaria.

La gran novela perdida. Historia personal de la narrativa costarrisible. San José: Perro Azul, 2007. Colección Miradas Subjetivas, Centro Cultural de España.

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San José, 1962.
Es periodista, escritor y ensayista. Ha publicado ocho libros de poesía en Costa Rica, Guatemala, México y España y en el 2004 recibió el Premio Mesoamericano “Luis Cardoza y Aragón” por Autorretratos y cruci/ficciones (CONACULTA, México, 2006).

En 1999 publicó en México su novela Cruz de olvido, que obtuvo el premio nacional de novela en Costa Rica y se reeditó en España en el 2008. Es autor de las novelas Tanda de cuatro con Laura (2002), del ensayo-ficción La gran novela perdida. Historia personal de la narrativa costarrisible (2007) y del libro de cuentos La última aventura de Batman (2010), premio nacional de cuento.

En el 2010 fue incluido por la editorial francesa Gallimard en la antología de cuentos Les bonnes nouvelles de l’Amérique Latine.