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Historia vertical. Javier González Blandino

1 agosto, 2011

Con inusitado interés he leído, a saltos y completos, cada uno de los cuentos que conforman Historia vertical de Javier González Blandino. A saltos porque empecé a leer en las pausas obligadas de un largo viaje en autobús, y completos porque ya en casa disfruté atando los hilos con los cuales la literatura teje sus tramas.

Caracteriza la obra de este joven escritor nicaragüense —nacido en La Paz Centro, León, en el año de 1984—, una madura conciencia de oficio en cuanto al manejo de recursos literarios como al ejercicio mismo de narrar bien una historia con pocos elementos. Sin duda estamos ante un auténtico escritor dotado de recursos y técnicas. En el libro resuena la voz coloquial de los personajes cuando el narrador les cede la voz y hablan, también es cuidada la descripción exacta de gestos, de acciones y de pensamientos, y, por ende, cuando se acomete, el monólogo resulta eficaz y contundente.

Así esta lectura inaugural de su obra la hacemos con fe en un destino literario promisorio, por supuesto, en todo cuanto tiene de camino por recorrer, factible de perfección de sus herramientas y el estilo que, no obstante, ya le son propios. Asunto que el tiempo, como sucede con el buen vino, de seguro proveerá.

Si bien hay lectores para quienes un cuento lo define el personaje (el caso excepcional sería  el Bartebly de Herman Melville), a otros les seduce más el narrador (Bruno de El Perseguidor sería un ejemplo de exquisita ironía, quizá también ese niño hambriento que llevamos dentro llamado Macario, cuya voz insufla de un aire familiar el primer relato del libro). A otros lectores, entre quienes me incluyo, nos complace más la atmosfera de la historia en sus pormenores que resultan poco claros de precisar pero que bien se recuerdan, incluso aunque nada parezca ocurrir dentro de ese universo de cosas importantes y al tiempo intrascendentes (pienso, por ahora, en Julio Ramón Ribeiro, sin olvidar antes del otro lado a Chéjov).

En cuanto a los ejemplos dados estimo necesario declarar que Historia vertical contiene todos estos rasgos. Personajes como José Ángel de El encuentro es algo más que un prototipo del jayán y ladrón que sirve para revelar el conflicto espiritual, moral y político de una sociedad en crisis de sentido y valores. Tenemos también el narrador del cuento Ámbar que de seguro tiene mucho más por contar de sus días y sus noches como ocurre con los relatos de Onetti, e historias como la que da nombre al libro son algo excepcionales, esto porque Javier González Blandino incorpora de manera equilibrada varios registros, sin que acaso ninguno de los recursos se sobreponga y opaque el brillo de tradición como de carácter experimental que hay en el relato, para hacer del mosaico o puzzle de vida y destinos varios una sola pieza entera, pulida, redonda.

Este cuento en particular ejercita la hibridación narrativa con rigor y maestría, así el joven escritor practica sin fallos su estilo, ya que el carácter visual se mezcla con el sonoro, lo conceptual con la praxis, y el resultado de alternar en el plano estos medios y signos entrega la historia de la mujer enferma por el abuso, el diálogo de los hombres en la calle que se escucha como telón de fondo de otras tribulaciones, y la voz en off del escritor que monologa con su propia conciencia creativa, para así darnos una teoría del cuento que en ese mismo instante ejecuta porque se trata del relato leído ahora por nosotros.

De tal suerte que el título en singular de Historia vertical revela sin embargo la pluralidad de voces y escrituras que los cuentos albergan. En ello el conglomerado social de Nicaragua tiene cabida, todo porque habla el campesino, el joven delincuente, la mujer, la infancia, el hombre solitario, la ciudad. Una constelación de registros hace entonces más interesante seguir el hilo de esa trama ya referida que es la vida y el destino de gentes comunes.

Uno de los detalles de ese tapiz que invitamos a seguir es aquél tópico del mal propio de nuestra literatura decimonónica,  recordemos, la enfermedad del cuerpo consistente, a veces, en crisis espirituales o dolencias morales y los escasos facultativos médicos de la ciencia o la superstición para detener o curar el avance inexorable de la muerte. Ya que son muchas son las novelas que desarrollan este tópico, —de María a Cecilia Valdéz, luego el falansterio en Onetti o la tierra caliente llena pestes y maravillosas desgracias de Álvaro Mutis—, se trata de una poderosa metáfora que Javier González Blandino retoma para entregar nuevos sentidos.

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