Historias para ser contadas. Conferencia inaugural del V Congreso del Foro de Periodismo Argentino

1 enero, 2010

Discurso de Sergio Ramírez al inaugurar el 5 de noviembre del año 2010, el V Congreso Nacional e Internacional del Foro de Periodismo Argentino, que se celebró en la Universidad de Palermo, Buenos Aires, Argentina, bajo el tema “Volver a las fuentes: cómo narrar historias   a las audiencias del Siglo XXI”.  Sergio fue presentado por Daniel Santoro, del diario El Clarín.


En la mente del escritor se arman constantemente escenarios de los que nos volvemos prisioneros. No puedo huir de las visiones de la realidad. Lo que siempre tendré en mis manos es un modelo para armar, con piezas sorpresivas que me entrega esa misma realidad que llega desde la vida turbulenta y desde las imágenes que reflejan esa turbulencia. Pero también el pasado me entrega piezas que no puedo desdeñar, y que reclaman ser parte de lo que tengo que contar.

América Latina resplandece en las historias que contamos con fulgores de azufre. Es un repertorio anormal el que se abre frente a nuestros ojos, entre la atrocidad y el delirio, pero de alguna manera planeamos como aves de presa sobre ese paisaje extraño, por anormal, lleno de historias seductoras, muchas de ellas determinadas por el poder.

Nuestra historia pública tiene una extravagante tendencia de parir personajes hechos a la medida de la novela; y siendo hermanas de leche las dos, historia y novela,  no deja de parecer esto un asunto de favor entre quienes, más allá de su vínculo consanguíneo, se aman a veces, y otras se repelen, como ocurre tantas veces entre mujeres apasionadas. Cuando la historia, que se mueve sobre el piso de la realidad terrena da a luz a una de sus criaturas, los mortales, que padecemos de la debilidad de la admiración por lo singular, o por lo anormal, solemos siempre decir que esa criatura parece “un personaje de novela”. Sobre todo si somos periodistas, o novelistas en busca de la sustancia de la singularidad, de lo atractivo, de lo que creemos que despertará el interés de quienes nos leen.

De estas criaturas terrenales nacidas de la historia para reinar en la novela, y en las crónicas, que son a veces verdaderos fenómenos, como los terneros de dos cabezas, o los potrillos de seis patas, y que causan admiración, y  a veces espanto, hemos tenido muchas en América Latina, como las que llenan las páginas de La Metamorfosis de Ovidio, y solemos asociar su aparición al subdesarrollo, como si la pobreza y el atraso fueran su mejor caldo de cultivo.  Los caudillos, sobre todo, que no dejan de reproducirse como si su matriz fuese inagotable. Caudillos políticos, las panteras condecoradas de que hablaba Rubén Darío, y ahora los caudillos narcos, vestidos de oro y de diamantes.

¿Dónde está la frontera entre novela y periodismo? ¿Cuál es el límite entre la narración imaginativa y la narración de hechos ciertos? ¿En qué punto se separan los personajes de carne y hueso de los personajes que urde la imaginación? La vida nos entrega sus materiales a unos y otros, novelistas y cronistas, y los novelistas gozamos de más ventajas porque podemos alterar y trastocar los hechos. Podemos, como dice Shakespeare en el acto I de El Rey Enrique V, dividir a un hombre en mil partes, vestir o desvestir a los reyes, saltar sobre las épocas, amontonar los acontecimientos de numerosos años en una hora.

Pero el cronista puede echar mano de los recursos del novelista sin faltar a la verdad. Usar sus artilugios y sus trampas, hacer que el lector entre en el juego de las sorpresas, del suspense, de los finales imprevistos. Podemos compartir personajes. Podemos compartir reglas, si estamos frente a los mismos escenarios y frente a los mismos personajes.

Ningún cronista más meticuloso que Flaubert a la hora de describir la insurrección de París de 1848 en su novela La educación sentimental, todo un reportaje que no falta nunca a la verdad, calle tras calle, barricada tras barricada, porque para mentir en la novela se debe ser riguroso con los hechos. Como el corresponsal de guerra que es Tolstoi en Guerra y Paz, a la hora de describir todos los pormenores de la batalla de Borodino en 1812, metido al mismo tiempo en el entramado de las líneas rusas del general Kutuzov, y en las líneas francesas de Napoleón.

Seamos agradecidos con la historia de América Latina. Siempre nos está regalando personajes. Hace unos años apareció en los diarios la  fotografía de un caballero atildado, serio y atento a la cámara. El traje oscuro a rayas, de buen paño, cortado a la medida, se ajustaba al cuerpo de su dueño, y la corbata  podía ser Gucci, o podía ser Givenchy. No había duda sobre la marca de sus zapatos, Ferragano, pues según confesión propia es la única que usaba, y de los que guardaba cientos en su closet. Frente a él, tenía abierta una laptop.

Cuando andaba por las calles de Montería, en Colombia, utilizaba una caravana de cuatro vehículos Hummer blindados, y un cortejo de 20 guardaespaldas. Disponía, además, de un helicóptero privado. Se casó con una beldad de 20 años, y la fiesta de bodas fue amenizada por cinco orquestas, un verdadero festival de música salsa, según algunos de los invitados, que fueron alojados todos en cabañas de lujo construidas especialmente para la ocasión. Un príncipe, pues, del jet set.

El pie de foto explicaba que el elegante caballero se llamaba Salvatore Mancuso, desde finales de la década de los ochenta estratega militar e íntimo consejero del fundador de las fuerzas de Autodefensa Unidas de Colombia (AUC), los célebres paramilitares, o paras, Carlos Castaño, y luego su sucesor. La foto corresponde al momento en que declara frente a un fiscal penal en Medellín, encausado en más 50 procesos criminales por masacres, asesinatos, desapariciones, secuestros, extorsiones, torturas, tráfico de drogas, retención de rehenes, robo y terrorismo.

Ordenó el asesinato de miles de personas, según las cuentas judiciales. Los nombres y filiaciones de sus víctimas se hallan inscritos en la computadora portátil que aparece en la foto, pues identificó a cada una con su propio nombre.  Y es más. Hizo su presentación, como buen ejecutivo, mediante el programa Power Point.

También confesó, con aplomo y serenidad, que había  influenciado con dinero y apoyo logístico las tres últimas elecciones presidenciales de Colombia, que financió campañas de senadores, y que infiltró, además, los altos rangos del Ejército, de la Policía, y de la Fiscalía.

Pero hay muchos otros en este museo de cera, desde José López Rega, el poderoso brujo quiromántico que echaba cada mañana el destino público a suertes de Tarot en la Casa Rosada, y manejaba, además,  sus propio escuadrón de la muerte, la Triple A, como si se tratara de un club de fútbol, y que tan bien nos describe Tomás Eloy Martínez en La novela de Perón, hasta Vladimiro Montesinos, el todopoderoso jefe de los servicios secretos del dictador Alberto Fujimori, con aire de cantante de vodevil, que guardaba miles de cintas de video donde aparecía él mismo corrompiendo jueces, magistrados, diputados, empresarios, periodistas, militares, siempre un sobre lleno de dinero en su mano mientras las cámaras secretas trabajaban, una mano que también firmaba sentencias secretas de muerte. Es lo mismo que hacen los pervertidos sexuales, filmarse a sí mismos en ropas íntimas de mujer, látigo en mano.

Pero no olvidemos tampoco a los capos de los carteles del narcotráfico, creados en sus gustos y extravagancias a imagen de Pablo Escobar, otro de mis personajes favoritos, que hacían peregrinaciones a Jerusalén y coleccionaban cuadros de Botero y momias egipcias, que comían con la mano en vajillas de porcelana antigua rematadas por las viejas familias venidas a menos, dueños de harenes y zoológicos particulares donde se hacinaban hipopótamos enanos de Gambia, elefantes de Borneo y tigres de Bengala, y que vivían en castillos de Disney World rodeados de fosos rebosantes de caimanes.

Los barones de los carteles mexicanos aprendieron bien estos lujos extravagantes de sus pares colombianos, y agregaron al inventario los retretes y los lavabos de oro macizo, los ranchos con miles de cabezas de ganado, las reinas de belleza coronadas por ellos mismos, y las estrellas de la música norteña. Recuerdo una de esas historias con música de fondo. Cerca de las tres de la madrugada del domingo 26 de noviembre del año 2006, el cantante Valentín Elizalde, que tenía por nombre de guerra “El gallo de oro”, fue asesinado de veinticinco balazos al salir del recinto de ferias de Reynosa donde acababa de cantar su repertorio. Había cerrado con el corrido “A mis enemigos”, y eso decidió su muerte: en un sitio de Internet montado por el cartel de Sinaloa, acaudillado por el “Chapo” Guzmán, el corrido servía de banda sonora a imágenes que denigraban al cartel del Golfo, de Osiel Cárdenas, quien mandó cobrar la afrenta. Entre los carteles se libran guerras en la que se disputan territorios, rutas de ingreso de la cocaína, redes de distribución,  puertos y pistas de aterrizaje, control de procuradores,  jueces y policías, y como se ve, también son trofeos de caza quienes cantan la música de grupera.

Si Pablo Escobar era el rey de la farándula y de las poses exacerbadas de nuevo rico que coleccionaba mujeres y rinocerontes, Amado Carrillo Flores prefería la discreción para manejar su imperio del cartel de Juárez que le de deparó una fortuna calculada en 20.000 millones de dólares. Dueño de la flota aérea clandestina para el transporte de droga más grande del mundo, se ganó el nombre de “El señor de los cielos”. Y tanto quiso ocultarse, y borrar su presencia, que murió en un hospital privado en 1997 como consecuencia de una compleja operación de cirugía estética que había durado 8 horas, porque buscaba una identidad física completamente nueva, fracaso que causó el asesinato de todo el equipo de cirujanos.

El paraguas sangriento se abre hoy atrapado en un solo puño. Los narcos son dueños del negocio total. El tráfico de la droga, cocaína, heroína, marihuana, anfetaminas, el tráfico de emigrantes, el tráfico de mujeres forzadas al trabajo esclavo, el tráfico de órganos, el tráfico de la corrupción para comprar funcionarios públicos, agentes judiciales, jueces y magistrados, fiscales y policías. Y el lavado de dinero en todas las escalas, las redes invisibles de la economía, la protección de negocios de todo tamaño, como en los mejores tiempos de Chicago.

Son los que dejan cabezas humanas en parajes públicos como símbolos de su poder sanguinario, que es también un ritual, porque si Pablo Escobar propagó el culto al Divino Niño, los Zetas mexicanos propagan ahora el culto a la Santa Muerte que hace resplandecer en su mano la afilada guadaña que decapita, descuartiza, y amontona cadáveres en Ciudad Juárez, Tijuana, Reynosa,  Matamoros, a lo largo de todo el borde fronterizo con Estados Unidos.

El paisaje se extiende, vasto y desolador, pero no por eso es menos atractivo para quien tiene el oficio de ver e indagar, y de escribir lo que ve. Estamos condenados a este oficio del diablo. Pandilleros adolescentes organizados en fraternidades bajo códigos de honor secretos inscritos en sus tatuajes, que aprendieron el arte de matar en las calles de Los Ángeles, en las pantallas de televisión y en los videojuegos, y que se ven a sí mismos como héroes de su propia película, asociados ahora también al narcotráfico, el secuestro, la venta de protección, y que son capaces de incendiar autobuses llenos de pasajeros cuando no reciben la paga exigida, como en Guatemala y El Salvador, y cuyos jefes gobiernan a sus pandillas desde las cárceles cuando han sido apresados, como lo hacen también los narcotraficantes.

Verdad y ficción pasan a ser sacudidas por los mismos estremecimientos, o a caber en las mismas certidumbres. Lo que recrean las películas de Tarantino viene a ser lo mismo que lo que sucede de verdad en las calles de Río de Janeiro, donde los niños mendigos son muertos a balazos para que no afeen la ciudad, o en las de Ciudad Juárez, donde cada día muere al menos una mujer que antes ha sido torturada y mutilada, o en Guatemala, donde el obispo monseñor Juan José Gerardi fue asesinado a golpes con un ladrillo de concreto en 1998 al día siguiente de presentar su informe en cuatro tomos “Guatemala nunca más”,  sobre los miles de crímenes cometidos por el ejército y las fuerzas paramilitares, su nombre agregado así a la interminable lista de víctimas que él mismo había elaborado, un país donde hoy en día los jefes de policía son destituidos periódicamente por su probada complicidad con el narcotráfico. Guatemala es el único país del mundo donde la justicia se halla intervenida por una Comisión Internacional que depende del Secretario General de las Naciones Unidas y no de la autoridad del estado nacional. Una democracia que necesita muletas para caminar.

El secuestro como negocio capital del crimen organizado, que empezó en con los ricos, que hoy viven tras murallas electrificadas, vigilados por circuitos cerrados de televisión y guardaespaldas, siguió luego con la clase media, y se enseña ahora en los pobres más pobres, los emigrantes que atraviesan el continente en manos de las redes de “coyotes” para llegar hasta México donde les esperan los Zetas, que gobiernan desde el río Suchiate hasta el río Grande, para capturarlos y exigir por ellos rescates a sus familias que deben empeñar hasta el alma para conseguir las sumas exigidas a través de los teléfonos celulares, despachadas por money orders.

El símbolo más ominoso durante la guerra fría fue el muro de Berlín. Ahora los Estados Unidos alza un muro de más de dos mil kilómetros para detener a quienes van en busca del sueño americano. “Quiero un muro de Berlín para los inmigrantes”, ha dicho Joe Miller, uno de los líderes del Tea Party en Alaska, y candidato al senado. Un muro inteligente, atravesado por rayos láser, armado de detectores ultrasensibles, vigilado por aviones sin tripulantes. “Dadme a tus cansados, a tus pobres, a las muchedumbres que ansían respirar la libertad”, suena la vieja frase en el viejo disco rayado. Pero del otro lado, espera el racismo con sus garras relucientes, el ejemplo más insigne el sheriff Arpaio.

Otro personaje del museo de cera. Al sheriff Joe Arpaio le falta poco para llegar a los ochenta años, una edad a la que muy pocos piensan en seguir dando batallas, de cualquier clase que éstas sean. Es un anciano, pero un anciano pendenciero, y le gusta que le llamen “el sheriff más duro de los Estados Unidos”, como sobreviviente de las viejas películas del lejano oeste. Su jurisdicción abarca el condado de Maricopa, nombre que parece una broma, o el de un pueblo fantasma de ese mismo antiguo oeste, pero que cubre nada menos que el área metropolitana de la ciudad de Phoenix, la más poblada del estado de Arizona y punto de destino de miles de inmigrantes latinos que atraviesan escondidos la frontera desde México, a través del desierto de Sonora, en busca del tan engañoso sueño americano.

Él está allí, dueño de su reino, para detenerlos y escarnecerlos, vistiendo a sus prisioneros con uniformes de color rosa, y haciéndolos comer bazofia, pero no hace sino representar un sentimiento viejo y con garras, el de la discriminación racial y las ideas cavernarias que bien expresan los barones del Tea Party, como Paul Rand de Kentucky, electo senador este martes, que se opone a “ciertos puntos” de la Ley de Derechos Civiles votada en 1964. Un club de espectros que resucitan con poder político.

Pero el caleidoscopio no se detiene en la composición de sus figuras. Tenemos, además, a los caudillos latinoamericanos que encienden fuegos mesiánicos en las cuevas del poder, destinados por la divina providencia a quedarse gobernando para siempre, una de nuestras más viejas fantasmagorías decimonónicas repetida en un juego infinito de espejos nublados por los viejos vapores del populismo. Los dictadores no son materia agotada ni de la literatura ni del periodismo. No son fantasmas del viejo pasado, sino imágenes vivas del siglo veintiuno, arrastrados por la marea de la historia que no cesa de copiar sus eternos movimientos.

El discurso que proclama la reivindicación de los pobres se repite desde tribunas asentadas en un nuevo poder económico, incubado en la corrupción, bajo la lección aprendida de que sin poder económico no hay poder político que pueda ser sostenido. El ayer es hoy demasiado distante y los viejos motivos de lucha han quedado en el olvido. ¿Cuál es hoy la vestidura de los héroes? ¿Y los ideales? ¿Qué se hicieron? ¿Qué camino tomaron? La moral, la ética, parecen palabras anticuadas inscritas en diccionarios que levantan polvo cuando abrimos sus páginas.

Revolucionarios con cuentas cifradas en dólares, prósperos empresarios que cuando entraron en triunfo a la plaza colmada de pueblo en Managua, tantos años atrás, no tenían segunda camisa que ponerse, y hoy son dueños de bancos, de plantas de energía eólica, de redes de distribución de combustible, de estaciones de gasolina, de hoteles, de centros comerciales, de complejos turísticos en las playas, de haciendas de ganado. Para enriquecerse, como manda el nuevo credo, no valen reglas. La ética ha sido demolida desde sus cimientos. La principal violencia que sufrimos es la violencia contra la ética.

La corrupción está siempre en la foto. No como la actitud esporádica de un grupo de individuos, sino como una conducta que afecta al cuerpo social y busca de manera solapada una carta de legitimidad en la conciencia individual, y en la colectiva. Porque frente a los ojos del ciudadano los actos de corrupción no tienen castigo. Negocios ilícitos a la sombra del estado, tajadas en las privatizaciones, apropiación de bienes públicos, licitaciones amañadas, quiebras fraudulentas de bancos. Lavado de dinero a gran escala. La gente común adquiere la certeza de que hay una raya insalvable que traza los privilegios de la impunidad, privilegios que se vuelven naturales. La gente común transforma entonces su sentimiento de indefensión, en impotencia, y la impotencia, muchas veces en cinismo. ¿Si los otros pueden, porqué no yo? Y esa deserción ética en la conciencia, es la que concede al fenómeno de la corrupción un carácter orgánico. Nunca hemos estado tan desprovistos de una brújula ética como ahora.

Los sueños de la razón, que siempre engendran monstruos. Los guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia se volvieron narcotraficantes, un negocio bendecido por su anciano caudillo que murió de viejo en la selva. Y Sendero Luminoso. Los discípulos del Camarada Gonzalo se volvieron asesinos en serie, en disputa de crueldades con quienes los combatían bajo la dictadura de Fujimori.

Pero junto a la violencia contra le ética, está también la violencia contra la democracia. El autoritarismo, que nos amenaza siempre desde el fondo de nuestro pasado. También de esa violencia tenemos noticia todos los días. La inoperancia de las instituciones, el miedo a emitir leyes justas y el temor a dar sentencias justas. Y junto al desprecio a las leyes y a la constitución, la retórica que ampara la falsedad y la falta de transparencia en la conducta política.

Para quienes escribimos, y para quienes informamos, y hablo de la escritura como un denominador común que abarca a novelistas y periodistas que se valen de las palabras, el pasado se traslapa con el presente. En el certamen de periodismo de este año patrocinado por Cemex y la FNPI, la periodista argentina Leila Guerriero ganó con un reportaje que se llama “El rastro de los huesos”, y que trata sobre un tema a simple vista árido, la antropología forense.  Técnicos que excavan tumbas, cuelan la tierra, exponen húmeros, tibias, maxilares, cráneos, los limpian con brochas, determinan perforaciones de proyectiles, fracturas, los guardan en cajas, los rotulan, los clasifican. Pero no son huesos milenarios.

Son los huesos de los enterrados apenas ayer, de los que aún yacen miles en tumbas clandestinas en Argentina, Chile, Perú, Uruguay, Colombia, Guatemala. Seguimos desenterrando el pasado, tarea que toca a los antropólogos forenses, pero que es sobre todo de quienes escribimos. Nunca vamos a terminar de hacerlo, porque mientras más escarbamos, más huesos brotan a flor de tierra. Pero es nuestra historia, y debemos contarla con palabras, con las mejores palabras, en el lenguaje mismo de la literatura, porque el periodismo, para trascender a su muerte diaria, debe ser siempre literatura, en la medida en que debemos verlos como arte. Hay una estética de la muerte, una estética del horror. No hay remedio. La escritura no deja de ser un vapor que se alza de lo hondo de los osarios que guardan historias personales, martirios y penas, y nos guardan contra el olvido.

El pasado se asoma al abismo de lo contemporáneo, y se traslapa con el presente. En ese mismo concurso, el premio de fotografía lo ganó el mexicano Alejandro Cossío, un fotógrafo que trabaja desde hace trece años para el semanario Zeta de la ciudad de Tijuana, y va con su cámara adonde la obligación del día lo lleve. Y lo que más le ocupa en los últimos años es  retratar pilas de cadáveres abandonados en baldíos, cuerpos colgados de puentes urbanos, porque es lo que más abunda hoy en día en México, cadáveres colgantes, decapitados, descuartizados, apilados en montones.

Abismos repetidos. Quizás como en ningún otro lugar del planeta, los escritores y los periodistas latinoamericanos nos hemos visto a nosotros mismos como testigos oculares.  Es  un papel insoslayable, y al ser testigos, somos necesariamente cronistas. Cronistas de nuestro tiempo, a la par que desenterramos el pasado. Ver, y tocar. La historia pública ha estado siempre en la sustancia de nuestra escritura, y nunca ha sido posible contar historias privadas fuera del gran escenario de la historia pública, que nos seduce por sus anormalidades, que son al fin y al cabo su sustancia.

La épica narrativa que se cuenta con palabras en los libros, en los periódicos y en las revistas no viene a ser sino la suma de las pequeñas épicas, los dramas representados, a lo mejor, en las esquina más oscuras del escenario, entre la miseria y la corrupción, el éxodo hacia los espejismos y la épica pervertida,  y, además, la recurrencia  viciosa de nuestro pasado. El primer triunfo de quien escribe es identificar la historia que va a contar, aguzar el ojo para encontrarla, única entre muchas. Éste es la primera señal de identidad entre periodistas y novelistas, el saber ver, para encontrar, y luego contar.

Porque el pasado tiende a repetirse de manera viciosa, y aunque volvamos a ver las mismas imágenes de ayer,  esas imágenes sabidas vuelven a sorprendernos en forma de presente, también vicioso. Tiranos y caudillos. Demagogos de feria que  ofrecen aguas de colores como elíxires para todos los males.  Estuvieron en la vida, estuvieron en la historia, y estuvieron en la novela y en la crónica. La rueda gira, y vuelven a aparecer en el escenario con nuevas vestiduras, o a veces las mismas.

Lo más inquietante no es la materia de que estarán hecha los periódicos en el futuro, ni la forma en que las noticias llegarán a nosotros, sino cómo estará definido en términos éticos y de sustancia el universo de la información, cómo podremos ser siempre originales y creativos al contar, cómo podremos despertar interés entre quienes nos leen, desde luego que cualquiera que sea el mundo en que vivamos, siempre dependeremos de la necesidad de saber lo que ocurre, y de indagar en las tinieblas de la condición humana. Buscar la verdad significará siempre descubrir. Levantar tapaderas, abrir cerrojos, arrancar máscaras. Mi oficio es levantar piedras, decía José Saramago. No es mi culpa si debajo de esas piedras lo que encuentro son monstruos. Es decir, anormalidades, desfiguraciones, deformaciones.

Y el poder, por su propia naturaleza, busca ocultar. A mayor respeto de la institucionalidad democrática, mayor transparencia, mayor rendimiento voluntario de cuentas.  Pero el periodismo siempre estará enfrentado al poder que igual que el Minotauro deforme, busca esconderse en lo más oscuro de la cueva.

El  hecho del voto popular no confirma todo el proceso democrático, que es un asunto de cada día, y pasa necesariamente por la libertad de expresión. Tenemos gobernantes autoritarios electos, y ésa es la contradicción más visible de nuestros tiempos en América Latina. Gobernantes legítimos que se empeñan en conspirar contra la democracia misma, en el afán de quitar de por medio todo aquello que sirve de obstáculo al poder sin límites que quisieran tener en la mano. Y eso que ellos consideran obstáculos, son nada menos que los pilares de la institucionalidad.

No olvidemos que el periodismo nació en Latinoamérica en  el siglo diecinueve en contra del poder. En las mesas de redacción, instaladas al lado de las imprentas manuales y las cajas de chibaletes, y lo mismo al lado de los polvorines, se sentaban quienes tenían la doble condición de periodistas y luchadores por la libertad para escribir libelos, una palabra entonces legítima. Más que noticias, sin embargo, difundían ideas. De la mesa de redacción se solía subir al caballo para las campañas militares, o pasar a la cárcel, o al ostracismo, cuando no al paredón de fusilamiento.

Aquella identidad original entre ideología y difusión de ideas, más bien que de noticias, se ha ido modificando en aras de la objetividad a la hora de informar, pero no se ha modificado la toma de distancia frente al poder. Para beneficio de la modernidad, los periódicos que respaldan al gobierno de turno incondicionalmente, y pasan a ser sus voceros, se vuelven malditos. Los lectores reclaman siempre un espíritu crítico de parte del periódico que leen, un espacio de independencia.

Si los medios de comunicación tienen una función crucial, entre otras varias, es la de contribuir a que los gobernantes se sometan a las leyes, y no que ellos sometan a las leyes. Que tenga más peso la voluntad de las instituciones, que la voluntad de los individuos. Que la autoridad, en fin, sustituya al autoritarismo, y que los espacios de libertad ganados, no sean maltratados, ni reducidos. Entre ellos, por supuesto, el de la propia libertad de prensa.

Por eso el poder público cierra medios de comunicación, usa las cuentas publicitarias del estado como arma para someter, y reprime a los periodistas, que caen también bajo el castigo de otras manifestaciones de poder que no son ya las del estado, sino del narcotráfico. En México, hacia donde se ha ido trasladándole el centro de gravedad del negocio de la droga, decenas de periodistas han sido ejecutados desde el año 2.000, y hay periódicos que han decidido el cierre temporal ante las amenazas.  Frente al edificio del diario “Tabasco Hoy”,  en Villahermosa,  fue arrojada la cabeza de un redactor, mientras su cuerpo decapitado apareció en otro paraje de la ciudad. Los periódicos sufren ataques con bombas y granadas de fragmentación. Horror y terror que no cantarán los narcocorridos.

El Diario de Ciudad Juárez publicó hace poco un editorial de primera página que decía: “señores de las diferentes organizaciones que se disputan la plaza, queremos que nos expliquen qué es lo que quieren de nosotros, qué es lo que pretenden que publiquemos o dejemos de publicar, para saber a qué atenernos. Ustedes son, en estos momentos, las autoridades de facto en esta ciudad, porque los mandos instituidos legalmente no han podido hacer nada para impedir que nuestros compañeros sigan cayendo, a pesar de que reiteradamente se los hemos exigido”.

Acababan de asesinar a tiros a Luis Carlos Santiago, un fotógrafo de 21 años de edad, que trabajaba como becario desde hacia apenas seis meses en el periódico. Y no era el primero. Antes había caído, acribillado también por los carteles de la droga Armando Rodríguez, que solía apuntar en una pizarra la cuenta diaria de las víctimas de la Santa Muerte, hasta que su nombre pasó a sumarse a la lista.

Unos han visto el editorial como una claudicación. Otros, como un llamado de alerta. El director del periódico explicó después que se trataba de una ironía. Pero en todo caso es un hecho dramático que habla de cómo el poder del estado está siendo disputado por el poder del narcotráfico.

En todo caso, lo que nos toca defender son las palabras. Puede ser que en el futuro nuestras palabras ya no serán más impresas en papel, pero ese no es el asunto. El asunto es la calidad de las palabras, su sustancia, su textura literaria y su calidad ética. Podemos prever un mundo sin periódicos impresos, pero no un mundo sin palabras.

Cada vez que se cierra un periódico siento como si alguien talara un árbol frente a mi ventana, y que así mi paisaje personal se va quedando desolado. Este es un asunto personal, porque los diarios forman parte de mi propia esencia ciudadana, y de mi esencia cultural. Están talando un bosque que es mío, y dejando cada vez más huecos por los que se cuela la luz cruda que anuncia el páramo donde ni siquiera vuelve nunca a llover.

Trato de tener valor y decirme a mí mismo que no soy anticuado, que si es cierto que me quedaré sin diarios los artilugios de lectura electrónica me servirán lo mismo, que se trata de invenciones amables que tienen la ventaja de no manchar los dedos. Pero si no manchan los dedos, tampoco cruje el papel al pasar las hojas, ni tampoco tienen ese aroma de la propia tinta fresca.

Pero para quienes escribimos, y vivimos de las palabras, lo que el futuro nos está abriendo no es sino una oportunidad. Los diarios ya no dan noticias. Ya no nos enteramos a través de ellos de lo que ocurre en el mundo, porque lo sabemos de antemano, con sólo mirar a la pantalla de nuestro teléfono celular. Pero en tanto sobrevivan, y yo auguro que sobrevivirán por muchos años más, los espacios donde falten las noticias deberán ser llenados por crónicas de fondo, por reportajes de investigación, por piezas periodísticas que tengan garra y fondo literario. Es decir, por buen periodismo, que es lo mismo que decir buena literatura. Y en los espacios electrónicos, el campo es infinito para el periodismo creativo, y de fondo.

Quizás debo corregirme un tanto. Uno se da cuenta de las noticias antes de leer los diarios, pero no se informa. Me tocó estar en Buenos Aires en ocasión de la muerte del presidente Néstor Kirchner, y presencié la continua cobertura de la televisión del primer día, en una ciudad paralizada por el censo, y por aquella muerte. Pero la televisión no me informó, en el sentido cabal del término, sino los periódicos del día siguiente, con su abundante material escrito, crónicas, enfoques, análisis, artículos de opinión. Y en Internet, lo primero que uno suela buscar son los portales de los periódicos, que amparan la información bajo sus viejos logotipos. Son brújulas seguras en un infinito mar, proceloso y agitado.

Hoy nos toca vivir en un mundo sin héroes, despoblado de utopías. Pero quienes creen en el poder de las palabras, y las utilizan con certeza y creatividad. Quienes no se doblegan, ni se dejan aturdir por el poder, sea el poder del estado, el poder económico, o el poder del narcotráfico. Quienes no ceden en su dignidad, ni se alquilan, ni se venden, ni se callan, y aún ponen en riesgo sus vidas por causa de lo que escriben, son los héroes de hoy. Son los heraldos de la utopía que siempre nos aguarda desde el futuro. Heraldos de la verdad, que siempre nos hará libres.

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Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.