Un Cervantes para Sergio

7 mayo, 2018

Decía Evelyn Waugh que él “moría un poco”, “died a little”, cada vez que un amigo suyo merecía una distinción o ganaba un premio literario. Es decir, la consagración del merecedor más cercano nos roba un poco, solo un poco, de nuestra loca ambición de inmortalidad. Supongo que eso quiso decir Waugh; todo premio al prójimo es acuse de nuestra mortalidad. El antídoto contra esa desazón es, por supuesto, la amistad, ese gesto tan irreductible como milagroso de cara a la soledad y el silencio universal, la entropía.


Algunas de estas gravedades sentí cuando se anunció que mi querido amigo, Sergio Ramírez, había sido merecedor del Premio Cervantes. Y más para fortuna mía que la de él, este sentimiento fue tan efímero que solo supuso el reconocimiento propio de una envidia leve, esa que nos deja sorpresa, alguna perplejidad, la necesaria comprensión. La amistad sí que es un gesto casi imperceptible cuando es verdadera, como también lo es esa leve conmoción de morir un poco de envidia; pero ésta, cuando no es mezquina, pronto se redime con el reconocimiento de un gran talento, y que también es apreciado con cariño.

Conocí a Sergio mejor, supe de él cuando un amigo colega y escritor, Kalman Barsy, me recomendó la lectura de Castigo divino. Luego coincidimos en La Habana, cuando recibió un premio en Casa Las Américas a su trayectoria literaria y yo era jurado del premio de novela. Esa vez no me acerqué para conocerlo. Más adelante fuimos jurados del Premio Rómulo Gallegos en su edición del año 2000. Esta vez sí se logró una amistad entre Sergio, mi esposa Ilca y yo. Luego conocimos a su gran amor de toda la vida, Gertrudis Guerrero, la amorosa Tulita. De esa estadía en Caracas, de las deliberaciones para conceder el premio, recuerdo con viveza una visita nocturna al restaurante Taxilandia, al pie del Monte Ávila, también nuestra dificultad para sobrellevar a Roberto Bolaño, quien ya estaba muy enfermo y no había podido viajar a Caracas. Padecía de un atrabiliario mal humor que nos sorprendió a todos. Lo sobrellevamos y al final lo soportamos vía el entonces naciente correo electrónico. Y fue aquél el primer atisbo que tuve de su poética, su manera de concebir la narrativa.

Así se fue consolidando nuestra amistad; mi esposa Ilca y yo hemos viajado a Managua en muchas ocasiones, ella ha cantado en el Teatro Nacional, desde la ópera Carmen hasta canción de arte con la Camerata Bach de Nicaragua, como también interpretó a Cole Porter en un aniversario importante de Sergio y Tulita. Y Managua, esa ciudad abierta a un lago, y con una historia trágica, se ha convertido, también para nosotros, en sitio cercano, hasta familiar, nuestra segunda patria latinoamericana. En Nicaragua le tienen una especial devoción al pelotero puertorriqueño Roberto Clemente, quien murió en un accidente de aviación mientras llevaba suministros a Managua después del terremoto del 1 de enero de 1972. Nicaragua es, para nosotros, una tierra entrañable y a la vez ajena. Recuerdo a Sergio refiriéndose a su país como “pequeño”. No tan pequeño. El mío cabe en su Gran Lago de Nicaragua. Ambos nos aficionamos al béisbol y en nuestros países padecemos de crónica insuficiencia política, es posible que a causa de los tropezones de nuestras respectivas clases dirigentes con el imperio U.S.A.

Como toda amistad tiene sus raíces en vivencias compartidas, o imaginadas, debo reconocer que, según fui conociendo a Sergio, pude comprobar que tuvimos formaciones algo paralelas en la pequeña burguesía rural, él en su pequeño pueblo de Nicaragua, Masatepe, yo en Aguas Buenas, Puerto Rico, él en Centroamérica y yo en las Antillas, lugares en que los vecindarios son de una cercanía más que marcada por el sonido de las persianas abriendo y cerrando, la modorra dando paso al chisme, la maledicencia y también esa cordialidad espontánea que cultiva el mejor aspecto de la modestia, o la pobreza. La parentela de Sergio eran músicos los famosos y bohemios Ramírez que amenizaban bailes de casino al son de valses, boleros y mazurcas; mis padres me hablaban de un tío abuelo periodista que también fue novelista, que escribió novelas sobre ese periodo traumático entre los llamados “tiempos de España” y los nuevos amos. Sergio tuvo abuelos católicos y protestantes; yo también. Mi abuela era librepensadora y mi abuelo, descubrí con los años, fue el excéntrico amanuense que inspiró uno de los mejores relatos de mi tío abuelo. En la novelística de Sergio este ambiente de “pueblo chiquito” está bellamente retratado en una novela que por su barroquismo y alarde exuberante insinúa juventud, y me refiero a Un baile de máscaras. Estos vecindarios a veces disparatados, que compartimos en la infancia, también tienen, tanto en las Antillas como en Centroamérica, una lengua castellana antigua, de profundo arraigo, desde las coordenadas contradictorias del arcaísmo y la influencia extranjerizante a causa del colonialismo. Hablar de la infancia de cualquier escritor es señalar hacia su reserva lingüística más antigua y profunda. Pero también compartíamos aficiones, como el béisbol y el cine norteamericano. Mientras yo acudía casi todos los días al cine de mi pequeño pueblo, Sergio era, en su adolescencia, el proyeccionista del suyo.

Antigua casa de verano en Poneloya, León.

Antigua casa de verano en la playa de Poneloya, León, Nicaragua

Un baile de máscaras es la novela que mejor retrata esta formación del escritor en el pequeño pueblo de Masatepe. La ensoñación con los fantasmas casi siempre benignos de su infancia, el oído perfecto para el habla popular, logran síntesis en una escritura que no llamaré barroca por no caer en reducciones estilísticas, pero que manifiesta un gusto por las cláusulas largas, las oraciones colmadas de sensorialidad y un regusto por la sonoridad del discurso. Veamos este pasaje, tan pródigo en cláusulas explicativas y puntuaciones caracterizadoras, y que bien apunta hacia la escritura madura de nuestro escritor: “Ahora suenan los aplausos. Saulo Regidor el teñidor de trapos, disfrazado de Francisco Hernández de Córdoba, barbas postizas y gorguera al cuello, tal como aparece el conquistador en los billetes, y la gorda más gorda Adelina Mantilla, disfrazada de monja salesa, pues, aunque sea de esta forma da cada año un respiro a la promesa de su ya difunta madre por el milagro recibido, hacen su paseo ritual por el salón tomados del brazo”.

Debo desviarme algo de la trayectoria novelística de Sergio Ramírez para mí que la más importante de su obra para puntualizar lo que entiendo es uno de sus mayores logros en la narrativa; me refiero a su gran talento como cuentista. Este talento sí que lo envidio sin posible redención. Me costó convertirme en lector de cuentos. He escrito algunos excesivamente largos que son legibles; no es una forma que se me entrega espontáneamente, como sí me ocurre con la crónica, que es género muy menor respecto del cuento.

Para entender a Sergio Ramírez como cuentista cito a Edmund Wilson comentando los cuentos de Katherine Anne Porter. Se trata, por supuesto, del cuento clásico, es decir, aquellos que, de alguna manera, encuentran en Chéjov y Maupassant sus mejores paradigmas. Son cuentos cortos y enigmáticos; así los describe Wilson en el caso de Porter: “The limpidity of the sentence, the exactitude of the phrase, are deceptive even after it has been communicated”. [“La limpieza de las oraciones, la exactitud de la frase, son engañosas aún después de haber comunicado algo”] He aquí una especie de ética y estética del cuento. Dorothy Parker, escribiendo sobre los cuentos de Hemingway, apuntaba lo siguiente: “He discards details with a magnificent lavishness; he keeps his words to their short path”. [“Él elimina los detalles con magnífica prodigalidad; mantiene sus palabras en la trayectoria corta”]. Estos escritores, que fueron a la vez críticos, aunque no académicos, coinciden en esa economía de palabras según el elusivo significado que es la característica principal del cuento tradicional. Ramírez siempre intuyó estas lecciones, es lo que llamamos en la jerga del béisbol un “natural”, un cuentista nato, dotado más por talento que por oficio. Pero su maestría en el cuento no se queda aquí, porque además de la economía de palabras en el “tramo corto” y hacia el significado oblicuo, también nos muestra Sergio su capacidad para conmover como escritor, esa cualidad emotiva que tanto ha cuestionado la literatura contemporánea, tan inclinada como está a la omnipresente ironía. Wilson remata así su crítica de Porter, palabras muy aplicables a la cuentística de Sergio: “What they show us are human relations, in their constantly shifting phases and in the moments of which their existence is made”. [“Lo que nos muestran son las relaciones humanas en sus fases continuamente cambiantes y en los momentos de cuya existencia están hechas”]. Es decir, la cuentística de Ramírez, como la de Hemingway y Katherine Anne Porter, está hecha de “epifanías”, esos momentos de revelación, las instancias en que se nos ilumina con un significado, siempre algo oblicuo, la gestualidad del significante, lo narrado propiamente.

Ahora hago referencia a dos cuentos de la primera producción de Sergio en el género breve. En el cuento “Charles Atlas también muere”, un cuento largo de tono expresionista que alcanza lo esperpéntico, termina con este pasaje en que la desilusión se desplaza hacia la acechante decrepitud de aquel cuerpo al que una vez Charles Atlas le prometió juventud eterna: “Dejé New York aquella noche, lleno de tristeza y remordimientos, sabiéndome culpable de algo, por lo menos de haber llegado a saber aquella tragedia. De regreso a Nicaragua, ya terminada la guerra, muerto el capitán Hatfield USMC, me dediqué a diversos oficios: fui cirquero, levantador de pesas y guardaespaldas. Mi cuerpo ya no es el mismo. Pero gracias a la tensión dinámica, aún podría tener hijos. Si quisiera” (p. 31).

Otro cuento que debo destacar es el que tituló “Juego perfecto”. Juego perfecto en el béisbol es aquél en que no hay incogibles ni carreras, ningún error, ningún corredor llegó salvo a primera base. El lanzador nicaragüense Dennis Martínez lanzó en 1991 uno de los más memorables en la historia del béisbol latinoamericano, mientras jugaba para los Expos de Montreal. Es el único lanzado por uno de los nuestros en las ensoñadas Grandes Ligas, esa ambición de tantos jovencitos pobres antillanos y centroamericanos, herencia colonial nuestra. En este pasaje del cuento “Juego perfecto” podemos adivinar que el partido lanzado por el muchachón no fue perfecto, pocas veces lo es en la vida; queda entonces esa ternura, la obligación hacia un dificultoso cariño, del padre hacia el hijo que acaba de fallar en el intento por completar la proeza. Se instala un silencio entre padre e hijo; la desilusión que nos evoca la del adolescente en el cuento “Araby” de James Joyce, al apagarse las luces de las torres es ahora ocupada por una insoportable, cortante, ternura; esta cualidad emotiva, la capacidad para conmovernos, es una de las señas de la magistral escritura de Sergio Ramírez. Leemos casi con el mismo sobrecogimiento que leíamos “Araby” en nuestra propia adolescencia: “Mientras comía, se quitó la gorra para secarse el sudor del pelo y una ráfaga de viento que arrastraba polvo desde el diamante, se le llevó la gorra. Él se levantó presuroso para ir tras la gorra del muchacho, y logró recogerla más allá del home plate”.

“Del lado del rightfield comenzaron a apagar las torres. Sólo quedaban los dos en el estadio, rodeados por las galerías silenciosas que empezaban a ser invadidas por la oscuridad”.

“Volvió con la gorra y se la puso cuidadosamente en la cabeza al muchacho que seguía comiendo” (p. 63).

Debo añadir que Sergio ha cultivado el cuento en colecciones recientes como Catalina y Catalina y Flores oscuras, libro cuya inquietante temática ya apunta hacia las novelas “noir” del autor. La narrativa de Ramírez siempre ha tenido ese lado oscuro y duro, donde la tierna melancolía que anima tantos de sus temas desemboca en lo expresionista y grotesco. En los cuentos antes vistos reconocemos estas atmósferas opuestas, aunque nada excluyentes, de la narrativa de Ramírez. En sus cuentos vemos la sutileza y los matices entre estos acercamientos. Aquí podríamos reconocer eso que Truman Capote, y más recientemente John Banville, han señalado como raro en la buena escritura, o aún en la muy buena escritura, o sea, eso que, de manera evidente, reconocemos como verdadero arte literario.

El “noir” latinoamericano representa, en última instancia, el paso del pueblo pequeño, o la ciudad de provincia, a la ciudad metropolitana. Crónica de una muerte anunciada, esa novela perfecta de García Márquez fue precursora, en los años ochenta, de una novela de Sergio Ramírez que es, sin duda, una de sus obras maestras. Si el trasfondo de Crónica fue el pueblo pequeño, Castigo divino se desarrolla en la ciudad provinciana de León, en Nicaragua. Recoge acontecimientos notorios de la historia nicaragüense, muy específicamente aquellos en torno a los asesinatos múltiples por el envenenador de León, acusado por estos hechos en 1933, el tristemente famoso Oliverio Castañeda. Con la formalidad de un expediente criminal, Ramírez logra cautivar al lector en el misterio de este guatemalteco dotado con el arte de la seducción y perseguido por una compulsión criminal que lo llevó a efectuar los envenenamientos. En esta novela, merecedora del Premio Dashiell Hammett de 1990, Ramírez crea uno de los personajes más fascinantes de la novelística hispanoamericana actual. La orfandad de Oliverio, su relación de desafecto con el padre, quizás expliquen los resortes de ese temperamento sinuoso, observador y fatal. Veamos en este pasaje la formación del criminal acechante, que vigila en silencio al padre: “Solía visitarlo al mediodía al salir de la escuela, le confesó alguna vez al Globo Oviedo, y lo encontraba siempre almorzando en la penumbra de un comedor de ventanales cerrados mientras afuera resplandecía el mediodía. Arrastraba tímidamente los botines al entrar para dejar saber su presencia, pero el viejo militar jamás se dignaba alzar la cabeza del plato de sopa; y debía permanecer de pie junto a la mesa, sin atreverse a sentarse” (p. 64).

Resulta provocador en esta novela esa mezcla de testimonio fáctico y perfecta atmósfera de misterio en torno al temperamento criminal; es como si una vez aclarados todos los datos escondidos respecto del hecho criminal, quedara ese dato oculto de manera elíptica, insoluble y hermético, la motivación última en el corazón de la locura, la incitación última hacia la criminalidad compulsiva. De este “noir” provinciano, que refleja el estado de la sociedad centroamericana y antillana durante aquellos años en que se entronizaban los más sanguinarios dictadores de la región, pasamos, en las novelas El cielo llora por mí y la reciente Ya nadie llora por mí, a una novela negra que retrata ya no la ciudad provinciana sino una Managua asolada por la corrupción postrevolucionaria, sitiada por una modernidad que apenas es simulacro, farsa con un trasfondo de violento, cruel e injusto subdesarrollo. Más adelante volveremos sobre estas novelas negras recientes. Basta señalar, por ahora, que en Castigo divino tenemos una obra que siendo casi perfecta también es maestra al señalar hacia uno de los horizontes más fructíferos de nuestra literatura actual, el policial con la reciente modernidad urbana de Latinoamérica como trasfondo.

Margarita, está linda la mar es una novela que valiéndole a Sergio el Premio Alfaguara 1998 lo situó en una vertiente narrativa llena de posibilidades, que él ha explorado consecuentemente, bastante olvidada en aquel entonces y que aún, hoy por hoy, época que cultiva tanto la novela histórica, sorprende: Se trata de la novela histórica narrada no desde los sucesos más notorios, que serían su blanco, sino desde sus antecedentes, algunos indirectos, muchos tangenciales. En mi juventud primera, y después de haber leído a Carpentier, me fascinó la posibilidad de escribir novela histórica más desde las notas al calce de la historiografía que desde los acontecimientos. En Margarita, está linda la mar el destino del eventual asesino del dictador nicaragüense Anastasio Somoza García, tiranicidio ocurrido en 1956, está vinculado con la conservación del cerebro de Rubén Darío, figura literaria cuyas huellas íntimas, y también literarias, Sergio se ha encargado de seguir a lo largo de su propia obra. Son tres historias paralelas que convergen, es decir, la del viejo Tacho Somoza, su asesino Rigoberto López y la del propio Darío cuando regresa a la patria en 1907, ya enfermo y próximo a morir. Esta manera de concebir la novela histórica implica cierto “irse por la tangente” que cautiva al lector, ese pasar de la intrahistoria a la Historia, y al cual ya estamos acostumbrados en la novela histórica actual.

La novela culmina con el asesinato del dictador Somoza García en un baile en la ciudad de León. Así llega a su punto culminante esta novela que también comienza con el regreso de Darío a Nicaragua y la vista del puerto de Corinto. El arco dramático de la novela resume casi toda la historia nicaragüense contemporánea. La mayor virtud de esta visión es que se logra no solo desde el protagonismo histórico sino también desde la caracterización y la interioridad de vidas que, aunque notables, no conocíamos con tanta intimidad, como las del poeta tiranicida y provinciano Rigoberto López y el gran poeta errabundo Rubén Darío, o datos asombrosos, como la estadía de Garibaldi en Nicaragua. Aunque la conspiración para asesinar a Tacho Somoza ocupa buena parte de la narración, la novela es un mural de la compleja historia nicaragüense en el pasado siglo y sus antecedentes en el XIX. El asesinato de Somoza acontecimiento que recuerdo haber leído a los diez años, y con amplia cobertura demasiado gráfica, en la revista cubana Bohemia que todavía se distribuía en Puerto Rico se narra a cámara lenta en los detalles, a ritmo barroco de mambo y sonando La múcura cuando nos acercamos al paroxismo de la violencia. Escuchemos este pasaje magistral en que Rigoberto López se apresta al tiranicidio. La puntuación rítmica de la prosa es parte del significante, remeda una edición cinematográfica de cortes precisos, vertiginosos, como el baile y la violenta ejecución: “Rigoberto cuida de no ser desplazado de su sitio sin romper la cadencia de las manos, pies y cintura, y sin dejar de sonreír a la muchacha que baila fijándose en el trabajo de sus propios pies mientras masca el chicle muchacha quien te rompió tu mucurita de barro, la toma por el talle invitándola a ladear el torso como él mismo lo hace, se vuelve en un giro que lo deja de cara a la mesa de honor y eleva las manos como si agitara dos maracas San Pedro que me ayudó pa’ que me hiciste llamarlo, las baja y las lleva al pecho, se arrodilla abriendo las piernas la múcura está en el suelo mamá no puedo con ella, y es Moralitos el que se adelanta asustado, lo ha visto meter la mano bajo el saco es que no puedo con ella, el pequeño revólver ya de pronto apuntando…” (pp. 339-340).

De las novelas recientes destaco La fugitiva, una novela que retrata, con una fidelidad pasmosa, y, de nuevo, de manera historicista, aunque pendiente más de la intimidad que de los grandes acontecimientos, cierto tipo de feminismo, más bien protofeminismo, que se generó en nuestras sociedades caribeñas y centroamericanas hacia la cuarta y quinta década del siglo XX. Aquí ya abandonamos el matriarcado de la Úrsula de Cien años de soledad. Estamos ante la mujer que se encuentra en el entorno de la modernidad urbana y el cambio social. Es una temática que explora Carlos Fuentes en la novela Los años de Laura Díaz, en la cual también recaló Vargas Llosa, de manera brillante, en La fiesta del chivo, y más recientemente Gonzalo Celorio con su hermosa novela-crónica Tres lindas cubanas. Las voces femeninas logradas en La fugitiva me resuenan en el oído con gran veracidad, las de mujeres entre cautivas y fugitivas de su clase social. Sus orígenes están en la clase media, en esa pequeña burguesía de pueblo o provincia, aquejada con añoranzas citadinas o metropolitanas. Ese bovarismo está bellamente logrado en esta novela que testimonia la intimidad sentimental a la vez que se ocupa de notables tendencias sociales. Escuchar esas voces es recuperar las voces femeninas de mi infancia, aquel dicharacheo equidistante entre el bochinche y cierta dificultosa vulnerabilidad. La fugitiva es una novela de gran calado en la oralidad, como acceso a esas voces interiores matizadas por la añoranza y las epifanías tiernas.

De sus crónicas y ensayos debo destacar dos: Adiós muchachos es un memorial en torno a la Revolución Sandinista de los años setenta. Es difícil concebir una obra latinoamericana sea crónica, memoria o testimonio, porque Adiós muchachos es las tres cosas que al mismo tiempo que comunica los hechos históricos nos comenta la dimensión ética de los mismos, sus heroísmos morales y sus notorios fracasos políticos. Es un libro que, no empece pintar un gran mural histórico del pueblo nicaragüense, apunta hacia un “yo acuso” a los poderosos y corruptos, ello así mientras destaca la ejemplaridad moral, el heroísmo de tantas figuras aquí rescatadas del anonimato. Es un libro justo y justiciero que asunto raro en las memorias políticas intenta una recapitulación equilibrada, nada tendenciosa, de un movimiento político que se malogró, a pesar de haber derrotado al tirano en sus comienzos. Adiós muchachos es la crónica de cómo un pueblo heroico intenta lograr una vida más democrática y una mayor justicia social mediante instituciones siempre esquivas. El protagonismo de Sergio en esa revolución lo obliga aquí más al testimonio que a la recriminación. Es un libro honesto, libre de rencores y escrito en el afán de explicarnos el heroísmo de su pueblo. Así nos caracteriza ese heroísmo: “La marca antiimperialista fue desde siempre la más profunda en el sandinismo. Más que las enseñanzas leninistas de los manuales, pesaba el pensamiento de Sandino” (p. 141).

En estas gravedades puedo reconocer al Sergio patriota, aunque también, y sin el menor empacho, esté en un singular ensayo y crónica gastronómica que trata sobre la golosa afición de Rubén Darío por la buena mesa, titulado A la mesa con Rubén Darío. Esa debilidad de Rubén Darío se convierte, en la dúctil e imaginativa escritura de Sergio, en una especie de biografía novelada del poeta. La vida de Darío, sus crónicas, que cultivó tan acertadamente en periódicos de América y de la Península quizás solo comparables con las de José Martí, se testimonian a través de sus recetas, el gran conocimiento que tuvo el poeta modernista de su propia comida nicaragüense y, según su alarde cosmopolita, de los platos españoles y franceses. Tuve la oportunidad de escribir la presentación de este espléndido libro en ocasión del pasado Congreso de la Lengua Española celebrado en Puerto Rico. Aprendí, más que nunca antes, sobre la azarosa vida de Darío, esta vez siguiendo sus huellas gastronómicas, ocasión como para citar a Brillat Savarin: “Dime lo que comes y te diré lo que eres”.

Cuando revisamos la obra de un gran autor debemos visualizar su ideario, aquello que antiguamente se conocía como poética. Debo decir que pocas veces me he sentado a hablar con Sergio sobre estos asuntos. Casi siempre hablamos sobre política, historia, figuras del béisbol centroamericano y antillano que recordamos de la infancia. En Sergio hay cierta parquedad que se origina en su discreción de diplomático, una modestia en su opinión sobre su obra y la de otros escritores; a veces es hombre de prolongados silencios. Recuerdo pocos comentarios irónicos suyos sobre otros escritores. A lo más que ha llegado es a decirme que si admiro tanto las últimas cien páginas de Los detectives salvajes, debo recomendar que se lea desde el final.

La poética de Sergio Ramírez está en sus entusiasmos, en sus recomendaciones de lecturas. Recuerdo su entusiasmo, compartido en alguna Feria de Guadalajara, por la novela Atonement, de Ian McEwan, o el memorial político de Gyorgy Faludy Mis días felices en el infierno. De algo sí estoy seguro: Sergio no tiene mucha paciencia con la literatura meramente astuta, que depende de la ironía y/o de los juegos verbales; quizás lo adivine un poco en la perplejidad ante eso que se conoce como la novela de lenguaje. Su estética comienza por la historia bien narrada, más con sabiduría que con astucia. Prefiere la novela con buen arco narrativo, lograr esos equilibrios, tan dificultosos, entre los diálogos que jalonan y vuelven dramática la acción, las descripciones que nos ambientan y crean atmósfera, los pasajes narrativos que convencen, a los que asentimos y nos mantienen con el libro abierto. Si fuera compositor contemporáneo, Sergio sería más un impenitente melodista que un dodecafónico. Aunque de mucha textura, su prosa siempre evita la “estasis” a lo Alejo Carpentier o Henry James.

Hay cierto clasicismo flaubertiano en la novelística de Sergio, basta ese comienzo de Margarita, está linda la mar en que la tercera persona de observación perfecta se sitúa en las historias paralelas, ahí en busca de un estilo indirecto libre que alcance la interioridad de los personajes. Sergio es un escritor de matices, que aún conserva lo que muchos escritores de mi generación pensamos que se ha perdido en el camino, es decir, la ambición de la complejidad. Nuestros maestros del boom cultivaron la novela panorámica, totalizante, y aunque a Sergio le queda mucho de semejante ambición, su puerto de llegada es siempre el drama íntimo en el corazón y su materia. No es muy dado a los trucos: Aunque en las primera páginas de Mil y una muertes experimenta con ese truco algo amanerado de tantos novelistas actuales, o sea, convertir el autor en personaje de la narración, el éxito estético de esta novela consiste en cómo el truco deviene casi en una primera persona de observador, algo menos artificioso y más natural, como ocurre en lo mejor de Bolaño, Cercas o Houellebecq. En esta novela se persigue el fantasma de Darío y los demonios de la historia nicaragüense a través del fotógrafo Castellón; la indagación se convierte en una especie de aventura personal. La confesión de la búsqueda es una admisión de la extrañeza al narrar desde las notas al calce de la historia, la personal autobiográfica y la otra, la que se recalca con H mayúscula: “El primer episodio de los que quiero contar tiene que ver con mi estadía en Varsovia a comienzos del otoño de 1987, cuando fui a entrevistarme con el General Jaruzelski” (p. 25).

Su incursión en el género “noir”, en la novela negra, mediante esas magníficas narraciones, El cielo llora por mí y Ya nadie llora por mí, no es una concesión a la moda literaria sino una consecuente exploración de la Managua actual y el entorno social que le ha otorgado su particular fisonomía urbana. Se trata de las aventuras del bien nombrado Dolores Morales, un detective privado que también es veterano de la guerrilla sandinista en lucha contra Somoza y que, como Sergio, vive los dolores morales de la desilusión personal y el desengaño político. Si la obra de Leonardo Padura tiene como trasfondo La Habana actual, con su larga quizás demasiado larga estadía en los rigores del estalinismo antillano, la Managua de Sergio también es una ciudad asolada por el fracaso político y social. Padura ha mostrado la corrupción y la autocracia en los cuadros gubernamentales cubanos; ha sido así desde el comienzo de sus novelas policiales. Sergio también ha explorado esto y algo más, es decir, cómo Managua se ha ido hundiendo en una pobreza urbana y barrial a causa de la modernidad incumplida, pobreza que en sus más bajos fondos revela miseria humana y social, que, en su disposición urbana, y muy a pesar de una modernidad de escaparate, voluntariosa, todavía exhibe las lacras del subdesarrollo. El símbolo de toda esta contradicción está en los ya notorios “árboles de la vida”, esculturas arbóreas que a escala monumental adornan las avenidas principales. Estos enormes árboles de hojalata y colores, cuyas luces podrían alumbrar barrios enteros de la ciudad, son como el recordatorio de una Navidad permanentemente incumplida. La voluntad gubernamental que los erigió es autocrática, propagandística, disparatada, silenciosa en su justificación del mamarracho. Ya nadie llora por mí tiene por paisaje urbano esta Managua de árboles de la vida y, todavía más sórdido, los bajos fondos del Mercado Oriental. El recorrido es como un vía crucis, una ruta de purgación. Esos alrededores del Mercado Oriental que he visitado varias veces, llevado de la mano de Tulita, la esposa de Sergio en esta novela se convierten en sitio de miserias, drogas, maleantes y narcos; aparece el ser humano en su variante más vulnerable, la de esa miseria que hurga comida en la basura, el desamparo siempre acechante a causa del hambre y la adicción a drogas. Es un libro oscuro, de tonalidades grises cuando no enteramente noir. La salvación de una joven acosada sexualmente es, quizás, la nota justiciera en un libro donde el crimen casi se vuelve impune dada la confabulación del poder político y económico con los servicios de orden público, como la policía. Y esta novela es también como un esfuerzo de invalidación simbólica, la de una Managua como orden urbano penosamente desarrollado, aunque de ambición metropolitana, la ciudad como testigo de la rapacidad y caprichos, afrentas, del poder político, y siempre presente, como asedio histórico, el recuerdo del Gran Terremoto del año 1972. La Ciudad Trujillo, la del dictador Rafael Leonidas Trujillo, pretendió que el Faro a Colón fuera símbolo de una voluntad faraónica. Aquí, en la ya querida Managua actual, los árboles de la vida, el connotado redondel vehicular dedicado al Comandante Chávez, pretende un ejercicio parecido, la justificación emblemática del poder autocrático.

En estos tiempos en que el ejercicio crítico-literario apenas es ejercido por escritores, nos enfrentamos al reto de reconocer cómo las series de televisión muchas veces cumplen, y muy a cabalidad, con esa apetencia de nosotros los seres humanos por la narrativa, porque nos narren una buena historia. Series como Breaking Bad, la española Marruecos, o la alemana Berlin Babylon, evidencian esa necesidad. Libros mejores vendidos como los de Dan Brown y Carlos Ruiz Zafón también satisfacen esta apetencia. Y no debemos desmerecerlos con esa pedantería propia de académicos; escribir una novela legible es muy difícil, escribir una que se lea mucho no es poca cosa; nunca olvidemos que, en su momento, el Quijote fue un libro de gran difusión. Pero confundir los placeres de la narrativa popular con los más profundos de las novelas maestras y ejemplares es como confundir la música de Prokófiev con la de John Williams. Nada como el oficio visto desde adentro; añoramos a Cortázar comentando con entusiasmo el excéntrico y dificultoso Paradiso de Lezama Lima, o a Carlos Fuentes elogiando la obra de Juan Goytisolo. La sutileza en la caracterización, los matices insinuados en el diálogo, la obligación, a veces, de la relectura, el esquivar consecuentemente la trivialidad, son asuntos para los cuales los escritores, a veces los menos exitosos, los practicantes del oficio en todo caso, tenemos un particular olfato. Dorothy Parker hablando de Hemingway, o Wilson sobre Katherine Anne Porter, nos indican valores que la afición por Netflix y las series jamás podrán cumplir del todo. Coetzee comentando a Javier Marías o a John Banville posiblemente detecte los matices del estilo indirecto libre, o los puntos en fuga de la primera persona de observador, esa interioridad relativa que se emborrona, desvanece con un conocimiento casi perfecto de lo narrado.

Cuando se habla del futuro de la novela, pienso que mientras esté en manos como las de Sergio Ramírez, ésta seguirá ofreciendo lo mejor del género, es decir, el drama que conmueve no solo de manera emocional sino también acariciando la inteligencia, no solamente desde lo predecible sino también desde lo más insólito y complejo, a veces disonante. Sergio Ramírez es un escritor que conmueve porque muestra esas complejidades con las que nos identificamos plenamente. Ese es el arte de que nos habla Truman Capote cuando señalaba que la escritura puede ser buena, o muy buena, pero que en pocas instancias logra la categoría de arte. La mejor obra de Sergio Ramírez logra esa categoría y por eso resulta tan merecedora de este Premio Cervantes en su edición del 2017.

Solo me basta testimoniar la alegría de haber conocido por tantos años a este gran escritor, cómo ha sido para mí como un hermano mayor ciertamente, más sabio y prudente en los esfuerzos literarios compartidos. Y al privilegio de haberlo conocido se suma la bendición de tener a Tulita, su esposa, también como amiga entrañable. Caminar con Sergio por Managua es reconocer su popularidad; el saludo de sus compueblanos y compatriotas lo convierten en eso que resulta tan extraño hoy por hoy, un verdadero escritor nacional. La generosidad de ambos en nuestras visitas a Managua sólo es superada por mi perplejidad de ya septuagenario ante la afición de nuestro escritor por la llamada “tecnología”, por ese mundo algo ajeno de los Twitters, el Facebook y las laptops. Más que envidiarle esas destrezas, cuando las veo me sirven para sentirme, solo en eso, un vigilante y descreído hermano menor camino a la condición de cascarrabias.

Gracias a la Universidad de Alcalá de Henares y al Premio Cervantes por haberme honrado con esta oportunidad. Me he sentido como San Juan Bautista; es los más cercano que estaré de las consagraciones que aquí se han celebrado. Mis felicitaciones por haberle concedido este Premio Cervantes al más importante autor latinoamericano de mi generación, justo los que seguimos aquellas huellas de gigantes del llamado “boom”, que no fue estallido publicitario entonces ni tampoco ahora gemido del olvido, sino una llamada a la ambición de la literatura como gran arte.

Edgardo Rodríguez Juliá
En Guaynabo,
A 11 de febrero de 2018


Referencias

Capote, Truman. Music for Chameleons. New York: Random House, 1980.
Parker, Dorothy. “A Book of Great Short Stories – Something About Cabell”. The New Yorker, October 29, 1927.
Ramírez, Sergio. Ya nadie llora por mí. Madrid: Alfaguara, 2017.
—. A la mesa con Rubén Darío. México: Trilce Ediciones/Universidad Autónoma de Sinaloa/Universidad Autónoma de León, 2016.
—. La fugitiva. Madrid: Alfaguara, 2011.
—. El cielo llora por mí. Buenos Aires: Alfaguara, 2008.
—. Juego perfecto. Guatemala: Piedra Santa Editorial, 2008.
—. Mil y una muertes. Buenos Aires: Alfaguara, 2004.
—. Un baile de máscaras. México, DF: Alfaguara, 2001.
—. Castigo divino. Madrid: Alfaguara, 1999.
—. Adiós muchachos. Madrid: Alfaguara, 1999.
—. Margarita, está linda la mar. Madrid: Alfaguara, 1998.
—. Charles Atlas también muere. México: Joaquín Mortiz, 1976.
Wilson, Edmund. “Katherine Anne Porter’s The Learning Tower and Other Stories”. The New Yorker, Sept. 30, 1944.

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Inicia como escritor en 1973, después de obtener el tercer premio en el certamen anual de cuentos del Ateneo Puertorriqueño. Surge durante la generación setenta cuando da a la luz su primera novela La renuncia del héroe Baltasar 1974. Originario de Río Piedras en Puerto Rico donde nació un 9 de octubre de 1946, Edgardo pasó su infancia en la población de Aguas Buenas.

Estudió Humanidades, con énfasis en Estudios Hispánicos, e hizo la maestría en Madrid en el Programa de la Universidad de Nueva York. Actualmente es catedrático jubilado de la Universidad de Puerto Rico. Ha publicado, al menos, una decena de novelas, un libro de relatos y dieciséis libros de crónicas y ensayos. Obra que le ha significado ser considerado uno de los más sobresalientes escritores puertorriqueños.

Desde 1999 Rodríguez Juliá es miembro de número de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, adscrita a la Real Academia Española. En 2006 fue nombrado Profesor Distinguido en el Conservatorio de Música de Puerto Rico. Es Escritor Residente de la Universidad del Turabo desde 2007. Ha tenido a su cargo cursos de Composición Literaria y un curso graduado sobre Literatura Antillana en la Florida International University.

Hasta junio de 2010 dirigió la colección Antología Personal en La Editorial, Universidad de Puerto Rico, así como la revista La Torre de la misma institución. En junio de 2011, impartió en la Universidad de Guadalajara la prestigiosa cátedra Julio Cortázar, presidida por los escritores Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez.

En 1974 publicó su primera novela, La renuncia del héroe Baltasar. Su segunda La noche oscura del Niño Avilés, aparece en 1984 y fue publicada en francés por Ediciones Belfond bajo el título Chronique de la Nouvelle Venise (1991). El libro de relatos Cortejos fúnebres es de 1997. En 1986 recibe la Beca Guggenheim de Literatura. Con la novela Cartagena fue primer finalista del Premio Planeta-Joaquín Mortiz 1992. Publica El camino de Yyaloide, ed. Grijalbo, 1994. En 1995 gana el Concurso Internacional de Novela Francisco Herrera Luque con Sol de medianoche, también galardonada con el Premio Bolívar Pagán del Instituto de Literatura de Puerto Rico en 2001. El entierro de Cortijo fue traducido al inglés en 2004 por Duke University Press con el título Cortijo’s Wake, y en 1991 al francés por Éditions L’Harmattan con el título L’enterrement de Cortijo. En 1997 la editorial Four Walls Eight Windows de Nueva York publicó la traducción al inglés de La renuncia del héroe Baltasar (The Renunciation). Bajo el título San Juan, Memoir of a City. En 2007 The University of Wisconsin Press publicó la traducción al inglés de su guía literaria de San Juan: San Juan, Ciudad Soñada. Su novela Mujer con sombrero panamá, 2004, ed. Mondadori en 2004, fue premiada por el Instituto de Literatura Puertorriqueña. Sus más recientes creaciones novelísticas son: El espíritu de la luz (San Juan: Editorial, Universidad de Puerto Rico, 2010) y La piscina (Buenos Aires: Corregidor, 2012). Además, ha publicado los siguientes libros de crónicas y ensayos: Las tribulaciones de Jonás, 1981; El entierro de Cortijo, 1983; Una noche con Iris Chacón, 1986; Campeche o los diablejos de la melancolía, 1986; Puertorriqueños, 1988; El cruce de la Bahía de Guánica, 1989; Cámara secreta, 1994; Peloteros, 1997; Elogio de la fonda, 2000; Caribeños, 2002; Mapa de una pasión literaria, 2003; Musarañas de domingo, 2004; y San Juan, Ciudad Soñada, 2005. En 2009 publica con Beatriz Viterbo de Argentina la Antología Personal de crónicas La nave del olvido. Para 2012 publica el libro de ensayos Mapa desfigurado de la Literatura Antillana, ed.Callejón.