¡A la libertad por la universidad!
30 septiembre, 2018
Discurso pronunciado ante el Consejo Nacional de Rectores (CONARE), San José, Costa Rica, 20 de octubre 2018.
En la Imaginaria Ciudad del Sol del monje dominico Tommaso de Campanella, el narrador, que se llama Genovés el viajero, describe a su amigo el Gran Maestre de los Hospitalarios las magnificencias que había encontrado en aquel reino de las utopías, rodeado de siete murallas, y empieza hablándole del conocimiento. “El Sabiduría” se llama el personaje que en la Ciudad del Sol “se encarga de todas las ciencias y de los doctores y magistrados de las artes liberales y mecánicas, y tiene bajo su mando tantos oficiales como ciencias: “el Astrólogo, el Cosmógrafo, el Geómetra, el Lógico, el Retórico, el Gramático, el Médico, el Físico, el Político, el Moralista, y tiene un solo libro que contiene todas las ciencias, que hace leer a todo el pueblo, a la usanza de los pitagóricos. Y éste ha hecho representar en todas las murallas, sobre las galerías, por dentro y por fuera, todas las ciencias”. Son seis murallas dispuestas en círculos, toda una red de ellas, que contienen la totalidad del saber humano.
Esta visión renacentista, fruto del pensamiento de un monje visionario y rebelde, que pasó casi treinta años de su vida en la cárcel, es el mejor símil de la concepción de la universidad, un todo armónico resultante de la diversidad de sus partes. Un todo universal, el universitas, articulado hacia adentro, pero que irradia hacia afuera, inserto en la propia sociedad a la que no puede ser ajena porque perdería su razón de ser.
Lo aprendí desde mi adolescencia, cuando en 1959 entré a estudiar derecho en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua, la única que existía entonces en mi país, con sede en la ciudad de León y que tenía entonces apenas unos mil estudiantes. Allí se aprendían cuatro de las llamadas profesiones liberales: derecho, medicina, farmacia y odontología. Una universidad provinciana y pequeña. Esto puede parecer una desventaja si se lo ve de lejos, pero entonces tuve la gran oportunidad de recibir una educación que era casi personal. Las clases se extendían fuera del aula, y uno podía visitar a los profesores en sus casas, prestar libros de sus bibliotecas, y aún sentarse con ellos a las mesas de los bares.
Existía lo que puedo llamar una intimidad académica, y mucha curiosidad juvenil; y esa curiosidad creativa desbordaba la mera ciencia jurídica hacia otros campos afines, filosofía, lógica, sociología, economía, ciencia política, y aún la literatura, que entraba en el campo de experimentación que la universidad, aquel pequeño todo, me deparaba.
Para el narrador en ciernes que yo era, las clases de derecho penal, medicina legal y criminología, al entregarme casos que estudiar, despertaban mi sentido de indagación por el misterio, la atracción por la trama y el trasfondo de los hechos, allí donde se hallan ocultas las motivaciones, tantas veces oscuras. Pasiones, odios, celos, amores traicionados, ambiciones de riqueza.
Todo lo que es capaz de llevar al crimen y que, descrito en los boletines judiciales, me parecían verdaderas novelas. Después supe que Rojo y Negro de Stendhal, y Crimen y Castigo de Dostoievski, eran el resultado de la indagación en expedientes penales. Si no fuera por aquella escuela de derecho, nunca habría escrito mi novela Castigo Divino, el proceso a que fue sometido un envenenador en serie, un caso ocurrido en la misma ciudad de León y que era materia de estudio en la clase de Instrucción Penal.
Pero nada de esto podría explicarse sin la presencia de un personaje clave en mi formación humanista. El rector de la universidad era desde hacía apenas dos años el doctor Mariano Fiallos Gil, abogado también, quien había luchado por conquistar la autonomía universitaria hasta conseguirla. Fuimos sus discípulos, y formamos lo que se llamó “la generación de la autonomía”.
No creía en las verdades absolutas, predicaba la duda como símbolo de la libertad de pensamiento, y se sentaba en las bancas de los corredores de la universidad a conversar con los estudiantes. A interrogarnos. Fue mi maestro en todos los sentidos, y me animó a seguir por el camino de la escritura. Fue contemporáneo de Rodrigo Facio, y ambos de la misma estirpe visionaria.
Creó el lema “a la libertad por la universidad”, y nos hablaba de un humanismo beligerante, la universidad fuera del claustro, y nosotros salíamos a la calle a enfrentarnos con la realidad de que el país se hallaba bajo la férula de una dictadura familiar que, curiosamente, bajo el gobierno de Luis Somoza Debayle, había ofrecido la rectoría al doctor Fiallos Gil en 1957, y este la había aceptado a condición de que se concediera autonomía a la universidad.
La tarde del 23 de julio de 1959, el mismo año en que llegué a estudiar a León, se produjo una masacre de la que fui sobreviviente y que marcó mi vida para siempre, cuando el ejército de la dictadura atacó una manifestación de estudiantes. Erick Ramírez, mi compañero de banca en el aula de primer año de derecho, estaba tendido en la calle. Tenía un orificio en la espalda. Me arrodillé a su lado para decirle que lo llevaríamos al hospital. Cuando lo volteé vi que tenía el pecho desflorado por un balazo de fusil Garand.
Empezamos a subir a los heridos y a los muertos en taxis y en vehículos particulares, decididos a llevarlos al hospital. Lo logramos. Y en medio de la confusión, de pronto, me vi en la morgue. Descubrí sobre una de las losas a Erick, y en otra a Mauricio Martínez, también compañero de banca. Los tres nos sentábamos juntos en la primera fila, los tres teníamos 17 años, y ahora ellos dos estaban desnudos sobre las losas, bajo el chorro de una manguera que los lavaba. ¿Cómo se entiende eso de la muerte a los diecisiete años? Fueron cuatro los estudiantes muertos, y más de 60 heridos. Una historia que hoy ha vuelto a repetirse en Nicaragua, sólo que multiplicada.
Mariano Fiallos solía repetirnos la máxima de Publio Terencio Africano: “soy un hombre, nada humano me es ajeno», que figura en su pieza de teatro El enemigo de sí mismo. Y nada de lo humano es ajeno a la universidad que se debe a una formación integral capaz de crear profesionales eficaces para la sociedad, modernos en el conocimiento, críticos frente a las verdades establecidas, renovadores del pensamiento, lectores incansables, curiosos sin medida, y sensibles ante su entorno, que en América Latina es injusto con tanta desmesura. Ser dueños, en fin, de una voluntad transformadora. Si a la universidad se le arrebatan esas cualidades, y se burla su autonomía, nada queda de ella.
Es lo que hace un siglo proclamaba el Manifiesto Liminar de la Federación Universitaria de Córdoba, del 21 de junio de 1918: “Las universidades han sido hasta aquí el refugio secular de los mediocres, la renta de los ignorantes, la hospitalización segura de los inválidos y -lo que es peor aún- el lugar en donde todas las formas de tiranizar y de insensibilizar hallaron la cátedra que las dictara. Las universidades han llegado a ser así el fiel reflejo de estas sociedades decadentes que se empeñan en ofrecer el triste espectáculo de una inmovilidad senil. Por eso es que la Ciencia, frente a estas casas mudas y cerradas, pasa silenciosa o entra mutilada y grotesca al servicio burocrático”.
En las décadas que me tocó entrenarme en la vida académica, desde mi universidad primero, acompañando la gestión del rector Fiallos Gil como secretario suyo, y desde la secretaría general del Consejo Superior Universitario Centroamericano (CSUCA) después, electo para eso cargo por dos períodos, gané una visión invaluable de Centroamérica, que me ha acompañado toda mi vida, y nunca dejé de ser desde entonces un universitario.
Las universidades centroamericanas, ya dueñas de un régimen de autonomía, eran protagonistas centrales de la vida social en diferentes sentidos, porque trascendían el claustro y representaban las aspiraciones de los ciudadanos; y adelantadas en una década al movimiento de integración regional, que no cristalizó sino en 1960, fundaron el CSUCA en 1948, que a lo largo de varias décadas llegó a cumplir un papel de verdadera trascendencia.
Las universidades eran fortalezas éticas en las voces de sus rectores, y eran escuchadas cuando les tocaba pronunciarse y juzgar, señalar los males y los déficits sociales, criticar a los gobiernos autoritarios, que entonces eran plaga, y denunciar los abusos de poder. Se hallaban en el vórtice de los acontecimientos, y por eso fueron blanco no pocas veces de las dictaduras militares que mandaban ocuparlas con tropas y con tanques de guerra, como ocurrió en Panamá y El Salvador, y silenciaban a sus autoridades, profesores y estudiantes, aún a través del asesinato, como en Guatemala, y de la represión y del exilio. Y Costa Rica fue siempre tierra de asilo para centenares de ellos en aquellos primeras décadas de la segunda mitad del siglo.
Algunos me dirán que éste es un papel del pasado, y que las universidades ya tienen bastante con resolver el asunto de la calidad de la enseñanza frente a la masificación de la población estudiantil, siempre con menos recursos de los que necesitan. Porque el número de universidades se ha multiplicado en todo Centroamérica, así como se ha multiplicado la población de estudiantes y la cantidad de carreras y especialidades, mientras en mi generación fuimos de alguna manera una élite.
Sin embargo, cuando en las encuestas de opinión se pregunta sobre las instituciones de mayor prestigio, las que ejercen influencia sobre los ciudadanos, se olvidan de preguntar por las universidades, como si se hubieran ausentado de la vida pública y ahora fueran verdaderos claustros. Claustros masivos, pero invisibles. Nunca es bueno generalizar, pero debo preguntarme: ¿Son escuchadas nuestras universidades hoy día de la misma manera que antes? ¿Ejercen ese mismo papel crítico, y gozan por tanto de ese mismo prestigio frente a la sociedad, aparejado al prestigio de su calidad académica?
¿Y cuáles son entonces sus desafíos en este siglo veintiuno? La excelencia académica es un reto, y también la investigación, como herramienta de transformación, nada más cierto. Y está también el reto de la enseñanza útil, conectada a las necesidades del desarrollo económico y social. Todos ellos son irrenunciables para la universidad pública en su papel transformador que no se consigue sin calidad. Que las universidades públicas tengan más prestigio que las universidades privadas, en sociedades tan desiguales como las nuestras, es otro reto al que las casas de estudios superiores de Costa Rica han sabido responder.
Pero también las universidades tienen otro papel que cumplir más allá de las aulas y los laboratorios en países como los nuestros. Deben convertirse en la conciencia de la nación. No se trata de una tarea arrogante, sino necesaria, sobre todo en un tiempo cuando los ciudadanos se han vuelto descreídos del prestigio de sus instituciones, empezando por los partidos políticos, lo cual pone en riesgo al sistema democrático mismo que se abre a las trampas de la demagogia, el fundamentalismo religioso, el populismo, y el fanatismo ideológico.
Hay nuevas formas de populismo y de caudillismo, envueltos en una retórica altisonante, como si fuera el remake de viejas películas ya vistas, y las universidades no se libran de la férula ideológica, alineadas al poder político como ocurre hoy en Nicaragua, donde se ha perdido todo vestigio de autonomía en las universidades públicas, y la autoridad académica se subordina a la de los comisarios políticos. Son universidades intervenidas.
Los profesores que no responden a las líneas políticas oficiales son despedidos, y decenas de estudiantes han sido expulsados, o se hallan en la cárcel acusados de actos de terrorismo. La lealtad política sustituye al rendimiento académico, y por tanto la calidad de la enseñanza se empobrece.
La democracia es una herramienta ineludible, e insustituible, sin la que no son posibles ni la paz social, ni la institucionalidad, ni la transformación social, ni el progreso económico. ¿Tienen que ver las universidades con la defensa de la democracia? Deben estar a la cabeza. Son ellas mismas un laboratorio permanente de elaboración democrática. Los riesgos de la democracia están en la calle, pero necesita ser defendida extramuros, con las herramientas del pensamiento elaborado de manera crítica en los recintos académicos. En el ejercicio pleno de su autonomía, y en libre debate de las ideas que esta conlleva, las universidades deben ser ellas mismas escuelas de democracia.
Las universidades no son plantas extrañas sembradas en medio de un páramo desolado, ni su paisaje circundante es neutro. Crece la corrupción en las esferas públicas, como factor de alteración de la moral social; aparecen fortunas escandalosas, el lavado de dinero penetra las instituciones financieras y cuesta que los corruptos respondan ante la justicia, una impunidad que ofende a los ciudadanos.
Y el narcotráfico que se enquista en los órganos del estado en las diversas capas de la sociedad, domina territorios, y se vuelve un factor de poder capaz de alterar la convivencia social, y enfrentar y corromper, creando el terror rural y dislocando la vida urbana.
Están a la vista, como asuntos de conciencia, las consecuencias sociales del deterioro ambiental y la contaminación, la minería a cielo abierto, el envenenamiento de los ríos, la deforestación masiva, la sobreexplotación de la fauna marina, el uso de pesticidas prohibidos que causan enfermedades incurables; y al mismo tiempo, al agotamiento de los suelos agrícolas y la pérdida de rentabilidad de la agricultura, todo lo cual trae consecuencias sobre las vidas de millones de personas.
Y la pobreza extrema, que al abrir nuevos abismos de miseria, abre a la vez nuevas zonas de conflicto social, aumenta la migración hacia las ciudades, y crea degradaciones que parecían imposibles, nuevos pobres más pobres que los otros pobres.
Se desmantelan las formas tradicionales de producción agrícola, y nacen nuevas formas de servidumbre en el trabajo, como las maquilas textiles; así como se crean también zonas privilegiadas de vida en las sociedades nacionales, verdaderos guetos de bienestar donde el hábitat es similar al de otros guetos de las sociedades desarrolladas, en cuanto a bienes de consumo, educación, uso de medios tecnológicos y recursos de bienestar que se vuelven privilegios de una minoría.
Hay imágenes que no podemos sacar de nuestras mentes. Miles de ciudadanos hondureños que deciden abandonar su país que se les ha vuelto hostil, y donde no pueden ya vivir, e inician un éxodo masivo a pie, apiñados en las carreteras, atravesando fronteras, hacia Estados Unidos.
Las migraciones masivas como fenómeno social, constituyen una epopeya diaria para centenares de miles centroamericanos, víctimas en el camino de las bandas criminales. El tráfico de personas es el segundo negocio ilegal más importante después del narcotráfico.
Y los miles de nicaragüenses se refugian en Costa Rica huyendo de la miseria, de la violencia y la inseguridad, y de la persecución política, para poner a salvo sus vidas. Obligar a familias enteras a dejar sus hogares es una de las peores formas de violencia que hoy nos toca vivir.
Las pandillas juveniles que actúan como bandas criminales cada vez más ligadas al narcotráfico, los asesinatos de mujeres, la trata de blancas, otro negocio de alcances regionales, el tráfico de niños, el tráfico de órganos, todo lo que hace florecer la delincuencia organizada en medio de la marginación y la miseria.
Y, en fin, la transparencia de los procesos electorales, la gobernabilidad, las tensiones de la economía, los proyectos de nación, la organización de la idea de futuro para nuestros países, los retos y posibilidades de la integración, ya no se diga los asuntos que conciernen al futuro de la educación, todo debe ser objeto de debate en nuestras universidades, y de señalamientos críticos desde una perspectiva ética, como guías que ellas deben ser de la conciencia social.
Las universidades tienen un papel insustituible en la construcción del progreso en medio de la era tecnológica. Son entidades que tienen que ver con el futuro, y no con las ruinas del pasado.
Se trata entonces del progreso con sabiduría vigilante, que proviene del conocimiento abierto emanado desde las universidades, un papel transformador, nunca conforme, ni adocenado, como ya proclamaban hace un siglo los estudiantes de Córdoba, ni sometido a ningún poder político, ni a ninguna ideología. El conocimiento crítico capaz de renovarse siempre porque no responde a ningún canon establecido.
La razón de ser de la universidad es poner en cuestión todo lo que es aceptado como verdad cerrada, porque la insistencia en la certeza es ya la caída en el error, las semillas del dogma generando la mentira. Toda verdad absoluta, sobre todo si se convierte en un sistema de ideas capaz de generar poder, ha conspirado siempre contra la integridad del hombre, única medida de todas las cosas, según proclamaba Protágoras. Eso significa que en todo hombre varía el criterio de la verdad. La verdad que «es relativa y variable, según las circunstancias, y el tiempo y el espacio en que se está colocado.»
Una filosofía de la libertad, que es la base del humanismo beligerante. Saber nada más que no se sabe nada, como Sócrates, en ejercicio permanente de rigor con uno mismo; que no hay humanismo sin tolerancia, y que son los intolerantes, dueños de la verdad absoluta, los que siempre acusan de herejes a quienes no piensan igual, como lo explica Erasmo, entre risas sosegadas, en su Elogio de la Locura.
«Comprendo que la duda no es un estado muy agradable pero la seguridad es un estado ridículo», nos dice Voltaire cargando siempre de ironía sus frases. Dudo, luego existo. La premisa revivida de Montaigne: «¿Qué sé yo?» en contra de la petulancia de la otra, «¡qué no sabré yo!». Cuando se llega a ser dueño de la verdad absoluta, el mundo se detiene en la locura de las ausencias, como temía Erasmo.
La lucha entre el dogma y la libertad de pensamiento sigue pendiente. Los temores sobre la verdad absoluta, son más modernos que nunca cuando todas las preguntas de la filosofía regresan a buscar el verdadero sentido del humanismo, que es el ser humano. Tomismo contra humanismo, verdad sabida contra verdad por aprender.
La rigidez axiomática del tomismo, que derrotaba en el terreno de las ciencias al método deductivo y experimental, tocar para creer, creaba el atraso: creer para no tocar. Y derrotaba también en el terreno político la libre discusión de las ideas, que es fuente de toda democracia, para imponer categorías jerárquicas, creando el autoritarismo ideológico, del que aún no nos libramos pese a tantas amargas experiencias.
Porque el tomismo se volvió después ideológico, en cualquier terreno, en la medida en que aseguraba la supervivencia del dogma, cualquier dogma, y se convirtió en el molde de toda intolerancia, con rigor militar. Atraso, caudillismo, intolerancia, partido, mercado. Todo regresa así hacia la oscuridad del dogma.
Pero también hay en la historia, de acuerdo a los momentos dados, verdades insurgentes que se oponen a las verdades establecidas. Es un asunto de polaridad que, por su misma carga, elimina la escogencia múltiple; y la verdad insurgente, cuando adquiere poder transformador, se vuelve verdad dominante, y como tal, se convierte en verdad absoluta. Una verdad intolerante, y el círculo vicioso vuelve a empezar.
Cuando el criterio sobre la verdad cambia, por esa misma naturaleza dialéctica de prueba y error que Protágoras le da, las consecuencias de la acción ya se han consumado en la historia y la nueva verdad absoluta ha cobrado su precio intransigente. Es lo que ocurre con las revoluciones y sus diferentes etapas, y yo tengo esa experiencia. Es cuando el pensamiento libertario termina convirtiéndose en pensamiento burocrático y viene a dejar un rastro de desentendimiento en la sociedad, de polarización, y de tragedia.
Las revoluciones, en su gestación y eclosión, son siempre dueñas de la verdad absoluta, como lo fue la revolución francesa, la más libertaria de todas las revoluciones, hecatombe del pensamiento del siglo de las luces, y a la vez, la más intolerante de todas. Robespierre, que ni siquiera tenía sentido del humor, hubiera seguramente pasado bajo la guillotina a Voltaire, antes de morir ejecutado él mismo.
No se ha roto el molde del dogma. Un dogma vuelve siempre a sustituir a otro, y el antídoto sólo está en poner en cuestión la verdad, rasgar su coraza, y hacer que surja por sus grietas el pensamiento libre. Y crear pensamiento libre de manera incesante, insisto, es tarea de las universidades.
Mi maestro Mariano Fiallos Gil, tan contemporáneo, nos llama siempre a apropiarnos de la libertad crítica, y a rechazar todas las imposiciones que pesan sobre el ser humano, «entidades abstractas que se llaman sociedad, estado o clase, y peor aún, sacrificándolo a ideas absolutas denominadas la justicia, la verdad, la belleza o el bien.»
La primera prédica de universidad, que por su naturaleza y su misión encarna la diversidad, es a favor y beneficio de la libertad, para cerrar así al paso a la intolerancia de quienes no admiten el pensamiento ajeno, y buscan anularlo. Son ellos quienes termina levantando los cadalsos e inflamando las hogueras donde se empieza quemando libros y se terminan quemando personas, según las palabras del poeta Henrich Heine, que nunca debemos olvidar.
Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.